CAPÍTULO 1

Las aventuras son como las cajitas de latón con dibujos de galletas que hay en todas nuestras casas: parece que esconden dulces, pero cuando las abres solo encuentras hilos, agujas y demás cachivaches de costura. Es decir, las aventuras NUNCA son lo que parecen.

Por ejemplo, ahora mismo, los dos héroes de esta aventura, y que no tardaré en presentarte, tienen delante de ellos un pozo muy profundo y un cartel gigantesco que advierte:

NO ENTRAR.

RUINAS

MEGAPELIGROSAS.

No, espera. Este no es un buen ejemplo porque este cartel deja las cosas bastante claras… ¿verdad?

—Turbo, ¿acaso no has leído lo que pone ahí?

¡No seas moñas, tío! —Turbo se da un par de toquecitos en el pico—. Este tipo de avisos los ponen para que solo los verdaderos aventureros consigan los mejores tesoros.

Aquí tenéis a Turbo y Awita.

Turbo, como el 25% de los habitantes de la tierra de Mine, es un ornitorrinco. Eso sí, no es un ornitorrinco cualquiera; es un ornitorrinco de pelaje turquesa, con un sombrero chulísimo y que pasa la mayor parte de su tiempo fuera del agua y buscando el peligro.

Awita es su mejor amigo, una gota de agua mágica que nació hace tantos años que ha dejado de contarlos.

Como pronto averiguarás, la tierra de Mine está llena de seres extraordinarios: algunos son buenos y otros un poco chungos. Por suerte para ti, Awita es de los majos.

—Creo que es mejor que volvamos a casa —mur- mura Awita.

¿Después de todo lo que hemos sufrido para llegar hasta aquí?

—Pero si me he transformado en nube y hemos llegado en un periquete.

—Yo he sufrido madrugando, Awita.

—A mí me gusta madrugar. —Awita se levanta todos los días cuando sale el sol para completar sus sudoku más difíciles. Es cuando más despejada tiene la mente.

—Chachi. Pues yo me voy, ¡yuju!

Y ante la atónita mirada de Awita, Turbo da un salto y se deja caer por el hueco del pozo.

Pronto, ese «yuju» se transforma en un:

«AAAHH».

Turbo cae a toda velocidad y aterriza sobre sus fuertes patas.

¡Cobardica! —grita, estirando el cuello hacia arriba—. Ya vendrás a buscarme cuando tenga mi nuevo sombrero mágico. ¡No lo tocarás, Awita!

Su voz se pierde en la oscuridad y nadie le responde.

Turbo pone sus aletas en polvorosa (o sobre el suelo de las ruinas) y busca con las manos una antorcha. Todo el mundo sabe que en las ruinas de Mine siempre hay antorchas a tu disposición si las sabes buscar bien.

Y créeme, para alguien como Turbo que se pega la vida encontrando los calcetines que desaparecen entre sus sábanas cuando duerme, esto es pan comido.

¡Pan comido! —sonríe Turbo cuando enciende la antorcha y echa a caminar por el pasadizo que tiene delante—. Sombrerito mágicooo, ¿dónde estás, sombreritoooo?

En la tierra de Mine, y en concreto en la planicie de los Girasoles, que es donde viven Turbo y Awita, ha existido siempre la leyenda de los Sombreros Divinos: siete sombreros que otorgan poderes flipantes.

Te cuento dos secretos:

1) No es una leyenda.

2) En estas ruinas se esconde el sombrero blanco.

Turbo tenía el primero, el amarillo, porque su padre se lo entregó cuando solo era un bebé ornitorrinco. Los demás, los han ido encontrando poco a poco. Por ejemplo, cuando Turbo y Awita consiguieron el verde casi no lo cuentan. Se enfrentaron a un temible guardián anciano y Turbo salió con púas hasta en la lengua.

Y es que a Turbo le encanta parlotear. Con otros y… consigo mismo.

—¿Eso es una sala secreta? ¡¡Mola!!

Si Awita estuviera ahí le diría a Turbo que hiciera el favor de no meter el pico donde no le llaman. O más bien, de no meter el pico por ese agujerito que lleva a una sala en la que huele exactamente igual que su salón cuando se le cayó una salchicha detrás del sofá y no la encontraron hasta dos meses después.

¡PUAJ!

¡Pero qué olor a cuesco! ¡Y yo no he sido!

Turbo se ríe de su propia broma, pero lamenta que Awita no esté ahí para acompañarle. Al menos, cuando echa un ojo al lugar, distingue algo que le hace sonreír:

¡El sombrero blanco!

¡Exacto! El sombrero blanco flota y brilla con todo su esplendor a escasos metros de él así que Turbo da un paso al frente. Para su consternación, la aleta se le hunde en el suelo.

¡Una trampa!

Por suerte, Turbo, que ya está acostumbrado a ese tipo de situaciones peligrosas, rueda por el suelo y evita que una bola de fuego le queme su sombrero.

Pero esa no es la única sorpresa que guarda la habitación.

Una a una, las trampas intentan impedir que alcance su objetivo.

Una cuchilla que cae del techo:

¡Caramba!

Un gas que le provoca estornudos:

¡Achú!

E incluso un martillo gigantesco que casi lo convierte en papilla de ornitorrinco.

¡Esto ya es pasarse! —Turbo se limpia las plumas de los brazos y se concentra en su objetivo—. ¡Ya eres mío, sombrerito blanco!

Yo ya te he avisado de que en las aventuras, nada es lo que parece. Así que cuando Turbo va a coger el sombrero mágico, una prisión cae sobre este. Nuestro héroe coloca la mano sobre la superficie de cristal que ahora lo separa de su objetivo. Después, le da un mangazo e incluso algún que otro picotazo pero…

Nada.

Ni siquiera su superfuerza puede romper ese material.

—Espera. —Turbo gira el cuello y abre los ojos como platos—. ¡Ya no huele a pedo!

Es peor.

Huele a quemado.

LA HABITACIÓN ESTÁ EN LLAMAS Y ÉL NO TIENE ESCAPATORIA POSIBLE.