Introducción

En la confesión del director protagonista de Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019) podemos encontrar el secreto sobre la relación de un cineasta con la fe: «Las noches que coinciden varios dolores..., esas noches creo en Dios y le rezo. Los días que solo padezco un tipo de dolor soy ateo». Esta sentencia podría constituir parte del argumentario de cualquiera que, como el director manchego, haya tenido una educación católica y el cristianismo se incluya en la cultura popular que fundamenta su relación con el resto de la sociedad. Sin embargo, para Almodóvar, Dios no constituye una obsesión que quiera comprender a través de sus películas, aunque en los inicios de su carrera realizó dos cortometrajes de temática bíblica: La caída de Sodoma (1975), centrado en la aventura de las hijas de Lot, que se quedan solas cuando va a buscar a su mujer convertida en estatua de sal, y Salomé (1978), escenificación de Dios para comprobar su poder de manipulación de los humanos a través de la atracción erótica. Es curioso comprobar en estos trabajos «la vinculación entre erotismo y religión, tan presente en la cultura mediterránea, y en Buñuel en particular» (Sánchez Noriega, 2017, pág. 403), incluso en alguna ocasión también en Rossellini, especialmente en El amor (L’amore, 1947-1948), uno de cuyos fragmentos es La voz humana de Jean Cocteau, adaptada también por Almodóvar. Al contrario que hiciera la Magnani en la versión del italiano, en 2020 la Swinton ya no ruega a Dios que le vuelva a llamar el amante fugitivo. Dios ha sido relegado a una mera superchería ante los ataques dolorosos del cuerpo y las convulsiones del amor. El azar o del destino tienen más fuerza que las disposiciones divinas.

Rossellini y Buñuel son dos de los cineastas que han utilizado el cine como un confesionario para, sin buscar necesariamente la indulgencia del espectador, aunque sí su complicidad, tratar su particular relación con Dios, de manera que la cámara, dotada aún del elemento mágico que fascinó en sus orígenes, facilitara dar forma a su pensamiento trascendental. Cansado de mirar la miseria de su tiempo, Rossellini quiso volver los ojos a la eternidad (Fernández-Santos, 1985) siguiendo el modelo franciscano revelado en Francisco, juglar de Dios (Francesco giullare di Dio, 1950), la forma más completa del ideal de Cristo (Quintana, 1995, pág. 122). Ya había demostrado cómo detrás del realismo de los hermanos Lumière se esconde la fantasía de Méliès en La máquina matamalvados (La macchina ammazzacattivi, 1952), cuando un misterioso personaje otorga poderes a un fotógrafo para que mate a las malas personas haciéndoles un retrato, y en Giovanna d’Arco en rogo (1954), durante la ascensión de Juana a los cielos según la tradición teatral medieval, a la que recurrió Zecca en Nacimiento, Infancia, Vida, Milagros, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo (La Passion de Notre-Seigneur Jésus Christ, 1907) para continuar cinematográficamente con el aspecto de Dios en las pinturas renacentistas y barrocas. Y a la que regresará Verhoeven en Benedetta (2021) para explicar el encuentro de la monja con Dios en una representación de la muerte y asunción de la Virgen María.

Rossellini en El amor no solo es el hombre enamorado que descubre con la cámara los sentimientos ocultos de una actriz, sino que convierte al director en un demiurgo en el otro fragmento, Il miracolo (Quintana, 1995, pág. 100). Ese papel de manipulador de la ficción se lo encargó Rossellini a su amigo Fellini, entonces «el último de los genios religiosos en activo y quizás el más firme y completo de todos ellos, pues siguió por un lado la doctrina papista del film ideal y consiguió, por otro, ser el creyente más sensual, libertino y hasta morboso» (Molina Foix, 1995) en una larga lista de los cineastas de la fe cristiana, tanto católica como luterana y ortodoxa, en la que centraremos una filmografía compuesta por cincuenta títulos esenciales que abordan unas determinadas posturas acerca de la idea de Dios. La pretensión no es restar importancia a las divinidades de otras culturas, sino exponer la forma en que la imagen del Dios cristiano, cuyo culto estaba arraigado en las sociedades donde el cinematógrafo comenzó a extenderse, ha ido evolucionando en el cine conforme han cambiado sus costumbres religiosas, de las que los cineastas occidentales no han podido abstraerse. Hay que recordar que «la Biblia, que no exige el pago de derechos de autor, ha batido todas las marcas de adaptaciones cinematográficas» (Gubern, 2014, pág. 83). Sus parábolas y personajes han fascinado a creyentes y ateos, leída al pie de la letra por unos y metafóricamente por los otros.

En el tren en el que se inicia la historia de El arca de Noé (Noah’s Ark, M. Curtiz, 1928), en los albores de la Gran Guerra, un pastor habla del odio entre los seres humanos y apela a las Sagradas Escrituras, aunque alguien le contesta que la Biblia ya no funciona, que Dios es la ciencia. El cine, de origen científico, ha sido utilizado para dejar patente la actualidad de la Biblia en distintas épocas. No obstante, Buñuel estaba en contra de que la ciencia redujera el misterio, que para él se iniciaba en los sueños. Para evitar el aspecto racional que se les suele aplicar, recurrió al surrealismo. De hecho, en un sueño encontró la fe. Vio de pronto a la Virgen Santísima –mencionada así en sus memorias, con un lenguaje piadoso en un hombre ateo, pero de profunda educación católica– inundada de luz y trató de reconstruir esta imagen en La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969). Aunque la crítica francesa ha considerado a Buñuel un «devorador de curas», presentó su Nazarín, bajo el prisma franciscano de Rossellini, como un humilde sacerdote de los pobres sin ser juzgado u objeto de burla, salvo del mismo Cristo. Fue Buñuel también un ateo del cine, solo admitió que la revelación le vino ante Las tres luces (Der müde Tod, Fritz Lang, 1921) y La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, Carl Th. Dreyer, 1928).

La virulencia formal de Dreyer, con su Juana entregada a Dios, tiene un largo recorrido que llegó hasta Godard en Yo te saludo, María (Je vous salue, Marie, 1984) tras haberla hecho resplandecer en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962) en un cine que sirve de refugio a la joven protagonista. La particularidad de la película de Dreyer era que, sin ser confesional, chocó con el cine doctrinal que vendía desde Hollywood Cecil B. DeMille, con títulos como El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932), en el que todo se explica por la voluntad de un Dios rector. Según el cineasta católico, el mundo necesitaba que se le recordara la ley de Dios, garantía de la libertad humana «sobre todo después de las horribles experiencias totalitarias del fascismo y el comunismo» (Alonso, 1991, pág. 153). Dreyer no estaría de su parte, para él la experiencia en Dios no está condicionada al poder humano, ni a ninguna clase de relevancia. Fue muy explícito en La palabra (Ordet, 1955) a través de la intervención de un poder superior en los asuntos mundanos por medio del milagro a raíz de la idea cristiana de la muerte como tránsito a la verdadera vida. El protagonista, Johannes, es un loco que quizá está más cerca de Dios que los cristianos que lo rodean. Dreyer lo convirtió en una reencarnación de Cristo, superada la edad de su muerte, para predicar la idea de un Cristo vivo. Si no hay resurrección, no hay esperanza, ni hay Dios ni hay película.

Las películas de Dreyer no pueden ser despojadas de su potencia religiosa sin perder su valía humanista (Lara, 1997). Sin el uso de trucajes propios de Méliès para crear una realidad simulada, Dreyer se limitó a registrar «con una neutralidad plenamente realista, tan realista como en las breves piezas del gran Louis Lumière» (Marías, 1997). Como si recogiera la tradición teatral utilizada por Zecca en su película fundacional, Dreyer simuló el espacio tridimensional como en el arte religioso medieval para convencer de que los episodios sagrados eran verdaderos (Gubern, 2007, pág. 61). Sabía que solo podría transmitir la veracidad del milagro a través de la técnica cinematográfica, admirador confeso del autor de La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954), una película que se puede entender como una fábula irónica sobre Dios y sus criaturas. De hecho, la educación jesuítica del cineasta inglés se manifestó en Falso culpable (The Wrong Man, 1956) «el suceso en estado puro y, como diría Bresson, “sin adornos”» (Truffaut, 1976, pág. 108), con un solo recurso dramático a la divina Providencia, que le sirve para tratar la transferencia de culpabilidad, el tema del doble, que tanto le inquietaba.

Dreyer encontró refuerzo en la militancia religiosa de Bresson, «auxiliada por unos textos referenciales anclados en el humanismo católico francés» (Font, 1976, pág. 1). Si Diario de un cura rural (Journal d’un curé de champagne, 1951) resulta tan acogedora para quien no ha sentido nunca inclinación por la teología es porque «la película ha dejado de hablar un idioma filosófico particular para expresarse en el idioma universal del arte» (Cabrera Infante, 2005, pág. 81). La diferencia de tratamiento que da Bresson a un personaje con inquietudes similares a los místicos de Dreyer radicó en que el cineasta francés renunció al superfluo contenido dramático con la elección de actores novatos (menos conscientes de sí mismos) para captar de ellos «lo más secreto, la chispa que me brindará la solución al problema» (Bresson, 2007, pág. 58). Duele habernos quedado, debido a una industria que arrinconó a Bresson, sin conocer el resultado de su proyecto sobre la pasión de Cristo porque pensaba que nadie la había realizado verdaderamente aplicando su intención de que «el protagonista apareciese solo en forma de sombra, de silueta a contraluz o de figura incompleta» (2015, pág. 376), de manera que Dios estaría presente y ausente en la pantalla al mismo tiempo.

Bresson era estricto con aquel precepto moral del Antiguo Testamento (Éxodo 20:4) que advertía que Dios era irrepresentable porque, si Jehová había creado al hombre a su imagen y semejanza, la representación del Creador por el hombre era entendida como una ambición arrogante dentro del monoteísmo impuesto por la religión judía. Este tabú icónico servía, como señala Gubern, «para preservar la creencia en un dios superior e invisible e impedir su contaminación por parte de las culturas idolátricas sedentarias» (2007, pág. 52). El cristianismo, al propagarse por las extensiones del Imperio romano, asimiló las culturas figurativas paganas que prosperaron alrededor del Mediterráneo. Basten dos ejemplos simbólicos reconocibles: Hermes y el carnero que portaba se transformaron en la imagen del Buen Pastor, o la paloma que representaba a Venus se transmutó en el Espíritu Santo. A pesar de que en los siglos IV y VI estaba asentada la adoración de retratos de Cristo, en el siglo VIII la persecución llevada a cabo por León III obligó a que el II Concilio de Nicea legitimara el uso de las imágenes sagradas. Si, tal como en la definición teológica del Liber XXIV philosophorum, se establece que «Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguno», se hace difícil materializarlo, y aun así el cine se atrevió. Aunque algún cineasta respetuoso, como Frank Capra, declinó hacerlo. En ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946), Dios era solo la voz que surgía de una estrella en la inmensidad del espacio.

Sin embargo, en Nicea quedó claro que si se rechazaba la veneración a la imagen, se estaba negando la encarnación del Verbo de Dios. En una sociedad analfabeta, la imagen apoyó a la palabra en el adoctrinamiento, y pronto se le otorgó carácter talismánico perpetuando la leyenda de la Verónica (vera eikon, ‘imagen verdadera’ en griego) como legitimadora del milagro. Con esta triple función (memorística, didáctica y devocional), la pintura sacralizante fue reiterada en el Concilio de Trento en el siglo XVI para responder al reto iconoclasta de Calvino, que prohibió la imagen religiosa en su reforma protestante. Y vivió una época dorada hasta la llegada del naturalismo, el impresionismo, incluso la fotografía. La irrupción del cine, a pesar de su prohibición por Pío X en 1909 derivada de una enseñanza moral no ajustada a la doctrina vaticana, volvió a dotar a la imagen del poder religioso que se estableció en Nicea, con la ambición de representar a Dios mediante el dinamismo del cine, con la misma arrogancia de Victor Frankenstein por dar vida a un ser inanimado, personaje de extensa huella cinematográfica por su ambición equiparada al poder supremo de un dios, como se reflejó en Dioses y monstruos (Gods and Monsters, Bill Condon, 1998). Se convertía, así, la pantalla cinematográfica en «una heredera directa de la pantalla pasiva de reflexión lumínica que, para proyectar imágenes fijas ante el público había introducido el jesuita Athanasius Kircher en 1640» (Gubern, 2017, pág. 56), desvirtuando la evolución de la ciencia con la práctica de la fe.

La representación cinematográfica de Dios dio un vuelco con Pasolini, un esteta apasionado que reconocía que para un occidental es difícil no ser cristianizado, y con más motivo si eres italiano o español. Como ocurriría luego con Almodóvar, era culturalmente cristiano. Tras dos primeras películas sujetas a la evolución del neorrealismo canónico que representaba Rossellini, El Evangelio según san Mateo (Il Vangelo secondo Matteo, 1964) «pulsó adecuadamente determinadas sensibilidades religiosas, sobre todo del catolicismo progresista» (Losilla, 2005, pág. 156). Fascinado por el misterio de Cristo, esta postura de Pasolini, en apariencia contradictoria, era fruto de una profunda reflexión, aunque no fue entendida por los marxistas con los que Pasolini tampoco se entendió aun declarándose afín. A pesar de que el marxismo y el catolicismo, como recuerda Eliade, comparten unos fuertes vínculos mesiánicos porque ambos necesitan el papel de un «redentor del Justo» que se sacrifica para cambiar el estado de las cosas (1973, pág. 173).

Ese lenguaje del oprimido también lo encontramos en Buñuel, llevado al extremo por su discípulo, Glauber Rocha. Los tres vivieron las grandes esperanzas revolucionarias del siglo pasado y, al mismo tiempo, las grandes decepciones en el fracaso de los sistemas políticos nacidos de esas ideologías. El Cristo anárquico de Buñuel preparó el camino para el nuevo Cristo de Pasolini, que lucha contra la alineación del hombre. En ambos reside la imagen del Cristo que no viene «a traer la paz, sino la espada» (Mateo 10:34), y que cuajó en Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o Diabo na Terra do Sol, 1964), donde el hombre es el esclavo que quiere escapar de la opresión y de la resignación religiosa. El Dios que le enseñaron a respetar a Pasolini tuvo que convivir con los dioses propios de los territorios que fueron conquistando españoles y portugueses durante el siglo XVI. El conflicto se avivó por jóvenes como Rocha mientras en Europa los jóvenes como Pasolini sustituían el mito por el hombre. No en vano, filmó Teorema (1968) en una defensa de la utopía con el advenimiento contemporáneo de Dios. Para reconstruir es preciso ritualizar, volver a la esencia sagrada. A partir de este principio posmoderno, para Losilla no fue casual que poco después de su estreno «apareciera en las pantallas Taxi Driver, la película del católico Martin Scorsese escrita por el calvinista Paul Schrader» (2005, pág. 167). Pasolini descubrió que el cine, como haría Schrader a raíz de su análisis de Bresson y Dreyer, podía ser un medio trascendental. Según sus Confessioni tecniche (Fantuzzi, 1978, pág. 72), consideraba que «no hay nada técnicamente más sagrado que una panorámica lenta», expresión que viene a coincidir con la de Godard, «el travelling es una cuestión moral». El evangelio de Pasolini es, por tanto, «la obra maestra de un ateo que creía en la religión. La del cine» (Molina Foix, 2004).

Wittgenstein decía que «creer en un Dios significa comprender que la vida tiene un sentido», aunque esa idea solo sea posible a través de la razón, la revelación o la gracia. Las tres grandes pruebas sobre la existencia de Dios que históricamente han atravesado el desarrollo del pensamiento filosófico son la prueba cosmológica, la prueba ontológica y la prueba físico-teológica (Comte-Sponville, 2002, pág. 85), y su influencia se ha dejado sentir en los cineastas que han intentado analizar el sentido de la existencia a través de la figura de Dios. La primera forma de explicar el mundo, de considerar su existencia, es suponer, como diría Leibniz, que tiene «una razón suficiente de por qué es así y no de otro modo», una causa, un ser absolutamente necesario, Dios, un ser eterno e infinito, la propia naturaleza. Apelar a la contingencia del mundo equivale, según Kant, a reducirlo a la prueba ontológica, Dios existe por esencia, pensar en Dios es pensarlo como existente. Tal como afirmaba san Anselmo, Dios «es el ser en relación con el cual es imposible concebir nada más grande», concepción que recogerían posteriormente Descartes y Hegel. Por eso en la prueba físico-teológica, como el mundo responde a un orden, esa armonía solo podría explicarse mediante una finalidad que tendría su origen en una inteligencia benévola y organizadora. Ni Kant ni Rousseau consideraron estas pruebas concluyentes, y eso no impidió que creyeran «tanto más en Dios cuanto más renunciaron a demostrar su existencia» (ibidem, pág. 93). Y es que la fe no se puede satisfacer mediante ninguna demostración, solamente parece que se ha podido alcanzar algo parecido a través de la ilusión de la imagen cinematográfica.

Aun cuando se demostrara la existencia de ese algo absoluto e infinito, no se podría probar que sea el Dios que entienden la mayoría de religiones, no solo un ser, sino también una persona, no solo una realidad, sino también un sujeto, principio y a la vez Padre. La religión, a fin de cuentas, sirve para explicar algo inexplicable mediante la justificación de un ser que resulta difícilmente justificable. Sin embargo, para la mayoría de cineastas que se han acercado a Dios, este «no es tanto un concepto cuanto un misterio, no es tanto un hecho cuanto un interrogante» (ibidem, pág. 95). Para Kierkegaard, Dios es el único que puede satisfacer absolutamente nuestra esperanza porque «lo contrario de desesperar es creer». Y, como dice el Cantar de los Cantares, nuestra esperanza es que el amor sea más fuerte que la muerte. Esto sería a lo que se reduciría finalmente Dios, a ser «el amor todopoderoso, el amor que salva» (ibidem, pág. 96), arma que está en poder exclusivamente del ser humano y que explicaría la inquietud que ha preocupado a muchos cineastas: el escondite de Dios desde el que se percibe su silencio, y que ha conducido al ateísmo. Eso sí, habría que distinguir entre el ateísmo negativo –no creer en Dios– y el ateísmo positivo o militante –creer que Dios no existe. Cerca del ateísmo negativo se sitúa el agnosticismo, aunque este ignora si Dios existe o no, no toma partido, no es creyente ni incrédulo, simplemente no le importa la cuestión. Por el contrario, el ateísmo supone un posicionamiento, un compromiso, incluso una respuesta (ibidem, pág. 99).

Al ateísmo militante se adscribía Buñuel, que no renunció al misterio, solo se negaba a la explicación de todo mediante lo inexplicable. En el extremo opuesto se situaba Ingmar Bergman, desde un nihilismo que cuestionaba a Dios sin resultar hiriente para el cristianismo. De hecho, su protestantismo militante no fue un obstáculo para que El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) y Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) fueran elegidas por el Vaticano por sus valores para integrar un listado de películas ejemplares dado a conocer en octubre de 1995 en vísperas del centenario del cine, en cuyo comité participó Gubern (2020, pág. 104). Aunque El séptimo sello está enmarcada en un espacio y tiempo muy concretos, la forma de plantear la problemática en la fe es profundamente moderna, no en vano, «las referencias al sentido de la vida, a la nada y a la indiferencia ante los demás poco tienen que ver con el espíritu medieval: más bien son propias del existencialismo de Kierkegaard» (Sánchez Noriega, 2018, pág. 398), al que no fue ajeno Dreyer en La palabra porque su lectura provocó la pérdida de razón de Johannes. Bergman era creyente, pero incapaz de dominar su desagrado: «odio a Dios y a Jesucristo, sobre todo a Jesucristo que me repugna con su tono, su babosa comunión y su sangre» (2018, pág. 91).

El cineasta pretendía una noción del amor como única forma de santidad. El sacristán de la iglesia a la que acuden los protagonistas de Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) apela a esa idea para reconfortarse: «Dios es amor, el amor es Dios». La propagación del cine existencialista de Bergman por la infinidad de cineclubs que se extendieron por la geografía española, muchos de ellos creados desde las catequesis, permitió al cineasta disponer de un pulpito desde donde llegar a una juventud que comenzaba a tener un problema en la creencia vehemente en Dios. Hubo otras películas que mostraron la forma en que el poder eclesiástico manipulaba las mentes adocenadas de los súbditos, como fue el caso de Faraón (Faraon, Jerzy Kawalerowicz, 1966), y aunque la historia sucediera en el antiguo Egipto, era fácil trasladarla a la España franquista, donde muchos, como el joven príncipe, se mostraban contrarios a los que «sustituyeron la espada por el incensario». Las secuelas del cine beato que proliferó durante las primeras décadas del régimen continuaron con productos en que «los curas en todo el esplendor casposo de su sotana» (Molina Foix, 1995) fueron sustituidos por curas bonachones, como el interpretado por Paco Martínez Soria en Se armó el Belén (J. L. Saéz de Heredia, 1970), o por curas proletarios, como en Sin la sonrisa de Dios (Julio Salvador, 1955). El cine trascendental de Dreyer no tuvo predicamento en la España de la posguerra, en la que solo podían triunfar películas de la índole de Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, 1956), reconocida por la Semana Internacional de Cine Religioso de Valladolid como el máximo esfuerzo para difundir la palabra de Dios (Alfonso Barahona, 1991, pág. 126), la obsesión de DeMille.

La letanía final del personaje de Agustín González en El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963) con ese grito de «¡Dios, Dios!» para envolver de justificación la tragedia fue una de las pocas veces en que se imploró en el cine español desde el realismo a la existencia de Dios. Precisamente el director de aquella película simbolizó el misticismo propio de aquella España horrenda cuando actuó en una película que Carlos Saura debió estéticamente a Buñuel, Ana y los lobos (1972), una parábola diáfana en la identificación de las amenazas del poder militar, civil y religioso, arquetipos reunidos en tres hermanos y que ya fueron utilizados en 1928 en El arca de Noé para analizar la existencia de Dios. El tono surrealista, levemente fantástico, que predomina en toda la narración, se transforma al final en un relato de terror. La defensa de Dios dejó de ser un tema trascendental para entrar en el territorio del desasosiego y la angustia, advertencia explícita cuando las niñas encuentran su muñeca entre los matorrales totalmente sucia, ahogada en el barro y con el pelo cortado, como acabará la chica por burlarse de Dios, en recuerdo de Juana de Arco por parte del anacoreta. La locura integrista del catolicismo también fue aprovechada por Werner Herzog, que condenó a Aguirre a una revisión histórica que compartía la categorización del mal en la aplicación terrenal de las consignas de una divinidad que ocupaba la mente.

Tras el éxito de Roman Polanski con La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), se comprobó que el miedo también podía conducir hasta Dios. La curiosidad de William Friedkin le llevó a embarcarse en la aventura de El exorcista (The Exorcist, 1973), la vigencia de Dios en un mundo dominado por el mal. La película parte de una premisa que va contra la enseñanza bíblica, pues cuando el creyente se une en su fe a Cristo recibe el Espíritu Santo, que no le impide ser tentado o atormentado, pero nunca poseído por demonios porque «somos de Dios, y les hemos vencido» (Juan 4:4). El momento era oportuno para la transgresión moral en el cine, sobre todo en los campos de la violencia y del sexo, porque se trataba de una oferta excluida de la televisión, «instrumento de comunicación familiar fundamentalmente conservador» (Gubern, 2014, pág. 502). En este sentido brilla la creación de Travis Bickle, un ser esquizofrénico, que combate su insomnio recorriendo la ciudad al volante en Taxi Driver (M. Scorsese, 1976), un héroe existencial europeo trasplantado por Schrader a un contexto americano.

Ambos notaron los efectos del fanatismo en la década siguiente cuando llevaron a la pantalla La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988). Como la novela, la película no especula con una ficción hiriente para los creyentes, a pesar, eso sí, de la audacia narrativa del autor sobre la infancia y juventud de Jesús de Nazaret, que no alarmaron en el momento de su publicación. Al novelista le atraía el deseo del hombre por llegar a Dios, «o, mejor dicho, de volver a Dios e identificarse» (Kazantzakis, 2017, pág. 7), una oportunidad que desaprovechó el catolicismo para reforzar el vehículo de la voz de su Dios, Jesús. En su retiro en el desierto un joven monje le descubre que no es un hombre, que es «el hijo del hombre, todavía más, el hijo de Dios, y más que eso, Dios». Se iba a cumplir así lo que él mismo pedía cuando elaboraba cruces para los romanos en su carpintería, «Dios, hazme un dios», enfrentamiento con la divinidad que parecía haberlo elegido, a pesar de que su madre le sugiere que las voces que oye pueden ser del diablo. De hecho, en ese ángel tentador que se le aparece frente a la cruz mientras agoniza, está representada una vieja idea: si el Padre desea el sacrificio del Hijo, ¿no formará el diablo parte del pensamiento en Dios? Las debilidades humanas se desvanecieron y Jesús cumplió su misión en el mundo, que según Dreyer no era otra que «colmar las esperanzas nacionales y políticas vinculadas al sueño mesiánico de la gente» (1997, pág. 98).

A esta idea volverán Scorsese y Schrader en la etapa final de sus carreras con Silencio (Silence, 2016) y El reverendo (First Reformed, 2017), respectivamente. El reverendo es una obra a contracorriente, como lo fueron Diario de un cura rural y Los comulgantes. El estilo trascendental no es un problema de contenido, sino de forma. Sostiene Schrader que, para hacer emerger lo espiritual, el artista debe abandonar «los procedimientos de espectacularización tan del gusto del cine que tradicionalmente venimos llamando religioso para apostar por una estilización que fuera el resultado de una simplificación y restricción de los medios que el cinematógrafo pone al servicio de los cineastas» (Zunzunegui, 2018). Parece que estaba hablando de Scorsese, que tardó décadas en levantar Silencio, una reflexión sobre la comunicación entre creencias. Afortunadamente, como afirma Zunzunegui, el ejemplo en Schrader es más atractivo que el discurso teórico que lo arropa, una nueva índole de la vieja trascendencia de siempre, tras pasar por Tarkovski, el único cineasta al que admiró Bresson en los últimos años de su vida, seguramente porque llevó a la práctica sus notas sobre el cinematógrafo, haciendo aparecer en pantalla lo que sin un cineasta no se vería jamás (Bresson, 2007, pág. 65). En Sacrificio Tarkovski ofició una «misa panteísta que reconcilia el arte del cine con algunos riesgos extraviados en las urgencias de la industria» (Fernández-Santos, 2007, pág. 410).

El cine también puede tratar temas espirituales a partir de fórmulas basadas en su virtud para el entretenimiento, como demostró Spielberg en Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977) y posteriormente Shyamalan en Señales (Signs, 2002). Tras el fracaso de la frivolización adolescente de Jesucristo Superstar (Jesus Christ Superstar, Norman Jewison, 1973) la renovación del género religioso se consiguió mediante parábolas alienígenas. Como indica Gubern, E.T. (E.T.: The Extra-Terrestrial, 1982) constituyó una fábula poética criptoteológica anunciada desde el mismo cartel con el dedo índice del extraterrestre tocando al del niño en idéntica postura que en la creación divina de Adán que se puede contemplar en la Capilla Sixtina. A través de «la pasión terrenal, la muerte, resurrección y ascensión celestial de su extraterrestre, Spielberg se convirtió definitivamente en el nuevo narrador sacro de Hollywood» (2005, pág. 114). El trono de la santidad cinematográfica, que tentó a Godard, parece que quiera ocuparlo ahora Malick, a pesar de que se lo disputó también Lars von Trier. Godard renunció, pues no llegó a dogmatizar con Yo te saludo, María, aunque invocó el mito ancestral del milagro aplicado a la encarnación virginal por un ente extraterrestre.

Von Trier se aventuró a llegar hasta Dreyer, repitiendo lo que se creía irrepetible, y en Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1996) devolvió «la fe en la capacidad formal» (Weinrichter, 1996) que aún podía tener el cine y la situó entre las aportaciones más decisivas al futuro, en el que le esperaba Carlos Reygadas con Luz silenciosa (2007). La exquisitez con que el cineasta danés fascinó a los críticos fue puesta en tela de juicio por el mismo director cuando abandonó la espiritualidad y se acercó a la teología del mal, situando en Anticristo (Antichrist, 2009) a Gainsbourg en la estela de la Adjani de La posesión (Possession, Andrzej Zulawski, 1981) y transitando por el surrealismo más oscuro y delirante. Lo volvió a hacer en La casa de Jack (The House that Jack Built, 2018) en un ejercicio de «coherencia con toda una obra que, desde una convicción atea, se enmarca en los códigos morales, culturales, espirituales e iconográficos del cristianismo en su acepción luterana, donde el sufrimiento por los pecados propios o ajenos se contempla como un valor positivo» (Iglesias, 2019), aunque no siempre haya salvación para el ser humano.

En Melancolía (Melancholia, 2011) no dejó espacio (ni tiempo) para el milagro. En otra película con la que arrancaba la segunda década del siglo XXI, El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) tampoco había lugar para el milagro, aunque sí para el consuelo, porque Terrence Malick, por el contrario, cree en el ser humano, a pesar de que acabe castigándolo. La ambición de Malick pretendía capturar lo inasible, entendiendo que «no es preciso comulgar con una visión religiosa de la existencia humana para sentirse fascinado o concernido por las imágenes de El árbol de la vida, de la misma manera que el repudio ante las pretensiones cosmogónicas y el trascendentalismo espiritualista del film no son privativas de una concepción laica del mundo» (Heredero, 2011).

Muchos cineastas entendieron mal las pretensiones de Malick y desvirtuaron el legado de Dreyer o Bresson, como Stuart Hazeldine y su bazar de oportunidades trascendentales en La cabaña (The Shack, 2017) en un encuentro del hombre con la Santísima Trinidad (Costa, 2017b). Otros entendieron que era momento de renovar drásticamente el cine religioso, como Mel Gibson con La pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004) que no vio el riesgo de escándalo, ni supo interpretar la experiencia de Scorsese, o amparados en el progreso técnico para poner al día unos efectos que servían para contar la parte extraordinaria de algunas historias convertidas en leyenda, como hizo Ridley Scott con su revisión de la historia del profeta Moisés. Solo a través del terror, con preminencia de fuerzas malignas de tradición cristiana, existía cierta tolerancia religiosa para enfrentarse a cuestiones de índole teológica, y aun así no se eximía de una posible polémica, como fue el caso de Stigmata (Ruper Wainwright, 1999), sobre la traición del mensaje de Dios por parte del rígido poder vaticano.

Dentro de la desmitificación de la pureza de la Iglesia fue pionera Agnes de Dios (Agnes of God, Norman Jewison, 1985) con una incipiente denuncia de abusos sexuales cometidos por sus miembros. Quince años antes, Ken Russell, apoyado en Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolów, J. Kawalerowicz, 1961), se había desmarcado con Los demonios (The Devils, 1971) de las insinuaciones sobre la sexualidad reprimida de unas mujeres encerradas por sacrificio de amor hacia Dios, como la santa Teresa de Lisieux, carmelita descalza, canonizada en 1925, de acuerdo al biopic de ínfulas bressonianas, Thérèse (Alain Cavalier, 1986). Llegado este punto, es inevitable preguntarse cómo hubiera encarado una directora la historia del milagro en un cuerpo femenino. Quizá la respuesta sea Lourdes (Jessica Hausner, 2009) que retrata, con las mismas dosis de respeto y crueldad, el paraíso en la Tierra, ese lugar de peregrinación para miles de enfermos que buscan la esperanza, y en concreto una joven, enferma de esclerosis múltiple, que conocerá de forma efímera la felicidad de su arbitraria sanación, «el desamparo ante el milagro» (Monterrubio, 2010) y el miedo al regreso a la enfermedad.

Tanto en el cine trascendental como en el religioso ha prevalecido el contexto patriarcal extendido por el cristianismo (y otras religiones) a toda la sociedad. Francesca Stavrakopoulos, profesora de religión antigua en la Universidad de Exeter tiene claro que todo se reduce a una noción de jerarquía corporal, pues, en las tres grandes religiones monoteístas, los cuerpos masculinos se consideran mejores que los femeninos. Fue a Adán a quien Dios creó a su imagen y semejanza, y como «los cuerpos masculinos no se vuelven de manera automática impuros una vez al mes […] existe la percepción de que ser un varón es parecerse más a Dios y tener un cuerpo femenino es tener, en cierto modo, una deficiencia y una necesidad de purificación» (MacGrecgor, 2019, pág. 135).

Por este motivo tiene especial valor la película de género firmada por Claire Denis, High Life (2018), que no puede escapar a la trascendencia de un experimento espacial que conduce una mad doctor, otro científico que se cree Dios, y que tiene como fin que un grupo de presidiarios de ambos géneros engendren un bebé que lleve a la salvación de la especie mientras se cierne el peligro de viajar al ámbito de influencia de un agujero negro. El Mesías resultará ser una niña, que, cuando el final parezca inevitable, y la ciencia ya no sirva como nueva creencia, repetirá el gesto de una oración en una búsqueda mimética por encontrar un sentimiento religioso que los ponga a salvo.

La mejor forma de entender la gracia es, como aplicaba Ulrich Seidl, utilizar el arte formulando preguntas pertinentes para encontrar las respuestas en la voz de unas criaturas que no siempre son comprendidas pero que tienen la clave emocional. En España tras el fenómeno del documental La última cima (Juan Manuel Cotelo, 2010), la huella profunda que dejó un sacerdote aficionado al montañismo que «entregó a los 42 años su vida a Dios» cuando intentó evitar la caída de un compañero en el descenso del Moncayo, David Arratibel recogió el testigo en Converso (2017). La película no contribuyó a aproximaciones excitadas en lo ideológico, aunque uno de los conversos ofrece en su testimonio la justificación abrumadora de su creencia: «Dios es la sensación de haber nacido de nuevo». Esta definición de fe, establecida por un creyente del siglo XXI, choca con los tradicionales conceptos teológicos del sacrificio y la redención por los que transitó, primero, el cine europeo, y luego, los cineastas norteamericanos más europeizados, para analizar el misterio de la existencia. Ahora brillan el polaco Pawel Pawlikowski o el portugués Pedro Costa, aunque hay otros que se postulan a predicar un estilo trascendental, como Paul Thomas Anderson, o Abel Ferrara a través de las tentaciones oníricas en Tommaso (2019) para reescribir algunas escenas cruciales de Willem Dafoe en La última tentación de Cristo.

El cuestionamiento moral fue también un territorio propenso para el humor, probado con fortuna por los Monty Python, un revulsivo contra la trascendencia de Bergman, Dreyer o Bresson (Alvy Singer, 2010, pág. 139). Mel Brooks encontró acomodo con su estilo metacinematográfico, junto a Carl Reiner o Woody Allen. Reiner se atrevió a ocuparse de la relación de Dios con la humanidad, lo que se conoce como teodicea, pero sin profundidad espiritual, sino a través de una divertida especulación. Allen ha sido más contundente y, sin abordar la cuestión de una manera directa en sus películas, siempre ha dejado caer su nihilismo. En Hannah y sus hermanas (Hannah and her Sisters, 1986), interpretó a un realizador de televisión hipocondriaco que, a raíz de creer que tiene un tumor cerebral, necesita una respuesta trascendental a la que agarrarse. Como tanta gente, busca el sentido de la existencia en la religión, y, a pesar de ser judío, lo intenta con el catolicismo porque, opina, es «una religión muy hermosa, sólida y bien estructurada». Preocupado por la naturaleza demiúrgica del cine, abarcó en Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, 1996) la historia irónica de unos personajes contemporáneos, pero, como canta el coro en el primer número musical, «tan griega e intemporal como el destino mismo».

Por el contrario, el sarcasmo no es un recurso utilizado por el integrismo católico, aunque al principio de Dogma (Kevin Smith, 1999), los productores recordaban que hasta Dios tiene sentido del humor, «basta con mirar al ornitorrinco». La lúgubre seriedad del catolicismo es legendaria, recordó Umberto Eco en El nombre de la rosa, porque desde el siglo IX la risa se consideró un rasgo demoníaco. Cabe destacar el uso que, de ambos elementos, la comedia y el demonio, hizo Alex de la Iglesia en El día de la bestia (1995), dentro una tradición esperpéntica que recorre el cine español y que este director formado en la filosofía y la cultura popular se encargó de recuperar. También surgió un intento por recuperar el surrealismo, a pesar de que su exegeta patrio, José Luis Cuerda, afirmaba que era imposible porque «la práctica surrealista exige ausencia de análisis, es automatismo puro. Y cómo vas a ser automático en algo en lo que tienes que tomar decisiones continuamente» (García Sánchez, 2017, pág. 179). Fue Así en el cielo como en la tierra, crítica de la sociedad española a través de los atributos propios del catolicismo, con mucho tacto, según el propio director, porque no trataba de combatir ninguna creencia.

La religión doctrinante había dejado de ser un tema recurrente en el cine español, a excepción del remake de Marcelino pan y vino (Marcellino pane e vino, Luigi Comencini, 1991) trasladada la historia –que se vende como un cuento en un puesto de recuerdos turísticos a la puerta de un convento– de la guerra de Independencia al siglo XVI para recurrir a la picaresca y a la huella católica en un pueblo analfabeto, que necesita de elementos sobrenaturales para creer en el milagro. El eco del original Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954) llegará hasta bien entrado el siglo XXI, en una película ambientada en la España de principios de los noventa en torno a la educación femenina religiosa. La niña protagonista de Las niñas (Pilar Palomero, 2020) le pregunta a su madre en algún momento por su certeza en la existencia de Dios y esa duda la impugnará cuando huya de la proyección escolar de la película protagonizada por otro niño, Pablito Calvo: crecer es rechazar un ente superior que conduce nuestras vidas y comenzar a dirigirlas nosotros. En la escena final, entiende que Dios no se aparecerá, que solo estamos en manos de nuestro destino, que «tu voz (no su voz) es la única que oyes y debes hacer oír».

¿Son malos tiempos para la trascendencia? Eso parece si nos atenemos a películas como Thor: Love and Thunder (Taika Waititi, 2022). Aunque Buñuel demostrara que es posible ser blasfemo y emocionarse con cierta imaginería, como reafirma Chema García Ibarra en Espíritu sagrado (2021), incluso con cierto humor que resta importancia a la herejía. Es paradigmática la cómica escena con que resuelve la posesión de un monje ante la columna en la que se erige Simón del desierto (1965). Mientras a sus pies se reúne la congregación, el demonio le provoca a través del monje Trifón con el grito de «¡Abajo la sagrada hipóstasis!», a lo que el abad Zenón contesta «¡Viva la sagrada hipóstasis!». Trifón reincide con un «¡Muera la anástasis!», que es contestado con un «¡Viva!» unánime de los monjes. «¡Viva la apocatástasis!», vuelve a la carga Trifón, y los monjes contestan instintivamente «¡Muera!». Esta pedantería religiosa y cultural es desactivada por dos monjes que reconocen que no saben qué es eso de la apocatástasis, mientras los vivas y mueras de los monjes se confunden cuando resuena el grito demoníaco de «¡Muera Jesucristo!». La confusión se resuelve cuando Satán es conjurado por Simón desde lo alto mediante el signo de la cruz. Buñuel da a entender que el diablo sabe más de teología que Dios. Como él mismo.

A la hora de confeccionar el listado de las películas que han reflejado cierta idea de Dios, se ha realizado desde una visión católica, sustentada en una formación cultural arraigada en la tradición cristiana, porque Dios ha supuesto para el artista cinematográfico un conflicto espiritual, realmente provocador y alentador para el espectador, que podría representarse por la anástasis. Este término designa una cuestión iconográfica que tuvo bastante predicamento en la Europa de la Edad Media, a partir del Speculum historiale de Vicente de Beauvais y el Flos sanctorum de Iacopo de Varazze, que difundieron un relato recogido en el Evangelium Nichodemi. Cristo, después de ser sepultado, descendió al limbo, donde los no bautizados afectados por el pecado original aguardaban la resurrección, con el fin de vencer a la muerte y, mediante la redención, salvarlos y llevarlos consigo. En la tradición católica sucede entre el Viernes Santo y el Domingo al tercer día de la crucifixión, lo que se conoce como Sábado de Gloria.

La proclamación buñueliana –¡Viva la anástasis!– resulta profética para entender a cada uno de los cineastas que, educados dentro de una cultura judeocristiana, son analizados en la filmografía que a continuación se despliega. No es difícil imaginarlos en su descenso hasta un infierno interior en busca de la superación de unos miedos ancestrales sobre la espiritualidad encarnada en un ente superior del que no han soportado su silencio o han interpretado una conducta supuestamente debida a Dios. En este sentido Johannes, el protagonista de La palabra, en la primera secuencia afirma de forma tajante: «Soy la luz del mundo, pero también la oscuridad para el que no quiere recibirla». Y la luz sobre una pantalla nos ha permitido, a lo largo de la historia del cine, abrirnos paso entre las tinieblas del espíritu, siguiendo (o no) a Dios.