Puedo oler Buenos Aires.
Debemos de estar cerca de la frontera. Parece que me catapultan el corazón a la garganta.
El aire se ha oscurecido tanto que ni siquiera veo las paredes de piedra de los portales. No tengo ni idea de qué pasará cuando llegue al control y me vea cara a cara con un agente fronterizo.
Solo sé que Tiago, Saysa y Cata caminan a mi lado. Después de todo lo que hemos pasado, lo único que tengo claro es que he encontrado mi sitio, con mis amigos. Ellos son mi manada.
Tiago me aprieta la mano con los dedos, como si pudiera leerme la mente. La oscuridad que nos rodea es tan opaca que incluso consigue apagar el brillo de nuestros ojos.
Innumerables Septimus avanzan con nosotros, los pasos de nuestro colectivo se hace eco en este camino que conecta dos mundos de realidad. Estamos volviendo a la Tierra desde Lunaris, una tierra llena de magia, niebla y monstruos: la fuente de nuestro poder.
Por ley, e imperativo biomágico, brujas y lobizones deben quedarse en este reino durante la luna llena.
Hemos llegado, pienso mientras respiro y percibo notas de café, piel y papel. Aun así, cuando me llega el olor a almendra de Ma, sé que en realidad no estoy oliendo mi hogar, sino inhalando el recuerdo que tiene Ma de él.
Así es cómo me describió Buenos Aires hace un mes. Hace ya una vida. El último día que pasamos juntas.
Antes pensaba que mientras crecía en Miami debía ser invisible porque Ma y yo no teníamos papeles y porque nos escondíamos de la familia criminal de mi padre, quien lo había asesinado por intentar fugarse con ella. Sin embargo, la verdadera historia no tiene nada que ver, directamente es de otro género.
Resulta que no soy del todo humana, sino que también tengo algo de Septimus, una especie maldita de brujas y hombres lobo de la Argentina. Y mi padre está vivo, de eso no cabe duda. Durante todos estos años, ha estado trabajando como profesor en una escuela de magia a tan solo dos horas de distancia.
El olor almendrado de Ma no me ha abandonado desde que salimos de Lunaris, como si estuviera esperándome en cada sombría esquina. Tiago ya me avisó de que cruzar el portal podía confundir mis sentidos, y los recuerdos más intensos de la última luna podían aflorar a la superficie.
Aun así, sé perfectamente que Ma no está aquí; la tienen en un centro de detención en Miami, esperando a deportarla. Por eso voy a ir a Kerana, la ciudad argentina donde vive la mayoría de Septimus. En un lugar tan poblado, mis amigos y yo tendremos más posibilidades de eludir a los Cazadores. A las autoridades.
Una vez estemos en la Argentina, encontraré la manera de reunirme con Ma.
La luz inunda el túnel y las paredes se encorvan formando una enorme estación subterránea. Pestañeo mientras un enjambre de Septimus se concentra a nuestro alrededor y avanza hasta los puntos de control que hay más adelante, probablemente deseosos de llegar a casa y dormir.
Aun así, mis piernas parecen hacerse más pesadas cuando veo a los agentes fronterizos en la lejanía, comprobando las Huellas, la documentación de los Septimus. Y el viejo mantra vuelve a mi mente una vez más: Aquí no, aquí no, aquí no.
En el mundo de los humanos, si te descubrían significaba que te deportaban.
Aquí, a una híbrida como yo, directamente la ejecutan.
Tiago me aprieta la mano y me doy cuenta de que me he parado en seco.
—¿Estás bien, Manu?
Su voz es como una canción.
Levanto la mirada y me abraza un resplandor de zafiro. Tiago me acaricia la mejilla con el pulgar y oigo el temblor de mi respiración al exhalar.
—Tenemos que seguir adelante —dice Cata, con cara lánguida. A su lado, el gesto inexpresivo de Saysa es inescrutable, su presencia extraordinariamente ausente.
Busco en el bolsillo de mi vestido hasta encontrar mi Huella falsificada. Zaybet, la amiga de Saysa, me hizo el documento, esta especie de pasaporte, en Lunaris. Esta será la primera vez que lo ponga a prueba.
Aunque la documentación es falsa, tener el cuadernillo en la mano alivia mi sensación de creerme una farsa. No tengo fotos con Ma de cuando era pequeña en el apartamento, no hay pruebas que demuestren mi existencia. Por eso, aunque la información en esta Huella sea falsa, al menos aparece mi cara.
Es una prueba de que soy real.
De que existo.
Seguimos avanzando entre el gentío y me doy cuenta de que los Septimus nunca viajan solos, se mueven en grupos. Por eso, cuando veo que una pandilla de chicos nos miran extrañados, sé que no es cosa mía, que la gente nos mira.
Deben de ser mi ojos.
Mis iris, tan dorados como el sol, llaman la atención en todos los mundo que conozco. Ni siquiera los Septimus tienen los ojos amarillos.
Mantengo la cabeza gacha, y noto que Tiago se tensa porque acelera el ritmo y empuja a Cata y Saysa. Entonces, me aprieta con delicadeza el hombro y se aleja de nosotras.
Lo sigo con la mirada, bloqueada, sin poder decir nada, hasta que me doy cuenta de que todos los lobos se están separando y yendo en la misma dirección. Hay puntos de control diferentes para las brujas y los lobizones.
Siento el impulso de seguir a Tiago, pero tengo que volver a fingir que soy una bruja. Una lobizona llamaría demasiado la atención y, como diría Ma: «Llamar la atención genera escrutinio».
Así que vuelvo a ser un secreto.
—Vamos —dice Saysa, mientras me separa de Cata.
Cada uno de los cuatro elementos tiene asignada una zona diferente. La zona borrascosa por la que pasamos ahora es la de las Invocadoras, las brujas del viento, y veo cómo Cata se une a la cola. La temperatura baja unos cuantos grados mientras pasamos por las Congeladoras, las brujas de agua, y luego Saysa y yo nos colocamos en la zona más cálida, preparada para las Jardineras, las brujas de la tierra.
El calor no lo desprendemos nosotras, sino que, a nuestro lado, en los límites de aquel espacio, se encuentran las Encendedoras. No me hace falta mirar a las brujas de fuego para saber que están ahí.
Tengo miedo de girarme y encontrarme con los ojos rojo sangre de Yamila.
Desde que esa ambiciosa Cazadora supo de mi existencia, me convertí en su objetivo: apresarme le abriría muchas puertas. Mis amigos y yo a duras penas logramos escapar de ella en Lunaris, justo antes de entrar al portal. Sin Saysa no lo hubiésemos conseguido.
Tener cierta magia conlleva pagar un precio muy alto.
Agarro fuerte la Huella que llevo en el bolsillo y deseo que Saysa me diga algo que me haga sentir mejor, pero su cabeza la sigue atormentando con lo que hizo. Su cuerpo, ya de por sí enjuto, parece haberse encogido aún más y su piel parduzca ha perdido su calidez, tiene el rostro ensombrecido.
Mientras la cola avanza, empiezo a sentir un estado de alerta que me resulta muy familiar y me veo otra vez escondiéndome debajo de la cama de Perla, mientras los agentes del ICE aporreaban la puerta del vecino.
Perla tiene 90 años y es mi abuela adoptiva. Ella fue quien nos acogió a Ma y a mí hace ya muchos años, quien me educó en su casa y nos dejó quedarnos allí sin pagar, a cambio de que la cuidásemos.
Recuerdos de El Retiro alimentan mi miedo hasta el punto de que me obligo a apretar la mandíbula para que los dientes dejen de castañetear. No puedo permitirme pensar en todo lo que me han quitado o perderé la entereza.
Tengo que pensar en cosas más agradables… Como cuando descubrí El Laberinto, una antigua ciudad de edificaciones de piedra derruidas que parece que ha sido absorbida y escupida por los Everglades. Allí es donde hice mis primeros amigos; ellos vieron quien era yo de verdad y me aceptaron. También fue allí donde, después de probar y descartar una infinidad de identidades, encontré la correcta.
No era humana.
Ni bruja.
Era lobizona.
Como si la sola palabra pudiera invocar el cambio, noto un escalofrío que me recorre entera hasta aterrizar en mi tripa. Solo tenemos a un pequeño grupo delante, luego va Saysa y, después, yo.
En mi interior noto cómo mi útero se retuerce y me muerdo el labio con fuerza para ahogar un quejido.
Me voy a transformar.
Aun así, el calor que me genera el cambio se ve contrarrestado por otra sensación, un sudor frío que me hace recordar el día en el que los Cazadores aparecieron en la clase de la señora Lupe para hacer una inspección sorpresa de nuestras Huellas. Siento que me va a dar un ataque de pánico.
Desde que soy lobizona parece que mi ansiedad funciona como desencadenante para mi transformación.
Quiero decirle algo a Saysa, pero sigue sin mirarme. Mientras el grupo de Jardineras que tenemos delante sigue avanzando, quiero pedirle que me ayude a calmarme, que me distraiga, pero parece estar totalmente ausente.
A nuestro alrededor fluye un torrente de conversaciones y la gente sigue mirándome mucho. Ojalá pudiese esconderme detrás de mis gafas de sol, como solía hacer como humana en Miami, pero los Septimus nunca pueden ocultar sus ojos.
Sobre todo las brujas, ya que cada elemento se asocia a un par de colores: el lila y el rosa para las Invocadoras, el azul y el gris a las Congeladoras, el marrón y verde a las Jardineras, y el rojo y el negro a las Encendedoras. Mi única esperanza es que mis ojos amarillos pasen por un tono muy claro de ámbar.
Noto un cosquilleo en la punta de los dedos, como un aviso de que mis garras están intentando salir.
No puedo pararlo.
Necesito ayuda.
—Oye —consigo decirle a Saysa. Me cuesta horrores usar la voz, y las palabras me salen ahogadas.
Saysa se me queda mirando, alarmada, como si ya me hubiese transformado en loba. Parece darse cuenta de algo porque sus ojos verde lima se abren de par en par y se le escapa un:
—Ay, no.
Quiero preguntárselo, pero tengo miedo de abrir la boca y que se me vean los colmillos.
No deja de mirarme de arriba abajo, como si la solución que estuviese buscando se encontrara en mi vestido. En ese momento balbucea algo en voz baja para que el resto de las brujas no la oiga:
—Te bañaste en La Fuente de las Flores Feroces.
¿La Fuente de las Flores Feroces? ¿Qué mierda quiere decir eso?
No me lo repite ni me lo aclara porque entonces la agente grita:
—¡Siguiente!
Una de dos: o me transformo o vomito. Si me muevo, exploto.
El pelo me suda y hace que me pique la cabeza. Saysa da un paso al frente y sé que tengo que seguirla, pero me estoy preparando para transformarme.
Inhalo con todas mis fuerzas, los huesos me tiemblan mientras intento mantener el control sobre ellos y arrastro los pies para avanzar.
Cuando consigo llegar a mi destino, Saysa ya le ha entregado a la agente la libreta verde, su Huella. La Cazadora mira bien la foto y la contrasta con la cara de Saysa, y pasa las páginas del documento.
—Estás estudiando en El Laberinto —dice la agente, mientras la sigue examinando—. ¿Qué haces aquí?
—Lunaciones —dice Saysa con una actitud despreocupada que parece haber sacado de otro universo y encandila a la Jardinera con su sonrisa más encantadora. Nunca había oído esa palabra, pero parece una mezcla entre luna y vacaciones.
La agente le devuelve la Huella a Saysa y, por fin, posa sus ojos en mí. Estoy segura de que debo tener un aspecto horrible, sudada y con los ojos abiertos como platos.
No me acerca la mano pidiéndome mi Huella, se limita a fruncirme el ceño.
Me palpitan las sienes y noto brotar el torrente de sangre mientras se me empieza a abrir la cabeza…
—Según la ley —dice clavándome los ojos—, en Kerana, la ropa de las brujas tiene que ser del mismo color que el de sus ojos, ¿o es que acaso te has olvidado?
Ni siquiera soy capaz de respirar mientras veo cómo estudia mi vestido.
—¿Por qué llevas ropa gris?
Pestañeo sin saber qué decir. Se me había olvidado que le había dado mi vestido a Bibi en Lunaris para escapar de los Cazadores que vigilaban la Ciudadela. Mi vestido dorado era demasiado llamativo… De eso era de lo que se había dado cuenta Saysa.
—Me he metido en La Fuente de las Flores Feroces —me oigo decir.
La agente me inspecciona durante unos minutos más, mirándome fijamente a los ojos, y yo aguanto la respiración sin atreverme a hacer ni un solo ruido.
—Esas flores hacen lo que quieren —dice por fin—, pero la verdad es que normalmente suelen teñir la tela con colores más alegres.
No le contesto y, finalmente, abre la palma de la mano, así que le entrego mi Huella dorada. Se toma su tiempo para comprobar bien cada una de las páginas, como si mi vida le pareciese interesantísima. Después, levanta los ojos y, por la mirada que me dedica, sé que tiene preguntas.
¿Y qué pasa si me hace un montón de preguntas sobre La Mancha, la manada de la cual afirmo formar parte? No sé nada de ellos…
Se empiezan a oír gritos al otro lado de la estación, donde están los lobos. La agente desvía la mirada hacia allí, al mismo tiempo que el resto de compañeras, para ver qué está pasando. Como las brujas no tienen sentidos tan agudizados, ninguna puede saber la causa del revuelo.
Entrecierro los ojos en esa dirección, agudizando el oído, hasta que me doy cuenta de que se trata de un aullido de alegría. Vitorean para celebrar algo o a alguien.
—Toma —dice la Jardinera y me planta la Huella en la mano.
Después, en lugar de llamar al siguiente grupo, se recuesta para escuchar la noticia que un Cazador les trae a ella y a las demás brujas.
Saysa y yo nos unimos a la multitud que se dirige a la salida, hacia la ciudad que hay más adelante. Mientras subimos la colina, inspiro un soplo de aire fresco.
Aún es noche cerrada y algunos rayos plateados caen sobre el suelo como si la luna nos marcara el camino a casa. Sé muy bien que Saysa y yo estamos evitando mirarnos. Es como si acabásemos de salir victoriosas del mayor atraco de la historia y estuviésemos esperando a estar en un sitio seguro para celebrarlo.
Soy libre.
En mi hogar ancestral.
Con mi manada.
Aunque, al sentirme en una inesperada nube de libertad, tengo que reprimir una sonrisa, sé que es una mera ilusión. Puede que Yamila me haya dado un respiro hoy, pero mañana volverá a la carga.
Las dos sabemos que no puedo seguir huyendo mucho más. Dentro de cuatro semanas, cuando llegue la próxima luna llena, tendremos que utilizar el portal de nuevo para volver a Lunaris y, para entonces, ya habrá podido movilizar a todo el ejército de Cazadores y no habrá sitio en el que pueda esconderme.
La pregunta no es si la Cazadora me va a atrapar… Sino cuándo.