Soy una Bailarina Real desde que tenía nueve años, pero nunca llegaré a acostumbrarme a que la gente actúe como si nos conociera personalmente. Han leído nuestros nombres, oído rumores de nuestras instructoras de danza aérea que nos entrenaron de pequeñas, se han reído sentados en las mesas pegajosas de las tabernas opinando sobre quién de nosotras es más guapa. Así que a la tercera de estas interrupciones, cuando un hombre de pecho fornido me para mientras monta la caseta del festival para preguntarme si Pippa de verdad está embarazada y si el padre es ese guardia pelirrojo de palacio, gruño.
—¡Lárgate! —dice mi gondolero. Golpea la parte plana del remo contra el agua oscura y lo salpica. El gondolero me dedica una sonrisa de disculpa. Rema una vez, dos—. Pero ¿el padre de verdad es Gregor Lepik?
Las otras bailarinas llegan cuando un equipo contratado de hombres está terminando de instalar la plataforma y las sedas en la ribera. Cinco telas del color de las joyas se mecen desde unas vigas de madera.
Me froto las manos frías contra las piernas. Siento que hacer esto sin Pippa no está bien. Pero también es cierto que todo parece ir mal desde que oí a hurtadillas a Adelaida hablar con Gospodin. Las demás están reunidas en torno a ella sobre el escenario. Estos últimos dos días he intentado encontrarme a solas con Adelaida, aunque sin éxito. Estoy convencida de que me está evitando.
Adelaida nos examina a todas una por una.
—Ya es mediodía. Volved sobre las dos para calentar.
Ness, que se unió a las bailarinas hace unos meses, da una palmada. Tiene las mejillas redondas sonrosadas por el viento.
—Bueno, chicas. ¿Al festival?
Me quedo atrás, observando a Adelaida mientras se acerca con aire ofendido al borde del escenario para gritarles a los violinistas. Tienen la misma expresión de cansancio.
—¿Natasha?
Las bailarinas —Ness, Sofie, Katla y Gretta— esperan al otro lado del escenario.
—¿Vienes con nosotras? —pregunta Ness. Se balancea sobre los dedos de los pies enfundados en sus zapatillas.
Sofie ladea la cabeza. Tiene los labios presionados en una línea terca.
—Venga, Natasha —dice—. Vamos. Podemos compartir una manzana asada.
Si Adelaida me ha estado evitando, yo he estado evitando a Sofie con el mismo empeño. Quiere que les cuente al resto de las bailarinas lo que escuchamos. Pero no puedo, todavía no. Sé cómo reaccionan cuando se ponen nerviosas. Ness pierde el ritmo. Katla hace un aspaviento y a veces lo deja lo que queda de día. Si se dan cuenta de que hemos perdido nuestro sitio en la flota real, nuestra actuación se caerá a pedazos.
Además, sigo aferrada a la esperanza de que haya entendido mal a Adelaida y a Gospodin.
No es como si hubiera visto el listado de la flota real, pero las bailarinas del aire siempre se han codeado con la realeza. ¿Por qué tendría que cambiar ahora? Sería como dejar a todos los guardias fuera del barco. Ellos se encargan de la seguridad de los nobles, pero nosotras protegemos su cultura. Su historia.
—Ah, dejadla —dice Sofie—. De todas formas, seguramente quiera practicar. Deberíamos buscar a Pippa.
Se da la vuelta y tira de Ness al marcharse. Gretta —con catorce años, es la bailarina más joven y taciturna—, duda, frunce el ceño y luego las sigue.
Katla se queda atrás. Se cruza de brazos.
—Estoy esperando a Adelaida para hablar con ella —le digo.
Katla no se mueve.
—Puedes irte —añado.
Tiene el rostro impasible.
Le dedico una última mirada a Adelaida —todavía está regañando a los violinistas y me da la impresión de que está demasiado ocupada para mí— y suspiro. Luego camino fatigosamente hacia Katla y le sigo el ritmo cuando enfila la calle en dirección al corazón del festival.
—Tienes bolsas bajo los ojos. —Rodea un charco con agilidad—. Tienes la cara morada y con manchas.
Frunzo el ceño.
—Tú sí que tienes la cara morada y con manchas.
—¿Por qué no estás durmiendo?
—¿Quién dice que no duerma?
—Tasha, venga ya.
Nos detenemos junto a un punto escarpado de la calle. Creo que antes estaba conectado con algo, puede que un muelle, pero las tormentas lo han erosionado.
Evito la mirada de Katla observando a propósito el despliegue del festival por encima de su pelo recogido en una corona de trenzas. El olor a humo de turba, setas caramelizadas y vino especiado caldea el aire. El festival de la estación de la grulla era mi fiesta favorita de pequeña. Es espeluznante, se celebra en el equinoccio para señalar el último día antes de que lleguen las nieves.
Las otras tres bailarinas esperan frente a una carretilla con un toldo festivo naranja. Pagan mientras el vendedor ambulante elogia sus trajes y les tiende tostadas de centeno rebosantes de mermelada.
Sofie se topa con mi mirada en la distancia. Sostiene en alto su tostada en un gesto de salud, pero la sonrisa no le llega a los labios.
—¿Qué pasa con vosotras? —dice Katla—. ¿Está enfadada por lo de Pippa?
—No —respondo—. Bueno, puede.
—Pero tú no lo sabías.
—No, os lo habría dicho. Y a Sofie. —Al fin, le devuelvo la mirada a Katla.
Se pone seria. Esa es la expresión por defecto de Katla. Sospechosa, con los labios curvados hacia abajo. Con las cejas pobladas unidas. Las dos tenemos la piel clara, pero su pelo es oscuro y espeso. El mío es fino y está seco de tantos recogidos agresivos.
—Hoy estáis todas hechas un lío por el tiempo.
Miro al cielo.
—Bueno, dado el nuevo estándar de mal tiempo, creo que no me importa que esté nublado.
—Hoy está peor —dice Katla.
Un rayo de luz consigue atravesar la neblina de las nubes.
—Te tomo la palabra. Oye, ¿viene hoy tu familia?
—Espero que sí. —Se da la vuelta y entorna la mirada en dirección al pantano—. Aunque no les he podido preguntar, con el horario que nos ha puesto Adelaida. Tendrá que aflojar en breve.
Sigo la mirada de Katla. A través de la niebla, distingo unas pocas siluetas, unos destellos rojos, el lateral de los cobertizos y casas a lo lejos.
Las familias como la de Katla, que han vivido en el pantano desde antes que nadie pueda recordar, se llaman cenagosos. Cuando los defensores del Álito Sacro de Grunholt llegaron a nuestras orillas hace trescientos años —según cuenta la historia—, se quedaron impresionados por los edificios pintados con colores vivos y chillones. Ese tono vivo de rojo, hecho a medida para un cobertizo enclavado en la nieve, es rojo cenagoso. Fue muy sensato pintar los edificios de ese color. La pintura viene de las minas de cobre al otro lado del pantano y ayuda a proteger la madera del tiempo. También hace que los edificios sean más fáciles de ver a través de la niebla densa, tan famosa por aquí. Pero cuando llegaron los grunholteños, actuaron como si esas paredes rojas, de alguna forma, fuesen algo infantil; un diseño de mal gusto decidido por un pueblo que no sabía cómo pintar de blanco una casa.
El nombre se quedó. Katla se llama a sí misma cenagosa, pero a menudo lo escucho decir como un insulto. La mayoría de los cenagosos vive a las afueras de Nueva Sundstad en casas pintadas de rojo tanto dentro como fuera del pantano. Técnicamente, no es ilegal no formar parte del Álito Sacro, pero sí lo es implicarse en otra religión. Y como algunos cenagosos siguen adorando a antiguos espíritus y cantan himnos en lenguas antiguas, los tratan con sospecha.
Salgo de mi ensoñación al sobresaltarme cuando una mano, pequeña y fría, me toma la muñeca.
—Te encontré.
Contengo el aliento. Entonces me echo a reír.
Me doy la vuelta y veo a una chica de aspecto aniñado, demasiado joven incluso para las tropas más pequeñas de bailarinas. Lleva puesto un abrigo ancho de lana. Hace tintinear un saquito con monedas frente a mi estómago.
—Vaya, no eres un espíritu del pantano —digo.
Ella sonríe de oreja a oreja.
—Paga a menos que me vieras venir.
—Pues no —respondo—. Eres muy escurridiza. —Me palmeo los costados de mi traje buscando unos bolsillos que no están ahí. Me vuelvo hacia Katla—. ¿Has traído monedas?
Ya le está tendiendo una a la niña.
—Como si no recordases qué festival es.
Durante el festival de la estación de la grulla, los niños se escabullen para intentar asustar a los kostrovianos que tienen pinta de ser ricos. Su intención es mantenerte alerta para evitar que algo bastante horrible te lleve, como un espíritu del pantano. Por supuesto, la mayoría de los kostrovianos no creen en espíritus del pantano y demás seres folclóricos, pero hace felices a los niños y a mí también. Además, esa tontería de los espíritus es solo una excusa para darle una moneda a un niño hambriento.
La niña se desvanece en una marea de cuerpos. Los festivaleros se alejan del agua.
—Todavía no es la hora del discurso de Nikolai, ¿verdad? —Katla ladea el cuello.
—Vamos a ver.
Cuanto más vueltas le doy a las palabras de Gospodin, más se me enquista lo que dijo sobre Nikolai. Ojalá lo recordase con exactitud. Era algo sobre Nikolai y si sabía o no que iban a echar a las bailarinas de la flota.
Emprendí un paso rápido.
La multitud se dirigió en manada a un par de podios rodeados a ambos lados por docenas de banderas y el doble de guardias.
—Unos pocos molestan a Gospodin y de repente un poco más y se tropieza con los guardias —dice Katla.
—Decir unos pocos es quedarse cortos. —Me pongo de puntillas—. Aunque hay muchos guardias.
En el festival de la estación de la foca, un grupo de dos docenas de cenagosos aprovechó la distracción y asaltaron uno de los graneros llenos de provisiones para la flota. Dejaron un mensaje en maapinnen, un idioma antiguo que Katla tuvo que traducirme: Canta como el mar. Se ha convertido en el grito de guerra de la gente, sobre todo de los cenagosos, que creen que no les dejarán subir a la flota. Intentan sabotearla. No estoy segura de lo que significa la frase, pero supongo que el ataque bastó para asustar a Nikolai y Gospodin. Hoy, la fuerza desmesurada de los guardias escanea la multitud con sospecha.
Cuando estalló la Décima Tormenta, la gente les exigió respuestas a Nikolai y Gospodin. Corrieron rumores de que los nobles estaban construyendo un barco y que solo permitirían subir a una docena de los ciudadanos más importantes de la ciudad. Faltó muy poco para que hubiera una revuelta.
Entonces Gospodin y Nikolai anunciaron a la ciudad que construirían la flota más grande y resistente que pudiera comprar el dinero. Llenarían los barcos de comida y agua potable suficiente hasta que terminase el año de la Inundación. Y cuando las aguas retrocediesen, todos aquellos que formaran parte de la flota real participarían en construir el Nuevo Mundo. Gospodin hizo que pareciese que cualquier buen ciudadano, cualquier seguidor devoto del Álito Sacro, estaría en la flota. Cualquiera podía soñar con unirse a ella. Y los demás podrían abastecer sus propios barcos. Asumiendo, por supuesto, que quedase lo suficiente que añadir a sus reservas personales después de los diezmos.
Ahora los kostrovianos siguen el Álito Sacro con más diligencia que nunca. Sin embargo, solo hay tres barcos terminados de la flota a pesar de que prometieron construir más. El país está en los huesos por el racionamiento, sobre todo después de las langostas que siguieron a la Séptima Tormenta y el calor devastador de la Sexta. Las familias como la de Katla se llevan la peor parte. Viene de una familia numerosa con demasiadas bocas y poca comida. Sin embargo, cada mes un recolector viene a pedir raciones: madera, monedas, turba, agua, harina. Todo lo que la flota real necesita. «Un diezmo para el bien común», lo llama Gospodin, incluso a pesar de que el bien no sea ni la mitad de común de lo que nos gustaría.
Aun así, todos tienen esperanzas. Es una lección que aprendí rápido cuando empezaron a sucederse las tormentas. Crees que todo el mundo entrará en pánico, pero no. Agachan la cabeza, encuentran una nueva rutina y albergan esperanzas. Es demasiado difícil concebir que tu vida pueda quedar reducida a una estadística: solo un cadáver más.
Creía que yo era lo bastante lista o muy cínica para caer. Pero yo también tenía esperanzas, como ellos, al creer que formaría parte de la flota real, que era imposible que las bailarinas no sobreviviesen. Me doy cuenta de que todavía me lo creo. Que todavía tengo esperanzas.
El ruido de la multitud a mi alrededor disminuye. Nikolai y Gospodin suben al escenario: Nikolai con su atuendo de gala negro y dorado; Gospodin, de blanco. Si Gospodin es una nube perlada, de pelo claro y rebosante de alegría, Nikolai está oculto en su sombra, con una expresión ceñuda tan oscura como su cabello.
—Parece que le estén arrancando los dientes —dice Katla—. No es que lo culpe. Seguramente yo también tendría esa cara si me pasase el día con Gospodin.
—¡Katla! —exclamo. Cuando veo su sonrisa taimada, me doy cuenta de que solo intenta provocarme. Le doy un empujoncito en el hombro con el mío—. ¿No tiene Nikolai cara de que le estén arrancando los dientes siempre?
—Nunca entendí por qué la gente piensa que todo ese aire taciturno es atractivo —dice Katla.
Miro de nuevo a Nikolai. Las pestañas oscuras, los ángulos geométricos de sus mejillas y la mandíbula, la impasividad casi aburrida de su rostro que esconde lo que quiera que esté pensando en realidad. Oigo a más de unos pocos hablar en susurros de él, de nuestro rey joven y misterioso. Puede que Katla no entienda lo de ese aire taciturno, pero puede que sea la única.
Aunque es más que eso. Para mí —para bastantes kostrovianos—, Nikolai es un símbolo de nuestro hogar. Lo he visto crecer mientras estaba ocupada haciendo lo mismo. Tiene diecisiete, como yo, y la primera vez que lo vi de cerca, ambos teníamos nueve años. Era delgado y taciturno incluso por aquel entonces. Mientras que otros nobles mueren, luchan, cometen traición, abandonan Kostrov, Nikolai ha sido una constante. Lo que siento cuando pienso en él —esta sensación de pertenencia y hogar— es lo que imagino que la mayoría de los devotos del Álito Sacro sienten cuando piensan en Gospodin.
Gospodin se inclina sobre el podio y esboza una amplia sonrisa. La multitud se adelanta para oír.
—Feliz estación de la grulla —dice.
La multitud estalla. Katla me da un codazo en el costado. Me dedica una mirada que dice: No apruebo su amor desenfrenado por este hombre y quiero asegurarme de que no te dejas llevar por el entusiasmo.
Me encojo de hombros. Puede que no sea una seguidora devota del Álito Sacro, pero me gusta Gospodin lo suficiente. A diferencia de los consejeros sosos de Nikolai, Gospodin se ríe con calidez y a menudo. Mientras que la mayoría de los hombres con su influencia se esconden tras muros de piedra, él pasa el tiempo con el pueblo ofreciéndoles comida y sermones.
Me pongo de puntillas para ver mejor. Nikolai pasea la mirada por la multitud, buscando, y al final sus ojos se posan en mí. El corazón me da un vuelco. El peso de su mirada —como si fuera un ancla en medio del caos— se asienta en mis hombros. Nikolai se permite esbozar la más pequeña de las sonrisas, un temblor en la comisura de sus labios.
—Para empezar —dice Gospodin—, quiero compartir buenas noticias. Como habréis visto, los tres primeros barcos de la flota están terminados y la construcción del cuarto va por muy buen camino. También hemos asegurado un trato con Grunholt. Nuestra turba por su madera. Pronto, contaremos con diez barcos nuevos que añadir a la flota real.
Un susurro de emoción se expande entre la multitud.
—Como siempre —continúa Gospodin—, somos siervos del pueblo y del océano. Seguiremos con la construcción para conseguir barcos hasta que todo kostroviano digno tenga un sitio. Y ahora, un poco de historia.
Gospodin se sumerge de lleno en una historia tortuosa sobre Antinous Kos, el padre del Álito Sacro, y el primer año después de la Inundación que pasó cultivando los brotes de trigo que trajo del antiguo mundo. Se supone que es una alegoría de la paciencia. No es una virtud que posea, así que no presto mucha atención.
Observo las otras figuras cerca de Nikolai y Gospodin en los podios. Cuando Nikolai anunció su compromiso con la princesa Colette justo antes de la Décima Tormenta, empecé a ver a sus oficiales vestidos de violeta flanqueando a los consejeros de Nikolai. Hoy no están.
Me inclino hacia Katla.
—¿Dónde están los illasetienses?
Frunce el ceño.
Cuando Nikolai al fin empieza a hablar, me esfuerzo por escucharlo. Habla más bajo que Gospodin. Firme, pero bajo.
—Después de hablarlo mucho con mis consejeros —dice—, he roto mi compromiso con Colette, princesa de Illaset.
La multitud contiene el aliento. Es todo muy dramático. Los labios de Gospodin se curvan en una sonrisita complacida.
Nikolai cambia el peso de pierna.
—Hemos decidido que es mejor que los sitios en la flota real sean para proteger a los kostrovianos dignos, no a los illasetienses.
Se me sube el corazón a la garganta. ¿Cuándo se ha decidido? ¿Qué significa eso para las bailarinas?
—El cuaderno de bitácora del capitán nos enseña que la tierra quedará irreconocible después de la Inundación. —Nikolai mira de reojo a Gospodin—. Illaset no está tan bien preparada como Kostrov para las estaciones venideras. Como sus tierras de cultivo han desaparecido, no tienen nada que darnos. Si Illaset no puede ofrecer armas, comida o barcos, la unión no es favorable. Les deseamos la mejor de las suertes a nuestros amigos illasetienses frente a las tormentas que están por venir. —Respira profundamente—. Por tanto, el marino Gospodin y yo hemos decidido que en lugar de la princesa Colette, la próxima reina será una muchacha kostroviana.
La multitud comienza a murmurar y Gospodin parece más complacido que nunca.
Nos ofrece una sonrisa de triunfo.
—Nikolai tomará su decisión dentro de tres meses, el día de su decimoctavo cumpleaños después del festival de la estación del oso. Pensad en vuestra hermana, vuestra hija, llevando la corona de la reina. Será la madre del Nuevo Mundo. Hoy podría estar entre nosotros.
Katla resopla con fuerza. Algunos festivaleros la miran mal.
—Solo intentan distraernos de las tormentas —me dice.
—No lo sé —respondo—. Parece algo salido de Las fábulas completas de Tamm. ¿Como «La chica que se casó con el rey ballena»?
—Sí, bueno, Nikolai es una persona y no una ballena y no me lo imagino casándose con una chica vestida con un traje cosido por anguilas.
Gospodin le pone fin a la ocasión con una declaración victoriosa de que los kostrovianos somos muy valientes y que, de hecho, gracias a nuestra fe imperecedera en el Álito Sacro, todos estamos bastante a salvo. Cuando la multitud al fin empieza a dispersarse, es hora de calentar para nuestra actuación.
—Qué presumido es —dice Katla.
—Por los mares, Katla, cállate. Solo hace su trabajo.
Ella se encoge de hombros.
—Vamos al escenario —le digo—. Antes de que Adelaida empiece a buscarnos a gritos.
Me vuelvo muy deprisa. Mi brazo golpea contra un hombro. Atisbo a la chica a la que le he dado por un instante. El momento dura lo suficiente como para mirarla a los ojos, ver sus pómulos altos, el tono oliváceo de su piel y los rizos oscuros que sobresalen bajo la capucha.
Ladea la cabeza en mi dirección, como si nos conociéramos, pero… creo que la reconocería si la hubiera visto antes. Abro la boca.
Entonces escucho un murmullo. No es la chica. Ella también alza la vista con la barbilla en alto, buscando con la mirada.
Katla me sujeta la muñeca.
—¿Lo has oído? Tenemos que irnos.
Los murmullos forman palabras. De repente, lo entiendo: Canta como el mar.
Un terrón de barro —o un fardo de turba, quizá— silva al atravesar el aire. Proviene de un lugar tan cercano que me agacho cubriéndome la cabeza con las manos.
Más barro. Lloviendo a nuestro alrededor. Todo dirigido al podio, hacia…
Nikolai y Gospodin están cubiertos de él. Unas manchas marrones enormes salpican el uniforme blanco inmaculado de Gospodin. Los guardias se arremolinan en torno a los dos con las manos en alto, pero los que están tirando barro se detienen tan rápido como empezaron.
Katla me tira de la muñeca con fuerza.
—Vámonos.
Entre los hombros de dos guardias, la mirada de Gospodin me encuentra. Contengo el aliento. Sus ojos se entornan. Ladea la cabeza a un lado.
Intento negarlo, intento parecer desconcertada. Yo no he tirado el barro.
Al fin, Katla consigue tirar de mí. Recuerdo a la chica con la capa, pero ya se ha ido. Llegamos al final de la caótica multitud mientras nos abrimos paso hasta donde la calle vuelve a ensancharse.
Katla maldice por lo bajo.
¿Creerá Gospodin que tengo algo que ver con eso? Llevo media vida viviendo en palacio. Puede que no sea tan diligente al asistir a los servicios del Álito Sacro, pero soy leal a la corona. Me llevo una mano a la mejilla y descubro que está manchada de barro.
—¿De qué iba eso? —digo.
—La semana pasada arrestaron a más recolectores de turba por escatimar en los diezmos —responde Katla en voz baja—. Supongo que intentan demostrar algo.
—Bueno, tal vez si todos dejasen de sabotear a Gospodin y a Nikolai, rebajaran los diezmos. Se supone que la flota tendrá espacio para todos.
Katla deja escapar una risita de incredulidad.
—Incluso con diez barcos de Grunholt, ¿cómo espera que medio millón de kostrovianos quepa en catorce navíos?
Agacho la mirada.
—No.
—Vamos —dice—. Adelaida ahora sí que nos va a gritar.
Me siento idiota.
—Detrás de ti.