No me crie soñando con el asesinato. El asesinato me encontró. Nos llevamos muy bien.
Aunque técnicamente todavía no he matado a nadie, mi entusiasmo compensa la falta de experiencia. Cuando me acuesto, pienso en matar a Nikolai. Cuando me despierto, pienso en matar a Nikolai. Cuando Maret y yo nos tomamos el té en el viaje en barco nauseabundo hacia Kostrov, discutimos entre susurros todas las formas mediante las que podemos quitarle la vida.
Al ser la tía de Nikolai, Maret pone sobre la mesa todo el conocimiento que una aspirante a asesina podría desear. La estructura de la corte y los ritmos de palacio. Como una pequeña donnadie, yo pongo la parte de colarme en los sitios y matar.
Voy a asesinar al rey y no pienso sentirme mal por ello.
Esto es con lo que crecí soñando: una granja cerca de la de mis hermanos. El olor del pan de mi madre en el horno. La chica que vendía flores en la ciudad y siempre llevaba una en el pelo.
Pero mis hermanos, mi madre y la chica de las flores están muertos. Llevados por la corriente.
Hubo un tiempo en el que no pasaba cada momento despierta pensando en Nikolai. Me pasaba cada minuto pensando en su hermana; ella me amaba y quedé destrozada cuando me dejó sola en este mundo desamparado y a punto de inundarse.
Pero Nikolai mató a Cassia.
Así que yo voy a matar a Nikolai.
Es la persona más protegida de Kostrov, así que moriré en el intento. Pero ¿qué importa, siempre y cuando él muera?
Maret se pasó semanas sin sonreír después de que Cassia muriera. No hasta que nos bajamos del barco en Kostrov. En el momento en que una sonrisa le cruzó los labios, sentí que algo se rompía entre nosotras. El dolor de perder a Cassia nos había unido a Maret y a mí. Sonreír en un mundo donde Cassia ya no estaba quedaba expresamente prohibido.
Cuando los pies de Maret tocaron la piedra irregular que rodeaba el muelle, tomó aire profundamente y lo contuvo en las mejillas. Soltó el aliento y se volvió para mirarme.
—Kostrov, querida Ella.
Contemplé la ciudad. Nueva Sundstad —El único lugar de Kostrov al que merece la pena ir, dijo Maret durante el viaje— era un panegírico al gris. El océano tenía el color de las plumas de las palomas. Los edificios tiznados sobresalían del suelo y crujían al rozarse unos con otros.
—De nuevo en la ciudad. —Maret cargaba con su enorme bolsa trabajosamente—. No creo que echemos ni un poquito de menos a la vieja y rústica Terrazza, ¿verdad? —Sonrió.
No respondí, perdida en las voces que resonaban por el muelle. No había esperado que escuchar a tanto kostroviano junto de repente se sentiría como si una cabra me diera una patada en el estómago.
Un hombre llamado Edvin, con el cabello más rubio que había visto en un adulto, nos recibió en la puerta de nuestro nuevo piso.
—Lo siento —dijo al abrir la puerta—. No es exactamente un alojamiento para la realeza. Aunque tiene techo alto, como me pediste.
—Eres un encanto, Eddie. —Maret entró y soltó el bolso en un sofá rosa desgastado
Por la ventana, vislumbré un edificio igual de lúgubre al otro lado de la calle estrecha. Con cautela, di un paso sobre la tarima pálida.
Edvin me recorrió el cuerpo con la mirada. La dejó clavada en el tatuaje que se me enroscaba en la muñeca. Me bajé la manga.
—Ah, Edvin, esta es Ella. ¿La mencioné en mi carta?
Le dediqué a Edvin una mirada severa. Maret también me había hablado de él durante el trayecto hacia aquí. Me contó que tenía algunos amigos de sus días de palacio que podían ayudarnos. Nos darán ropa y un lugar donde alojarnos, pero nada demasiado lujoso, me dijo. Tendremos que pasar bastante inadvertidas.
Edvin tenía las mejillas salpicadas de rosa.
—¿La amiga de… Cassia?
Maret me puso una mano en el hombro con suavidad.
—La misma. —Entonces, me envolvió la mano con la suya y me llevó al otro extremo de la habitación—. Mira qué grande es. Pondremos el sofá a ese lado y así tendremos espacio suficiente para instalar las sedas, ¿no?
Cuando Maret sonreía, se parecía más a Cassia. Tenían el mismo tono —el pelo rubio, los ojos claros—, pero sus rasgos no se asemejaban en nada. Cassia tenía las mejillas redondas, la nariz respingona, hacía pucheros al sonreír. El rostro de Maret es adulto, angular y sofisticado. Cassia era más guapa, pero no sabría decir por qué. A veces, creo que lo recuerdo mal porque es imposible que fuera tan guapa como lo es en mi cabeza. Sin embargo, pensar que no recuerde bien cualquier detalle de Cassia es demasiado insoportable.
Como no respondí, Maret me dio unas palmaditas en la mejilla con dos dedos.
—Muéstrate más alegre. No tendremos que esperar mucho.
Aunque han pasado tres meses. Siento que lo único que hacemos es esperar.
Cada mañana, practico con las sedas. Edvin instaló la plataforma en el salón al segundo día de llegar. Cuatro postes de madera forman una pirámide que casi rozan el techo. Un par de telas rojas y largas cuelgan del vértice de las vigas. Edvin incluso se las arregló para conseguir un libro donde se explican los distintos elementos técnicos que siempre quise aprender. Soy bajita y ligera y llevo toda la vida escalando árboles, así que pensé que descubriría que había nacido con ese talento.
Pero las sedas me dolían cuando empecé a practicar. Y luego, me dolió todo el cuerpo, aunque al menos era un dolor que podía controlar. Y mientras que mi interior sigue entumecido y la cabeza embotada, disminuyó el dolor de los brazos estirados más de la cuenta y los pies envueltos con fuerza. Me aclimaté.
Mejoré.
Maret es noble de los pies a la cabeza; quiere salir por la ciudad, que la admiren y hablar sobre política con gente importante. Sin embargo, sus suministros de aliados kostrovianos son menores de lo que me hizo creer. A veces se pone una capa verde oliva discreta y sale con Edvin —creo que es profesor de la universidad y puede que un antiguo amante—, pero la mayoría de los días se pasea por el piso hojeando ejemplares de tratados políticos y recopilatorios de noticias sobre la Inundación. Si lee algo muy insultante contra la corona, masculla que Nikolai es una desgracia para la familia y se esconde en su habitación lo que queda de día.
Para cuando Maret consigue salir de sí misma sobre la hora de la cena, normalmente he excedido mis límites físicos, de forma que me quedo tendida en el suelo con las sedas colgando sobre mí. Si no, me pide que le enseñe lo que he practicado. Consulta el libro, me corrige la postura del cuerpo si no coincide con las ilustraciones.
Cuando le hablo en terrazzano en lugar de en kostroviano, chasquea la lengua.
—No te vas a librar de él en palacio —me dijo la última vez que lo hice.
—A este paso, nunca llegaré a palacio —le respondí—. ¿Estás segura de que no hay noticias sobre las próximas audiciones?
—No se ha ido ninguna bailarina —dijo. Y luego, añadió—: Pero si ninguna se marcha cuando llegue la próxima tormenta, puede que me las apañe para que alguna tenga una mala caída en uno de los canales.
—Es una broma, ¿verdad?
Resopló por la nariz.
Tres meses de entrenamiento. Tres meses en Kostrov. ¿Cuántos más me quedan? ¿Cuántos nos queda a cualquiera?
El pensamiento me golpea mientras estoy colgando cabeza abajo en las sedas un día que Maret había ido a ver a Edvin. Prefiero estos días. Maret es, si no como mi madre, como mi tía, y se asegura de que tenga algo que comer cada día y me deja hacerle preguntas sobre Cassia que no pude formular cuando estaba viva. Aunque se las dé o no de tía, no me gusta cuando se pasea a mi lado. Es como estar atrapada en un piso con un lince cada vez más aburrido.
Sin embargo, cuando Maret abre la puerta de golpe, está tan contenta como el primer día que llegamos a Kostrov. Me sorprende tanto este cambio en ella que casi pierdo el agarre de las sedas.
—Es la hora. —Cierra la puerta con el talón y ondea la capa por la habitación—. Hay una vacante para las bailarinas del aire.
Me suelto.
—¿Ahora?
—Edvin acaba de contarme el rumor. Una de ellas lo ha dejado.
Acaricio las sedas con las manos.
—¿La has empujado al canal?
—Por todos los mares, Ella. No, no la empujé al canal.
—Ah —digo—. Qué buena noticia.
—¿Estás preparada para el palacio? —pregunta Maret.
—Estoy lista —respondo.
Maret me dedica una sonrisa que muestra todos sus dientes relucientes.
—Nikolai jamás te verá venir.