1
NATASHA

Hace mil doscientos años, un hombre que debería haberse ahogado no lo hizo. Algunos dicen que era pescador. Otros afirman que era un rey. Otros todavía niegan con la cabeza. Era un dios.

Según cuenta la historia, hubo un año de tormentas llamado el año Harbinger. Diez tormentas, cada una acompañada por un horror nuevo. La última trajo la Inundación. El agua, en el mundo entero, mató a toda planta, animal y persona que no se subió en un barco a tiempo, y fueron muchos. La Inundación duró un año y cuando las aguas retrocedieron, el mundo se creó de nuevo.

Otros sobrevivieron, pero no escribieron su historia. Y es una importante. Es la historia que podría enseñarnos cómo sobrevivir a una Inundación. Sobrevivir a cualquier cosa.

Así que olvidamos el nombre y la vida de los demás, pero recordamos a Antinous Kos.

Hace nueve años, una mujer que no debería haberse ahogado, lo hizo.

Era lista, hermosa y estaba en una discusión perdida constante con su mente. Antes de irse, me contaba historias. Nunca la de Kos. El resto del mundo ya la contaba mucho.

En cambio, me contaba fábulas. De reyes amables y princesas valientes. De palacios de hielo. De chicas a las que una vez llamó amigas, chicas que sabían volar.

Cuando tenía cuatro o cinco años, me di cuenta de que este último tipo de historias no eran fábulas. Ella había formado parte de estas: la Compañía Real de las Bailarinas del Aire, las chicas que actuaban en el aire, muy alto, con sedas. Cuando era una bailarina del aire, conoció a reyes y reinas, vivía en un palacio, giraba sobre sí misma envuelta en telas donde el agua no podía alcanzarla.

Las otras bailarinas le dijeron que lo dejase cuando descubrió que estaba embarazada. No volvió a volar. Cuando yo tenía nueve años, se ahogó en el canal.

La historia de mi madre no es una que alguien quiera recordar porque no te dice cómo sobrevivir. Es una historia de cómo no hacerlo.

Agarro las sedas con fuerza, suspendida en un arabesco a casi cinco metros del suelo. Las otras cinco bailarinas del aire están cenando. Sus sedas se mecen con suavidad con la brisa del estudio. Mucho más abajo, la tela está atada con gruesos nudos para evitar que se deslice sobre esterillas acolchadas y el suelo de madera. Al otro lado de la pared con espejos, entra luz por una ventana rectangular casi tan alta como las vigas del techo; a nivel de la vista de la parte superior de las sedas, se entrevé un cielo plomizo y el fulgor diluido de una lámpara de gas agotada abajo en la calle.

La puerta se abre de par en par.

—¿Has visto a Pippa?

Al girar, veo a Sofie atravesando el suelo en tres brincos con agitación.

—No desde que terminó el ensayo. —Hago una pausa y frunzo el ceño—. Pero tendría que estar aquí conmigo. La ejecución de sus elementos técnicos son un desastre.

—No está en nuestra habitación. —Sofie ladea el cuello para mirarme. Sus ojos, de párpados pesados, están muy abiertos por la preocupación. La iluminación tenue hace que su piel parezca más grisácea, casi traslúcida. No ha llegado a quitarse el traje de cuerpo entero de entrenamiento, un uniforme que la cubre con una tela negra ceñida desde los tobillos hasta las clavículas y las muñecas.

»Sus cosas no están.

—¿Qué? —Me deslizo unos centímetros por la seda.

—Los libros, el baúl, los zapatos…

Toco el suelo con los pies.

—No lo entiendo.

Sofie sacude la cabeza.

—No ha venido a cenar, así que fuimos a buscarla. Pero entonces vi que faltaban todas sus cosas. Si se ha ido a otro sitio, ¿por qué no me lo ha dicho?

Corro hacia la habitación que comparten las otras bailarinas. Fue mi cuarto desde que tenía nueve años hasta que me convertí en la principal. Las cinco camas están en distintos grados de desorden, como es habitual. Los armarios tienen los cajones abiertos con ropa sobresaliendo de ellos. Libros, lazos para el pelo y al menos una botella de vino muy mal escondida.

La cama de Pippa está hecha de forma impecable. Su mesita de noche está desnuda.

Me vuelvo hacia Sofie.

—¿Está con Gregor?

Ella pellizca la manta de Pippa.

—¿Por qué se llevaría todas sus cosas para ver a su…? —Sofie contrae el gesto—. ¿Novio?

Cuando salgo de la habitación, Sofie me pisa los talones.

—He intentado encontrar a madame Adelaida —dice.

De todas formas, llamo a la puerta de Adelaida. Un momento después, una doncella bajita abre la puerta. Unos vestidos voluminosos cuelgan de sus brazos.

—Señorita Koskinen. —Me dedica una reverencia incómoda y se le cae una camisola.

—Estoy buscando a Adelaida —digo.

—Mencionó algo de ir a los Jardines de Piedra, señorita, para hablar con Gospodin, el marino.

El corazón empieza a latirme más rápido. Gospodin —el marino insigne que supervisa la rama Kostrov del Álito Sacro— es uno de los hombres más ocupados del país. Además de dirigir los servicios del Álito Sacro cada mañana —lo que me recuerda que llevo casi dos meses sin ir, no importa que las bailarinas se supone que debemos ir todos los sábados— es el consejero de mayor confianza del rey Nikolai. No creo que Gospodin sea de los que vienen de visita a tomar el té. Si se ha reunido con Adelaida, es para discutir algo importante.

Me doy media vuelta. Sofie se queda ahí un momento y luego trota para alcanzarme.

—Espera, espera. —Enrosca el codo con el mío—. ¿Qué haces?

—Pensaba que querías descubrir a dónde ha ido Pippa.

—Sí, claro. Pero…

Sofie y yo doblamos la esquina y dejamos atrás la parte del palacio reservada para las bailarinas y la danza aérea. El resto del palacio es más imponente. El suelo está enlosado de mármol. Los tapices, con escabrosas escenas de batalla bordadas con hilo turquesa, cubren las paredes.

—Es que me da miedo interrumpirlos, eso es todo —dice Sofie.

—Lo sé —respondo—, pero ¿se te ocurre una alternativa?

Ella no dice nada.

Hace seis meses, justo antes de mi decimoséptimo cumpleaños, estalló la Décima Tormenta. Es gracioso cómo la gente insiste en que todo va a ir bien. No, Natasha, no es la Décima Tormenta, decían. No habrá otra Inundación hasta dentro de cientos de años. Adelaida me dijo que sonaba como mi madre. Paranoica.

Pero sí era la Décima Tormenta. Llovió desde el alba hasta el anochecer y dejó los canales rebosantes de medusas y las calles encharcadas de aguas residuales. Después, todo se congeló. Empezaron a llegarnos noticias de que había nieve en todo el mundo, incluso en lugares en los que nunca están bajo cero. Algunas personas seguían diciendo que se suponía que el año Harbinger no daría comienzo hasta dentro de ochocientos años. No se creían que ya hubiera comenzado. ¿Por qué debían hacerlo? Hace falta ser muy cínico para pensar que el mundo intenta matarte.

Yo soy así de cínica.

Durante la Séptima Tormenta, después de que las langostas y los mosquitos descendieran sobre Kostrov como una plaga, nadie pudo negarlo. De repente, el Álito Sacro informó que habían descubierto una interpretación nueva de El cuaderno de bitácora del capitán, una que demostraba que la Inundación llegaría ochocientos años antes. Pero no teníamos que preocuparnos. El Álito Sacro, el rey y el amor del océano nos protegerían.

Madame Adelaida me dijo lo contrario. Solo había una cosa que me protegería. Lo mismo que me había protegido todos estos años desde que mi madre murió. Ser una Bailarina Real.

Los reyes iban y venían, pero mientras existiera Kostrov, siempre habría una Compañía Real de las Bailarinas del Aire kostrovianas. Cuando Roen asedió Nueva Sundstad hace trescientos años, la Compañía Real de las Bailarinas del Aire siguió practicando. Cuando una epidemia de cólera asoló el país, la Compañía Real de las Bailarinas del Aire siguió en pie. Y ahora, cuando Kostrov se hunde y el país se hace a la mar, nosotras seguiremos en el lugar al que pertenecemos: entre la realeza, en la corte, donde siempre hemos estado.

Las chicas que permanezcan en nuestras filas cuando la Primera Tormenta estalle, se unirán a la flota real. Las que no, tendrán que arreglárselas por sí mismas contra la Inundación.

Puedo practicar catorce horas al día. Puedo practicar hasta que se me revienten las ampollas y me sangren las manos.

No puedo practicar lo suficiente para evitar que Adelaida deje que alguien más se vaya. Que deje que Pippa se vaya.

—Pippa es muy buena, eso sí. —Sofie se mordisquea el labio inferior—. Puede que hoy haya estado algo floja en el ensayo, pero solo ha sido un día.

Llegamos a los Jardines de Piedra en el centro del patio del palacio y serpenteamos por el laberinto de esculturas imponentes y canales en miniatura. La luz agitada de las lámparas de gas atraviesa la niebla y se refleja en el camino húmedo.

—No veo por qué es asunto tuyo opinar de mis chicas.

Reconozco el gruñido ronco de Adelaida.

Entonces, en respuesta, una voz segura y profunda.

—Todo es asunto mío —dice—. No es necesario que te alteres.

—No estoy…

Adelaida y Gospodin se materializan entre la niebla. Cuando Adelaida me ve, frunce los labios. Gospodin parpadea y la sorpresa se disuelve en una sonrisa tranquila. Mientras que la apariencia de Adelaida es una construcción meticulosa —los ojos pintados con lápiz negro y los pies enfundados en tacones de aguja—, el atractivo de Gospodin es perezoso, curtido por el viento y cálido.

—Volved al estudio —dice Adelaida.

Sofie me agarra de la muñeca. Nunca la había visto desafiar a Adelaida, pero si hay algo que le dé valor, es perder a Pippa.

—¿Dónde está Pippa? —pregunto.

A Adelaida le tiembla la mandíbula.

—Sus cosas no están —añade Sofie.

Adelaida frunce el ceño y Sofie se muerde el labio.

—¿La has obligado a irse? —digo—. ¿Por qué no me lo has dicho?

—¿Debería dejar que te ocupes de esto? —pregunta Gospodin con la barbilla inclinada hacia Adelaida.

—No —señala ella—. Al estudio. Ahora.

Sofie da un respingo. Por terquedad, yo me quedo donde estoy un momento más.

—Vamos. —Sofie me tira del brazo—. Nos lo contará luego.

La sigo a regañadientes para salir de allí.

—¿Escuchaste de qué estaban hablando?

—No lo sé. —Sofie hace una pausa—. ¿De las homilías?

—Hablaban de nosotras —le dijo—. ¿Por qué tendría que opinar Gospodin sobre nosotras? —Recorro el pasillo con la mirada, nerviosa de que alguien nos oiga. Está vacío—. Quiero saber a qué se referían.

—¿Cómo piensas descubrirlo?

—Creo que me las apañaré.

—Ah —musita Sofie—. ¿Vamos a volver al jardín al estilo supersecreto de Natasha?

La silencio.

Colgado junto a la biblioteca hay un tapiz con un oso. Cuando tenía once años y me encantaba la idea de espiar a los niños de la realeza mientras jugaban a juegos de mesa, descubrí que ese tapiz esconde una cámara.

Aparto la tela y me agacho.

—Ni hablar —dice Sofie—. Espera, ¿de verdad esperas que quepa por ahí?

Pego el estómago al suelo y empiezo a arrastrarme por el suelo cubierto de polvo.

—No hace falta que me sigas.

Cómo no, Sofie se arrodilla y me sigue.

—Pensaba que éramos amigas, pero todo este tiempo me has hecho pensar que solo había tres pasadizos secretos en el palacio.

En realidad, conozco ocho, pero prefiero guardarme algunos para mí.

Un metro más adelante, salimos a un conducto de aire que da a la biblioteca. Está vacía y en penumbras. Sigo gateando.

Un par de momentos sofocantes después, el pasadizo termina sobre una pared alta de piedra en una cámara a oscuras. Oigo el chapoteo del agua debajo.

—¿Sofie?

—¿Sí?

—Hay una caída de poco más de un metro delante, así que ten cuidado.

—¿Qué? ¿Cómo se supone que voy a superar una caída de más de un metro?

—Um. —Sacudo el torso al salir a un espacio abierto—. Con poca elegancia.

En cuanto Sofie y yo estamos en suelo firme, con los pies sumergidos en unos quince centímetros de agua, recorro la habitación con los ojos entornados.

—Por aquí.

—¿Dónde estamos? —pregunta Sofie.

—Debajo del jardín. Ahora, shh.

El agua gotea por una rejilla de metal sobre nuestras cabezas; se filtra por una de las fuentes al túnel para que se renueve una y otra vez por las docenas de canales en miniatura y esculturas borboteantes esparcidas por los jardines.

Oigo fragmentos de una conversación y levanto la mano. El chapoteo que hace Sofie al andar se ralentiza.

Me pongo de puntillas y echo un vistazo por la rejilla en la parte superior del pasadizo. Me cae un hilillo de agua por el labio, pero por encima de ella, veo las piernas de Adelaida y Gospodin. Están frente a frente. La postura de Gospodin es relajada.

Sofie se pone de puntillas a mi lado.

—¿Has hablado con el rey Nikolai? —pregunta Adelaida

—Por supuesto. Le apenará dejarlas marchar, pero es sensato. Entiende que estamos atravesando un momento de decisiones difíciles.

—Y sus consejeros…

—También lo entienden —dice Gospodin—. Lo siento, Adelaida, de verdad, pero la decisión está tomada.

Sofie me mira de reojo. Articula algo, pero no comprendo qué me está preguntando. Niego con la cabeza.

Adelaida deja escapar un suspiro largo y ligero.

—Entonces ¿quieres que sustituya a Pippa?

—¿La que está embarazada?

Sofie me toma de la mano. Me la aprieta con tanta fuerza que creo que está a punto de romperme los huesos. Intento no dejar que esta información me cale. Hace dieciocho años, mi madre tuvo que dejar a las bailarinas porque estaba embarazada; su vida se vino abajo y amenazó con llevarse la mía con ella. Y ahora, Pippa. Embarazada.

Me sacudo la mano de Sofie.

—Sí —dice Adelaida—. He intentado que se quede hasta el festival, pero no quiere.

—Qué inconveniente —responde Gospodin.

—Egoísta.

—Reemplázala tan pronto como puedas. Estos días necesitamos todo el apoyo público que podamos.

—No tendrás miedo de que un puñado de cenagosos se reúna para empezar una revuelta, ¿no? —pregunta Adelaida.

—Yo me preocuparé de ellos. Tú ocúpate de las bailarinas.

Empiezan a alejarse. Sofie y yo tenemos que apresurarnos por el pasaje poniendo la oreja en diferentes rejillas para seguir enterándonos.

—Y, Gabriel —dice Adelaida. Tiene la voz tensa.

—¿Hum?

—Quería recordarte de que he sido miembro de esta corte mucho más tiempo que tú. Tengo un legado. Siempre y cuando los kostrovianos pueblen este mundo, habrá bailarinas del aire. Eso te lo puedo asegurar.

—El arte es un bien —dice Gospodin—. No voy a discutirlo contigo.

—Sin mí —continúa Adelaida—, nadie podrá entrenar a la siguiente generación de bailarinas cuando pase la Inundación. Soy la única que puede volver a formar la Compañía Real de las Bailarinas del Aire. Ocuparé mi lugar en la flota real.

Gospodin hace una pausa.

—Quiero que lo garantices —añade ella.

—Adelaida —dice—. Eres una parte vital de la corte. Estarás en la flota.

—Bien —responde ella—. Bien, lo sé.

—Claro. —El espacio entre sus pies se reduce ligeramente; me imagino a Gospodin posando una de sus grandes manos sobre el hombro de Adelaida—. Mucho aliento.

—Mucho aliento.

Siento la mirada de Sofie clavada en mí en el momento en que los pies desparecen, pero no puedo apartar la mirada del lugar en el que estaban.

—¿Natasha?

Trago saliva. Oigo los latidos del corazón atravesarme el cráneo.

—¿Natasha? —repite más bajo.

Despacio, me pongo frente a ella. Un rectángulo inclinado de luz le cruza los ojos y le corta en dos la nariz. Tiene el pelo húmedo pegado a las mejillas.

—Creo que no he entendido bien algo —dice Sofie.

—Yo creo que no —respondo.

—¿Por qué se preocupa Adelaida de entrenar a la siguiente generación de bailarinas?

Tengo la garganta tan seca que siento que se me va a partir.

—No van a llevarnos en la flota cuando estalle la Primera Tormenta. Van a dejar que nos ahoguemos.