Le tiro de la manga mientras Ness gira en la seda sobre nosotras.
—Necesito hablar contigo.
Adelaida contrae el rostro entero: labios, nariz y cejas.
—Tienes barro en la cara. Ness, si no bloqueas las rodillas, te caerás y te romperás el cuello y la culpa será solo tuya.
—¡Ya lo hago! —dice Ness.
Una ligera risa brota de la multitud tras nosotras. Me presiono las sienes con los índices.
—Adelaida, por favor.
—Ahora no.
—Lo que ha dicho Nikolai sobre los sitios de la flota real…
Adelaida sostiene la mano en alto para que me calle.
—Después del festival.
—¿Me prometes que hablaremos?
—Después —dice con firmeza—. Ahora, a calentar.
El terreno frente al escenario está atestado de cuerpos tan delgados como espiguillas. De rostros sonrientes. Manos con barro bajo las uñas, sosteniendo paraguas sin funda y bolsas con caprichos del festival, pan caliente de bordes tiernos.
Tras ellos, bajo un toldo de tela azul, están los rostros que conozco. Guardias, consejeros, Gospodin, Nikolai. Ninguno de ellos sonríe; ninguno de ellos tiene paraguas o bolsas.
Nikolai me descubre mirándolo. Ladea la cabeza con un saludo mudo. Gospodin mira de reojo al joven rey y luego a mí, y entonces entorna la mirada. Siento que me han atado a la mesa de disección de un erudito. ¿Cree que yo tiré el barro? ¿Sabe que oí a escondidas su conversación con Adelaida?
—Bailarinas —dice Adelaida—. En posición.
La orquesta comienza a tocar. Me envuelvo el tobillo con las sedas. Alargo las manos hacia arriba y entonces empiezo a escalar, alzándome al ritmo de una actuación que me sé de principio a fin. Antes de ser bailarina, la actuación de la estación de la grulla, La canción del pantano, me asustaba y me cautivaba en igual medida. La melodía está repleta de violines chirriantes y el tintineo de las campanas. Como bailarina principal, hago el papel de niña que se pierde en el pantano una fría noche de la estación de la grulla. Mi papel es el más difícil y el más importante, y no puedo permitirme cometer un solo fallo. Sigo mirando de reojo a la audiencia mientras busco a Adelaida, Gospodin y Nikolai.
Si las bailarinas van en la flota real, esta actuación importa.
Si dejan que se ahoguen en Kostrov, no significa nada.
Respiro hondo, despacio, y giro en un enganche de cadera. Presiono la nariz contra las rodillas y me mantengo suspendida en el aire mientras las otras chicas suben a mis lados.
Katla lo hace perfecto. Sofie lleva un segundo de retraso, pero no puedo regañarla como lo haría durante el entrenamiento. Gretta y Ness han conseguido seguir un poco el ritmo, gracias a los mares.
El escenario no parece equilibrado con solo dos bases en lugar de tres. Pippa y Katla han sido mis alas desde que soy principal. Ahora, Sofie actúa en lugar de Pippa.
Me pregunto si Pippa está ahí. Si Sofie la encontró antes de la danza. Me pregunto…
La música aumenta y casi se me pasa la señal. Salgo del enganche de cadera justo a tiempo. Concéntrate, Natasha.
Giro, voltear hacia abajo, extensión, volver a subir. Separar las sedas y abrirlas en abanico. Mantener posición. No falta mucho para terminar. Un, dos, tres y…
El pájaro sale de la nada.
Un minuto, paseo la mirada entre la multitud y mis manos. Al siguiente, mi campo de visión al completo queda oculto por un cuerpo emplumado de dos metros y medio de largo de ala a ala. El pájaro parpadea con sus ojos ámbar, sobresaltado, y entonces me roza el brazo con las plumas.
Me tiemblan las manos envueltas en seda y entonces, se sueltan. Me suelto. La seda, de repente libre de tensión, rebota como un resorte.
El mundo me da vueltas. La audiencia, luego la estructura, después el cielo sobre mí. Caigo de espaldas sobre el escenario.
Sobre mí, la grulla —ahora veo que es una grulla de pico largo y alas negras— gorjea mientras vuela hacia el horizonte.
La música chirría.
La audiencia permanece en silencio. Contengo el aliento y me siento tan rápido que me palpita la cabeza. Sobre mí, Gretta y Katla siguen ejecutando los elementos técnicos. Ness me mira fijamente. Sofie se desliza por las sedas tan rápido que resulta imprudente.
Seguid, quiero decir, pero me he quedado sin aliento.
Sofie llega al suelo y se arrodilla a mi lado.
Entonces, la multitud rompe el silencio.
Empieza con un susurro. Un murmullo preocupado por aquí y por allí. Luego una risita, una risa, una carcajada. Unos aplausos dispersos; algunos abucheos. Adelaida, desde el borde del escenario, sisea con una voz tan aguda y enfadada que no entiendo qué dice.
Sofie me apoya la mano en el hombro.
—¿Estás bien, Tasha?
Me digo a mí misma que no mire a la multitud, pero no me escucho. Algunos se quedan mirando abiertamente. La mayoría de los que están bajo el toldo azul desvían la mirada, como si no soportasen formar parte de mi humillación.
Sofie me sacude.
—Tasha. Natasha.
Así es como debe sentirse ahogarse.
No miro a Sofie.
—Vuelve a la seda.
Titubea.
Todavía siento la forma en que la seda saltó de mi mano como si estuviera viva. Todavía siento la mirada sobresaltada del pájaro.
—Vuelve a la seda —le repito a Sofie. Luego intento levantarme. Me duele la muñeca izquierda al apoyar el peso de mi cuerpo en ella.
Pero debo seguir con la danza. Tengo que hacerlo.
Noto el escozor de las lágrimas en los ojos cuando subo agarrándome a la seda con los pies para aliviar la carga en la muñeca.
Otro pájaro nos sobrevuela y casi se choca contra la parte superior de la estructura. Luego otros tres, cinco, una bandada tan grande que no puedo contar los pares de alas.
Grullas. Lechuzas con el rostro en forma de corazón. Merópidos con plumas de tonos enjoyados y una docena de otras especies cuyos nombres no conozco. A medida que pasan sobre nosotras, proyectan su sombra sobre la ciudad como si hubiera llegado el crepúsculo.
Todas las miradas que estaban puestas en mí se clavan en los pájaros. Y entonces, mientras los animales se dirigen hacia las afueras de la ciudad, todos esos ojos descienden hacia el mar. Una nube esponjosa, tan negra y suave como una foca en el agua, se infla en el horizonte.
La Quinta Tormenta, según El cuaderno de bitácora del capitán, comienza con el éxodo de los pájaros.
La palabra tormenta se escucha flojito, un murmullo entre la muchedumbre, y empieza a pulsar entre nosotras.
Adelaida cruza el escenario a paso rápido.
—Bajad de las sedas. Todas. Ahora.
Me dejo caer el metro y medio que me separa del suelo y me arden las muñecas cuando me atraviesa el impacto. Katla me sujeta antes de que me desplome de rodillas.
—Vamos. —Me pasa la mano por la cintura.
La multitud empieza a abrir los paraguas como si fueran burbujas. Los músicos se apresuran a guardar los instrumentos en sus fundas por si la lluvia empieza. Miro hacia atrás, al toldo azul, esperando ver a Gospodin gritando palabras de consuelo a las masas, pero ya lo han desalojado.
—De vuelta al palacio. —Adelaida pasea la mirada entre nosotras—. Dejad las sedas. Vamos.
Sofie va a por nuestras capas al borde del escenario. Me pongo la mía al tiempo que empezamos a correr y sostengo la capucha sobre la cabeza con la mano derecha mientras avanzamos. Gretta y Ness abren el paso. Katla y Sofie permanecen cerca a ambos lados.
Nos mantenemos pegadas al rompeolas, cruzamos puentes adoquinados e inclinados y contemplamos el océano furioso, el cielo agitado, todavía salpicado por la sombra de los pájaros. No es el camino más seguro, pero es el menos probable de quedar congestionado por la multitud en desbandada. Los carromatos permanecen abandonados en las calles.
—¿Estás bien? —pregunta Katla.
—Ya veremos —digo. Me aprieto la muñeca contra el estómago.
Una ola golpea el rompeolas.
Trona contra la piedra y salpica entre los huecos de la barandilla. El agua me golpea de lado tan fuerte que casi me caigo. Ness se cae en un charco. Sofie la ayuda a levantarse. Seguimos corriendo.
Entonces, el cielo se desarma como si las compuertas de un canal se abriesen sobre nosotras. En la lejanía, se escucha el chillido de un pájaro.
En cuestión de minutos, estoy empapada. Cuando el dobladillo de la capa se queda enganchado en la barandilla del puente, me quito la tela. El viento se lleva mi capa en dirección al océano.
Corremos hasta que la silueta del Palacio Gris se recorta a través de la lluvia. Las ventanas apuntadas brillan como una hilera de dientes desnudos. El agua gotea de los hocicos y las astas de una colección de animales de bronce que nos observan cabizbajos desde las torretas.
Para cuando me lanzo contra el muro de palacio, las zapatillas se me desintegran en los pies.
Hay un guardia apostado en la puerta de las bailarinas. La abre de golpe y nos grita algo, pero la lluvia se lleva sus palabras. Me palpita la cabeza.
Unas garras de luz estallan en el cielo. Se escucha el estruendo del trueno.
—Tasha. —Katla me agarra de la muñeca buena—. Vamos.
¿Cuántos meses nos quedan?
—Natasha. —Katla me tira del brazo—. Entra.
¿Cuántos días?