Entonces, la gente empieza a tirar barro. A Nikolai le sienta bien estar cubierto de él. Tendría que llevarlo siempre.
Me doy la vuelta y me abro paso entre la muchedumbre tan rápido como puedo. Ya estoy planeando suficientes actividades ilegales. No pienso dejar que me arresten por un crimen que no he cometido.
Kostrov está masificado. Demasiado. Fuimos a muchos festivales cuando era pequeña, pero ninguno lo sentí tan claustrofóbico. No solo porque haya tantas personas. Es por la forma de hablar de Nikolai y Gospodin. Hacen que sienta que soy falsa. Que me han mentido.
¿Alguna vez oí un discurso así en un festival terrazzano? Creo que no. Jamás recuerdo haber visto al marino insigne terrazzano en persona, pero insisto, no estoy segura de poder distinguirlo siquiera entre la multitud.
Mi familia asistía a los servicios del Álito Sacro de vez en cuando, pero nuestra granja estaba a dos horas a pie de la ciudad. Mis padres eran personas estoicas y solícitas. Plantaban, usaban la azada, horneaban y limpiaban, y nunca oí que se quejaran. Sin embargo, siempre tenían una excusa para no ir al servicio del Álito Sacro. Pensé que era porque no les gustaba estar en interiores, que no les gustaba quedarse quietos ni intentar acorralar a mis hermanos incontrolables.
No se me ocurrió que puede que yo fuera la razón por la que no iban hasta que cumplí los catorce años. Los descubrí murmurando mientras se tomaban una taza de sidra especiada en la cocina, con la cabeza gacha y sus cabellos enredados. Cuando se percataron de mi presencia, mi madre parecía enfadada y mi padre, triste.
«¿Qué?», dije.
Ninguno de ellos era de perder el tiempo.
«Brigida Barbosa», dijo mi madre. «La chica que vende flores en la esquina entre la calle Vine y Mayor».
Me tensé.
«Al parecer», dijo mi padre, «la han sorprendido con una chica que venía de Cordova. Las han marcado como sirenas».
Se me contrajo el estómago.
«¿Marcado?».
«Como advertencia», me dijo mi madre. Tenía las mejillas sonrojadas. Entonces, vi que se había agarrado al borde de la encimera y que ni siquiera eso bastaba para mantener a raya el temblor de sus hombros. «Para los hombres».
Mi padre le cubrió la mano con la suya. Luego, los dos me miraron un instante. Ninguno de nosotros dijo nada. Ni sobre las sirenas. Ni sobre Brigida Barbosa, que siempre me regalaba un narciso cuando paseábamos por la calle Vine. Tampoco por la forma en que me colocaba la flor en el pelo y la dejaba ahí hasta que se marchitaba. Solo nos miramos entre nosotros.
Nunca más volvimos a un servicio del Álito Sacro.
Maret me alcanza cuando me alejo de la multitud y tira de mí hacia un callejón entre un zapatero y una oficina de correos. Un cartel anuncia que están faltos de hombres jóvenes cualificados para el trabajo de cartero; no se admiten insolentes. Solo kostrovianos.
—¿Qué haces? —Maret tiene las mejillas sonrosadas.
—Bueno —digo—, ahora mismo me pregunto por qué entregar el correo es una tarea demasiado difícil como para encargársela a la gente de mi país.
—¿Qué? Mira, no importa. Me refería al discurso.
—Quería verlo.
—No hablo de eso —dice Maret—. Vi que te acercaste a las Bailarinas del Aire. Casi tiras a una al suelo.
—Yo no hago esas cosas.
Pues claro que me acerqué. Me he pasado tanto tiempo entrenando para convertirme en una de ellas que tenía curiosidad. Además, me gustaba la de la cara de pocos amigos.
Maret deja escapar un suspiro exasperado. Se da unos golpecitos en la cabeza y se recoloca un rizo suelto bajo el sombrero. Me pregunto si le resulta difícil ser discreta. Con lo glamurosa que es. En una ocasión, Cassia me dijo que antes del exilio de Maret, tenía un armario de vestidos de todos los colores que pudiera imaginar. Cuando dije que me imaginaba uno amarillo como la cera del oído, Cassia me aseguró que Maret tenía un traje así con tacones verde moco a juego.
Yo, por otro lado, llevo una capa negra sin forma que oculta un vestido negro y sin forma y no querría que fuera de otra manera. La capa cubre el tatuaje de sirena que tengo en la muñeca y eso es lo máximo que puedo pedir.
—El barro —dije—. ¿Te ha pasado alguna vez?
—Claro que no —responde Maret—. El pueblo amaba a mi padre. Me amaban. Aunque no puedo decir que me sorprenda que eso sea lo que piensa la gente de la corona ahora que Nikolai está al mando. —Compone una mueca agria—. Y todo eso de la flota. ¿Lo bastante grande para todo kostroviano digno? No me lo creo. Nikolai y Gospodin no tienen ni idea de lo que están haciendo.
Echa un vistazo al callejón, como si hubiese hablado demasiado alto, pero solo estamos nosotras con el olor a pescado muerto.
Maret odia a Nikolai y Gospodin. Nikolai fue quien la exilió, pero no lo habría hecho sin el visto bueno de Gospodin. Siempre me ha dejado claro que es Nikolai, no Gospodin, en quien debemos centrarnos. Después del rey, Maret es la siguiente en la línea de sucesión al trono. Piensa que podrá ocuparse de Gospodin cuando esté en palacio. Y, para ser totalmente sincera, no soy capaz de sentir el mismo odio hacia Gospodin que siento por Nikolai. Él es a quien odiaba Cassia. Del que despotricaba. Para ella, Gospodin era solo… un inconveniente. Una espina. Peligroso solo mientras trabajase con Nikolai.
—Son buenas noticias —añade Maret—. Que Nikolai rompa su compromiso. Tener a la princesa Colette paseándose por aquí y si tuviera un heredero demasiado pronto arruinaría nuestro plan.
Asiento. Personalmente, me pregunto cuán probable es que Nikolai llegue a casarse con una chica kostroviana normal y corriente. Si se parece en algo a su tía Maret, apostaría a que nunca. Si es como Cassia… Cassia, que no distinguía entre pobre, terrazzana y huérfana; Cassia, que solo me veía a mí…
Aparto el pensamiento, porque Nikolai no se parece en nada a Cassia.
—¿Cuál ha sido tu primera impresión? —pregunta Maret.
Pienso en distintas respuestas, pero no consigo decir ninguna porque no sé muy bien cómo poner en palabras el sentimiento alojado en mi estómago. Va mucho más allá del odio, tanto que no sé describirlo en kostroviano. La palabra casi correcta existe en terrazzano.
—Me gustaría —dije al final— verlo muerto.
Maret sonríe con aprobación.
—Ese es el espíritu, querida. ¿Vamos a ver a las Bailarinas Reales?
Asiento, pero mi mente está muy lejos de este lugar. Está en una habitación oscura con un cuchillo en la mano, el susurro que lleva esperando meses salir en el fondo de la garganta, por fin pronunciado en voz alta. Es mi aliento contra su oído… Esto es lo que te pasa por matar a tu hermana.