CAPÍTULO TRES

—… No me ha dejado otra opción.

—¿Estás loco? ¿Has visto el moratón que tiene en la cara? El general te enterrará vivo.

Hubo un sonido de pies arrastrándose, seguido de un susurro.

—La comandante ha dicho que hiciéramos lo necesario para atraparla sola.

Una carcajada tensa.

—Buena suerte con esa excusa.

Poco a poco, Kiva abrió los ojos y reprimió un quejido al notar los latidos continuos en la sien. Intentó moverse, aunque descubrió que la habían atado a una silla de madera en medio de una habitación mugrienta; las cuerdas le rozaban las muñecas y los tobillos y tenía una mordaza en la boca. Una única puerta en un rincón se abría a un pasillo iluminado para revelar las sombras que proyectaban dos guardias de pie, pero no a la vista: los propietarios de las voces veladas que la habían despertado.

Kiva comprobó con cuidado sus ataduras, aunque solo consiguió clavarse más la cuerda en la piel y se ganó unas cuantas astillas de la silla en el proceso. No escaparía pronto. No sin ayuda.

No llevaba en Vallenia ni dos días. No era tiempo suficiente para ganarse enemigos, y menos unos tan poderosos para que las órdenes procedieran de una «comandante». Pero… si alguien la había visto con Jaren… Era el heredero del reino más rico de Wenderall, con innumerables enemigos procedentes de todos los territorios del continente. Si una corte real quisiera hacerle daño, una forma segura de conseguirlo sería atacar a la gente cercana a él.

Kiva tragó saliva antes de recordar que Jaren y Naari la encontrarían. Llevarían a Tipp al palacio y luego destrozarían la ciudad para comprobar que ella estaba bien. Solo tenía que ganar tiempo para ellos. Y para ella.

Unos pasos resonaron en el pasillo y la impelieron a quedarse quieta. Dirigió la mirada a toda prisa hacia la puerta abierta.

—¿La tenéis? —dijo una voz de mujer. Uno de los guardias respondió tan por lo bajo que Kiva no lo oyó, pero fue una contestación demasiado larga para tratarse de un sí o un no—. Tienes razón, no estará contento —murmuró la mujer y suspiró—. Viene de camino. Yo me encargaré de él cuando llegue.

Un millar de preguntas inundó la mente de Kiva, pero cada una de ellas la abandonó al ver a la joven que cruzó con seguridad la puerta abierta.

Uurreeega —jadeó Kiva. La mordaza volvió la palabra, el nombre, ininteligible.

Pero no cabía duda de quién era.

No cabía duda de que Zuleeka Meridan, Zuleeka Corentine, acababa de entrar en la habitación.

Con el cabello oscuro trenzado sobre un hombro, ojos de oro líquido mezclado con miel (los ojos de su padre) y piel pálida como la luna, tenía casi el mismo aspecto que hacía diez años, cuando Kiva la había visto por última vez. Sin embargo, Zuleeka ya no era una niña inocente e ingenua de once años. Ahora poseía cierta dureza, cierta firmeza en sus facciones angulares, mientras apoyaba las manos en las armas que llevaba atadas a la cintura envuelta en cuero. Su postura era tanto desenfadada como amenazadora; esto último se volvió más evidente cuando una sonrisa lenta y peligrosa apareció en su rostro de halcón.

—Hola, hermana.

Lo único que Kiva pudo hacer fue mirarla, pues no sabía cómo responder ni aunque pudiera hablar con la mordaza.

Zuleeka se acercó y le quitó la tela de la boca.

—Me han dicho que le has causado problemas a Borin —se quejó—. Solo hacía su trabajo. Te hemos vigilado desde que llegaste hace dos días, pero le pusiste difícil lo de agarrarte.

—Podría haberlo pedido con amabilidad —replicó Kiva con gran emoción.

Una carcajada como un ladrido salió de Zuleeka, aunque a Kiva nada de aquello le parecía gracioso.

Esperó un segundo, pero su hermana no comentó nada más.

—¿No vas a desatarme? —preguntó.

—Enseguida —replicó Zuleeka, tamborileando los dedos contra el muslo—. Antes quiero hacerte unas preguntas. —Hubo una pausa calculada—. He oído que te has hecho amiga de gente poderosa.

La sangre de Kiva se tornó de hielo.

Diez años.

Diez años encerrada en una maldita prisión letal. Sus padres habían muerto allí y la misma Kiva había pasado por un infierno para sobrevivir el tiempo suficiente con tal de escapar. Pero, en vez de mostrar cualquier indicio de que se alegraba de verla, ¿Zuleeka quería interrogarla?

Kiva respiró hondo y se obligó a considerar cómo habría actuado ella de ser su hermana. Se dio cuenta de que quizá también iría con cuidado de poner a prueba sus lealtades. Aun así, no pudo evitar sentir una punzada de decepción.

—Tenemos espías por todas partes, ¿lo sabías? —dijo Zuleeka en un tono casual al ver que Kiva guardaba silencio—. Te han estado vigilando desde que te marchaste de Zalindov, han seguido tus pasos hasta aquí. Tu nota llegó unas semanas antes que tú. «Voy camino a Vallenia. Es hora de reclamar nuestro reino». Eso lo escribiste tú misma, plasmaste el ansia por recuperar lo que nos pertenece por derecho con tu propia sangre.

En eso se equivocaba; no había escrito la nota con su sangre. Y no era lo único que había escrito.

Madre ha muerto.

Zuleeka no había mencionado la primera línea de su carta. ¿Acaso sus espías (sus espías rebeldes) ya le habían contado los detalles de la muerte de Tilda o simplemente no quería saberlo?

—Parece que has estado ocupada, hermanita —prosiguió Zuleeka, ladeando la cabeza—. Has sobrevivido a los letales juicios por ordalía, has escapado de la inescapable cárcel de Zalindov y, de algún modo, has intimado lo suficiente con el príncipe heredero que hasta te ha invitado a vivir con él y su preciada familia en el Palacio Fluvial. —Sonrió con malicia—. Bueno, esa sí que es una jugada audaz. Te felicito por tu estrategia. Y por tus dotes de interpretación.

Con cada palabra que salía de la boca de Zuleeka, una sensación de ardor crecía dentro de Kiva. La aplastó y no quiso considerar sus orígenes.

—A menos que… —añadió su hermana, arrastrando las palabras—. No todo fuera una actuación. —Kiva se tensó en la silla y le sostuvo la mirada—. He oído que el príncipe Deverick es muy guapo. —Le dio un golpecito a la manga de Kiva; una constatación silenciosa sobre a quién pertenecía la chaqueta—. Pero tú no lo llamas así, ¿verdad? Sus seres queridos usan su segundo nombre. Jaren, ¿no?

—¿De qué me estás acusando exactamente? —preguntó Kiva con acritud.

Zuleeka se llevó una mano al pecho en un gesto de falsa inocencia.

—De nada, hermanita. Solo intento evaluar tus prioridades.

—Mis prioridades siguen siendo las mismas de siempre —declaró Kiva con firmeza—. Lo primero siempre es mi familia.

Después de todo por lo que había pasado, no entendía cómo podía cuestionar aquello.

—«Es hora de reclamar nuestro reino». —Zuleeka citó de nuevo la nota de Kiva. Su gesto se tornó astuto, incluso cruel, mientras hablaba—. Perdóname, pero no puedo evitar preguntarme cómo planeas hacer eso mientras te revuelcas en las sábanas del príncipe.

El ardor en el pecho de Kiva subió hasta sus mejillas, aunque no por vergüenza.

—No sé de dónde has sacado ese dato —replicó Kiva con frialdad—, pero deberías hablar con tus espías para que te digan la verdad.

Zuleeka alzó las cejas.

—¿Niegas que…?

—No niego nada —dijo Kiva, hirviendo de rabia—, porque no debería tener que hacerlo. Soy tu hermana. Eso debería bastarte para confiar en mí.

—No confío en nadie —alegó Zuleeka—. Y menos en una persona que podría llevar una década muerta.

Kiva apartó la cara como si le hubieran propinado una bofetada; su reacción fue tan violenta que el semblante de Zuleeka se suavizó por primera vez desde su entrada. Abrió la boca, como si fuera a disculparse, pero la interrumpió el sonido de unos pasos fuertes y rápidos y una voz masculina que preguntaba:

—¿Dónde está?

Un guardia respondió con un tartamudeo y, unos segundos más tarde, un joven irrumpió por la puerta y se detuvo en seco cuando sus ojos se posaron en Kiva.

Ojos de color esmeralda… Como los suyos.

Y como los de su difunta madre.

Kiva —jadeó su hermano Torell. Pronunció su nombre como una plegaria.

—Hola, Tor —dijo Kiva con la garganta constreñida.

Él dio otro paso adelante, sin apartar los ojos de su hermana, pero entonces los entrecerró al fijarse en la mordaza, las cuerdas y lo que ella presentía que sería un moratón muy feo en la sien izquierda.

—Pero ¿qué demonios? —gruñó Torell, taladrando a Zuleeka con una mirada que dejó a Kiva con las rodillas temblorosas.

—Tranquilízate, hermano. Kiva y yo solo nos estábamos poniendo al día.

El semblante de Tor se oscureció aún más y apretó la mandíbula como si así pudiera contener las palabras. Sacó una daga, se arrodilló delante de Kiva y empezó a cortar las ataduras. Una vez libre, Tor se levantó y la ayudó a ponerse de pie, directa a sus brazos.

—Kiva —jadeó de nuevo. El abrazo le quitó el aire de los pulmones, pero la chica no se quejó y lo abrazó con la misma fiereza y lágrimas en los ojos.

Eso era lo que se había imaginado. El reencuentro que había deseado.

Como su hermano mayor, Torell tenía casi diez años la última vez que lo había visto; por aquel entonces era un niño flacucho con las rodillas siempre raspadas. No quedaba nada de ese niño en el joven que ahora se cernía sobre ella. Un rico bronceado complementaba su cabello negro y los ojos penetrantes, y su cuerpo duro indicaba años de cuidada disciplina. Vestido de negro y con suficientes armas para poner verde de envidia a Naari, todo en Tor gritaba que era un luchador, un guerrero. Eso le bastó a Kiva para saber que él, al igual que Zuleeka, había cambiado mucho en los últimos diez años.

—Dioses, Kiva, no sabes cuánto te he echado de menos —dijo Tor. Usó una mano para limpiarle las lágrimas que le caían por la barbilla a su hermana y examinó el moratón de su sien. Sus rasgos atractivos se endurecieron cuando, con un tono letal, preguntó—: ¿Quién ha sido?

—Es solo un pequeño chichón —refunfuñó Zuleeka con desdén antes de que Kiva pudiera responder—. Hubo algún que otro problema al separarla de sus amigos, y como había tanta gente en el festival, la cosa se desmadró. Pero mírala… Está bien.

Por mucho que Kiva quería ver cómo regañaban al bruto de Borin, sintió que lo más importante era calmar a su hermano, así que colocó una mano sobre la que él había apoyado en el lado ileso de su cara.

—No te preocupes —dijo—, los he sufrido peores.

Fue un error, ya que los ojos color esmeralda de su hermano se llenaron de sombras al darse cuenta de por qué (y dónde) había sentido tanto dolor.

Torell tragó saliva y la rabia lo abandonó.

—Casi te saqué de allí —susurró con dureza.

—¿Cómo? —preguntó confusa Kiva al percibir su angustia.

—Estuvimos tan cerca… —prosiguió él, con la mirada perdida y la mente a miles de kilómetros de distancia—. Llevaba a mis mejores guerreros, todos estábamos listos para hacer lo que hiciera falta con tal de sacaros a ti y a madre. —Kiva inhaló con fuerza y lo entendió todo de repente—. Nos habíamos escondido en las montañas para provocar al alcaide y sus guardias. Fingimos un intento de rescate para que redoblara los centinelas. Fue una distracción, algo para mantenerlo ocupado y que no adivinase nuestras intenciones.

Kiva lo recordaba… Había estado paseando por el comedor la noche previa a la segunda ordalía y había oído hablar a un grupo de prisioneros sobre el fallido intento de rescate de los rebeldes. Pero… si Tor decía que no habían fracasado, que solo había sido una artimaña…

—Todo estaba listo —dijo en un tono vacío—. Estábamos preparados para atacar y entonces…

—Entonces les ordené que se retirasen —lo interrumpió Zuleeka. Miró a Kiva con recelo, como si tomase una decisión y, tras asentir, habló con mucha más sinceridad que antes—. Como general de las fuerzas rebeldes, Tor tiene el mismo nivel de autoridad que yo, pero como madre me designó comandante temporal antes de marcharse a Zalindov, no es bueno que nos vean peleándonos. No le dejé otra opción que retirarse, aunque no le gustase.

Dada la mirada de tormento en el rostro de Tor, aquello no hacía justicia a sus sentimientos.

—¿Has dicho que madre se marchó a Zalindov? —La palabra sabía rara en la lengua de Kiva, la implicación de que Tilda había elegido por voluntad propia el encierro—. ¿No la… no la capturaron en Mirraven?

Antes de que alguien pudiera responder, sonaron unos golpes en el techo sobre sus cabezas que provocaron una lluvia de polvo y yeso.

—Nos estamos quedando sin tiempo —dijo Zuleeka, quitándose unos trozos blancos de la ropa de cuero—. Parece que tus amigos rastrean mejor de lo que pensaba.

Kiva ignoró la malicia de su tono… igual que ignoró los sentimientos que le provocó saber que Jaren y Naari estaban de camino. Ellos no habían esperado diez años para rescatarla.

—Tenéis que responderme —dijo con un ligero temblor en la voz—. Tengo que saber…

—Hay mucho que debes saber —replicó Zuleeka y, aunque el tono era burlón, su semblante estaba serio—. Pero te toca esperar.

Tor suspiró y abrazó a Kiva con cariño por los hombros.

—Zulee tiene razón. Me he enterado de los amigos que tienes ahora… Debemos portarnos bien e irnos antes de que lleguen. —Kiva se preparó para recibir más de las acusaciones que Zuleeka le había soltado antes, pero Torell solo sonrió y añadió—: ¿Hacerse amiga del príncipe heredero y de su Escudo Dorado? Muy astuto. No se me ocurre una forma mejor de conseguir información privilegiada.

Aunque era un elogio, había algo en los ojos de Tor que Kiva no supo identificar. No la juzgaba ni sospechaba de ella ni nada que se pareciera a cómo Zuleeka la había contemplado antes. Pero algo en aquella mirada la conmovió; era casi como si se mirase en un espejo. Antes de que pudiera reflexionar más sobre ello, Torell parpadeó y el brillo desapareció.

Tres golpes más sonaron sobre sus cabezas, seguidos de otro un instante después.

—Hora de marcharnos —declaró Zuleeka antes de señalar a Kiva con un dedo—. Vuelve a la silla.

La chica miró la silla y luego a su hermana.

—¿Perdona?

Zuleeka recogió las cuerdas que Torell había cortado y silbó por lo bajo. Uno de los hombres que vigilaba la puerta entró en la habitación y se las llevó, para acto seguido entregarle unas nuevas y marcharse de nuevo.

—Vuelve a la silla —repitió Zuleeka—. Te han secuestrado, ¿recuerdas? Tienes un papel que representar, así que ponte el sombrero de actriz.

—Pero… —Kiva no sabía qué decir. Había planeado viajar a Oakhollow el día siguiente para buscar a sus hermanos, aunque ya no era necesario. Zuleeka y Torell se hallaban delante de ella, los tres se habían reunido al fin. Tenía muchas preguntas que hacerles, había muchas cosas que discutir, y por eso, con la voz ronca y llena de desconcierto, preguntó—: ¿No voy con vosotros?

Zuleeka resopló.

—No puedes espiar a tu príncipe desde el campamento rebelde. —Kiva se quedó de piedra. Zuleeka alzó las cejas oscuras—. No me digas que te sorprende. Ya tenemos a gente dentro del palacio, pero a Deverick… perdón, a Jaren le cuesta confiar más en la gente que a mí. Hay cosas que no comparte ni siquiera con el consejo real, con su familia, o eso dicen mis fuentes. Pero a ti te escucha. puedes llegar hasta él de un modo que no puede nadie más, descubrir cosas sobre él, sobre sus planes, sobre sus puntos débiles. Tú puedes descubrir sus secretos. —Hizo una pausa antes de concluir—. Y luego podemos usarlos en su contra.

Kiva no dijo nada y controló su semblante. Jaren que confiaba en ella… y por eso Kiva ya conocía algunos de sus mayores secretos. Sin embargo, por algún motivo, no reveló nada. No era el momento, se dijo, casi hasta convenciéndose.

—Odio decir esto, pero coincido con Zulee —dijo Torell—. Por ahora, debes quedarte aquí. Es lo más seguro, porque creerán que te retuvieron en contra de tu voluntad.

Su mirada se centró en el moratón de su cara y luego viajó hasta la piel irritada y rota de sus muñecas. Torell apretó los labios al darse cuenta de que Kiva no necesitaría mentir para que le creyeran.

A diferencia de Zuleeka, Tor no dijo nada más sobre espiar ni insinuó que solo era tan útil como la información que consiguiese, sino que la envolvió en otro abrazo rápido.

—Nos veremos pronto. Te lo prometo —susurró. Dio un paso atrás y de la capa sacó algo que parecía una máscara plateada. Kiva no logró verla bien antes de que Tor se diera la vuelta y dijera—: Me aseguraré de que la salida está despejada. Tú acaba por aquí, con amabilidad, y reúnete conmigo en el callejón. Prepárate para correr.

Zuleeka le dirigió un asentimiento corto con la cabeza y Torell se marchó tras mirar por última vez a Kiva. Sin palabras, le aseguró que mantendría su promesa.

—Siéntate —ordenó Zuleeka, y esa vez Kiva obedeció.

Con gestos rápidos, Zuleeka la ató con las cuerdas nuevas y le puso la mordaza para taparle de nuevo la boca.

Más golpes sonaron sobre ellas, con tanta premura que hasta Kiva comprendió que su hermana se arriesgaría a que la descubrieran si se quedaba más tiempo.

—Tor no lo sabe, pero he ordenado que un puñado de nuestra gente se quede aquí, lo justo para que opongan una resistencia creíble —comentó su hermana. Ladeó la cabeza y concluyó—: Siento todo esto. Me dijo que fuera amable, pero esta parte también tiene que ser creíble.

Kiva entornó los ojos con desconcierto, pero entonces los abrió alarmada cuando su hermana desenvainó una daga y, sin previo aviso, estampó la empuñadura contra su sien herida. El dolor estalló de nuevo… y Kiva sucumbió una vez más a la oscuridad.