Hacia ese río la conducía Jaren. Fue un paseo sencillo cuesta abajo desde Silverthorn, hasta que alcanzaron la calle principal, donde la gente ya empezaba a apiñarse por las aceras que bordeaban el agua. La expectación caldeaba el ambiente.
Mientras se abrían paso entre las multitudes, Kiva dedujo que Jaren la llevaba de vuelta al Palacio Fluvial, una proeza de la arquitectura dividida en dos por el Serin y cuyas partes estaban conectadas gracias a un puente dorado. Ni siquiera Kiva podía negar lo magnífica que era la residencia real, con el luminio insertado en los muros exteriores para crear un resplandor que resultaba deslumbrante.
Hasta el momento, Kiva solo había pisado el palacio oriental, donde Jaren tenía un ala entera para él solo que incluía habitaciones para invitados, de las cuales Kiva había recibido una lujosa suite. Los hermanos del príncipe, Mirryn y Oriel, también residían en el palacio oriental, pero sus padres vivían en la ribera occidental del río. Kiva aún no había visto al rey o a la reina, pero, dados sus sentimientos hacia los monarcas, no tenía prisa por conocerlos.
La multitud se espesó de un modo incómodo a medida que se acercaban al Palacio Fluvial, con lo que Kiva tuvo una excusa válida para liberar su mano de la de Jaren. Se negaba a reconocer el sentimiento de pérdida que la atravesó al interrumpir la conexión, por lo que se concentró en el despeinado pelo marrón dorado del príncipe mientras este la sacaba de la calle principal hacia un callejón mugriento, bastante lejos de las puertas palaciegas vigiladas por guardias. Los edificios ruinosos a ambos lados eran tan altos que bloqueaban la puesta rápida del sol y proyectaban unas sombras profundas en su camino.
—¿Esta es la parte en la que me matas y escondes mi cadáver? —preguntó Kiva con los ojos entornados en la penumbra.
—No seas ridícula —dijo Jaren. Y luego añadió—: Tengo gente que hace esas cosas por mí.
Kiva agradeció que la oscuridad ocultara su sonrisa.
—Supongo que no quieres ensuciarte tus manos de príncipe.
Jaren resopló.
—Mis manos de príncipe están ocupadas con otras cosas. —La guio alrededor de un charco y se quedó tan cerca que sus brazos se rozaban al caminar—. No queda mucho… es justo aquí delante.
—¿El qué?
—Ya te lo he dicho… Queremos tener buenas vistas.
—¿Del río?
—Del palacio —explicó Jaren. Se detuvo junto a una puerta decrépita. El inútil pomo de latón se desprendió de la madera al girarlo.
—Ni hablar —dijo Kiva llanamente al mirar hacia el interior y ver la escalera… O, mejor dicho, los listones de madera podrida que se alzaban en la habitación vacía y ascendían por la esquina hasta perderse de vista.
—¿Dónde está tu sentido de la aventura? —preguntó Jaren, llevándola por el umbral a rastras.
De no ser por la tenue luz que procedía de algún punto encima de ellos, Kiva no habría visto nada.
—Ya he tenido suficiente aventura para toda una vida, gracias —dijo mientras Jaren la conducía hacia la escalera y le daba un leve empujón para que subiera delante de él.
—Solo son unos pocos escalones —comentó conforme Kiva subía uno, dos, tres y más—. ¿Ves? Son totalmente seguros.
Nada más pronunciar esas palabras, la madera en la que Kiva acababa de apoyar su peso se rompió. Se le escapó un gritito de miedo, pero, en vez de caer de vuelta al suelo, su pie se sostuvo en el aire.
Con la vista fija en el espacio vacío bajo ella, Kiva se giró para mirar a Jaren, que sacudía la cabeza con un regocijo cariñoso.
—En serio, tienes que aprender a confiar en mí.
Una sensación de ingravidez se apoderó de Kiva hasta que, de repente, se encontró por encima de los escalones podridos; la magia elemental de Jaren los llevó flotando hasta la parte superior de la escalera, con lo que sortearon el peligro.
Kiva aguardó hasta hallarse sobre sus propios pies para hablar.
—Podrías haberlo hecho desde el principio.
—La magia siempre tiene un precio —dijo Jaren, conduciéndola por otra puerta destartalada que daba a una azotea descubierta—. Solo un tonto malgastaría poder sin motivo.
—¿Cuánto te cuesta a ti? —preguntó Kiva con curiosidad.
—Depende de cuánta use. Algo así —señaló la escalera a su espalda— no requiere mucha. Pero las cosas grandes pueden agotarme.
Kiva ladeó la cabeza.
—¿Es como una transferencia de energía?
Jaren asintió y la hizo rodear una chimenea de piedra.
—Así lo entiendo yo. Cuanta más energía tenga, más fuerte es mi magia. Y viceversa.
—¿Alguna vez la has agotado? La magia, quiero decir.
—En un par de ocasiones, cuando era joven —admitió—. Intento evitar que pase ahora, ya que me deja con una sensación rara, como si me faltara algo. Mi magia es… —Se detuvo a pensar—. Es una parte de mí, ¿sabes? Como un brazo o una pierna. Si uso mucha demasiado rápido, es como si me cortara una extremidad y tuviera que esperar a que creciera de nuevo. ¿Tiene sentido lo que digo?
Kiva asintió al reconocer las similitudes con su propia magia, el prohibido poder sanador que corría por sus venas, una señal del linaje Corentine.
Sin embargo, a diferencia de Jaren, Kiva no coincidía con su tono melancólico, la alegría y la satisfacción en su voz cuando hablaba de magia. Por su propia seguridad, tuvo que mantener la suya bien escondida en su interior. Había llegado a considerarla más como una carga que como un don, algo que negar a toda costa para no arriesgarse a revelarla. En la última década, solo la había usado en una ocasión, durante un momento de auténtica desesperación para salvar a…
—¡K-Kiva! ¡Ya e-e-estás aquí!
Jaren se detuvo en seco y musitó una maldición entre dientes al ver a las dos personas que tenían delante. La mirada de Kiva se suavizó por el muchacho pelirrojo que saltaba hacia ellos, pero luego se rio con malicia al detectar el motivo de la angustia de Jaren: su Escudo Dorado estaba allí mismo con los brazos cruzados y un ceño de enojo en su rostro oscuro.
Antes de que alguien pudiera decir nada (o gritar, vista la expresión de Naari), Tipp alcanzó a Kiva y la envolvió en un abrazo rápido. Aunque breve, ella disfrutó del gesto; recordó con dolor que el muchacho había estado a punto de morir hacía seis semanas. Si ella no hubiera llegado a tiempo a la enfermería, si no hubiera podido usar su magia suprimida para curarlo…
Pero Tipp no había muerto. Estaba sano y salvo, rebosaba tanta vitalidad como siempre.
Kiva se había preocupado los primeros días tras su experiencia cercana a la muerte. Cuando al fin despertó, Tipp se sentía desorientado, incluso atemorizado. Habían hecho falta unas mentiras rápidas para convencerlo de que se había golpeado la cabeza y que no podía fiarse de nada de lo que recordase. Cuando Kiva le aseguró que estaba bien, que era libre, Tipp recuperó su personalidad alegre, listo para comerse el mundo y vivir la vida al máximo. Ni parpadeó al enterarse de que Jaren era un príncipe, sino que se emocionó más por las aventuras que les aguardaban al llegar a Vallenia.
—Ven, v-v-ven, ven —dijo el muchacho, tirando de Kiva hacia el borde del edificio.
Kiva se fijó en la manta del suelo, con una cesta abierta al lado llena de fruta y pasteles dispuestos de un modo tentador. Pero solo les dedicó un vistazo porque Tipp se detuvo de repente y la ciudad captó su atención.
—Guau —suspiró. El asombro no solo era por el reluciente Palacio Fluvial. Muchas casas en Vallenia tenían luminio incrustado en los tejados pálidos, y toda la ciudad pareció brillar cuando los últimos retazos de sol se desvanecieron en el horizonte.
—¿Verdad? —dijo Tipp, cambiando el peso de un pie a otro—. N-Naari ha dicho que es una de las m-mejores vistas de toda la c-capital.
—Y no se equivoca —coincidió Kiva, mirando hacia la guardia, que mantenía una conversación acalorada con Jaren. El príncipe parecía reprimir una sonrisa, algo que no ayudaba a calmar el temperamento de Naari.
—¿Crees que d-deberíamos salvarlo? —susurró Tipp, siguiendo su mirada—. Naari estaba m-m-muy enfadada cuando se enteró de que s-se había marchado sin e-ella.
—Sobrevivió a Zalindov —comentó Kiva mientras se sentaba con las piernas cruzadas en la manta y disfrutaba de las vistas ininterrumpidas—. Puede sobrevivir a Naari.
—… y si vuelves a marcharte así otra vez, yo misma te encerraré en los calabozos, ¿me oyes?
El tono furioso de Naari flotó hasta ellos. Kiva hizo una mueca y se corrigió.
—Posiblemente.
Tipp rio, pero enseguida se metió un pastelito en la boca cuando Naari se acercó dando pisotones y reordenando sus armas para poder sentarse. Taladró a Kiva con la mirada.
—Si descubro que has tenido algo que ver con… —amenazó.
Kiva se apresuró a levantar las manos.
—Yo estaba a mi aire antes de que me arrastrara hasta aquí.
—Gracias por la solidaridad —musitó Jaren, dejándose caer a su lado, tan cerca que Kiva percibió la calidez de su cuerpo. Se planteó alejarse, pero, al salir esa mañana, no había pensado en agarrar nada de ropa para la noche; la fina chaqueta apenas combatía el frío vespertino.
Una noche, se recordó. Poco daño haría quedándose allí.
—Al menos hay m-mucha comida —dijo Tipp, tomando unas uvas.
—Qué bien —replicó Jaren con sequedad.
Kiva se dio cuenta entonces de una cosa: Jaren había soltado una maldición al ver a Naari y a Tipp, como si no los esperase allí. Todo aquello (las vistas, la manta, la cesta) lo había preparado para ella.
Se giró para encontrarse con un gesto tímido en su semblante. Jaren encogió los hombros un poco, como si quisiera decir que lo había intentado, y algo dentro de Kiva se derritió. Pero entonces recordó quién era él y qué planeaba hacerle (lo que debía hacerle) y apartó los ojos, erigiendo un muro alrededor de su corazón.
—En el futuro —declaró Naari—, cuando planeéis escabulliros para pasar un rato a solas, tened el favor de hacerlo dentro del palacio.
Kiva abrió la boca para negar su participación, pero Jaren intervino antes.
—¿Y qué gracia tiene eso? —Le lanzó una manzana a la guardia—. Come algo, Naari. Te pones de peor humor cuando tienes hambre. —La mirada que le dirigió la mujer prometía venganza, pero se llevó la fruta a la boca y la mordió—. Ya falta poco —le dijo a Kiva y le ofreció el plato de pastelitos—. Come y ponte cómoda.
Mientras mordisqueaba una tartaleta de crema, Kiva se maravilló ante la novedad de poder comer con libertad. Por primera vez desde niña, tenía carne en los huesos, por no mencionar las curvas que antes habían sido inexistentes. Tipp también había florecido desde que dejaron atrás Zalindov y sus escasas raciones; había llenado su cuerpecito y su piel cubierta de pecas relucía con un brillo juvenil.
Kiva se preguntó cómo había sobrevivido con tan poco. Pero Zalindov pertenecía al pasado. Un día, buscaría justicia por los crímenes que había cometido el alcaide Rooke, el hombre responsable de la muerte de su padre y de muchas personas más. Pero sabía que ese día debía esperar.
—En cualquier momento —anunció Jaren, justo cuando los últimos rayos de sol se hundían en el horizonte.
Tipp se arrodilló con ganas mientras Naari seguía masticando la manzana y recorría el tejado con su atenta mirada ambarina. Kiva entornó los ojos y los dirigió hacia el atardecer, sin saber qué debía mirar, sobre todo porque la oscuridad lo cubriría todo enseguida.
—¿Tenemos que…?
Kiva terminó la frase con un jadeo justo cuando un caleidoscopio de color iluminó la noche, acompañado de una sinfonía orquestal que resonaba en toda la ciudad. El origen de la música era imposible de localizar, pero los focos arcoíris salían del puente dorado del palacio hacia el mismo corazón del río Serin, donde se reflejaban en el agua en una neblina psicodélica.
La multitud aplaudió con tanta intensidad que a Kiva le resonaron los oídos incluso de lejos. El ruido la transportó de vuelta a Zalindov, al momento en que se ofreció voluntaria para sufrir la condena de su madre y el estruendo resultante de los presos reunidos. Le empezaron a sudar las palmas, pero la multitud de la ciudad estaba de celebración, no la abucheaba, y el sonido era lo bastante alegre como para aflojar la presión repentina de su pecho.
—Allá vamos —dijo Jaren a su lado cuando las luces multicolor empezaron a girar en espiral.
Él no era consciente de la batalla mental que acababa de sortear Kiva, pero Jaren entendería, más que otra gente, su trauma persistente, sobre todo porque ella sabía que el joven también sufría: había oído sus pesadillas inquietas a través de las paredes durante las semanas que pasaron en el palacio de invierno. Kiva había actuado con indiferencia, sin revelar que había permanecido despierta hasta que los sonidos de angustia desaparecieron; nunca le contó que ella también soportaba sus propios sueños tortuosos.
Tras apartar estos pensamientos de su mente, Kiva se arrodilló junto a Tipp por si veía el motivo de la declaración de Jaren.
Apenas unos segundos más tarde, un pequeño bote apareció en el centro de las luces y las franjas multicolor cambiaron de posición para formar un círculo perfecto alrededor de la embarcación. Una figura solitaria se hallaba de pie en la popa, vestida de blanco con una capucha sobre el rostro. Por debajo se entreveía una máscara dorada.
La música se elevó en un crescendo y, con ella, la figura alzó los brazos bien alto. Las luces se movieron de nuevo, en esa ocasión de un modo más errático. El río empezó a girar y borbotear hasta que formó un remolino alrededor de la barca, que permaneció completamente inmóvil en el centro. Y de repente…
—¡No p-puede ser! —exclamó Tipp cuando del remolino salió un cisne tres veces más grande que el bote… y hecho por completo de agua. Las luces arcoíris del puente se centraron en el pájaro para realzarlo justo cuando se elevó en el aire. Agitó las alas de agua y unas gotas aterrizaron en el Serin—. ¡M-Mirad! —gritó Tipp, con lo que atrajo la mirada sorprendida de Kiva hacia la figura de la barca, que giraba las manos al son de la música y apuntaba hacia el agua de nuevo.
En esa ocasión, lo que apareció fue un grupo de delfines, todos igual de engrandecidos. Muchas luces los enfocaron mientras saltaban por la superficie del río, se hundían y emergían de nuevo para brincar bien alto en una serie de acrobacias aéreas.
Cuando la figura del bote apuntó de nuevo el agua con la mano, toda una sección del Serin se puso a burbujear. De ahí salieron unas largas líneas rectas hacia el aire y de los extremos brotaron unos girasoles perfectos, resaltados por las luces amarillas del puente. Y entonces, mientras Kiva observaba, los girasoles se separaron cuando una manada de caballos los atravesó al galope. Con las crines al viento, alzaban agua a su paso.
—¿Qué es todo esto? —jadeó Kiva.
—El Festival del Río celebra la vida —respondió Jaren a medida que un roble enorme surgía del remolino y se elevaba hacia el cielo. Unos pájaros iridiscentes aparecieron y echaron el vuelo desde las ramas para unirse al cisne que aún daba vueltas sobre el río mientras el agua goteaba de vuelta a la superficie—. Hace siglos, servía como recordatorio de que nuestras vidas son estacionales y de que las personas que habían sobrevivido al invierno podían relajarse y disfrutar de los placeres de la primavera. Pero en la actualidad solo es una excusa para montar una fiesta. —El volumen de la orquesta se incrementó y Jaren alzó la voz para continuar—: Celebramos cuatro festivales así en todo el año: el Festival del Río es en primavera, el Carnaval de las Flores en verano, el Ritual de las Ascuas en otoño y los Vientos de Cristal en invierno. Cada uno se centra en un poder elemental distinto (agua para primavera, tierra para verano, fuego para otoño y viento para invierno). Recuerdan al pueblo la magia que poseemos y la protección que les ofrecemos.
Kiva observó la figura con ojos entornados.
—Esa de ahí es la reina, ¿verdad?
Tenía que serlo, ya que el rey formaba parte de la familia Vallentis por matrimonio y carecía de poderes, la princesa Mirryn era una elemental de aire con una ligera afinidad por el fuego y el joven príncipe Oriel era adepto sobre todo a la magia de tierra. Solo Jaren era capaz de manejar los cuatro elementos (razón por la que lo habían nombrado heredero, a pesar de que Mirryn era la primogénita), pero el resto del mundo solo sabía que era un poderoso elemental de fuego, con cierto control del aire. El pueblo creía que era heredero al trono por la fuerza de su magia, aunque muy pocas personas sabían de qué era capaz… Y Kiva era una de ellas.
—Sí, esa es mi madre —confirmó Jaren.
Nada en su voz reveló lo que sentía hacia la mujer que lo había maltratado de forma reiterada durante muchos años. El público en general no conocía su adicción al polvo de ángel.
—Posee mucho poder —observó Kiva con cuidado.
Antes de que Jaren pudiera responder, una serpiente colosal se formó a partir del Serin y se tragó el roble de un bocado. Acto seguido, se deslizó hacia el campo de girasoles para devorarlos también. Luego se alzó como un áspid y los pájaros desaparecieron entre sus fauces acuosas, seguidos de los delfines acrobáticos y los caballos encabritados. Al cabo de unos segundos solo quedó la serpiente; daba vueltas al bote tras sustituir al remolino, que se había ido disolviendo hasta serenar las aguas.
—Aunque no lo parezca, este tipo de trucos no requieren mucho esfuerzo —explicó Jaren—. Se sentirá un poco cansada después, pero nada más. —Señaló el agua—. Ya casi ha acabado… Esta parte os gustará.
Resultaba difícil no formular más preguntas, pero Kiva se concentró de nuevo en la serpiente que se elevaba bien alto sobre el río, como un dragón sin alas que atravesara el cielo volando. A medida que la orquesta alcanzaba el clímax, la reina Ariana dio una palmada y la serpiente estalló para convertirse en millones de gotas de agua suspendidas en el aire como diamantes relucientes.
—Oh.
Kiva solo pudo suspirar cuando el Palacio Fluvial cobró vida. El luminio brillaba con tanta intensidad que tuvo que alzar una mano para protegerse los ojos.
Como si fuera una especie de señal, la multitud bramó con más fuerza que antes. Los más cercanos al agua encendieron faroles en forma de flor de loto y los colocaron en la superficie; primero fueron decenas y luego centenares, hasta que hubo miles de faroles flotando sobre el río.
—Es m-mejor de lo que había imaginado —susurró Tipp lleno de asombro.
El muchacho no se equivocaba… La combinación de gotas arcoíris y faroles flotando, todos iluminados por el palacio brillante, era con facilidad la cosa más bonita que Kiva hubiera visto en su vida.
Y entonces llegaron los fuegos artificiales.
Tipp profirió un grito cuando estallaron sobre el palacio y Kiva se sobresaltó por la fuerza del primer petardo. La música ahogaba un poco el ruido, la orquesta aún tocaba mientras la multitud bramaba de alegría.
—¿Has dicho que esto dura todo el fin de semana? —Kiva casi tuvo que gritarle a Jaren para que la oyera por encima del estruendo.
—Los dos próximos días serán más tranquilos —dijo, casi a voz de grito también—. Serán más sobre arte, cultura y comunidad, y no tanto sobre el dramatismo.
Kiva pensó que dramatismo lo resumía bastante bien. Aquello había sido un espectáculo desde el momento en que el bote apareció en el agua. Un bote que ya se había esfumado. La reina había regresado al palacio, dejando que su pueblo disfrutase de la celebración.
La chica se acomodó para observar el despliegue pirotécnico, soltando algún que otro ooh y aah con Tipp. Las gotas de agua solo regresaron al Serin cuando se disolvió la última ascua y el palacio fue atenuándose hasta recuperar la normalidad. Los faroles de flor de loto, sin embargo, siguieron iluminando el agua y, aunque la orquesta se había acallado con el final de los fuegos artificiales, los músicos callejeros empezaron a tocar canciones animadas para continuar con la fiesta ahora que la celebración oficial había concluido.
—Deberíamos irnos —declaró Naari. Se puso de pie y se sacudió las migas de pastel de la armadura de cuero, un atuendo casi idéntico al que había lucido en Zalindov—. Quiero estar de vuelta en palacio antes de que las cosas se alboroten demasiado ahí abajo. Prefiero no tener que explicar al rey y a la reina por qué su hijo y sus amigos acabaron enzarzados en una pelea callejera entre borrachos.
—¡Yo quiero v-ver una p-pelea callejera! —dijo Tipp, levantándose junto a la guardia.
Naari le envolvió el cuello con un brazo.
—En otra ocasión, chico.
Tipp se entristeció, pero enseguida se animó de nuevo.
—Ori se va a p-poner muy celoso. Qué g-ganas tengo de volver y contarle lo que he-hemos visto aquí fuera.
—¿Dónde está Oriel? —preguntó Kiva.
El alegre joven príncipe y Tipp se habían convertido en uña y carne desde que se conocieran hacía dos días. Donde iba uno, el otro lo seguía, al menos hasta esa noche.
—En general, la familia real suele ver la inauguración de cada festival estacional desde el interior del palacio —explicó Naari. Miró a Jaren y resaltó—: Juntos.
La mirada de Kiva también se posó en él.
—Te has escabullido de verdad, ¿no?
Tras seis semanas viviendo y viajando con la altiva princesa Mirryn y el ligón del príncipe Caldon, Kiva no podía culparlo.
—No es la primera vez ni será la última —declaró Jaren, sonriendo sin un ápice de arrepentimiento—. ¿Cómo crees que encontré este sitio? Llevo años viniendo aquí.
Naari gruñó en voz baja antes de intervenir.
—Recogedlo todo. Nos vamos.
Dado que el espectáculo de luces había terminado, nadie rebatió la orden tensa de la guardia. Tipp ayudó a llenar la cesta con las sobras de comida y se metió puñados de galletas y queso en la boca, como si temiera no volver a comer jamás. Kiva entendía ese sentimiento de desesperación y se preguntó cuánto tardaría en desaparecer… en ellos dos.
Un soplo de viento azotó el tejado y la hizo temblar y frotarse los brazos. Al ver su reacción, Jaren se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los hombros. La calidez la envolvió enseguida cuando metió los brazos en las mangas; el aroma reconfortante a tierra fresca, sal marina, rocío y humo le cosquilleó en la nariz. Tierra, viento, agua y fuego… Un olor único de Jaren.
—Gracias —susurró e ignoró con firmeza cómo la camisa de Jaren se tensaba de un modo tentador sobre sus músculos.
—Lo que sea por ti —respondió el joven. Le guiñó un ojo cuando se agachó para recoger las últimas cosas. El movimiento solo acentuó su físico bajo la luz de la luna. Su cuerpo era tan perfecto que…
—Ejem —carraspeó Naari. Su rostro severo lucía una sonrisa en los ojos.
Kiva deseó que el calor desapareciera de sus mejillas. Plegó la manta del pícnic en un cuadrado y se la entregó a Jaren, que ya había reclamado la pesada cesta al entusiasta de Tipp.
—Listos —le dijo a Naari.
La guardia no parpadeó al ver que el príncipe heredero cargaba con sus posesiones como una mula. Llevaba años viéndolo actuar de una manera muy por debajo de su posición. La cicatriz en forma de zeta en su mano era prueba de ello: prueba del servicio para su pueblo, de a qué extremo estaba dispuesto a llegar para mantenerlo a salvo.
La culpa burbujeaba en el estómago de Kiva, pero la ignoró y siguió a Naari por el tejado; pasaron de largo la puerta decrépita hasta una escalera que conducía directamente a la calle. Kiva le dirigió una mirada a Jaren, preguntándose por qué no la había traído por esa entrada, mucho más estable, pero él tuvo cuidado de no mirarla.
En serio, tienes que aprender a confiar en mí, le había dicho antes.
Kiva casi resopló al darse cuenta de que su intención había sido recordarle que, con él, estaba a salvo… siempre.
Como si no lo supiera.
—Venga, seguid —les instó Naari, con lo que interrumpió los pensamientos traicioneros de Kiva. Bajaron las escaleras deprisa. Cierta sensación de peligro impregnaba el aire, casi como si los vigilasen, pero la preocupación de Kiva disminuyó un poco cuando se acercaron a la calle principal. Las luces y los sonidos del festival aumentaban con cada paso que daban hacia el río.
Naari maldijo cuando al fin salieron del callejón lateral y se encontraron con gente apelotonada que bailaba, reía y cantaba al son de la música. Tanto jolgorio… y todo bloqueaba el camino hasta las puertas del palacio.
—Esto no me gusta —dijo la guardia con los labios fruncidos.
Kiva casi no la oyó por encima del estruendo de la fiesta callejera.
—Estarán así hasta el amanecer —señaló Jaren, lo que no mejoró el ánimo de Naari—. Aunque si quieres dejarnos aquí toda la noche…
Cerró la boca enseguida por la mirada que le dirigió la guardia.
—Abriré paso. Vosotros quedaos directamente detrás de mí —ordenó Naari con una mano tensa rodeando la empuñadura de la espada, como si pretendiera atravesar a quien se interpusiera en su camino—. Nada de pararse ni de mirar. Directos a las puertas.
Aguardó hasta captar la atención de Tipp, ya que el muchacho observaba el caos con ojos anhelantes. Cuando al fin se dio cuenta de lo que ella quería, accedió a regañadientes.
Al entrar en la masa de gente, Naari fue engullida en un instante, pero Kiva le propinó a Tipp un buen empujón para mantenerlo cerca de la guardia. Jaren la empujó a ella con suavidad para quedarse en la retaguardia, algo que no le gustaría ni un ápice a Naari, pero Jaren había tenido razón antes: al pueblo le daba igual que el príncipe heredero estuviera inmerso en ese fragor. Para los fiesteros, solo eran cuatro ciudadanos intentando abrirse paso.
A mitad de camino del palacio, la música cambió y un grito enérgico se alzó a su alrededor. Primero pisotones y luego saltos de cuerpos sudorosos sacudieron la tierra. Kiva no oía nada por encima de los gritos de júbilo y apenas podía distinguir la silueta de Naari, casi engullida por la creciente muchedumbre. En algún punto indeterminado, Jaren había abandonado la cesta y la manta para tener las dos manos libres, agarrarse a Kiva y mantener el camino despejado, como ella intentaba hacer con Tipp.
Otro grito poderoso resonó en la multitud y los saltos se incrementaron. Muchos cuerpos se estamparon contra ellos desde todos los ángulos. La claustrofobia se apoderó de Kiva cuando un juerguista perdido la empujó con fuerza a un lado y arrancó sus dedos de Tipp. Tropezó con violencia y solo consiguió mantenerse erguida por el firme agarre de Jaren. Aun así, los dos cayeron sobre un grupo de personas, tan enzarzadas en la fiesta que les dio igual.
Un vistazo rápido a su alrededor bastó para que Kiva se diera cuenta de que aún veía a Naari… pero no a Tipp.
Olvidó enseguida la claustrofobia y gritó su nombre por encima de la música. Jaren la imitó a su lado. Avanzaron juntos, su apremio en auge cuando vieron que el muchacho estaba en el suelo y le costaba levantarse.
—¡Lo van a pisar! —gritó Kiva con el corazón en la garganta.
Aún no había terminado de pronunciar esas palabras cuando Jaren pasó a su lado y empujó a la multitud asfixiante hasta alcanzar a Tipp al mismo tiempo que Naari. Los dos auparon al chico hasta ponerlo de pie.
Alguien tropezó con Kiva por la espalda; una mano se agarró a su brazo y le impidió reunirse con sus amigos. Intentó liberarse, pero el agarre se endureció y tiró de ella hacia atrás. El espacio a su alrededor estaba tan abarrotado que no pudo girarse para ver quién la sujetaba. Su pánico se intensificó. Veía a duras penas cómo Jaren y Naari comprobaban si Tipp estaba herido y sintió un alivio momentáneo al ver que parecía ileso, aunque la mano que la apresaba le dio otro tirón despiadado y la atrapó contra un cuerpo duro. Volvió a resistirse, pero, antes de poder proferir un grito siquiera, le taparon la cara con una tela y captó un olor intenso a huiloc y tamarindo que le humedeció los ojos. Sabía que una inhalación profunda la dejaría inconsciente, así que contuvo la respiración y peleó con más fuerza, ansiando que Jaren o Naari se giraran hacia ella.
Una imprecación masculina salió de su captor cuando se dio cuenta de que Kiva no cedería con facilidad y le quitó la tela. Kiva sintió un rayo de esperanza, por si había decidido que no valía la pena atraparla. Sin embargo, antes de darse cuenta, un ramalazo de dolor le hizo ver las estrellas y se derrumbó en los brazos del hombre, fuera de combate.