CAPÍTULO UNO

El hombre estaba muerto.

Kiva Meridan (conocida por unos pocos elegidos como Kiva Corentine) bajó la mirada hacia el cadáver y se fijó en las mejillas hundidas y la piel cenicienta. Dado su estado de hinchazón, seguramente habría pasado al mundoterno hacía tres o cuatro días. El tiempo suficiente para que el aroma de la muerte emanara de él, aunque no mostrase todavía señales físicas de descomposición.

—Hombre de mediana edad, altura y constitución promedias, sacado del río Serin bien temprano esta mañana —dijo la sanadora Maddis. Con su voz nítida pronunciaba cada palabra a la perfección—. ¿Quién puede especular sobre la causa de la muerte?

Kiva mantuvo la boca cerrada, muy consciente de que le habían permitido entrar en la aséptica sala de examinación solo como observadora.

—¿Nadie? —animó la sanadora Maddis a sus estudiantes, que se apiñaban alrededor del cuerpo dispuesto sobre una tabla de metal en el centro del reducido espacio—. ¿Novicio Waldon?

Un joven con gafas enormes parpadeó como un búho y respondió:

—Esto… ¿se ahogó?

—Un razonamiento deductivo maravilloso —replicó Maddis con aspereza antes de girarse hacia la estudiante que había junto al chico—. ¿Novicia Quinn?

La joven se encogió sobre sí misma.

—¿Puede que fuera un ataque al corazón? —dijo. Su voz era apenas un murmullo—. ¿O… o un derrame cerebral?

La sanadora Maddis se dio unos golpecitos en los labios con la uña.

—Es posible. ¿Alguien más quiere decir algo? —Kiva se removió y captó la atención de la sanadora—. ¿Y nuestra visitante? —preguntó Maddis, con lo que atrajo todas las miradas hacia Kiva—. La señorita Meridan, ¿verdad?

Al ver el desafío manifiesto y sugerente en los ojos de la anciana sanadora, Kiva se quitó de encima la inquietud y dio un paso hacia el cadáver. Le agarró la mano inerte para revelar las manchas bajo las uñas.

—Esta decoloración indica que sufría de un trastorno del sistema inmune, seguramente sífino o cretamot —dijo. Ya había diagnosticado casos similares en el pasado—. Sin tratar, ambas enfermedades pueden provocar una hinchazón rápida de los vasos sanguíneos. —Miró a los dos novicios que habían sido interpelados—. Waldon y Quinn tenían razón. Seguramente sufrió un ataque al corazón o un derrame cerebral, causado por esta enfermedad subyacente, y luego cayó al río, donde se ahogó. —Soltó la mano del hombre—. Pero esto solo se confirmará tras un examen completo.

Una sonrisa de aprobación apareció en el rostro oscuro y arrugado de la sanadora jefe.

—Bien visto.

Y luego se lanzó a dar una lección sobre trastornos habituales del sistema inmune, pero Kiva solo escuchaba a medias, pues seguía admirando el lugar en el que se hallaba.

La Academia Silverthorn… La academia de sanación con más renombre de todo Evalon. Algunos dirían que incluso de todo Wenderall.

Cuando Kiva era niña, su padre hablaba a menudo de Silverthorn. Al crecer en la ciudad de Fellarion, solía encontrar cualquier excusa para visitar Vallenia y colarse en las clases de la academia. Su mayor pesar era que nunca se había mudado para estudiar en el campus a tiempo completo, ya que había aceptado el puesto de aprendiz con un maestro sanador situado más cerca de su casa. Una posición de honor, pero una que empalidecía comparada con ser un alumno de Silverthorn.

El propósito vital de Faran había sido ayudar a la gente, algo que Kiva había heredado hasta el punto de que, cuando la habían encerrado en una pesadilla, aún había usado todo lo que su padre le enseñara para mejorar la vida de otras personas.

Un sentimiento sombrío se apoderó de Kiva al recordar los largos años que había dejado atrás. Había pasado una década de su vida tras muros gruesos de piedra caliza e impenetrables puertas de hierro.

La cárcel de Zalindov.

Para la mayoría era una pena de muerte, pero Kiva había sobrevivido.

Y allí estaba ahora, en el corazón del sueño de su padre, cuando debería estar en otro sitio. En cualquier otro sitio.

No había ninguna excusa para sus actos de ese día. Sin embargo, cuando se había presentado la oportunidad de visitar Silverthorn, no había podido negarse, aun a sabiendas de que sus propios deseos deberían situarse en el último puesto de sus prioridades.

Habían pasado seis semanas desde su huida de Zalindov. Seis semanas desde que descubriera que el príncipe heredero la había mantenido con vida a través de los juicios por ordalía, una serie de cuatro pruebas elementales a las que se había enfrentado para salvar a la reina rebelde, Tilda Corentine.

La madre de Kiva.

Sus esfuerzos habían sido en vano, ya que un motín violento en la cárcel había acabado con la vida de Tilda. Pero, incluso muerta, su propósito persistía, heredado por Kiva y sus otros dos hermanos. Juntos, los tres se vengarían por lo que les habían robado hacía generaciones. Juntos, reclamarían el trono de Evalon para el linaje Corentine.

El problema era que Kiva no tenía ni idea de cómo encontrar a su hermano y a su hermana. La única pista que tenía era una nota en código que había recibido antes de abandonar Zalindov y que solo contenía una palabra: Oakhollow.

El pueblo se hallaba a una media hora a caballo de Vallenia, pero, desde su llegada a la ciudad hacía dos días, Kiva no había disfrutado de un momento de libertad para explorar, ya que había pasado las semanas previas refugiada en las montañas Tanestra a la espera de los deshielos de primavera. Ese era el primer día en el que podría haberse escabullido. Sin embargo, en vez de aprovechar la oportunidad para buscar a sus distantes hermanos, se había entregado a sus sueños.

Tilda Corentine se habría puesto furiosa.

Faran Meridan habría estado encantado.

Kiva eligió aliarse con su padre y decidió que la misión de su madre podía esperar un día más.

La culpa había burbujeado en su interior tras decidirlo esa mañana, pero un nudo de ansiedad también se había aflojado en su estómago. No tenía ningún motivo para sentirse nerviosa por una reunión con sus hermanos y, aun así… diez años eran muchos años. Kiva no era la misma niña despreocupada, y solo podía deducir que eso también sería cierto para ellos. Habían pasado demasiadas cosas… a los tres.

Y luego estaba la cuestión de lo que pretendían hacer…

El sonido de unas campanas interrumpió sus pensamientos; el ruido la sobresaltó, un efecto colateral de los años que había pasado prestando atención ante cualquier sonido nimio que pudiera anunciar su muerte. Pero ya no estaba en Zalindov, y los tañidos apacibles solo resonaban entre los muros de la aséptica sala de examinación para señalar el fin de la clase.

Los alumnos, todos ataviados con túnicas de un blanco prístino, se afanaron en terminar de tomar apuntes mientras la sanadora Maddis los despachaba.

—Y los que vayáis al festival este fin de semana —dijo mientras los estudiantes se encaminaban hacia la puerta—, recordad que no tendré piedad el lunes si os excedéis en las libaciones. Estáis avisados.

Sus ojos grises destellaron conforme pronunciaba su tibia amenaza; algunos de los alumnos más valientes sonrieron a modo de respuesta mientras salían por la puerta. Kiva siguió sus pasos.

—Miss Meridan, ¿podemos hablar?

Kiva se detuvo en el umbral de la pequeña sala de examinación.

—¿Sí, sanadora jefe? —preguntó, usando el honorífico apropiado para la mujer, no solo por su edad y experiencia, sino porque era la directora de la Academia Silverthorn.

—Pocas personas se habrían fijado en la decoloración del nacimiento de la uña con tanta prontitud como tú —dijo Maddis mientras cubría al hombre muerto con una sábana—. Y muchas menos lo habrían hecho sin una formación adecuada. —Alzó los ojos y sus miradas se encontraron—. Me has impresionado.

Kiva se removió.

—Gracias —farfulló.

—Faran Meridan también me impresionó en su día.

Kiva dejó de removerse enseguida.

Las arrugas de la sanadora Maddis se acentuaron al sonreír.

—Sabía de quién eras hijas en cuanto cruzaste la puerta. —Sin saber si debería huir o esperar a ver qué más decía la mujer, Maddis le quitó la oportunidad de actuar cuando preguntó—: ¿Cómo está tu padre? ¿Aún sigue salvando el mundo, paciente a paciente?

A Kiva se le ocurrieron un millón de respuestas, pero se conformó con:

—Murió. Hace nueve años.

A Maddis se le descompuso el rostro.

—Ah. Siento mucho oírlo.

Kiva asintió sin más, pues no veía ningún motivo para revelar cómo había muerto. O dónde.

La sanadora jefe carraspeó.

—Tu padre fue mi mejor alumno… si pasamos por alto que no era un alumno de Silverthorn. El joven Faran Meridan siempre se colaba en mis clases y actuaba como un novicio inocente. —Maddis resopló, jovial—. Parecía tan prometedor que nunca lo denuncié ante la sanadora jefe de aquella época, pues sabía que le prohibirían la entrada. Alguien con un talento tan natural e intuitivo se merecía la oportunidad de perfeccionar sus habilidades. Lo creía entonces. —Hizo una pausa—. Y lo creo ahora. —Maddis le dirigió tal mirada que Kiva se quedó sin respiración—. La muerte de Faran es terrible, pero me alegra ver que transmitió su pasión a otra persona. Si quieres, eres bienvenida a estudiar aquí, en Silverthorn. No hace falta que te cueles.

Kiva abrió y cerró la boca como un pez. Estudiar en Silverthorn sería un sueño hecho realidad. La de cosas que podría aprender… Las lágrimas se acumularon en sus ojos con solo pensarlo.

Y se acumularon aún más porque sabía que no podría aceptar.

Madre ha muerto.

Voy camino a Vallenia.

Es hora de reclamar nuestro reino.

Kiva había escrito esas palabras a sus hermanos tras dejar Zalindov y debía llevarlas a cabo, pues había renunciado a sus propias ambiciones para dar prioridad a su familia.

—Piénsalo —le dijo la sanadora Maddis cuando Kiva guardó silencio—. Tómate el tiempo que necesites. La oferta seguirá en pie.

Kiva parpadeó para apartar más lágrimas y se preparó para pronunciar una negativa educada. Pero cuando al fin habló, lo que dijo fue:

—Lo consideraré.

A pesar de sus palabras, sabía que Silverthorn no entraba en sus planes de futuro. En cuanto Maddis descubriera dónde había puesto en práctica sus habilidades durante la última década, retiraría la invitación. Lo único que Kiva tenía que hacer era arremangarse y descubrir la cicatriz en forma de zeta de su mano.

Pero no podía hacerlo. No podía sabotearse de esa forma tan irrevocable. En vez de eso, se despidió en voz baja y salió de la sala de examinación hacia el aséptico pasillo del otro lado.

Con la cabeza dándole vueltas, no prestó demasiada atención mientras recorría el largo corredor y dejaba atrás sanadores y estudiantes vestidos de blanco, además de una mezcla de visitantes y pacientes con ropa de calle. Ya había visitado el campus ese mismo día. Se había enterado de que había tres grandes enfermerías: una para traumas psicológicos y recuperación, otra para cuidados a largo plazo y rehabilitación y esta, dedicada al diagnóstico y el tratamiento de dolencias físicas relacionadas con enfermedades y lesiones. También había un puñado de edificios más pequeños por todo el campus, como el taller de los apotecarios, el bloque de cuarentena, la morgue y la residencia de los sanadores. El público solo podía acceder a las enfermerías principales, conectadas por el exterior mediante senderos con arcos de piedra que daban a los jardines del centro, también conocidos como el santuario de Silverthorn. Era un lugar donde pacientes y sanadores podían retirarse y relajarse para disfrutar de la tranquilidad del arroyo burbujeante y de las aromáticas flores silvestres, todo desde la cima de una colina que dominaba la ciudad, en el punto justo donde el serpenteante río Serin se encontraba con el mar Tetran.

A ese santuario se dirigió Kiva en cuanto salió de la enfermería más grande. Recorrió un sendero de piedra durante un tramo corto antes de dejarlo atrás para hundir las sandalias en la frondosa hierba. El sol vespertino le caldeaba el frío de los huesos. Siguió andando sin rumbo fijo hasta alcanzar un puente pequeño que ofrecía un paso seguro sobre el hilo del arroyo y se detuvo para apoyarse en el pasamanos de madera e intentar ordenar sus pensamientos.

—Ay, no, esa es tu cara seria.

Kiva se quedó quieta al oír la voz familiar e ignoró las sensaciones que le produjo… todo lo que le provocó. Se preparó y se dio la vuelta para ver la silueta que se había acercado para detenerse justo a su lado.

Jaren Vallentis… o el príncipe Deverick, como lo conocía la mayor parte del mundo. Otro preso fugado, su compañero de viaje, quien fuera su amigo (y, potencialmente, quizá algo más) y el enemigo acérrimo de su familia.

El enemigo acérrimo de Kiva.

—Esta es mi cara normal —dijo ella, intentando no mirarlo con fijeza. La camisa azul oscuro con bordados dorados por el cuello le quedaba demasiado bien, igual que la chaqueta y los pantalones negros hechos a medida. Le costó horrores apartar la mirada.

—Sí, y es demasiado seria —constató Jaren, alargando la mano para colocar un mechón de pelo oscuro, liberado por el viento, detrás de su oreja.

El estómago de Kiva dio un vuelco traicionero y se regañó para sus adentros. El afecto casual de Jaren no era infrecuente. Hasta en Zalindov había sido muy cariñoso con ella. Desde su huida, Kiva había querido mantenerlo bien lejos, pero su voluntad empezaba a desintegrarse. Era como si Jaren hubiera nacido con el único propósito de tentarla, de distraerla de su deber.

Y eso era inaceptable.

—¿Has pasado un buen día? —preguntó el príncipe. Sus singulares ojos azules y dorados capturaron los de la chica.

Kiva se alisó la ropa (un sencillo vestido verde con una chaqueta fina de color blanco) y sopesó su respuesta. Estaba en Silverthorn por Jaren: el príncipe había pedido un favor que resultó en que despertaran a Kiva al amanecer para sacarla del Palacio Fluvial y conducirla hasta la oportunidad, única en la vida, de pasar el día en la mejor academia de sanadores del reino.

Había muchos motivos por los que Kiva debería odiar al príncipe heredero, pero no pudo hacer acopio del resentimiento amargo que debería estar consumiéndola. Culpaba a Jaren por eso. Desde que se habían conocido, el joven se había comportado con atención y amabilidad y se había consagrado por completo a ella. Incluso cuando Kiva descubrió que había mentido sobre su identidad, no pudo darle la espalda y dejarlo morir, malherido, en los túneles bajo Zalindov. Había intentado con desesperación endurecer su corazón hacia él en las semanas que habían pasado en su palacio familiar de las montañas Tanestra, y luego durante los largos días de trayecto hasta Vallenia, pero fue inútil. Jaren era demasiado adorable. Así dificultaba todo lo que Kiva tenía planeado hacerles a él y a su familia.

Aunque tampoco pensaba admitirlo… ni siquiera para sí misma.

—Ha sido… —empezó, sin saber cómo responder. Su día había sido espectacular, increíble, todo lo que había esperado. Pero, sabiendo lo que sabía sobre su futuro y cómo debería rechazar la oferta de Maddis, solo añadió—: Interesante.

Jaren arqueó las cejas doradas.

—Menudo elogio tan entusiasta.

Kiva pasó por alto su sarcasmo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

No había nadie cerca en el puente, pero aun así examinó nerviosa a las otras personas del santuario y a la poca gente que paseaba por los senderos con arcos de piedra entre enfermerías.

—He venido a recogerte —dijo Jaren con un guiño alegre—. Por ser el primer día de clase y todo eso.

Kiva sacudió la cabeza.

—No deberías estar aquí.

—Ay —dijo Jaren, llevándose una mano al corazón—. Eso duele. Justo aquí.

—Si alguien te reconoce…

Jaren tuvo la audacia de reírse.

—La gente de Vallenia está acostumbrada a que mi familia y yo paseemos libremente entre ellos. Solo llevamos máscaras durante los eventos especiales, así que nos reconocen con facilidad el resto del tiempo. No te preocupes, no somos tanta novedad como crees.

—No creo que Naari coincidiera contigo —arguyó Kiva, mirando detrás de Jaren—. ¿Dónde está?

Desde que se marcharon de Zalindov (y en el tiempo que habían pasado juntos), era raro ver a Jaren sin su guardia real más leal, su Escudo Dorado. Que Naari Arell estuviera ausente en ese momento podía significar una de dos cosas: o les estaba dando espacio y los observaba de lejos o…

—¿Te sentirías impresionada si te dijera que he conseguido darle esquinazo?

La sonrisita ufana de Jaren hizo que Kiva ladeara la cabeza, con un asomo de sonrisa en sus labios.

—Me sentiré impresionada si consigues sobrevivir a su ira.

La sonrisa de Jaren desapareció y una mueca ocupó su lugar.

—Ya. Bueno. —Enderezó los hombros y recobró el ánimo—. Ese es un problema para más tarde.

—Diré algo bonito en tu entierro —prometió Kiva.

Jaren soltó una carcajada.

—Eres demasiado bondadosa. —Luego le agarró la mano y la llevó hacia el sendero abovedado—. Vamos, tenemos que irnos para no perdérnoslo.

Kiva intentó liberarse, pero Jaren solo apretó más los dedos, así que cedió a su insistencia e ignoró con resolución lo agradable que era aquello. Intentó seguir el ritmo de sus largas zancadas.

—¿Perdernos el qué?

—El anochecer.

—Esto puede que te resulte chocante —comentó Kiva con frialdad cuando Jaren no elaboró más—, pero habrá otro mañana.

Jaren tiró de ella con suavidad.

—Listilla.

La mirada divertida que le dirigió le llenó de calor las entrañas… y decidió pasar por alto también aquello.

Pasaba muchas cosas por alto últimamente, sobre todo en lo referente a Jaren.

—El Festival Anual del Río arranca hoy al anochecer. Dura todo el fin de semana, pero la primera noche siempre es la mejor, así que querremos tener buenas vistas.

—¿De qué?

—Ya verás —dijo Jaren con aire misterioso.

Kiva tomó una decisión rápida. Se concedería una noche más, una noche para vivir el Festival del Río y disfrutar de la compañía de Jaren, aun sabiendo que sus días juntos estaban contados.

Una noche y luego partiría hacia Oakhollow, donde al fin haría todo lo que había decidido al marcharse de Zalindov.

Daba igual lo que sintiera, daba igual que el príncipe heredero se hubiera abierto paso hasta su corazón: había llegado el momento de derrocar a la familia Vallentis.