Tenían que seguir corriendo.
La noche era oscura, el frío tan intenso que les atravesaba los huesos y, aun así, no podían parar. No cuando la misma muerte les pisaba los talones.
—Mamá, ¿a dónde…?
—Calla, cariño —silenció la mujer a su hija mientras miraba por encima del hombro en busca de cualquier señal de persecución.
—Pero ¿qué pasa con papá? —susurró el niño—. ¿Y con…?
—Chist —lo interrumpió la mujer, que lo agarró con más fuerza de la mano y le hizo apretar el paso.
Ni el niño ni su hermana mayor pronunciaron ni una palabra más; los dos notaban el apremio de su madre, los dos veían las lágrimas silenciosas que se deslizaban por su rostro, que brillaban bajo la luz de la luna.
Siguieron corriendo, y ninguno mencionó a las personas que habían dejado atrás ni todo lo que habían perdido esa noche.
La mujer no soportaba cerrar los ojos por si evocaba la imagen de la casa familiar en llamas, de su marido y su hija pequeña arrastrada por la Guardia Real, de su hijo…
Un sollozo abandonó su boca antes de que pudiera acallarlo.
Su hijo estaba muerto.
Estaba muerto.
La mujer se mordió la lengua para contener otro sollozo; daba gracias por que sus dos hijos mayores hubieran acatado la orden de permanecer escondidos cuando ella había regresado a hurtadillas para investigar. Así les había ahorrado la visión que siempre la atormentaría en sus pesadillas.
Una espada que atravesaba el pecho pequeño.
Su marido que pedía ayuda.
Su hija que gritaba mientras intentaba alcanzarlo, desesperada por salvarlo.
Pero era demasiado tarde.
—Mamá, me estás haciendo daño.
La queja en voz baja de su hijo la obligó a aflojar la mano y musitar una disculpa. Fue lo único que pudo decir, tan asfixiada por todo lo que sentía que no pudo ofrecerle nada más.
Pasaron las horas mientras seguían el retorcido río Aldon; no aminoraron el paso en ningún momento, siempre miraban atrás por si los seguían. No había señal de los guardias, pero la mujer no se arriesgó a parar hasta que se adentraron en lo más hondo de las laderas de las montañas Armine, lejos de la civilización. Una casa segura, le habían dicho. Un lugar donde podría encontrar refugio, si lo peor les sucedía a ella y a sus seres queridos.
Cuando les llegó la invitación de parte de un desconocido encapuchado en el mercado, ella se había reído como si fuera una broma y afirmó que no tenía ni idea de por qué su familia correría jamás ese peligro. Solo eran humildes servidores del pueblo, había dicho, ya que su marido era el sanador de la zona y ella, una madre y esposa devota.
No tenía ni idea de cómo la habían localizado. Se había pasado años escondida, tras toda una vida de negar la sangre que corría por sus venas.
Había quien la llamaba sangre de traidores.
Otros la llamaban sangre de reyes.
O, en su caso… de reinas.
La mujer había hecho todo lo posible por ignorar los rumores sobre el creciente grupo rebelde que buscaba a los descendientes de su monarca perdido. Había adoptado un nuevo nombre para convertirse en una nueva persona, puesto que lo único que quería era una vida tranquila con su amada familia.
Esa noche le habían arrancado la mitad de su familia.
Algo vital se había roto en su interior mientras observaba, indefensa y sin poder hacer nada.
No quería volver a sentirse tan indefensa.
Nunca se permitiría sentirse indefensa de nuevo.
Y así, mientras se acercaba con los dos hijos que le quedaban a la casa segura (una cabaña con techo de paja, escondida en medio del bosque nevado), la mujer tomó una decisión.
Tres golpes breves de su puño entumecido contra la puerta de madera fue lo único que hizo falta para que se abriera. Apareció la figura encapuchada del mercado, iluminada por los faroles de luminio de dentro, junto con un pequeño grupo de personas que se inclinaban hacia la chimenea y miraban con curiosidad en su dirección.
—Menuda sorpresa —dijo el hombre encapuchado. Llevaba la capucha echada hacia atrás, de tal forma que revelaba su rostro curtido mientras examinaba a la mujer y a sus dos hijos temblorosos.
La mujer alzó los ojos color esmeralda hacia los del hombre y, agarrando con más fuerza a su hija y a su hijo, declaró:
—Queremos unirnos a vosotros.
Las personas que estaban en la habitación se quedaron inmóviles como estatuas, pero el hombre solo ladeó la cabeza y repitió:
—¿Uniros a nosotros?
—Sé quiénes sois y lo que buscáis —expuso sin rodeos—. No triunfaréis sin mí.
El hombre arqueó una ceja mientras los demás parecían contener la respiración.
—¿Y qué quieres a cambio?
La mujer recordó todo lo que había sufrido esa noche; aún oía los gritos, aún veía la sangre. Susurró una única palabra:
—Venganza.
Una sonrisa gradual se extendió por la cara del hombre, pero entonces frunció el ceño con intensidad.
—Pues adelante, Tilda Corentine —dijo mientras el resto de personas en la habitación se levantaban y hacían reverencias a su vez—. Tus rebeldes llevan mucho tiempo esperándote.
Tragándose las dudas, la mujer y lo que quedaba de su familia atravesaron el umbral. Ya no la llamarían Tilda Meridan. Ni ella ni sus hijos negarían su linaje.
Sangre de traidores.
Y sangre de reinas.
Tilda planeaba ser ambas cosas: traicionaría toda una vida de convicciones para reclamar lo que le pertenecía por derecho.
Nada podría cambiar lo que había ocurrido esa noche. Pero Tilda Corentine pensaba dedicar el resto de su vida a hacer que las personas responsables pagaran por ello.
De un modo u otro, costase lo que costase, se cobraría su venganza.