Las náuseas le revolvieron el estómago a medida que la lúgubre habitación daba vueltas a su alrededor. La sensación solo amainó un poco cuando oyó otro golpe detrás de la puerta, y justo en ese momento una silueta entró a toda prisa.
—Dioses, bombón, estás hecha un desastre. —El alivio y la decepción inundaron a Kiva al ver al príncipe Caldon, el primo de Jaren, delante de ella—. Lo sé, lo sé. —El hombre se adelantó enseguida. Sus amplios hombros proyectaban sus propias sombras—. Te alegras un montón de verme. Estás entusiasmada. No hay nadie que prefirieras ver antes que a mí. Me duele decir esto, cielito, pero tienes que contener tu emoción. Resulta vergonzosa.
Kiva gruñó cuando le cortó todas las cuerdas y le quitó al fin la mordaza. Sin poder ofrecer ni el más mínimo aviso, se inclinó por el borde de la silla… y vomitó en toda la alfombra mohosa.
Caldon maldijo y se apartó de un salto para situarse a su lado y sujetarle el pelo.
—En general, la gente tiene una reacción distinta al verme. Intentaré no ofenderme.
—Lo siento —se disculpó Kiva débilmente mientras se limpiaba la boca y se apretaba la cabeza con una mano. Notaba la piel caliente y palpitante.
—No es culpa tuya —dijo Caldon, situándose delante de ella—. Menudo morado tienes. Pero no te preocupes, resalta esos ojos tan bonitos.
Kiva se quejó por segunda vez.
—Deja de flirtear conmigo o volveré a vomitar. —Caldon alzó los brazos en gesto de derrota y la visión de Kiva al fin se enfocó lo suficiente para distinguir la sangre que le cubría el cuerpo—. ¿Estás herido? —preguntó, examinándolo de cerca.
Caldon resopló con socarronería.
—Hace falta algo más que unos pocos rebeldes torpes para hacerme daño de verdad. —Un sonido lejano le hizo ladear la cabeza y escuchar con atención antes de añadir—: Pero vienen más de camino y, como eres una damisela en más apuros de los habituales, tenemos que irnos.
Kiva sentía demasiado dolor para rebatir el comentario sobre la damisela. Caldon la ayudó a levantarse con cuidado y la estabilizó hasta que pudo sostenerse por sí misma.
—¿Todo bien, cielito? —preguntó, y usó de nuevo el mote que se le había ocurrido durante las semanas en el palacio de invierno, una burla sobre su personalidad tan poco angelical.
—Bastante.
Ya hacía tiempo que había dejado de pedirle que la llamara por su nombre, sobre todo cuando él le respondió que, si no le gustaba cielito, siempre podía llamarla delincuente. Había disfrutado mucho en lanzarle una almohada a su rostro sonriente.
Cuando Caldon reveló el motivo de su otro mote, bombón, le habría gustado lanzarle algo más contundente.
—Me gustaría decirte que vayamos despacio, pero procuro no mentir a mujeres hermosas —dijo Caldon, sosteniéndola con un brazo alrededor de la cintura mientras avanzaban hacia la puerta. Con la otra mano aferraba la empuñadura de su espada ensangrentada—. Tenemos que devolverte al palacio y avisar a los otros de que estás sana y salva.
—¿Dónde están los otros? —preguntó Kiva mientras accedían al destartalado pasillo. Hizo una mueca por la potente luz.
—Hemos tenido que dividirnos —respondió Caldon. Movió con un pie el cadáver de un hombre que había apuñalado para llegar hasta Kiva. La chica apartó la mirada enseguida, en parte para no recordar la última vez que había presenciado tanta violencia (el sangriento motín de la cárcel) y en parte porque Zuleeka había ordenado al hombre muerto que se quedara atrás, con lo que había dado su vida por la causa rebelde. La causa de su familia—. Tus secuestradores han sido listos. Pusieron una serie de pistas falsas, con lo que nos complicaron la tarea de determinar en qué dirección te habían llevado, sobre todo en medio del caos del festival. Jaren y Naari se marcharon a la zona este de la ciudad, el capitán Veris y un contingente de guardias están cubriendo norte y sur y yo vine al oeste. —Le dirigió una sonrisa altanera—. Soy el mejor rastreando. De nada, por cierto.
—Aún no hemos salido de aquí —remarcó Kiva. Al recordar el papel que debía interpretar, añadió—: Y estaría bien saber quién me ha secuestrado.
—¿No han dicho nada? —preguntó Caldon con recelo mientras la hacía entrar en una habitación grande con techos altos que parecía una cocina.
—Me desperté unos segundos antes de que atravesaras la puerta —dijo Kiva. No era una mentira, aunque tampoco la verdad completa. Siguió interpretando su papel—: Has dicho que fueron los rebeldes… ¿qué querrán de mí?
Los ojos cobalto de Caldon destellearon y apretó la mandíbula, pero la relajó para responder.
—Tus conjeturas son tan buenas como las mías, bombón. —Estiró el brazo y le tocó la nariz con un dedo de la mano de la espada—. Pero es fácil deducir que eres un cebo muy sabroso para un pez más grande.
Kiva lo apartó de un manotazo, pero él ya lo había retirado. Caldon se tensó y pararon en seco. Entornó los ojos hacia la puerta en el otro extremo de la cocina; su atención se centraba en algo que Kiva no supo determinar.
—¿Qué…?
Caldon le tapó la boca y la empujó detrás de un banco firme en medio de la habitación destartalada.
—Silencio —siseó y la obligó a agacharse—. Tenemos compañía.
Zuleeka había dicho que dejaba allí a un puñado de gente, pero Kiva había deducido que Caldon ya habría dispuesto de ellos. ¿Cuánta gente más tendría que luchar (y morir) para que aquella artimaña fuera creíble?
—Parece que se nos ha acabado la suerte —dijo Caldon. Desenvainó una segunda espada para él y una daga afilada, que extendió hacia Kiva—. ¿Sabes cómo usar una de estas?
Kiva agarró la empuñadura con torpeza entre el pulgar y el dedo índice.
—Esto… ¿es posible? —dijo la chica. Caldon musitó algo entre dientes que sonó a: «Por todos los dioses»—. Aunque parezca increíble —replicó Kiva a la defensiva—, no nos enseñan a manejar armas en la cárcel.
El príncipe resopló con sorna antes de que una seriedad poco habitual en él ocupara su rostro cuando detectó un ruido en la habitación contigua.
Agarró la mano de Kiva y le cambió los dedos de posición alrededor de la empuñadura; luego se los cerró con fuerza y susurró:
—Si la cosa se caldea, corre, escóndete y ya te encontraré más tarde. Solo usa esto —señaló el arma— si es absolutamente necesario. Pero, hagas lo que hagas, no te apuñales a ti misma. Jaren me mataría. —Y, como si se lo pensara mejor, añadió—: Tampoco me apuñales a mí, claro.
Kiva le dirigió una mirada insulsa y no se molestó en confirmar que no tenía ninguna intención de apuñalar a nadie.
—Parece que nos están esperando media decena de personas, puede que unas cuantas más —comentó Caldon, escuchando algo que solo él podía oír.
—¿No podemos ir por otro lado?
—Tendrán a más gente vigilando la parte de atrás. La puerta delantera está en la habitación contigua y por eso es la salida más sencilla. —Le alborotó el cabello—. No te preocupes, cielito. Media decena no es nada. Te mantendré a salvo.
Caldon podía ser un ligón incorregible, pero Kiva había descubierto en las últimas seis semanas que no era un príncipe mimado que se pasaba el día jugando a los cortesanos, aunque, por motivos que se le escapaban a Kiva, hacía creer a la gente que sí lo era. Sus armas no eran decorativas; lo había visto entrenar con Jaren en el palacio de invierno. Combatían a la velocidad del rayo, con fuerza y habilidad. Kiva le creyó a Caldon cuando le dijo que la mantendría a salvo, pero no se preocupaba por su vida, sino por la de esos rebeldes contra los que iba a luchar para abrirse paso. Y todo para que su artimaña siguiera en pie.
—Hazme un favor e intenta no vomitar de nuevo —dijo Caldon. Agarró las espadas y se puso en pie—. Contigo detrás, estaré justo en tu trayectoria. Me arruinarás el modelito.
Su ajustada chaqueta verde ya estaba manchada de sangre, el bordado plateado se había teñido de un rojo oxidado. Kiva supo que solo lo había dicho para tranquilizarla.
Se preparó para lo que estaba a punto de pasar y echó a correr detrás del príncipe, pero apenas recorrieron la mitad del camino hasta la siguiente sala antes de que el grupo rebelde entrase en la cocina con gritos ensordecedores y las armas en alto.
Caldon maldijo y empujó a Kiva hacia atrás. Giró las dos espadas para encontrarse con sus atacantes en cada golpe. No era lo mismo que había presenciado durante las prácticas con Jaren. Aquello había sido casi hermoso, con pasos calculados y ágiles. Lo de ahora era diferente: confuso y caótico, con una rabia subyacente que fluía en los rebeldes y una fría calma que emanaba del príncipe guerrero.
El primer rebelde cayó antes de que Kiva hubiera recuperado el equilibrio, el segundo fue abatido antes de que alzara la daga en vano. Ella era sanadora, su única misión en la vida era ayudar a las personas, no hacerles daño. Pero no sabía cuánto les había contado Zuleeka a los rebeldes, si sabían que Kiva era una de ellos o si creían que formaba parte del enemigo.
Caldon despachó al tercer y al cuarto atacante con facilidad; sus espadas eran un borrón conforme se agachaba y peleaba en rápidas sucesiones. Cinco rebeldes más entraron corriendo por la puerta. Tres fueron directos a por el príncipe, pero los últimos dos hombres fornidos pasaron de largo de la escaramuza y fijaron sus ojos en Kiva.
La chica retrocedió, aferrando la daga con tanta fuerza que le dolían los dedos. Los hombres la rodearon mientras se relamían los dedos y compartían miradas cargadas de significado. Una oscura anticipación ocupó sus rostros.
—Creo que nos lo pasaremos bien contigo —dijo el que iba en cabeza. Identificó su acento como nativo de Mirraven. Kiva había oído que los rebeldes buscaban reclutas fuera de Evalon, pero ver prueba de ello le resultó sorprendente—. No te preocupes, pequeña. Lo pasarás genial.
La bilis se alzó en su estómago al ver la mirada lasciva en sus caras, la alegría que alcanzaba sus ojos mientras se deleitaban en su patética figura. La daga tembló, pero la mantuvo en alto y sus nudillos se tornaron blancos alrededor de la empuñadura.
Un vistazo rápido reveló que Caldon aún seguía enfrentándose a dos oponentes, mucho más hábiles que los hombres en el suelo mohoso, con lo que exigían toda su atención. Pero eso no le impidió mirar hacia Kiva y fijarse en los dos hombres enormes que se aproximaban hacia ella.
—¿A qué estás esperando? —le gritó mientras bloqueaba un golpe alto que le habría partido el cráneo en dos—. ¡Corre!
La orden desbloqueó su cerebro y la impulsó a darse la vuelta y huir de la cocina. Corrió por el pasillo en busca de un escondite, con dos pares de pisadas fuertes persiguiéndola. El dolor de cabeza quedó en un segundo plano detrás del pánico que surgió al darse cuenta de que no estaba en condiciones de pelear contra nadie, y mucho menos contra sus dos perseguidores descomunales. No podía revelar su identidad con Caldon tan cerca, pero no tenía ninguna posibilidad si…
Ahí. Una puerta abierta en el pasillo.
Kiva la atravesó a toda prisa y entró en una habitación oscura iluminada por un rayo de luna que se colaba por una ventana sucia. Al no ver otra salida, cerró la puerta de golpe y puso el cerrojo. Rezó para que aguantara.
El pomo raqueteó y se oyó un pesado pum cuando uno de los hombres estampó su peso contra la puerta.
—¿De verdad crees que esto nos detendrá, pequeña? —gritó, y las bisagras protestaron.
El siguiente empujón tuvo tanta fuerza que abrió una grieta en la madera podrida. Kiva saltó hacia delante para apoyar el cuerpo contra ella. Al darse cuenta de que le quedaban unos pocos segundos antes de que cediera por completo, el corazón empezó a martillearle en el pecho y aferró con energía la daga.
El golpe más fuerte que había oído hasta ese momento resonó en sus oídos, seguido por una maldición amortiguada y otro impacto que hizo temblar las paredes, y supo que el momento había llegado. No había forma de comunicarles que estaba de su lado ni de que le creyeran si lo intentaba. Solo le quedaba una opción: luchar.
Una bota sólida se estampó contra la puerta, lo que partió la madera alrededor del cerrojo, y otra patada la abrió con tanto impulso que lanzó a Kiva por los aires. No se permitió dudar: se dio la vuelta y se lanzó a por la cara de la figura que se cernía sobre ella en la oscuridad. Acuchilló a ciegas con la daga y sintió una sacudida nauseabunda cuando la hoja atravesó carne.
—Joder, Kiva, ¿qué demonios has hecho? —En menos de un segundo la habían desarmado y lanzado contra el pasillo más iluminado, donde vio que Caldon la fulminaba con la mirada y se apretaba una mano contra el hombro que sangraba—. Te dije que no me apuñalaras. Solo tenías un trabajo.
—Caldon —jadeó ella y estiró el brazo de forma automática hacia la herida—. Lo siento mucho, es que…
Inhaló con fuerza y apartó las manos para esconderlas detrás de la espalda.
No.
No, no, no.
Los ojos la engañaban, nada más. Solo era la adrenalina que fluía por sus venas, la herida en la cabeza que le hacía ver cosas… Por eso había visto una luz dorada que emanaba de sus dedos cuando los alargó hacia el príncipe.
La luz dorada de su magia sanadora.
Magia que nadie podía saber que poseía.
Y menos un príncipe Vallentis.
Kiva apretó las manos en puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en la piel. Luego se atrevió a alzar los ojos y encontrarse con los de Caldon. Se le escapó un suspiro aliviado cuando captó que el príncipe miraba con mal gesto la herida y no ofrecía ningún indicio de haber visto nada extraño.
—¿Estás bien? —preguntó Kiva débilmente.
Los ojos cobalto de Caldon la atravesaron.
—Esta —se señaló el hombro— no es forma de hacer amigos. Y definitivamente no es forma de conservarlos.
—Lo siento —repitió Kiva con la voz cargada de arrepentimiento. Mantuvo las manos en la espalda, aunque su instinto sanador la instaba a examinar la herida—. Pensaba que eras…
—Sé lo que pensabas —dijo Caldon, señalando con la barbilla a los dos hombres en el suelo. Al ver la palidez en el rostro de la chica, suspiró y se deshizo de forma visible de su rabia. Extendió una mano—. Venga, vamos a sacarte de aquí.
Kiva miró la palma y el pecho se le constriñó con un miedo renovado.
El gesto de Caldon se suavizó al malinterpretar su reacción.
—Ahora estás a salvo, lo prometo.
Meneó los dedos y Kiva no tuvo más remedio que aflojar los puños y suspirar de alivio con discreción al comprobar que sus manos eran perfectamente normales.
A lo mejor se había imaginado el brillo.
Pero… no podía ignorar el poder que le palpitaba justo debajo de la piel, una sensación adictiva que ansiaba ser liberada. Necesitó de todas sus fuerzas para enterrarla bien hondo, para exigir que ese cosquilleo desapareciera. Solo entonces se arriesgó a tomar la mano de Caldon, cuyo apoyo fue firme y fuerte mientras recorrían el pasillo de nuevo y salían a la noche.