
Cuando contaba trece años, viajé con mi familia a través de las colinas y los valles de Grecia para asistir a la boda de Helena y Menelao que iba a celebrarse en Esparta.
Yo no dejaba de apartar las cortinillas del palanquín que compartía con mi madre para escudriñar a los demás viajeros que transitaban el camino. Campesinos que llevaban sus cosechas al mercado, peregrinos en dirección a algún templo, incluso familias enteras que viajaban como nosotros. Al final, mi madre se hartó y me mandó con mi padre a la cabeza del convoy. Me recibió calurosamente, me sentó delante de él en el caballo, como cuando era pequeña, y llenó mis oídos con historias de la ciudad-estado de Esparta. Eran un pueblo guerrero, famoso por la fuerza de sus ejércitos. Incluso educaban a sus hijas en la caza y el combate, igual que a mí. Aprecié este último hecho con interés.
La ciudad apareció por fin en el horizonte. No disponía de una crisálida protectora de murallas, pues Esparta confiaba su defensa a sus guerreros más que a la piedra o el mortero, pero una guardia de honor nos esperaba a las puertas para escoltarnos hasta el palacio. Condujeron el convoy a un patio donde nos aguardaba un grupo de hombres. Uno de ellos voceó un saludo y se adelantó.
Se parecía bastante a mi padre, aunque hinchado. Mientras que Alceo era patilargo y flaco como un lobo, Agamenón tenía el tamaño de un oso y músculos bien marcados. El vientre le tensaba la túnica, que presentaba manchas de transpiración en las axilas. Se había roto la nariz al menos dos o tres veces, lo cual le confería un aspecto contrahecho, nudoso. Incluso en una tarde tan magnífica como aquella, apestaba a sudor y a la armadura de bronce.
—¡Alceo! —bramó—. Ignoraba que tuvieras un hijo.
Mi padre se removió incómodo.
—Esta es…
—Soy Psique —me apresuré a decir. Enseguida desmonté y me acerqué a saltos a mi tío Agamenón—. Me lo han contado todo de ti y…
—Ah, una hija —me interrumpió él, con la llama del interés apagándose rápido en sus ojos. Se giró hacia mi padre—. Alceo, llegas tarde. Menelao y yo queríamos saber tu opinión sobre la cuestión de los argivos…
Me dieron la espalda y me dejaron allí plantada, en el polvo del patio, junto al palanquín cubierto de mi madre y con la única compañía de los sirvientes. Al verlos alejarse, se me hundió el corazón en el pecho.
Mi madre alegó indisposición y se retiró a los dormitorios; el trayecto había supuesto una dura prueba para ella y necesitaba descanso. Yo, por el contrario, me vi arrastrada por otro pasillo. Un grupo de sirvientas me despojaron de las polvorientas ropas de viaje y me enfundaron en un viejo quitón tieso que olía a mosto y cedro añejo. Me alisé las faldas, que eran bastante más largas que el práctico atuendo de montar y las vestimentas cortas que solía ponerme. Luego las sirvientas me trasladaron lenta y pesadamente a una habitación en penumbras y a punto estuve de tropezar en más de una ocasión. En cuanto crucé el umbral, la puerta se cerró de golpe detrás de mí.
—¿A quién tenemos aquí? —preguntó una voz melodiosa.
Mis ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad. La estancia, sin ventanas, estaba situada en el interior del palacio, solo iluminada por unas pocas lámparas. El gineceo, comprendí con frustración. Me pregunté si me hallaría muy lejos de mi padre y mis tíos y si aún podría ir a buscarlos.
—Soy Psique —balbuceé, torpe, mirando hacia la mujer que me había hablado. Quería presumir de mi destreza con el hacha, no sentarme en tinieblas con unas extrañas—. La hija de Alceo.
—La princesa de Micenas —dijo gentilmente la mujer, inclinando la cabeza—. Bienvenida. Yo me llamo Penélope y soy la reina de Ítaca.
En la penumbra alcancé a ver sus grandes ojos oscuros y la melena rizada de cabellos castaños, peinado severamente hacia atrás. No es que fuera un prodigio de belleza, pero había una cierta consideración en su mirada y una rara nota de confianza en su voz que la hacían intrigante. Muchos años después, cuando conocí a su marido, Odiseo, no me sorprendió en absoluto enterarme de su conexión con la diosa Atenea. Penélope, dotada de unas manos ágiles y una mente aguda, era el reflejo mortal de aquella.
—Esta es Clitemnestra, esposa de Agamenón —continuó, señalando a una mujer de semblante avinagrado—, y esas son sus hijas, Ifigenia y Electra. Ifigenia ha demostrado ser ya una hilandera experta y no es mucho más joven que tú.
La niña, que contaba pocos años menos que yo, me miraba con ojos inocentes, llenos de fascinación. Tenía un rostro dulce y cándido, las mejillas como las mitades de un melocotón cortado en dos y la piel de un tono cobrizo que delataba nuestro parentesco. Su madre, por otro lado, parecía que estuviera mordiendo una rodaja de limón entre los dientes. Cerca de ella, la pequeña Electra dormitaba en una cesta de mimbre.
—¿Dónde está su madre? —inquirió Clitemnestra—. No se puede permitir que una muchacha respetable deambule ella sola por el palacio.
—No deambulaba —contesté, irritada—. Mi madre está descansando.
Clitemnestra dio un bufido de disgusto, pero Penélope se limitó a reírse por lo bajo.
—Te doy la bienvenida, Psique, y a tu madre le deseo un buen descanso. Y para terminar la ronda de presentaciones —hizo un gesto hacia una cuarta figura—, esta es mi hermana, Helena. Nuestra preciosa novia.
Tanta oscuridad reinaba en la estancia que en un primer instante no reparé en la radiante belleza de la mujer situada a la izquierda de Penélope. Llamar «preciosa» a Helena equivaldría a describir el sol como brillante; aunque estrictamente hablando era cierto, la palabra no lograba abarcar el auténtico esplendor de su sujeto. Una larga cabellera del color de la miel le rozaba los pómulos angulosos y le caía por debajo de su elegante cuello. Me fijé en el fino vestido que lucía y en la alheña ceremonial que le adornaba las manos, signos de la celebración de sus próximas nupcias. Me acordé de lo que cuchicheaban los guardias del palacio de Tirinto acerca de la concepción de Helena, de que el mismísimo Zeus se le había aparecido a su madre Leda en forma de cisne. En aquel momento esas historias se me antojaban fantasiosas, pero ahora dudaba de si no encerrarían acaso una pizca de verdad.
Solo después de que se desvaneciera el impacto inicial que me había causado la belleza de Helena observé la desdicha grabada en aquellas perfectas facciones. Se encontraba ella tan absorta en su sufrimiento personal que ni siquiera se volvió a saludarme. Sus dedos esbeltos manejaban la lanzadera del telar con desgana. Se me ocurrió que quizá tuviera dolor de estómago o alguna otra dolencia interna. ¿Cómo se podía estar tan triste en una ocasión tan feliz?
Penélope retornó a sus labores. «Hermana», había dicho. Al fijarme bien, supuse que advertiría cierto parecido familiar entre ellas, aunque era como comparar un pato con un cisne.
Me senté y, por primera vez en mi vida, me enfrenté a la desalentadora y desconocida perspectiva de un telar. Sabía hacer muchas cosas: determinar el tamaño de un animal por sus huellas, acercarme con sigilo hacia mi presa en el sotobosque, efectuar un disparo certero a pie o a caballo. Sin embargo, no sabía tejer. En retrospectiva, lo consideré una lamentable laguna en la educación de una niña de la realeza.
Miré de reojo a las otras mujeres para ver cómo procedían, pero me sirvió de poca ayuda. Las manos de Penélope se movían como si estuvieran forjadas para desempeñar esa tarea, empujando la lanzadera de un lado a otro con un traqueteo satisfactorio; incluso el trabajo de la mohína Helena era fluido. Sin embargo, cada vez que trataba de imitarlas, no obtenía más que un amasijo de hilos enmarañados. Y, en cualquier caso, ¿por qué las mujeres tenían que estar tejiendo todo el tiempo? ¿Cuánta tela se necesitaba realmente en una casa?
—Estás enrollando la urdimbre por debajo de la trama. —Una mano pequeña se deslizó junto a la mía para desenredar los hilos—. Hay que doblar esta parte por abajo, ¿ves? —Volví la mirada y el rostro dulce y confiado de Ifigenia me sonrió.
Le devolví el gesto.
—Gracias. Nunca lo había hecho.
—¿No? —Se le formó una arruga en la frente—. ¿Una chica que no sabe tejer? Eso es como un pájaro que no sabe volar.
Fruncí el ceño.
—¿Y qué si no sé tejer? ¡Soy capaz de abatir a un pájaro en vuelo! Me enseñó Atalanta en persona.
Me satisfizo observar cómo se le agrandaban los ojos.
—¿Conoces a Atalanta? ¿Y sabes disparar un arco? ¡Qué asombroso! ¿Querrías enseñarme?
El rubor me tiñó las mejillas. Desde hacía ya largo tiempo pasaba la mayor parte del día con mi maestra, separada de la chiquillería de palacio. Yo era demasiado ruda para las chicas y demasiado femenina para los chicos, que veían con desagrado que una princesa díscola les plantara cara en sus juegos. Nunca había tenido una amiga de mi misma edad.
—Será un placer enseñarte —le dije—. Pero ¿las espartanas no sabéis ya esas cosas?
Ifigenia bajó la voz.
—Yo no soy espartana. Siempre he querido aprender a tirar con arco, pero padre dice que no es propio de una chica. Aunque…
—Ifigenia —espetó Clitemnestra—. Deja de parlotear y compórtate. «El silencio es el mayor adorno de una mujer», nunca lo olvides.
El proverbio se lo había oído un par de veces a mi niñera Maia, normalmente a guisa de broma. Yo siempre lo había considerado una sátira, una burla, aunque Clitemnestra parecía hablar muy en serio. Ifigenia enmudeció en el acto. Le aguanté la mirada a mi tía, poco dispuesta a dejarme intimidar, hasta que, por fin, lanzó un suspiro de reproche y retornó a sus labores.
Me sobresaltó entonces un sollozo quedo y levanté la vista. Helena estaba llorando, con gruesos lagrimones que le corrían por el rostro inmaculado y caían sobre la pieza del telar. Hipaba de forma histriónica y le goteaba la nariz.
Clitemnestra frunció los labios con desaprobación, aunque fue Penélope quien habló primero.
—Helena, tenemos invitados —dijo, sin apartar los dedos del tejido—. Haz el favor de calmarte.
—No puedo evitarlo —se lamentó Helena—. ¡Van a venderme como si fuera una vaca a un hombre que no conozco!
—Es tu marido, Helena, y ya lo conoces. De hecho, se te dio la oportunidad de escogerlo, acuérdate. —La voz de Penélope apenas encerraba un dejo de desprecio, pero denotaba que se le estaba agotando la paciencia.
—¡Solo pude elegir entre quienes vinieron a competir por mi mano! No sé nada de él. ¿Y si me pega? ¿O se pasa el día borracho como una cuba? ¿O acosa a las sirvientas?
—Deberías agradecer que se te haya pedido opinión sobre tu futuro marido —la atajó Clitemnestra—. La mayoría de las mujeres no tienen esa suerte.
Helena se enderezó en el asiento y la fulminó con la mirada.
—Para empezar, no me dejaron alternativa. Todos me presionaban para que escogiera marido y los pretendientes se tiraban a degüello unos a otros. Esparta necesitaba a un sucesor. —Helena puso cara de desdén, desnudando los dientes como un animal; y, no obstante, aún conseguía tener un aspecto más encantador que otras mujeres en sus poses más seductoras—. Yo estaba hecha para alcanzar metas mayores. Quería ver mundo y enamorarme, no malgastar mi vida encadenada a un patán peludo.
Dirigí la vista hacia ella. Al principio me había quedado tan prendada de su belleza que no había reparado en la chispa de inteligencia que le brillaba en los ojos. Me dio la sensación de que le ocurría con bastante frecuencia.
—Helena. —La voz de Penélope sonaba ahora dura, desaparecida toda indulgencia. Hizo una pausa en sus labores, clavando la mirada en su hermana—. Ninguna de nosotras tuvo alternativa. ¿Te crees que yo quería casarme con Odiseo y trasladarme a Ítaca, donde hay más ovejas que personas y más piedras que ovejas? Somos mujeres y hemos de cumplir con nuestras obligaciones. Al menos tú podrás quedarte en Esparta.
—Lo he dicho antes y lo repito ahora: «El silencio es el mayor adorno de una mujer» —declaró Clitemnestra con remilgo. Me entraron ganas de arrojarle el telar al río.
Helena encorvó los hombros. Habiendo aceptado finalmente que hallaría escasa compasión, regresó a sus labores. Sin embargo, no se molestó en restañar las lágrimas que continuaban fluyendo por las mejillas.
Mi mente se agitaba mientras yo añadía vueltas llenas de bultos al tejido. La apurada situación de Helena me turbaba y cada vez que intentaba sacarme la idea de la cabeza no conseguía más que arraigarla. Si bien el matrimonio siempre me había parecido un concepto lejano y nebuloso, yo tan solo era unos años más joven que Helena y pronto se esperaría de mí que me uniera a un hombre al que apenas conocería. Siempre había considerado las bodas como fiestas lujosas repletas de música y comida; nunca había pensado demasiado en qué les ocurría a las novias tras los festejos.
Venía observando desde hacía largo tiempo que las historias heroicas estaban en su mayor parte protagonizadas por hombres; Atalanta constituía una de las raras excepciones. Las mujeres, cuando desempeñaban algún papel, solo aparecían como madres o amantes; a veces como monstruos.
Yo contaba a mi favor con la profecía del oráculo, pero ¿de qué valía una profecía contra el silencio de las leyendas?
Comprendí, con creciente inquietud, que el abismo que me separaba de Perseo y Belerofonte no era una cuestión de linaje después de todo, sino de sexo. Los hijos de los dioses recibían un entrenamiento de héroes, dones divinos y fama imperecedera. Sus hijas, como Helena, eran premios que ganar.
Zeus se había aparecido ante Leda en forma de cisne, decía la gente, pero ahora no se comportaba como tal. Yo había visto a los cisnes que anidaban en los altos lagos de las montañas boscosas; eran padres entregados cuyos polluelos los seguían en fila a todas partes. Los dioses, por el contrario, dejaban que sus vástagos mortales se valieran por sí mismos hasta que les fueran de utilidad. La expresión en los ojos de Helena sugería que el matrimonio no era sino una fosa de posibilidades perdidas. Un grillete que la encadenaba a un hombre que no conocía, que controlaba su cuerpo y su futuro.
Si la hija de un dios no podía aspirar a nada mejor, ¿qué porvenir me aguardaba a mí, nacida de padre y madre mortales?

La boda se celebró con gran desenfreno. Los hombres estaban de buen humor, con la cara roja a causa de la bebida, y cantaban tonadas desafinadas a pleno pulmón. Existía una tradición en Esparta, me había advertido Ifigenia, que consistía en que el novio raptara a viva fuerza a la novia. Era una costumbre antigua, destinada a preservar la castidad de la mujer antes de que se la arrebatara algún espíritu maligno o algún pícaro atraído por los festejos; en estas tierras precedía incluso al culto a los dioses olímpicos. Al menos, eso me había contado Ifigenia en tanto me indicaba en susurros cómo corregir los errores que cometía tejiendo.
Clitemnestra se había burlado al oírlo.
—No, lo hacen por el bien de los hombres. No están acostumbrados a las mujeres que no gritan.
Aun así, cuando mi tío Menelao se echó al hombro a su novia Helena como si fuera un saco de grano y la sacó de la habitación, me descubrí con la mano flexionada en la cadera, deseando que empuñara un arma. Helena no se esforzó en contener las lágrimas y comprendí que sus ojos llorosos representaban un acto de valentía, una negativa a ocultar lo que opinaba de ese proceder. No obsequiaría a sus captores con una bonita sonrisa.
Los demás hombres salieron detrás de Menelao. Una vez que el vocerío se hubo apagado, Penélope nos indicó con un gesto que nos levantáramos y la siguiéramos.
Mi madre nos esperaba en el salón de banquetes, alegre a pesar de sus persistentes ojeras. Mi padre se encontraba con los hombres, en el otro extremo de la sala, sentado junto a una figura corpulenta, que reconocí como mi tío Agamenón. No había visto a Alceo en el grupo que se había llevado a Helena y traté en vano de convencerme de que mi padre nunca participaría en semejante barbarie.
No le conté a mi madre lo acontecido en el gineceo, aunque la observé por el rabillo del ojo, haciéndome preguntas. Débil como era, ¿habría llorado igual que Helena antes de su boda? ¿Se habría dejado arrastrar por mi padre, aceptando gritos y fanfarronadas? Ellos dos siempre habían parecido estar hechos el uno para el otro, pero ahora sabía qué secretos guardaban las oscuras sombras de los aposentos de las mujeres.
Menelao, sentado en el estrado de los recién casados, tenía los ojos vidriosos por el vino, aunque lucía una expresión de felicidad beatífica. Al fin y al cabo, había ganado una esposa y el reino que venía con ella. Helena, sentada a su lado, parecía presidir su propio funeral.
Hubo brindis y juramentos, de los cuales entendí muy poco. Mi mente se hallaba en otra parte. Le pregunté a mi madre:
—¿Me casaré yo algún día?
Astidamía esbozó una sonrisa bondadosa.
—Claro que sí, querida mía. Tendrás la boda más solemne que haya existido jamás.
La atención de ella se vio entonces atraída hacia Penélope, de modo que no se fijó en la expresión de pavor en mi rostro.
Me pusieron delante un plato de comida, pero había perdido el apetito. Había músicos y acróbatas, aunque era incapaz de concentrarme en el espectáculo. Lo único que percibía era el suplicio en los ojos de Helena, un destino que también me aguardaba a mí. Y lo único que deseaba era huir de ese mundo de hombres y mujeres, regresar al bosque donde podría volver a ser una criatura salvaje.

A la mañana siguiente, oí que tocaban a la puerta.
Despegué la cabeza de la almohada, sobresaltada. Los dedos rosados del alba empezaban a colarse por las ventanas. Mis padres dormían en la cama grande y los sirvientes seguían roncando, tumbados en jergones diseminados por el suelo. Crucé la habitación de puntillas y abrí la puerta.
Encontré a Ifigenia allí plantada, con un arco, una aljaba de flechas y una expresión traviesa.
—Me lo ha dejado mi hermano Orestes —explicó—. Solo tuve que amenazarlo con contarle a madre lo de esa sirvienta con la que anda. —El desconcierto debió de reflejarse en mi rostro, porque añadió—: Dijiste que me enseñarías el arte de la arquería.
—¡Y era cierto! —susurré—. El arco es un poco grande para ti, pero nos apañaremos. Vamos.
Volví la vista hacia el interior de la habitación, donde todos dormían a pierna suelta. Me parecía injusto despertar a mis padres para pedirles permiso. Conque agarré a Ifigenia de la mano y juntas corrimos sin hacer ruido por el palacio, esquivando a los invitados nupciales que aún rondaban adormilados por los pasillos. El aire de la mañana era fresco y no había tenido tiempo de calzarme las sandalias ni de echarme un manto por encima, mas no me importó.
Localizamos un patio vacío sin ventanas, lo bastante amplio como para servir de campo de tiro. Encontré un saco lleno de arena y lo apoyé torpemente contra el borde de una maceta para que hiciera las veces de diana. Le enseñé a Ifigenia cómo colocar la flecha y tensar la cuerda del arco. Los brazos le temblaban por el esfuerzo, aunque tenía apretados los labios; la boca, un trazo recto feroz.
—Bien, bien —le dije—. Pero baja el codo, de lo contrario no conseguirás imprimir potencia al disparo.
Bajó el codo al momento. Ifigenia apuntó y soltó; la flecha repiqueteó inútilmente contra las losas del suelo. Abrí la boca para infundirle ánimos; sin embargo, mi prima no los necesitaba. Ya estaba sacando otra flecha de la aljaba, con el ceño fruncido.
Esta segunda se alojó en la tela áspera del saco. Ifigenia chilló de felicidad, aplaudiendo como una niña pequeña, aunque se cuidó de no dejar caer el arco.
—Posees un talento natural —le dije. Si bien Atalanta habría aprovechado este momento para evaluar su técnica, yo no podía más que sonreír con un orgullo desbocado.
Ifigenia me dirigió una mirada tímida.
—He visto practicar a los hombres de padre muchas veces. No es tan difícil como parece.
Me picó la curiosidad.
—Me contaste que no eras espartana. ¿Dónde está tu ciudad?
La chica se encogió de hombros.
—Aquí y allá. Mi padre lucha para quien le pague, conque vamos adonde requieren sus servicios. A algunas personas les parecería aterrador vivir con una banda guerrera y estar todo el tiempo viajando de un lugar a otro, pero no es tan malo. Los hombres de padre se portan bien conmigo, aunque casi nunca hay chicas con las que pueda jugar. Bueno, está mi hermana Electra, pero todavía no ha aprendido a hablar.
—Yo no tengo hermanos ni hermanas —dije, mientras me preguntaba cómo sería vivir con una banda guerrera. Sonaba emocionante—. A veces me gustaría no ser hija única.
—Entonces yo seré tu hermana —sugirió enseguida Ifigenia. Se colgó el arco del hombro, dejando libres las manos. Entrelazó los dedos con los míos, los suyos más suaves y pequeños, pero no menos fuertes—. Hermanas juradas. Prestaremos juramento, a usanza de los hombres de padre, y practicaremos con el arco en secreto para siempre. —Me iluminó con su sonrisa y no pude evitar sonreír en respuesta. Cada vez que Ifigenia sonreía, era como si el calor de una tarde de verano se instalara en tu alma.
—Y así será —asentí, apretándole fuerte la mano.
Ifigenia ladeó la cabeza como un pájaro, pensativa.
—Me contaste que te instruía la gran Atalanta, ¿verdad? Es una de las favoritas de la diosa Artemisa, que por eso debe de habernos reunido. —Mi prima bajó la voz a un susurro—. Sueño con el día en que pueda consagrarme a la diosa. Padre dice que me casaré con un rey y alumbraré a sus hijos, pero yo no quiero esa vida. Quiero ser sacerdotisa de Artemisa.
Se me hinchó el corazón. Las dos éramos en verdad hermanas, unidas no solo por la sangre que compartíamos, sino por las cosas que amábamos.
—Yo también —afirmé con feroz convicción—. Me haré sacerdotisa y luego seré una heroína errante como Atalanta.
Arrugó la nariz Ifigenia, con aire juguetón.
—No puedes ser las dos cosas, Psique. Tendrás que decidirte por una. Pero, elijas lo que elijas, te prometo que estaré contigo.
Me robó la respuesta una voz atronadora que quebró el silencio de la mañana. Plantado en la puerta estaba mi tío Agamenón. Tenía los ojos inyectados en sangre por los festejos de la noche anterior y un tremendo hedor emanaba de él, el olor del alcohol y la falta de higiene.
Ifigenia retrocedió cuando, con paso airado, él se nos echó encima.
—Padre, lo siento. Estaba…
Plaf. Ifigenia se tambaleó hacia atrás, a punto de caer de espaldas por la fuerza de la bofetada. Me quedé horrorizada; mi padre jamás me habría pegado así, y menos por una infracción cometida a la luz del sol. Por instinto, me vi impulsada a interponerme entre Agamenón y su hija, empuñando el astil de una flecha. La punta estaba tan afilada como cualquier cuchillo.
El hombre posó en mí su mirada teñida de rojo, sin perder detalle de la flecha. Brotó un ruido de las profundidades de su pecho y tardé unos instantes en identificarlo como una risita.
—¿Y qué pretendes hacer con eso exactamente? —Calló entonces por unos momentos, entrecerrando los ojos, observando mi rostro por primera vez—. Ah, ya veo… Eres la niña de Alceo.
—La misma —repliqué, temblando como la cuerda tensada de un arco mientras clavaba los ojos en los suyos. Se erguía imponente ante mí, una montaña de carne y músculos. Cada una de sus manos tenía el tamaño de mi cabeza y me mandaría por los aires de un sopapo.
Pensé en los grandes osos que vagaban por los bosques a las afueras de Micenas. Aún no había matado a ninguno, pero Atalanta había prometido que me enseñaría algún día. Si podía aprender a enfrentarme a una bestia así, ¿cómo no iba a poder plantarle cara a mi tío, que carecía de garras y colmillos?
Agamenón me contempló largo rato, con una mirada inescrutable. Por fin, volvió a centrar su atención en Ifigenia, que continuaba sujetándose la mejilla enrojecida.
—¿Qué te tengo dicho de jugar con armas, necia? Romperás algo valioso. Y en cuanto a ti —bramó, los ojos inyectados en sangre vueltos hacia mí—, mi hermano podrá educarte como le plazca, pero tú no metas a mi hija en ello.
Agarró a Ifigenia del brazo y se la llevó a rastras como si fuera un cachorro descarriado. La oí murmurar una vaga disculpa, a la cual Agamenón prestó oídos sordos. Al desaparecer por la puerta, alcancé a ver que levantaba brevemente la mano libre en un gesto desconsolado de despedida.

No me sorprende ahora, rememorando el incidente, que un hombre como Agamenón fuera codicioso de la poca autoridad que ostentaba. Su hermano mayor, Alceo, había heredado de su padre el estado de Micenas, y su hermano menor, Menelao, no solo poseía Esparta, sino también a Helena, la mujer más bella del mundo. ¿Y qué tenía Agamenón? Una esposa semejante a un limón amargo, una hija que no confiaba en él, otra demasiado pequeña para comprender nada y un surtido de mercenarios que le juraban lealtad. Ni siquiera disponía de un palacio propio en donde acuartelarlos. Un hombre triste, en resumen, triste y furioso, aunque eso no justifica sus actos, ni los de entonces ni los que vendrían después.