Cinco meses después
Era un día bastante agradable para ser principios de marzo, quizá un poco frío, pero ni llovía ni soplaba el viento, algo que había sucedido con gran frecuencia y entusiasmo casi desde Navidad, y el sol brillaba. Flavian Arnott, vizconde de Ponsonby, se alegró de no verse obligado a atravesar la campiña inglesa en los sofocantes confines de su carruaje, que avanzaba en algún punto por detrás con su ayuda de cámara y su equipaje mientras él hacía el trayecto a caballo.
Iba a ser muy extraño celebrar ese año la reunión anual del Club de los Supervivientes en Middlebury Park, la casa solariega de Vincent en Gloucestershire, en vez de hacerlo en Penderris Hall, el hogar de George, duque de Stanbrook, en Cornualles, como de costumbre. Los siete habían pasado tres años juntos en Penderris Hall recuperándose de sus diversas heridas de guerra. Cuando se marcharon, acordaron reunirse allí durante algunas semanas cada año para renovar su amistad y compartir su progreso. Y así lo habían hecho. Solo en una ocasión, dos años antes, uno de ellos se había ausentado, ya que el padre de Hugo murió repentinamente cuando él estaba a punto de partir hacia Cornualles. Aquel año echaron muchísimo de menos a su amigo.
Y también habían estado a punto de echar de menos a Vincent, el vizconde de Darleigh, quien había anunciado cinco meses antes que no abandonaría Middlebury Park en marzo, ya que lady Darleigh esperaba dar a luz a su primer hijo a finales de febrero. Para ser justos, la dama en cuestión había intentado convencerlo de que no se perdiera algo que sabía que significaba mucho para él. Flavian podía dar fe porque estuvo en Middlebury Park para el baile de la cosecha. Sin embargo, cuando se hizo evidente que Vincent estaba decidido a no dejar a su esposa, solucionó el problema sugiriendo que los supervivientes se reunieran ese año en su casa, de manera que Vincent no tuviera que perdérsela ni alejarse de su mujer.
Tras consultar a los otros cinco, todos accedieron al cambio de ubicación, aunque sí parecía extraño. Además, ese año también asistirían algunas esposas, tres en concreto, todas adquiridas desde la última reunión, lo que aumentaba la rareza de la situación. Claro que nada en la vida era para siempre, ¿verdad?
Casi había llegado al final del viaje, se percató al entrar en el pueblo de Inglebrook y saludar con un gesto de la cabeza al carnicero, que estaba barriendo la puerta de su negocio, ataviado con un largo delantal que, a todas luces, llevaba puesto la última vez que cortó carne. La entrada a la propiedad de Middlebury Park se encontraba en el extremo más alejado de la calle principal del pueblo. Se preguntó si sería el primero en llegar a esa reunión del Club de los Supervivientes. Por alguna extraña razón, solía serlo. Algo que sugería un sorprendente entusiasmo muy poco habitual en él. Tal y como estaba de moda, acostumbraba a llegar tarde, incluso más tarde de la cuenta, a los eventos sociales.
En una memorable ocasión, la primavera anterior, lo habían rechazado en las sagradas puertas de Almack’s, en Londres, porque se había presentado para el baile semanal (correctamente ataviado con las anticuadas calzas a media pierna, tal como exigían las normas) a las once y dos minutos. Otra de las normas dictaba que nadie podía entrar pasadas las once. Se quedó desolado al comprobar que su reloj de bolsillo iba retrasado, o eso le aseguró a su tía al día siguiente. Había prometido bailar con su prima, la hija de dicha tía. Ella lo miró con reproche e hizo un comentario muy grosero sobre su pobre excusa. Ginny, en cambio, estaba hecha de otra pasta y se limitó a levantar la barbilla y a decirle que su tarjeta de baile había estado tan llena que habría tenido que decepcionarlo si se hubiera dignado a hacer acto de presencia.
La buena de Ginny. ¡Ojalá hubiera más mujeres como ella!
Se llevó la fusta al ala del sombrero al pasar junto a la esposa del vicario (por desgracia, tenía una pésima memoria para los nombres, aunque se la habían presentado), que estaba charlando con una mujer corpulenta al otro lado de la puerta del jardín de la vicaría. Les dio las buenas tardes a ambas mujeres, y ellas correspondieron el saludo comentándole con alegría y voz chillona que hacía una tarde espléndida y que ojalá durase.
Otra mujer avanzaba sola por la calle hacia él, con un gran caballete debajo de un brazo y una bolsa, seguramente con los utensilios de pintura, en la mano libre. Admiró su figura esbelta y juvenil. Iba bien vestida, aunque sin concesiones a la última moda. La vio levantar la cabeza, sin duda porque había oído su caballo, y entonces la reconoció.
La señora… ¿Kepler? ¿Kleagle? ¿Kindness? ¿Kitchen? ¡Maldición, era incapaz de recordar su nombre! Había bailado con ella en el baile de Vincent, a petición de la vizcondesa, de quien era buena amiga. También había bailado el vals con ella… ¡Sí, por Dios, lo había hecho!
La saludó con un gesto del sombrero cuando se encontraron.
—Buenas tardes, señora —dijo.
—Milord. —Ella le hizo una leve reverencia y lo miró con los ojos como platos y las cejas enarcadas. Después se ruborizó. No solo la brisa fría de marzo le había sonrojado las mejillas. Estaban normales y, de repente, se pusieron coloradas. Y había entornado los párpados para ocultar los ojos.
En fin. Interesante.
Era una mujer guapa, sin ser deslumbrante en ningún sentido, aunque sí tenía unos ojos bonitos, que en ese momento había ocultado con gesto recatado bajo los párpados, y una boca que parecía creada para sonreír… o para besar. Y puestos a pensar en sonrisas… Pero no, aunque apareció una imagen por su mente durante un instante, se esfumó sin revelarse por completo. Era irritante, pero así funcionaban los recuerdos para él, con pequeños, o tal vez enormes, vacíos en el pasado de los que no era consciente hasta que cobraban vida. A veces, se demoraban el tiempo necesario para sacarlos a la luz y verlos; en otras ocasiones, desaparecían antes de que pudiera fijarlos. Esa en concreto era una de dichas ocasiones. Pero daba igual.
La mujer ya no era tan joven, aunque seguramente él le sacaba unos años. Sin duda, ese era el caso. ¡Por el amor de Dios, él ya tenía treinta años, era casi un carcamal!
No llegó a detener el caballo. ¿Cómo demonios se llamaba? Continuó el camino, y lo mismo hizo ella.
«Sensata», pensó al llegar al final de la calle y ver la verja de Middlebury Park abierta, tras lo cual enfiló la serpenteante avenida de entrada, flanqueada por árboles. Esa fue su impresión de la mujer después de invitarla a bailar la primera contradanza en el baile de la cosecha, tal como le pidieron que hiciera. Y después la invitó a bailar el vals posterior a la cena, con la excusa de mantener una conversación sensata.
Lo cual no era demasiado halagador, pensó cinco meses después. No se podía decir que fuera la clase de cumplido que inundaría de sueños románticos el corazón de una mujer. Pero no fue esa la intención, ¿verdad? No hubo conversación durante el vals, ni sensata ni de otro tipo. Solo… el encanto del momento.
¡Qué extraño que lo recordara cuando la idea había desaparecido de su memoria en cuanto terminó el baile! Extraño y también un poco vergonzoso. ¿Qué demonios había querido decirle su mente al elegir esa palabra en concreto? Y… ¿lo recordaba bien? ¿Lo había dicho en voz alta delante de ella?
«Pues no era en absoluto sensata. Solo encantadora».
¿Qué demonios había querido decir?
No era una mujer de encanto irresistible. Delgada y pulcra, bonita hasta cierto punto, sí. Pero nada más destacable que eso. Unos ojos bonitos y una boca risueña, tal vez incluso besable, no bastaban para obnubilar los ojos ni la mente, ni para despertar un interés primaveral. De todos modos, era octubre en aquel momento.
«Encanto», desde luego, no era una palabra que formara parte de su repertorio.
¡Ojalá que ella no lo hubiera oído! O, de haberlo hecho, ojalá que no se acordase.
Claro que se acababa de ruborizar.
Los árboles quedaron atrás, y ante él apareció la magnífica vista de los cuidadísimos setos topiarios primero y de los jardines formales con sus parterres después (coloridos incluso en esa época del año), tras los cuales se alzaba la impresionante y amplia fachada de la mansión. Y así, sin más, fue consciente, como le sucedía cada vez que iba a Middlebury Park, de que su amigo jamás podría ver nada de eso. La ceguera, en opinión de Flavian, debía de ser una de las peores aflicciones. Incluso en ese momento, conociendo a Vincent tan bien como lo conocía, sabiendo lo alegre que siempre estaba y cómo había rehecho su vida para conseguir que fuera plena, lo abrumaba el dolor al pensar en su ceguera.
Menos mal que todavía le quedaba un buen trecho antes de tener que enfrentarse a los habitantes de la casa. ¿Qué pensaría el personal de servicio del vizconde de Ponsonby si apareciera con los ojos llenos de lágrimas? La mera idea le provocaba escalofríos.
Su llegada no había pasado desapercibida, se percató unos minutos más tarde, al acercarse a la terraza que se extendía frente a la enorme puerta de doble hoja. La puerta estaba abierta, y Vincent se encontraba en el escalón superior, con su perro guía atado en corto a su lado, y la mano libre sujetando la de la vizcondesa. Los dos lo miraban sonrientes.
—Empezaba a pensar que no iba a venir nadie —dijo Vincent—. Pero aquí estás, Flave.
Eso quería decir que era el primero en llegar.
—¿Cómo has sabido que era yo? —le preguntó él, mirándolo con cariño—. Confiesa: has echado una mi-miradita.
Los vizcondes bajaron los escalones mientras Flavian desmontaba y dejaba su caballo en manos de un mozo de cuadra, que cruzaba la terraza a toda prisa desde las caballerizas. Acto seguido, abrazó con fuerza a Vincent y después se volvió para tomar la mano de la vizcondesa. Pero ella se desentendió de semejante formalidad y también lo abrazó.
—Nos moríamos de la impaciencia —dijo—. Como dos niños a la espera de un regalo. Es la primera vez que vamos a recibir visitas los dos solos. Mi suegra se quedó con nosotros hasta después del nacimiento, pero volvió a su casa en Barton Coombs la semana pasada. Estaba deseando volver, y por fin logré convencerla de que nos podíamos apañar sin ella, aunque le aseguré que la echaríamos muchísimo de menos, como así es.
—Confío en que haya recuperado la salud, señora —repuso Flavian.
Desde luego parecía estar radiante. Había dado a luz a un niño hacía un mes, un par de semanas antes de lo esperado.
—No sé por qué se habla del parto como una especie de enfermedad mortal —dijo ella, que entrelazó el brazo con el suyo y procedió a subir los escalones con él mientras Vincent, guiado por su perro, se colocaba al otro lado—. Nunca me he sentido mejor. ¡Ay, ojalá que todos lleguen pronto para no estallar por los nervios o hacer algo igual de vulgar!
—Será mejor que vengas al salón para tomarte algo, Flave —terció Vincent—, antes de que a alguno de los dos se nos meta en la cabeza que subas a la habitación infantil para adorar y venerar a nuestro hijo y heredero. Intentamos tener en cuenta que los demás tal vez no estén tan encandilados con él como nosotros.
—¿Tiene todos los dedos de las manos y de los pies? —preguntó Flavian.
—Pues sí —contestó Vincent—. Los he contado.
—¿Y todo lo demás está en su sisitio? —siguió él—. Es un tremendo alivio y me complace mucho. Y estoy se-seco.
Ver recién nacidos y hacerles carantoñas nunca había sido una de sus actividades favoritas. Pero allí estaba, tragándose de nuevo un sospechoso nudo en la garganta al darse cuenta de que Vincent no había visto a su hijo y nunca lo vería. Ojalá que los demás llegaran pronto. Vincent siempre había sido el favorito de todos ellos, aunque ninguno lo había dicho en voz alta. Además, le resultaba más fácil hacerse fuerte frente a esa lástima tan inoportuna cuando los demás estaban presentes.
¡Maldición, Vincent nunca jugaría al críquet con el niño!
No había manera, pensó, sintiéndose frágil y al borde del llanto o algo peor, solo porque estaba allí, porque estaba en casa, aunque esa palabra no tenía nada ver con el lugar, pero sí con las personas que llegarían pronto para estar con él y con Vincent. Entonces volvería a estar a salvo. Entonces volvería a estar bien, y nada podría hacerle daño. ¡Qué ideas más absurdas!
Apenas habían puesto un pie en el salón cuando, en la avenida de entrada, oyeron los cascos de los caballos y el tintineo de los arneses de un carruaje. Y no era el suyo, comprobó tras mirar por los ventanales. Tampoco era el de George ni el de Ralph. ¿Tal vez el de Hugo? ¿O el de Ben? Ben (sir Benedict Harper) acababa de mudarse a Gales, un lugar dejado de la mano de Dios, para hacerse cargo de unas minas de carbón y de las fundiciones del abuelo de su flamante esposa. Era todo muy extraño, pero no alarmante. Aunque lo más sorprendente fue que todos, salvo Vincent, habían viajado hasta allí en enero para la boda. Era posible que se hubiesen quedado allí un mes entero o incluso más. ¿Qué se podía hacer en Gales durante todo un mes? ¿Y en pleno invierno? Tenían que hacerse mirar la cabeza, todos ellos. Por supuesto, la suya nunca había funcionado muy bien desde que le dispararon en ella y luego se cayó del caballo durante una memorable batalla en la península ibérica. Memorable para otros, claro. Para él, era un gigantesco vacío, como si fuera algo que hubiese sucedido mientras dormía y se lo hubieran contado después.
—¡Oh! —exclamó lady Darleigh, que se llevó las manos al pecho—. Ha venido alguien más. Tengo que bajar. Vincent, ¿te quedas aquí y te encargas de la bebida de lord Ponsonby?
—Te acompaño, Sophie —replicó Vincent—. Flavian ya es mayorcito. Es capaz de servirse su propia copa.
—Y sin derramarla —apostilló él—. Pero ba-bajaré también si se me permite.
Otra vez esa estúpida emoción, la que lo motivaba a ser el primero en llegar a las reuniones anuales. Pronto volverían a estar juntos, los siete. Sus personas favoritas. Sus amigos. Su salvavidas. No habría sobrevivido aquellos tres años sin ellos. ¡Ah! Tal vez su cuerpo lo habría hecho, pero su cordura seguramente no. No sobreviviría a esas alturas sin ellos.
Eran su familia.
Tenía otra familia compuesta por personas que compartían su sangre y su linaje. Incluso les tenía cariño, casi sin excepción, y ellos se lo tenían a él. Pero las personas que iban a reunirse en breve, sus seis amigos (George, Hugo, Ben, Ralph, Imogen y Vincent) eran la familia de su corazón.
¡Demonios! Menuda frase: «La familia de su corazón». Bastaba para que cualquier hombre que se preciara de serlo quisiera vomitar. Menos mal que no lo había dicho en voz alta.
«Keeping», pensó mientras bajaba la escalinata para recibir al recién llegado. La luz se había hecho por un instante en su mente y allí estaba: el apellido de la mujer. La señora Keeping, viuda. Un apellido extraño, pero quizá su propio apellido, Arnott, también lo fuera. Cualquiera resultaba extraño si uno se paraba a pensarlo.
Cuando Agnes llegó a casa, se quitó el bonete y la pelliza, se atusó el pelo y se lavó las manos. El corazón se le había calmado lo suficiente como para no temer que Dora lo oyese cuando bajara la escalera para reunirse con ella en la salita.
De verdad, no era justo que estuviera más guapo y varonil a caballo que en un salón de baile. Llevaba un abrigo largo y oscuro con solo Dios sabría cuántas capas en los hombros (no se le había ocurrido contarlas) y un sombrero de copa colocado en un ángulo travieso sobre el pelo casi rubio. Casi se había ahogado al fijarse en sus botas de cuero, en esos poderosos muslos cubiertos por los ajustados pantalones de montar, en su postura militar, en su pecho ancho y en su rostro hermoso y burlón.
Cuando ya creía que estaba en casa sana y salva, le había bastado verlo para sumirse en un estupor tan ridículo que ni siquiera recordaba cómo se había comportado. ¿Lo había saludado con educación? ¿Lo había mirado boquiabierta? ¿Había temblado como una hoja en un vendaval? ¿Se había ruborizado? ¡Por el amor de Dios, cualquier cosa menos ruborizarse! ¡Qué humillante sería eso! ¡Que tenía veintiséis años! Y además era viuda.
—¡Ah! Aquí estás, querida —dijo Dora, que levantó las manos de su antiguo, pero bien cuidado y perfectamente afinado piano—. Has vuelto más tarde de lo que dijiste, pero ¿cuándo no lo haces si estás pintando? Te has perdido toda la diversión.
—No era mi intención llegar tarde —repuso ella mientras se inclinaba para besarla en la mejilla.
—Lo sé. —Dora se puso en pie e hizo sonar la campanilla que había sobre el piano para indicarle a su ama de llaves que les trajera la bandeja del té—. A mí me pasa cuando toco. Menos mal que las dos somos unas artistas distraídas; de lo contrario estaríamos discutiendo y acusándonos la una a la otra de abandono. Bueno, ¿has encontrado algo bonito que pintar?
—Narcisos entre la hierba —contestó Agnes—. Siempre son mucho más hermosos que en los parterres. ¿Qué diversión me he perdido?
—Los invitados de Middlebury Park han comenzado a llegar —respondió Dora—. Hace un rato, vi pasar a un solitario jinete. Pero se alejó antes de que pudiera llegar hasta la ventana, aunque me moví a una velocidad vertiginosa, de modo que solo le vi la espalda, pero creo que podría tratarse del apuesto vizconde de la ceja burlona que asistió al baile de octubre.
—¿El vizconde de Ponsonby? —repuso Agnes, y el corazón empezó a latirle de nuevo con fuerza, amenazando con dejarla sin aliento y hacerla jadear—. Sí, tienes toda la razón. Me he cruzado con él por la calle, y la verdad es que me ha saludado y me ha dado las buenas tardes. Sin embargo, no recordaba mi nombre. Casi he oído los engranajes de su cabeza mientras hacía memoria. Así que me ha llamado «señora».
¡Por Dios! ¿De verdad se había fijado en todo eso?
—Y hace apenas unos minutos —siguió Dora— han pasado dos carruajes. En el primero iban dos personas, una dama y un caballero. El segundo iba cargado con una prodigiosa cantidad de equipaje y en él viajaba un hombre que parecía tan altivo que debía de ser un duque o un ayuda de cámara. Sospecho lo último. He estado a punto de llamarte, pero de haberlo hecho, la señora Henry también me habría oído y se habría asomado de sopetón por una de las ventanas de la fachada, y a las tres nos habrían visto mirando boquiabiertas hacia la calle en vez de ocuparnos de nuestros asuntos, tal como deben hacer las damas bien educadas.
—Nadie nos habría prestado la menor atención —le aseguró Agnes—. Todos los demás habrían estado demasiado ocupados mirando boquiabiertos.
Ambas se echaron a reír y se sentaron cada una al lado de la chimenea, mientras la señora Henry les llevaba la bandeja del té y les informaba de que los invitados habían comenzado a llegar a Middlebury Park, aunque suponía que la señorita Debbins había estado demasiado absorta en su música como para darse cuenta.
Agnes y Dora se miraron con sorna cuando la mujer se fue, y después se pusieron en pie para ver quién se acercaba por la calle del pueblo en esa ocasión. Se trataba de un caballero joven que conducía él mismo un tílburi muy elegante, con un joven lacayo tras él. El recién llegado también era delgado y apuesto, aunque tenía una horrible cicatriz que le cruzaba la mejilla y que era visible desde la ventana, ya que el sombrero no lograba cubrirla. Le confería un aire feroz, como el de un pirata.
—No me gusta lo que estoy haciendo —dijo Dora—. Pero es entretenidísimo.
—Pues sí —convino Agnes. Aunque deseó que no estuviera sucediendo. No había deseado verlo de nuevo. ¡Ah, sí! Por supuesto que lo había deseado. No, no lo había hecho. ¡Ay! Detestaba ese…, ese desconcierto juvenil por un hombre que apenas había reparado en ella cinco meses antes y que había olvidado su nombre en el tiempo transcurrido.
Sophia le había hablado del Club de los Supervivientes y de las reuniones anuales que tenían lugar en Cornualles, y también le había explicado que los habían convencido a todos para que ese año se vieran en Middlebury Park dado que su marido, el muy tonto (en palabras de Sophia), se había negado a apartarse de su lado justo después de haber dado a luz. El club lo formaban siete personas, incluido el vizconde de Darleigh: seis hombres y una mujer. Tres de los caballeros estaban casados, y dichos matrimonios se habían celebrado a lo largo del último año. Pasarían tres semanas en Middlebury Park. Todo el vecindario vibraba de emoción, aunque iba a ser una reunión privada en su mayor parte. Todos y cada uno de los integrantes del Club de los Supervivientes poseía un título nobiliario: el menos ilustre era un baronet; el de mayor rango era un duque.
Agnes había decidido mantenerse bien lejos de ellos. No debería ser difícil, pensaba, aunque iba a menudo a la mansión para ver a Sophia, sobre todo durante los últimos meses antes de que naciera Thomas, cuando a su amiga le resultaba cada vez más difícil ir a verla, y durante el mes después de su nacimiento. Dejaría de ir mientras hubiera invitados. Habría dejado de ir aunque él no fuera uno de los supervivientes, porque Sophia estaría ocupada entreteniéndolos a todos. Y aunque acostumbraba a pintar en la propiedad, por invitación expresa tanto de Sophia como de lord Darleigh, evitaría las zonas por donde era más probable que pasearan los invitados, y tendría mucho cuidado de que no la vieran ir y venir.
Ese día había tenido cuidado…, hasta que perdió la noción del tiempo. Era improbable que los invitados llegaran antes de media tarde, le había dicho Sophia. Agnes se había ido, por lo tanto, a pintar los narcisos por la mañana. No podía esperar tres semanas enteras, ya que los narcisos no esperarían. Volvería a casa poco después del mediodía, mucho antes de la hora a la que se esperaba que llegasen los invitados, le había dicho a Dora antes de irse. Pero luego se puso a pintar y se le fue el santo al cielo.
Pese a todo, tuvo mucho cuidado mientras regresaba caminando a casa. Había estado pintando bastante alejada del lago y de la arboleda, cerca del cenador, ni siquiera había estado a la vista de la mansión. La propiedad de Middlebury Park era enorme, al fin y al cabo. No volvió rodeando el lago ni cruzó por la parte inferior del prado para llegar a la avenida de entrada. De esa manera, habrían podido verla desde la mansión durante unos minutos, y también habría estado expuesta durante gran parte del camino. Lo que hizo fue internarse en la espesa arboleda que se extendía hasta la linde meridional de la propiedad y caminó entre los vetustos troncos, disfrutando de la soledad teñida de verde y del maravilloso olor de la vegetación. Salió por el extremo más alejado de la avenida de entrada, a unos metros de la verja que estaba abierta de par en par, como era habitual durante el día. Después siguió por la calle principal del pueblo hacia su casa. No había nadie a la vista salvo la señora Jones, que estaba delante de la puerta de la vicaría, chismorreando con la señora Lewis, la esposa del boticario. Y el señor Henchley, al que vio en el otro extremo de la calle barriendo el serrín del suelo de la carnicería para que otro se ocupara de él. Ella agachó la cabeza y echó a andar hacia su casa a paso ligero.
Se creyó a salvo hasta que oyó los cascos de un caballo que se acercaba. No levantó la cabeza. Al fin y al cabo, no era extraño ver caballos en el pueblo. Pero no le quedó más remedio que mirar a medida que se acercaba. Sería de muy mala educación no saludar a un vecino. De modo que alzó la cabeza y miró de frente a los somnolientos ojos verdes del invitado al que más quería evitar. Desde luego que no tenía motivos para evitar a ninguno de los demás, ya que todos eran desconocidos para ella.
¡Qué mala suerte la suya!
Se odió con renovadas fuerzas al mirarlo. Se había olvidado del ridículo enamoramiento pocas semanas después de la celebración del dichoso baile. No le había sucedido nada parecido antes, y se aseguraría de que jamás volviera a sucederle. Después Sophia le dijo que el Club de los Supervivientes se reuniría allí, y ella se convenció de que si lo veía (ya intentaría ella que no pasara), sería capaz de mirarlo con indiferencia y considerarlo solo uno de los aristócratas amigos de lord Darleigh a quien conocía de forma superficial.
Era imposible que fuera tan guapo. Además de muchas otras cosas que preferiría no describir con palabras, ni pensar en ellas, si las malditas se pudieran contener.
Que no era el caso.
Toda la tontería del otoño anterior regresó de golpe, como si no tuviera ni un ápice de sentido común ni cerebro.
—Agnes —dijo Dora mientras regresaban a los asientos que habían ocupado, sacándola de sus pensamientos—, me pregunto si nos invitarán algún día a la mansión. Supongo que no, pero tú eres la mejor amiga de la vizcondesa, y yo soy su profesora de música y también la de lord Darleigh. De hecho, la semana pasada el vizconde me comentó que, dado que sus amigos se limitarán a ridiculizar sus esfuerzos por tocar el arpa, lo mejor sería que yo tocara para ellos, tal como debe hacerse, y así no se reirán de él. Pero lo dijo entre carcajadas. Imagino que sus amigos se burlan mucho de él, y eso significa que lo quieren, ¿verdad? Deben de ser muy buenos amigos. No creo que lord Darleigh me invite a tocar, ¿verdad?
Agnes se desentendió de sus tontas palpitaciones y se concentró en su hermana, que parecía ansiosa. Dora tenía doce años más que ella y nunca se había casado. Vivió en Lancashire hasta que su padre se casó de nuevo, un año antes de que ella misma lo hiciera. Después comunicó su intención de responder a un anuncio en el que se buscaba un profesor de música residente para el pueblo de Inglebrook, en Gloucestershire. La aceptaron para el puesto y se mudó al pueblo, donde prosperó en cierta medida. Allí era querida y respetada, y se reconocía su talento. Siempre tenía más trabajo del que podía aceptar.
Aunque ¿era feliz? Tenía muchos conocidos en el pueblo, pero no amigos íntimos. Y ningún pretendiente. Agnes y ella habían estrechado mucho su relación desde que vivían juntas, tal como había sido en casa de su padre. Pero, a todos los efectos, pertenecían a generaciones distintas. Dora estaba contenta, o eso creía Agnes, pero no sabía si era feliz.
—Tal vez sí te inviten a tocar —contestó—. A todos los anfitriones les gusta entretener a sus invitados, y ¿qué mejor manera que hacerlo con una velada musical? Además, lord Darleigh es ciego, por lo que aprecia la música más que cualquier otra forma de entretenimiento. A menos que entre los invitados haya talento musical, tendría todo el sentido del mundo que te invitara a tocar para ellos. No conozco a otra persona con más talento que tú, Dora.
Quizá no fuera muy sensato dar alas a las esperanzas de su hermana, pero qué insensible había sido por su parte no darse cuenta, hasta ese momento, de que Dora también tenía sentimientos y nerviosismo por la llegada de los invitados y que soñaba con tocar para una audiencia refinada.
—Di la verdad, querida —repuso su hermana con un brillo travieso en los ojos—. No conoces a demasiadas personas, ni con talento ni sin él.
—Tienes razón —admitió—. Pero si conociera a todos los integrantes de la alta sociedad y los hubiera oído desplegar su talento en un sinfín de veladas musicales, habría descubierto que nadie está a tu altura.
—Lo que más me gusta de ti, querida Agnes —dijo su hermana—, es tu absoluta falta de parcialidad.
Las dos se echaron a reír y se pusieron en pie de un salto para ver que un carruaje con un blasón ducal en la portezuela pasaba por la calle. En el interior había un caballero de más edad y muy distinguido, y una dama.
—Lo único que necesito para ser totalmente feliz —añadió Dora— es un telescopio pequeñito.
Se rieron de nuevo.