A la edad de veintiséis años, Agnes Keeping nunca se había enamorado ni esperaba enamorarse…; ni siquiera deseaba hacerlo. Prefería tener el control de sus propias emociones y de su propia vida, como era el caso.
A la edad de dieciocho años decidió casarse con William Keeping, un caballero vecino de modales sobrios, costumbres fijas y modesta fortuna, después de que él hablara con su padre a fin de pedirle su mano de forma correctísima para, acto seguido, proponerle matrimonio a ella con suma cortesía en presencia de la segunda esposa de su padre. Agnes sentía afecto por su marido y también se sintió cómoda con él durante casi cinco años, hasta que murió de uno de sus frecuentes resfriados invernales. Pasó el año de luto sumida en una especie de vacío desolado y lo prolongó un poco más de lo esperado. Todavía lo echaba de menos con tristeza.
Sin embargo, no se enamoró de él, ni él de ella. La mera idea parecía absurda, sugería una especie de pasión salvaje y desenfrenada.
Sonrió al mirarse en el espejo mientras se imaginaba al pobre William preso de una pasión desenfrenada, romántica o de otra índole. Pero después se concentró en sí misma pensó que sería mejor que admirase su esplendor en ese momento, porque una vez que llegara al baile, se haría evidente de inmediato que su aspecto distaba mucho de ser magnífico.
Llevaba su vestido de noche de seda verde, que le encantaba aunque no era nuevo ni mucho menos —de hecho, lo encargó mientras William estaba vivo) y no estuvo de moda ni siquiera recién confeccionado. Era de talle alto; con escote bajo, aunque recatado; mangas cortas de farol, y un festón plateado en el borde de las mangas y en el bajo. No estaba desgastado pese a sus años. Al fin y al cabo, no se usaba el mejor vestido de noche, a menos que la persona en cuestión se moviera en círculos sociales elevado. Algo que no hacía Agnes, que llevaba varios meses viviendo junto con su hermana mayor, Dora, en una modesta casita en Inglebrook, un pueblecito de Gloucestershire.
Agnes nunca había asistido a una fiesta. Había estado en los bailes que se organizaban en el salón de reuniones del pueblo, y se podría decir que una fiesta en una mansión era lo mismo pero con otro nombre. No obstante, lo cierto era que había una diferencia abismal. Los bailes que se organizaban en los pueblos se solían celebrar en los salones que había en la planta superior de una posada. Las fiestas eran entretenimientos privados organizados por personas lo bastante ricas y socialmente importantes como para vivir en una casa con un salón de baile. Dichas personas y casas no abundaban en la campiña inglesa.
Sin embargo, había una cerca.
Middlebury Park, a solo kilómetro y medio de Inglebrook, era una mansión señorial que pertenecía al vizconde de Darleigh, esposo de Sophia, la nueva y querida amiga de Agnes. En el ala este de la mansión y separada del imponente edificio central, se encontraban las estancias públicas, que eran magníficas, o eso le pareció a Agnes cuando Sophia se las enseñó una tarde, poco después de conocerse. Entre dichas estancias se incluía un espacioso salón de baile.
El vizconde había heredado el título después de que su tío y su primo murieran de forma repentina y violenta, y cuatro años más tarde, Middlebury Park volvía a ser el centro social del vecindario. Lord Darleigh se había quedado ciego a la edad de diecisiete año, mientras era oficial de artillería en las Guerras Napoleónicas, y dos años antes de que heredase el título, la propiedad y la fortuna. Había llevado una vida recluida en Middlebury Park hasta que conoció a Sophia en Londres y se casó con ella a finales de la primavera de ese mismo año, justo antes de que Agnes se mudara con su hermana. El matrimonio, y tal vez la madurez, habían infundido al vizconde una confianza que le había faltado antes, y la propia Sophia se había propuesto la tarea de ayudarlo mientras se labraba una nueva vida como dueña y señora de una gran casa solariega.
De ahí la fiesta.
Los vizcondes querían recuperar la antigua tradición de celebrar el baile de la cosecha, que siempre había tenido lugar a primeros de octubre. Sin embargo, en el pueblo era considerado más bien un banquete de bodas, ya que el vizconde y su esposa se habían casado en Londres en la intimidad, apenas una semana después de conocerse, y no había habido una celebración pública de la unión. Ni siquiera habían asistido sus respectivas familias. Sophia prometió, al poco tiempo de llegar a Middlebury Park, que se celebraría un banquete muy pronto, y el baile de la cosecha cumpliría ese cometido, aunque Sophia ya estaba embarazada; un hecho que no se podía ocultar del todo pese a la moda del talle imperio y las faldas amplias. Todos en la zona lo sabían, aunque no se hubiera anunciado oficialmente.
Recibir una invitación no era un honor exclusivo, ya que habían invitado a casi todos los habitantes del pueblo y de las propiedades aledañas. Además, Dora tenía una relación bastante estrecha con los vizcondes, ya que les impartía a ambos lecciones de piano, y también de violín y de arpa a lord Darleigh. Agnes era amiga de Sophia desde que ambas descubrieron la pasión compartida por el arte; Agnes era acuarelista, mientras que Sophia era una habilidosa caricaturista e ilustradora de cuentos infantiles.
Sin embargo, habría invitados al baile de la cosecha mucho más ilustres que los lugareños. Las hermanas de lord Darleigh y sus maridos iban a asistir, así como el vizconde de Ponsonby, uno de los amigos del vizcondede Darleigh. Sophia le había explicado que ambos pertenecían a un grupo de siete personas que habían pasado varios años en Cornualles, mientras se recuperaban de sus heridas de guerra. Casi todos eran oficiales del ejército. Se llamaban a sí mismos el Club de los Supervivientes y acostumbraban a pasar varias semanas al año.
Algunos miembros de la familia de Sophia también asistirían: su tío, sir Terrence Fry, que era diplomático de carrera, y otro tío con su esposa, sir Clarence y lady March, acompañados de su hija.
Todo parecía muy imponente y hacía que Agnes esperase el momento con expectación. Nunca se había tenido por una persona que ansiara brillar socialmente, de la misma manera que no se veía capaz de enamorarse. Pero esperaba con ansia la fiesta, tal vez porque Sophia también lo hacía, y ella le había tomado mucho cariño a su joven amiga. Deseaba de todo corazón que el baile fuera todo un éxito por el bien de Sophia.
Se miró con ojo crítico el pelo, que ella misma se había peinado. Había conseguido darle algo de volumen a los rizos y se había dejado unos mechones sueltos para que le cayeran por el cuello y las orejas. De ninguna manera se podía decir que fuera un estilo recargado. Su pelo no tenía nada de especial, era de un castaño medio de lo más normal, aunque sí tenía un brillo saludable. Tampoco tenía nada de especial la cara que había bajo el pelo, pensó, mientras miraba su reflejo con una sonrisa pesarosa. No era fea, cierto. No podía decirse que careciera de atractivo. Pero no era una belleza despampanante. Y, ¡por el amor de Dios!, ¿alguna vez había querido serlo? Todo eso de asistir a una fiesta con aristócratas empezaba a subírsele a la cabeza y a volverla tonta.
Dora y ella llegaron pronto, como la mayoría de los invitados que no se alojaban en la mansión. Llegar tarde era lo que estaba de moda entre la alta sociedad durante la temporada en Londres, le explicó Dora cuando se pusieron en marcha diez minutos antes de la hora prevista para llegar temprano. O eso tenía entendido. Pero en el campo, la gente tenía mejores modales. así que llegaron temprano.
Agnes se sentía sin aliento cuando por fin atravesaron la puerta del salón de baile. Las estancias públicas parecían algo distintas y mucho más ostentosas con los arreglos florales y las cestas colgantes por todas partes, y con las velas encendidas en los candelabros.
Sophia estaba de pie al otro lado de la puerta de doble hoja, recibiendo a los invitados con lord Darleigh a su lado, y Agnes se relajó al instante y sonrió con calidez. Aunque no esperaba enamorarse, no podía negar la existencia de dicho estado y que debía de ser maravilloso experimentar algo así. El amor romántico que se profesaban lord y lady Darleigh era evidente, aunque nunca demostraran sus sentimientos en público.
Sophia estaba guapísima con un vestido turquesa que combinaba de maravilla con su pelo cobrizo. Un pelo que, el día de su boda, llevaba tan corto como un muchacho. Se lo estaba dejando crecer desde entonces. Todavía no lo tenía demasiado largo, pero su doncella se lo había arreglado de forma muy ingeniosa para que pareciera elegante y, por primera vez, Agnes pensó que su amiga era muy bonita con ese aire de duendecillo. Sophia las miró a ambas con una sonrisa y las abrazó, y aunque lord Darleigh era ciego, parecía que las miraba con esos ojos tan azules mientras les sonreía y les estrechaba la mano.
—Señora Keeping. Señorita Debbins —las saludó—. ¡Qué amables son al venir para que nuestra velada sea perfecta!
Como si sus invitados fueran los que le estaban haciendo un favor. Estaba muy atractivo y elegante vestido de blanco y negro.
No fue difícil distinguir a los foráneos en el salón de baile. Un resultado de vivir en el campo, aunque solo llevara allí unos pocos meses, era que siempre se veía a las mismas personas. Y los foráneos habían traído consigo la última moda y habían eclipsado el mejor vestido de Agnes, tal como esperaba que sucediese. Aunque también eclipsaban a todos los demás.
La señora Hunt, la madre del vizconde, tuvo la amabilidad de encargarse de las presentaciones. Llevó a Dora y a Agnes a conocer primero a sir Clarence, a lady March y a la señorita March, que tenían un aspecto elegantísimo, aunque las plumas del tocado de lady March eran tan altas que resultaban desconcertantes. Los tres las saludaron con rígida condescendencia (las plumas también), y Agnes les hizo una reverencia imitando a Dora. Después les presentó a sir Terrence Fry y al señor Sebastian Maycock, su hijastro, que iban vestidos con elegancia pero sin ostentación. El primero les hizo una educada reverencia y comentó que el pueblo era muy bonito. El segundo, un joven alto, apuesto y agradable, las miró con una sonrisa deslumbrante y aseguró estar encantado. Acto seguido, dijo que esperaba poder bailar con ellas durante la velada, aunque no reservó ningún baile en particular.
Un hombre simpático, decidió Agnes, pero más enamorado de su propio encanto que de los encantos de los demás. La verdad, no debería emitir juicios tan rápidos y severos cuando apenas tenía argumentos.
A continuación, la señora Hunt les presentó al vizconde de Ponsonby, cuyo inmaculado y elegante aspecto (iba de negro absoluto salvo por la nívea camisa, la corbata de complicado nudo y el chaleco plateado) eclipsaba al resto de caballeros, salvo al vizconde de Darleigh. Era alto y de porte atlético, un dios rubio hecho hombre, aunque no tenía el pelo de ese rubio platino ni de ese rubio pajizo que, en opinión de Agnes, no acababa de sentar bien a los hombres. Sus facciones eran clásicas y perfectas, con unos ojos de un intenso color verde. Detectó cierto hastío en ellos, y también un rictus burlón en los labios. En una mano de largos dedos sostenía un monóculo con mango de plata.
Agnes sintió con irritación lo anodina que ella era. Y aunque él no se llevó el monóculo al ojo cuando la señora Hunt hizo las presentaciones (tenía la impresión de que el vizconde era demasiado educado como para hacer algo semejante), Agnes sintió, de todas formas, que la había inspeccionado de pies a cabeza y no le había despertado ningún interés. Pese a ello, les hizo una reverencia, les preguntó cómo se encontraban e incluso escuchó con atención sus poco originales respuestas.
Era la clase de hombre que siempre la incomodaba, aunque ciertamente no había conocido a muchos de ellos. Porque esos hombres tan guapos y atractivos la hacían sentirse insulsa y aburrida, así que siempre terminaba despreciándosea sí misma. ¿Qué impresión quería darle a ese tipo de hombres? ¿Que era una cabeza de chorlito que solo sabía pestañear? ¿O quizá quería que la vieran como una mujer sofisticada e ingeniosa? ¡Menuda tontería!
Se alejó de él todo lo deprisa que pudo para sentirse de nuevo ella misma mientras hablaba con el señor y la señora Latchley, y se compadecía del primero, que había caído del tejado de su granero la semana anterior y se había roto una pierna. El hombre se deshizo en alabanzas hacia los vizcondes de Darleigh, que lo habían visitado en persona y habían insistido en enviarles su propio carruaje para que su esposa y él asistieran al baile. Incluso los habían invitado a pasar la noche en la mansión y regresar a casa al día siguiente en el mismo carruaje que los había llevado hasta allí.
Agnes miró con placer a su alrededor mientras conversaban. Habían pulido el suelo de madera hasta dejarlo reluciente y por todas partes había grandes macetas con flores de colores otoñales. Tres grandes arañas, con todas las velas encendidas, colgaban del techo, que estaba adornado con frescos de escenas mitológicas. La luz arrancaba destellos al friso dorado que adornaba la parte superior de los paneles de madera de las paredes y se reflejaba en los numerosos espejos alargados que había en la estancia y que hacían que la hacían parecer mucho más amplia y repleta de flores e invitados. Los miembros de la orquesta (sí, había una orquesta de ocho instrumentos que había llegado desde Gloucester) se encontraban en un estrado levantado en un extremo del salón afinando sus instrumentos.
Al parecer, ya habían llegado todos los invitados. Lord Darleigh y Sophia abandonaron su lugar junto a la puerta, y sir Terrence Fry se acercó a ellos con la clara intención de sacar a su sobrina a la pista de baile para la primera contradanza. Agnes sonrió. También fue divertido ver que los March se acercaban al vizconde de Ponsonby. Era evidente que pretendían que él fuera la pareja de baile de la señorita March para la primera pieza. Claro que fue aún más divertido verlo alejarse de ellos con tranquilidad y disimulo. Saltaba a la vista que era un caballero acostumbrado a evitar situaciones no deseadas. ¡Tendría que contárselo a Sophia la próxima vez que se vieran después de la fiesta! A su amiga se le daba de maravilla hacer caricaturas.
Agnes estaba tan ocupada observando la expresión de disgusto en los rostros de los March que, no se dio cuenta de que el vizconde de Ponsonby se dirigía al sofá sobre el que descansaba la pierna entablillada del señor Latchley. Sin embargo, en vez de acercarse para mostrar su simpatía por el herido, o al menos saludarlo, se detuvo y le hizo una reverencia a ella.
—Señora Keeping —dijo con voz lánguida, incluso un poco hastiada—, creo que se es-espera de uno que baile en este tipo de reuniones. Al menos, eso es lo que mi amigo Darleigh me dijo esta tarde. Y aunque está bastante ci-ciego y cabría suponer que no vería si yo bailo o no, lo conozco lo bastante co-como para estar seguro de que él lo vería aunque nadie se lo dijera. A veces me pregunto qué sentido tiene contar con un amigo ciego si no se lo puede engañar en estos asuntos.
¡Ay! Padecía un leve tartamudeo… Sin duda su único defecto. Había entornado ligeramente los párpados mientras hablaba, algo que le daba un aspecto un tanto somnoliento, aunque sus ojos no lo parecían en absoluto.
Agnes se rio. No sabía qué otra cosa hacer. ¿La estaba invitando a bailar? Era imposible, ¿verdad?
—En fin —siguió él, que levantó el monóculo, aunque no se lo acabó de llevar al ojo. Tenía las uñas muy bien cuidadas, se fijó ella, aunque sus manos seguían siendo muy masculinas—. Por supuesto. Ya veo que me entiende. Pe-pero hay que bailar. ¿Me concede el honor, señora, de brincar conmigo por la pista de baile?
Sí que la estaba invitando a bailar, y para la primera pieza además. Había esperado de todo corazón que alguien se lo pidiera. Al fin y al cabo, solo tenía veintiséis años y no era una anciana. Pero… ¿el vizconde de Ponsonby? Estuvo tentada de salir corriendo hacia la puerta y no detenerse hasta llegar a casa.
No entendía qué le estaba pasando.
—Gracias, milord —contestó con su habitual voz serena, comprobó con alivio—. Aunque yo intentaré bailar con cierta elegancia.
—No esperaría menos de usted —repuso él—. Pero yo brincaré —le aseguró, mientras le ofrecía la muñeca para que le pusiera la mano encima. Ella consiguió mantenerla firme mientras la conducía junto al resto de bailarines. Cuando ella ocupó su lugar en la fila de las damas, el vizconde le hizo una reverencia, tras la cual se reunió con los caballeros en el lado opuesto.
«¡Válgame Dios!», pensó ella, y por un instante, no fue capaz de pensar en otra cosa. Pero el sentido del humor, que siempre estaba dispuesta a usar en su contra, acudió en su auxilio, y sonrió. ¡Qué bien se lo pasaría al día siguiente con el recuerdo de esa media hora! El mayor triunfo de su vida. Viviría del recuerdo una semana. ¡Dos semanas! Casi se le escapó una carcajada.
En frente de ella, el vizconde de Ponsonby, que hizo caso omiso de toda la bulliciosa actividad que los rodeaba, enarcó una ceja con gesto cínico mientras le devolvía la mirada. ¡Ay, por favor! Se estaría preguntando por qué sonreía con tanta alegría. Seguro que pensaba que estaba encantada de bailar con él…, algo cierto, por supuesto, aunque sería vulgar esbozar una sonrisa triunfal por ese motivo.
La orquesta tocó una nota, y la música empezó a sonar.
Como era de esperar, el vizconde había exagerado su falta de competencia como bailarín. Ejecutó los pasos y los cruces con una elegancia innata, pero sin sacrificar en ningún momento su masculinidad. Atrajo una buena cantidad de miradas: de envidia por parte de los hombres; de admiración por parte de las mujeres. Aunque los intrincados pasos del baile no dejaban lugar a mucha conversación, se mantuvo concentrado en Agnes, de modo que le dio la sensación de que estaba bailando con ella y no solo por la necesidad de cumplir con las reglas de etiqueta.
En eso consistía ser un verdadero caballero, se dijo cuando terminó la contradanza y el vizconde la acompañó junto a Dora y les hizo una educada reverencia a ambas antes de alejarse. La atención que le había prestado no tenía nada de especial. Sin embargo, ella se quedó con la sorprendente convicción de que nunca había disfrutado una noche ni la mitad de lo que había disfrutado esta.
¿«Había» disfrutado? ¡Como si ya hubiera llegado a su fin!
—Me complace muchísimo que alguien haya tenido el buen gusto de bailar contigo, Agnes —dijo Dora—. Es un caballero guapísimo, ¿no te parece? Aunque debo confesar que desconfío de esa ceja izquierda suya. Cuando la levanta, le da un aire decididamente burlón.
—Pues sí —convino ella, que se refrescó las mejillas con el abanico mientras las dos se echaban a reír.
Aunque no se había sentido objeto de burla, ya fuera por la ceja o por su persona. Más bien se sentía ufana y encantada. Y sabía, sin lugar a dudas, que soñaría con ese baile, con la contradanza y con su pareja durante días, tal vez incluso semanas. Puede que años. Le encantaría volver a casa en ese momento, aunque era imposible marcharse tan pronto. ¡Por Dios, todo le parecería anticlimático a partir de ese momento!
Sin embargo, no fue así.
Todos habían dejado de lado las preocupaciones diarias para poder disfrutar del opulento esplendor del baile de la cosecha en Middlebury Park. Y todos habían asistido para celebrar el feliz y fructífero matrimonio del joven vizconde al que tanto habían compadecido cuando, tres años y medio antes, llegó ciego y solo, asfixiado por los cuidados y la sobreprotección de su madre, de su abuela y de sus hermanas. Todos habían asistido para celebrar su boda con esa jovencita menuda con aspecto de duendecillo que se había ganado sus corazones por completo con su encanto y con su inagotable energía durante los siete meses que llevaba allí.
¿Cómo no iba a disfrutar ella y celebrarlo con los demás? De hecho, lo hizo. Bailó todas las piezas y se alegró al ver que Dora también bailaba varias veces. El señor Pendleton, uno de los cuñados del vizconde, la acompañó al comedor para cenar; era un caballero amable que conversó con ella durante gran parte de la cena mientras que la señora Pearl, la abuela materna del vizconde, lo hacía desde el otro lado.
Hubo brindis, discursos y tarta nupcial. De hecho, fue como un verdadero y opíparo banquete de boda.
¡Ah, no! No hubo nada anticlimático en la fiesta después de la primera pieza. El baile se retomaría después de la cena con un vals. Era el primero de la noche y, seguramente, también sería el último, y generaba mucho interés entre los invitados, porque aunque se bailaba en Londres y en otras ciudades importantes desde hacía años, todavía se consideraba un poco descarado en el campo y rara vez se bailaba en los salones de reunión locales. Agnes conocía los pasos. Los había practicado con Dora, que enseñaba a bailar a algunos de sus alumnos, entre los que se encontraba Sophia. Su hermana le había dicho que estaba planeando que la vizcondesa bailara el vals con su tío.
Sin embargo, no era con su tío con quien Sophia tenía intención de bailar el vals, comprobó Agnes al volver la cabeza para descubrir a qué se debía el aumento de los murmullos entremezclados con risas. Alguien empezó a aplaudir despacio, y los demás se unieron poco a poco.
—Baila con ella —dijo alguien. Se trataba del señor Harrison, un buen amigo de lord Darleigh.
Sophia estaba en la pista de baile, según vio, con un brazo extendido y la mano del vizconde de Darleigh en la suya. Tenía una expresión risueña y estaba ruborizada. ¡Intentaba convencer a su marido de que bailase con ella! A esas alturas, la mitad de los invitados aplaudía con ganas. Agnes se sumó a ellos.
Todos repetían lo que había dicho el señor Harrison, convirtiendo las palabras en un cántico.
—¡Baila con ella! ¡Baila con ella!
El vizconde se adentró unos pasos en la pista de baile vacía con su esposa.
—Si me pongo en ridículo —dijo mientras los aplausos y los cánticos cesaban—, ¿seríais tan amables de fingir que no os habéis dado cuenta?
Hubo risas generalizadas.
La orquesta no esperó a que nadie más saliera a la pista de baile.
Agnes se llevó las manos al pecho y observó la escena junto a todos los demás, deseando de todo corazón que el vizconde no se pusiera en ridículo. Al principio, bailó el vals con torpeza, aunque también con expresión risueña y un gozo tan evidente que se descubrió parpadeando para contener las lágrimas. Y después, de alguna manera, encontró el ritmo, y Sophia lo miró con una adoración tan deslumbrante que no hubo manera de contener la solitaria lágrima que se le escapó pese a todos sus intentos por contenerla. Se la enjugó con la punta de un dedo y echó una miradita a su alrededor para asegurarse de que nadie se había dado cuenta. Nadie la había visto, pero ella sí se dio cuenta de que varias personas tenían los ojos demasiado brillantes.
Al cabo de unos minutos, se produjo una pausa en la música, y otras parejas se unieron a los vizcondes en la pista de baile. Ella suspiró de satisfacción y tal vez con cierto anhelo. ¡Qué bonito sería si…!
Se volvió hacia Dora, que estaba a su lado.
—Le has enseñado bien a Sophia —dijo.
Sin embargo, su hermana había clavado la vista en un punto situado a su espalda.
—Creo que un caballero con el que ya has bailado esta noche está a punto de invitarte a bailar de nuevo —susurró—. Después de esto, no habrá quien te aguante en una semana.
Agnes no tuvo la oportunidad de replicar ni de volver la cabeza para ver a quién miraba Dora.
—Señora Keeping —dijo el vizconde Ponsonby con voz un tanto lánguida—, dí-dígame que no tengo rival al que enfrentarme para bailar con usted esta pieza. Me quedaría desolado. Si tengo que bailar el vals, de-debo hacerlo con una pareja sensata.
Agnes cerró el abanico y se volvió hacia él.
—¿De verdad, milord? —preguntó—. ¿Y qué le hace pensar que yo lo soy? —¿Acababa de dedicarle un cumplido? ¿Que era sensata?
Él echó la cabeza hacia atrás un par de centímetros y le recorrió la cara con la mirada.
—Tiene ci-cierto brillo en los ojos y cierto rictus en los labios —contestó— que la delatan como alguien que observa la vida además de vivirla. Alguien que la observa con cierta sorna de vez en cuando, si no me equivoco.
¡Por el amor de Dios! Lo miró con cierta sorpresa. Ojalá nadie más se hubiera percatado de eso. Ni siquiera estaba segura de que fuera cierto.
—Pero ¿por qué desea una pareja sensata para bailar el vals más que para cualquier otro baile? —quiso saber.
Lo sensato sería aceptar sin más dilación, dado que no se le ocurría nada más maravilloso que bailar un vals en una fiesta de verdad. Sin duda la música comenzaría a sonar de nuevo en cualquier momento, aunque parecía que la orquesta estaba esperando a que más parejas salieran a la pista de baile. Y ella tenía la oportunidad de bailar el vals con el vizconde de Ponsonby.
—El vals se baila cara a cara con la pa-pareja hasta el final —contestó él—. Lo menos que se pu-puede esperar es que la conversación sea interesante.
—¡Ah! —exclamó—. En ese caso, hablar del tiempo queda descartado, ¿no?
—Al igual que de la salud propia y la de los conocidos hasta la tercera o la cu-cuarta generación —añadió él—. ¿Ba-bailará el vals conmigo?
—Me da muchísimo miedo —respondió—, porque me ha dejado sin saber qué decir. ¿Queda algún tema del que pueda hablar con sensatez o, mejor dicho, del que pueda hablar sin más?
Él le ofreció el brazo sin mediar palabra, y ella le colocó la mano en la muñeca con la sensación de que iban a fallarle las rodillas porque él la miró con una sonrisa…, una sonrisa lánguida, con los párpados entornados, que parecía sugerir una intimidad que desentonaba mucho con el ambiente público en el que se encontraban.
Agnes sospechaba que estaba en manos de un experto seductor.
—Ver a Vincent bailar el vals —dijo él mientras ocupaban sus puestos el uno frente al otro— ha bastado pa-para echarse a llorar. ¿No está de acuerdo, señora Keeping?
«¡Ay, por Dios!», pensó. ¿Habría visto esa lágrima?
—¿Porque ha bailado con torpeza? —repuso mientras enarcaba las cejas.
—Porque está en-en-enamorado —replicó él, atascándose con la última palabra.
—¿No aprueba el amor romántico, milord?
—En otros es de lo más conmovedor —contestó—. Pero tal vez debamos hablar del tiempo después de todo.
Sin embargo, no lo hicieron, porque en ese momento se oyó un decidido acorde, y él le colocó una mano detrás de la cintura mientras ella le colocaba la suya en un hombro. El vizconde le tomó la otra mano y la guio de inmediato para trazar un rápido giro que le robó el aliento y, al mismo tiempo, le dejó claro que no solo se encontraba en manos de un experto seductor, sino también en las de un consumado bailarín. Habría dado igual que no conociera los pasos, estaba segura. Porque habría sido casi imposible no seguirlo.
Los colores y la luz conformaron un remolino a su alrededor. La música la envolvió, al igual que los sonidos de las voces y de las risas. La miríada de aromas de las flores, de las velas y de las colonias. El vértigo de los giros de los que ella misma formaba parte y que, a su vez, se apoderaban de ella por completo.
Y el hombre que la hacía girar por la pista de baile y que no hizo el menor intento de mantener una conversación, sensata o de cualquier otro tipo, aunque la sujetaba a la distancia correcta de su cuerpo y la miraba con esos ojos somnolientos, pero penetrantes, mientras ella le devolvía la mirada sin pensar siquiera en que, tal vez, debería apartarla o bajarla con recato… o buscar algo que decir.
Poseía una belleza tan gloriosa y un atractivo tan abrumador que era incapaz de erigir un muro defensivo contra su encanto. Su cara transmitía carácter, y también cinismo, intensidad y tanto misterio que, sin duda, una vida entera no bastaría para conocerlo por completo. Transmitía fuerza, y también crueldad, ingenio, encanto y dolor.
Sin embargo, percibía todo eso de forma inconsciente y sin hablar. Estaba sumida en un momento tan intenso que le pareció una eternidad, o un abrir y cerrar de ojos.
No hubo más pausas en la música. Cuando terminó, también se terminó la pieza. El brillo burlón reapareció en los ojos del vizconde, al igual que el rictus guasón de sus labios.
—Ya veo que no es en absoluto se-sensata —dijo él—. Solo encantadora.
¿Encantadora?
La llevó de nuevo junto a Dora, hizo una elegante reverencia y se alejó sin mediar palabra.
Y Agnes se enamoró.
En cuerpo y alma, por completo, de los pies a la cabeza.
De un seductor cínico, experimentado y tal vez peligroso.
De un hombre al que no volvería a ver después de esa noche.
Aunque era mejor así.
¡Ah, sí! Sin duda era mejor así.