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Psique

Eros Ambrosia cree que soy guapa.

Borro de inmediato ese pensamiento absurdo y temerario de mi cabeza.

—Voy a fingir que estás de coña.

Aunque es de sentido común. No hay nada más peligroso en Olimpo que ser una chica guapa que consigue cabrear a Afrodita lo suficiente como para que te mande a su hijo.

«Sobre todo una chica guapa que pueda entrometerse en sus planes de elegir quién será la siguiente Hera.»

—En realidad no.

No sé si Eros va en serio o no, pero más vale ser precavida que lamentarlo después. Está claro que no quiere hablar, y pasar más tiempo del necesario en su presencia sería un error garrafal. Abro la boca para poner cualquier excusa y volver al baño a esconderme hasta que se vaya, pero no es eso lo que sale de mis labios.

—Si entras ahí herido, quizá alguien decida rematar la faena. Tu madre y tú tenéis enemigos más que suficientes ahí dentro.

Desde luego, no tengo que avisarle de que cualquier debilidad que deje entrever hará que los enemigos se lancen sobre él como lobos ante su presa.

Eros enarca las cejas.

—Y ¿a ti qué te importa?

—No me importa. —De verdad que no. Soy solo una idiota que no sabe cuándo dejar estar las cosas. Da igual todo lo que digan de Eros; él no escogió ser hijo de uno de los Trece, ni yo tampoco—. Pero no soy de las que te desean ningún mal. Déjame ayudarte.

—No necesito tu ayuda.

Se da la vuelta y vuelve por donde ha venido, en dirección al ascensor.

—Aun así yo te la ofrezco.

Mi cuerpo toma la decisión de seguirlo antes de que mi cerebro se dé cuenta, las piernas se me mueven solas y me alejan de la relativa seguridad de la fiesta. Al montarme en el ascensor me da la sensación de haber ido demasiado lejos, de que ya no hay vuelta atrás. Me gustaría poder decir que estoy exagerando, pero la reputación de Eros le precede y es... muy pero que muy violento y muy pero que muy peligroso. Junto las manos delante de mí y me opongo a la necesidad de hablar sin parar.

Solo bajamos unos pocos pisos, y después me guía por los despachos de cristal y acero inoxidable hasta una puerta que se abre sin oponer resistencia bajo su mano. Hasta que no estamos encerrados juntos no me doy cuenta de que es un baño muy elegante. Como el resto de la torre Dodona, es de estilo minimalista: con suelo de baldosas negras, unos cuantos aseos, una ducha con azulejos y tres lavabos de acero inoxidable. Incluso hay un espacio chiquitín cerca de la puerta con un par de sillas de aspecto cómodo y una mesita redonda entre ellas.

—Parece que te orientas bastante bien por aquí.

—Mi madre acostumbra a hacer negocios con Zeus.

Trago a duras penas.

—Había baños en el piso de arriba. —Cerca de la relativa seguridad de la fiesta.

—Este tiene botiquín de primeros auxilios.

Empieza a inclinarse para abrir uno de los armarios que hay bajo el lavabo y se estremece.

Esto me da pie a entrar en acción. Por eso estoy aquí: para ayudar, no para verlo sufrir.

—Siéntate antes de que te caigas.

Me sorprende que no discuta, sino que cojea hasta las sillas y se desploma sobre una de ellas. Sería un error darle demasiadas vueltas a la situación, así que me centro en la tarea de averiguar lo grave que es la herida, curarlo y volver al salón de baile antes de que mi madre envíe a un equipo de rescate.

Dado que la última vez que una de sus hijas desapareció en un evento de la torre Dodona acabó cruzando el río Estigia y lanzándose a los brazos de Hades...

Sí, lo mejor será no tardar mucho.

Como me había dicho, hay un botiquín de primeros auxilios en el armarito debajo del lavabo. Lo cojo, me doy la vuelta y me quedo de piedra.

—¿Qué estás haciendo? —La voz me sale con gallos, pero no puedo evitarlo.

Eros se detiene a medio quitarse la camisa.

—¿Qué pasa?

Pues pasa de todo. Me he estado moviendo por los mismos círculos que este hombre durante una década, pero jamás lo he visto de otra forma que no fuera de punta en blanco y brillando con luz propia en las fiestas. Su belleza corta la respiración y es casi demasiado perfecto para ser real.

Ahora mismo no es que esté muy perfecto.

No, ahora mismo es demasiado real. Es imposible mantener la barrera mental que he erigido alrededor de Eros por ser «un mujeriego peligroso» cuando se está quitando la camisa para revelar un cuerpo cincelado por los dioses. El cansancio de su rostro solo hace que parezca más atractivo, lo cual encontraré terriblemente injusto después, pero ahora mismo no consigo encontrar oxígeno suficiente en la habitación para respirar.

Pánico. Eso es lo que estoy sintiendo. Pánico puro. No es atracción. No puede serlo. No hacia él.

—Te estás desnudando.

Bajo la tela blanca, veo que alguien (imagino que el mismísimo Eros) ha pegado una serie de vendas a lo ancho de su pecho. Me esboza una sonrisa encantadora que solo luce un poco forzada en las comisuras.

—Tenía la sensación de que me querías sin ropa.

—Ni de broma —escupo, mi personaje público que tanto me ha costado labrar brilla por su ausencia.

—Pues todo el mundo me quiere así.

Aunque parezca raro, su arrogancia me calma. Tomo aire una vez, después otra, y le lanzo la mirada que se merece ese comentario. Ironía. Se me da genial la ironía. Llevo intercambiando insultos ingeniosos con gente como Eros toda mi vida adulta.

—¿Se supone que deberías darme pena? ¿O es que estás presumiendo? Por favor, acláramelo para que pueda ajustar mi respuesta en consecuencia.

Se echa a reír.

—Muy lista.

—Lo intento. —Frunzo el ceño—. Pensaba que te habías hecho daño en la pierna.

—Solo es un moratón. —Diría que su encantadora sonrisa se vuelve más encantadora si cabe—. ¿Es que también quieres bajarme los pantalones?

Si que esté sin camisa ya me basta para causarme esta reacción tan incómoda, no quiero que pierda más prendas de ropa, eso desde luego. Quizá combustione y, si la vergüenza no me mata al instante, le entregaré un arma a Eros para que la use en mi contra.

—Por supuesto que no.

Acaba de quitarse la camisa a duras penas y suelta aire con dificultad.

—Pues es una pena.

—Podrás vivir con ello. —Coloco el botiquín en la mesa y le echo un vistazo a su pecho. Algunas de las vendas ya se han soltado y hay manchas rojas donde la sangre ha entrado en contacto con la camisa. ¿Qué narices le ha pasado? ¿Es que se ha peleado con un matorral de rosas?—. Hay que volver a vendarte.

—Adelante. —Se reclina y cierra los ojos.

Estoy a punto de hacer un comentario desdeñoso acerca de cómo me hace lidiar con todo el trabajo, pero las palabras se me atascan en la garganta cuando retiro las vendas para encontrarme...

—Eros, hay mucha sangre.

No sé lo graves que son las heridas debido al desastre que hay entre la sangre y las vendas, pero algunas de ellas todavía están abiertas y sangrando.

—Pues deberías ver al otro tipo —contesta sin abrir los ojos. Lo cual confirma lo que yo ya sospechaba.

«¿Sigue el otro tipo con vida?» No necesito hacer la pregunta. El hecho de que él esté aquí significa que, fuera cual fuese su tarea, ha salido victorioso. Termino de retirar las vendas y me siento para examinarle el pecho. Hay por lo menos una docena de cortes.

—Voy a tener que limpiarlo o la venda nueva no se pegará.

Hace un gesto con la mano. Me ha dado permiso.

No me doy la oportunidad de pensar, me levanto y rebusco bajo el lavabo hasta dar con una cesta de toallas limpias. Humedezco dos y utilizo las secas para intentar absorber la mayor parte del desastre. Me lleva varios minutos limpiarlo.

Y es el tiempo que tardo en darme cuenta de que un poco más y le estaría dando a Eros Ambrosia un baño con esponjas.

Me aparto de repente.

—Eros, creo que algunas de estas heridas van a necesitar puntos.

No tienen tan mal aspecto como antes de que las limpiara, pero no soy médica. Sin duda, él tendrá a alguien en plantilla, al igual que todas las casas de los Trece. No entiendo por qué no ha llamado a esa persona en vez de presentarse en esta fiesta horrible.

—No pasa nada. Aguantará hasta el final de la noche.

Lo miro con el ceño fruncido.

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Estás priorizando ir a una fiesta en vez de buscar a un médico y conseguir la atención sanitaria que podrías necesitar?

—Tú más que nadie deberías saber por qué tengo que hacerlo.

Es entonces cuando por fin abre los ojos. Parecen incluso más azules que antes, y adquieren un aspecto extraño. Debe de ser por el dolor, porque es imposible que Eros Ambrosia, hijo de Afrodita, me esté mirando con deseo.

Por mucho que no quiera, dirijo la vista a su boca. Tiene una boca preciosa, con labios curvados y sensuales. Es una pena que sea un asesino peligroso.

Para quitarme de la cabeza estos pensamientos tan imprudentes, me levanto y camino hasta el lavabo. La verdad es que me siento igual que si hubiera salido huyendo, pero solo estoy quitándome la sangre del hombre de las manos. Echo un vistazo al espejo y me quedo helada. Me está contemplando con una expresión de lo más extraña en la cara. No es el deseo que me había convencido a mí misma de haber imaginado. No, Eros me está mirando como si nunca antes me hubiera visto, como si quizá hubiera actuado al contrario de lo que esperaba.

Aunque no puede ser cierto. No importa que haya asistido a las mismas fiestas y salones de baile que este hombre durante la última década, no hay ninguna razón en absoluto para que Eros piense en mí. Desde luego, yo no paso mucho tiempo pensando en él. Puede que esté buenísimo, incluso para los estándares de Olimpo, y que sea lo bastante perfecto como para tener su rostro invadiendo todas las vallas publicitarias si en algún momento quisiera dedicarse a ello, pero Eros es muy peligroso.

Me seco las manos y vuelvo a ocupar el asiento frente a él. No sé cómo, pero, sin toda esa sangre, la escena parece incluso más íntima. Hago a un lado el pensamiento y me pongo manos a la obra con las vendas. Aunque una parte de mí espera que Eros me aparte y se ponga a vendarse él mismo, se queda totalmente quieto; apenas parece respirar mientras coloco con cuidado venda tras venda. Así, a ojo, diría que hay por lo menos una docena de cortes y, aunque le he recomendado que debería verlo un médico, la mayoría son bastante pequeños y ya casi han dejado de sangrar.

—Se te da bastante bien esto. —Su voz grave suena cortante. No sé si me está acusando o haciendo un mero comentario.

Decido tomármelo en sentido literal.

—Crecí en una granja.

Más o menos. En teoría era una granja, pero no era lo que la gente se imagina cuando piensa en una granja como tal. No había una casa pintoresca con un granero de color rojo desgastado. Puede que mi madre haya aumentado su fortuna con sus tres matrimonios, pero tampoco es que empezara desde cero. Poseíamos una granja industrial y, como tal, ese era el aspecto que tenía.

Frunce los labios, algo le brilla en los ojos.

—Y ¿en las granjas hay muchas puñaladas?

—Así que lo admites... que te han apuñalado.

Ahora está sonriendo de verdad, aunque el dolor todavía sigue siendo evidente en su rostro.

—Yo no he admitido nada.

—Pues claro que no. —Me doy cuenta de que estoy demasiado cerca y me separo deprisa, vuelvo a ir a lavarme las manos a la pila—. Pero como respuesta a tu pregunta, cuando hay una variedad de máquinas grandes y a eso le añades varios animales que rehúyen a los estúpidos de los humanos, hay accidentes.

Sobre todo si una tiene hermanas aventureras, como yo. Aunque eso no se lo voy a contar a Eros. Esta interacción es ya demasiado íntima, demasiado extraña.

—Tengo que volver.

—Psique. —Se espera hasta que me giro para mirarlo. Durante un momento, solo me recuerda al confiado depredador que tanto me he esforzado por evitar. Eros se toca una de las vendas del pecho—. ¿Por qué has ayudado a la monstruosa mascota de Afrodita?

—A veces, incluso los monstruos necesitan ayuda, Eros. —Debería dejarlo ahí, pero su pregunta me ha parecido tan inesperadamente vulnerable que no puedo evitar el impulso de consolarlo. Aunque sea un poco—. Además, en realidad no eres un monstruo. No veo ni una escama ni un colmillo que lo demuestre.

—Los monstruos existen en todas las formas y tamaños, Psique. A estas alturas ya deberías saberlo, dado que vives en Olimpo. —Empieza a abotonarse la camisa, pero le tiemblan tanto las manos que no puede.

Me muevo antes de tener la oportunidad de recordar por qué es una idea terrible.

—Déjame. —Me inclino hacia delante y le abotono la camisa con cuidado. Rozo su pecho desnudo con los dedos un par de veces, y estoy segura de que me estoy imaginando la forma en la que deja escapar un suspiro como respuesta. Es el dolor. Eso es todo. Sin duda, Eros no está respondiendo a mi tacto. Aguanto la respiración mientras termino con el último botón y me aparto—. Ya lo tienes.

Se pone de pie. Lo observo sin quitarle ojo, pero parece tener más equilibrio que antes. Eros se pone la chaqueta y la abotona, con lo que esconde las manchas de sangre más llamativas.

—Gracias.

—No hay por qué darlas. Cualquiera habría hecho lo mismo.

—No. —Sacude la cabeza con lentitud—. La verdad es que no es el caso. —No me da la oportunidad de contestarle. Se limita a señalar a la puerta—. Vamos. Sube sin mí, tengo que encontrar una camisa de repuesto. —Duda—. No nos haría ningún bien que nos pillaran volviendo juntos a la fiesta.

Tiene toda la razón. Les daría tema de conversación a los chismosos de Olimpo y, en consecuencia, a Afrodita y Deméter tendrían un ataque de pura rabia. Lo último que quiero es que me relacionen con Eros de ninguna de las maneras.

—Es cierto.

Mientras salimos al pasillo, Eros coloca la mano al final de mi espalda. El contacto me atraviesa con la violencia de un rayo encapsulado en una botella. Tropiezo y él actúa en un visto y no visto, me agarra del codo y evita que acabe en el suelo.

—¿Estás bien?

—Sí —consigo pronunciar. No lo miro. No puedo mirarlo. Ya era lo bastante complicado ignorar esta desafortunada chispa que se ha encendido entre nosotros mientras lo curaba. Ahora que está tan cerca la cosa no pinta bien para mí, y más cuando tiene una mano en la parte inferior de mi espalda y otra sujetándome del codo. Desde luego, no debería...

Levanto la cara y Eros baja la mirada. Dioses, estamos tan cerca... Esto es un error. En cualquier momento me apartaré, pondré una distancia respetable de por medio y parecerá que este pequeño interludio nunca ha tenido lugar. En... cualquier... momento...

Un destello me ciega los ojos. Me aparto de Eros de un bote y parpadeo rápido. Ay, no. Ay, no, no, no, no. Esto no puede estar pasando.

Solo que sí que está pasando. Se me aclara la visión poco a poco y con ello se esfuma cualquier esperanza que tuviera de fingir que ha sido una bombilla que ha estallado porque sí. Un hombre blanco bajito con cabellos de un intenso pelirrojo y una cámara en las manos está a poca distancia de nosotros. Nos sonríe.

—Sabía que os había visto subir juntos en el ascensor. Psique, ¿te apetece contarnos qué estabas haciendo abandonando a hurtadillas la fiesta de Zeus para pasar tiempo a solas con Eros Ambrosia?

Eros da un paso amenazante en dirección al fotógrafo, pero le agarro del brazo y me esfuerzo por sonreír.

—Tan solo era una charla entre amigos.

El hombre ni se lo piensa.

—¿Y por eso la camisa de Eros no está bien abotonada? ¿Y por eso parece que estáis a punto de besaros en esta foto? —Desa­parece antes de que pueda ocurrírseme una mentira que pueda tener sentido.

—Estamos jodidos —susurro.

Eros es más creativo con los tacos que yo.

—Básicamente.

Ya sé cómo funciona la cosa. Antes de que acabe la noche, la foto de Eros y mía estará plagando todas las páginas de cotilleos, y la gente empezará a teorizar acerca de nuestro «romance prohibido». Ya me imagino los titulares.

«¡Los trágicos amantes! ¿Qué opinarán Deméter y Afrodita de la relación secreta de sus hijos?»

Que le dé un ataque de ira será quedarse corta. Mi madre me va a matar.