Capítulo 1

El peor día de mi vida comenzó como cualquier otro. Me levanté temprano, me puse las mallas y una sudadera gris, preparé mi bolsa y me fui al nuevo gimnasio que habían abierto en frente de mi oficina a probar una clase de boxeo. Hacía un par de años que había dejado de ir a boxeo, no recordaba bien por qué, pero cuando vi este nuevo local me recordó todas las buenas sensaciones que tenía cada vez que salía de clase y sentí que me apetecía retomarlo.

Las primeras veces en gimnasios nuevos suelen ser complicadas de disfrutar, no estás adaptado al lugar, al profesor, tienes que poner toda tu atención en enterarte de las indicaciones y no consigues centrarte del todo, al menos, a mí me pasa. A pesar de ello, disfruté bastante de la clase. Cuando terminamos el profesor me preguntó qué me había parecido:

—Me ha gustado mucho, hacía tiempo que no boxeaba, pero he disfrutado, volveré seguro —le contesté.

Pero nunca volví.

Después de darme una ducha, y todavía con el tono salado que deja el sudor en la cara, crucé la calle y subí a la oficina en la que trabajaba desde hacía algún tiempo, en un bonito edificio en plena Castellana. Era verano y el calor sofocante de Madrid se me incrustaba en la piel, cualquier ráfaga de aire por mínima que fuera la recibía como un regalo. El cielo tenía una tonalidad azul, intensa, y no había ni una sola nube que la interrumpiera.

Dentro de la oficina el aire acondicionado siempre estaba demasiado alto y el contraste de temperatura con la calle hacía que mi garganta estuviera áspera. Solía llevar un jersey, pero justo ese día lo había olvidado.

El día transcurrió con una aparente y perversa normalidad. Esa tarde era la graduación de mi hermano pequeño, así que estuve hablando con él toda la mañana, entre otras cosas, para que me enviase la dirección de su facultad. Estaba cerca, así que le dije que seguramente iría andando, a lo que él me contestó: «Me alegro mucho de que vengas. Te quiero». Tengo que confesar que me sorprendió un poco su respuesta, pues, a pesar de que Carlos era muy cariñoso, no solía expresar sus sentimientos tan abiertamente, pero me hizo mucha ilusión, tanta que no pude evitar contarlo con una sonrisa tonta a mis compañeras de trabajo.

Mi hermano pequeño había cumplido veinticinco años sólo un mes antes y estaba estudiando Ingeniería de Minas en la Universidad Complutense. Estaba muy contenta de poder acompañarle el día de su graduación, pues yo había vivido cinco años fuera de España y sentía que me había perdido muchas cosas, quizá demasiadas. Hacía algo más de un año que estaba de vuelta en España y estar cerca de mi familia era una de las cosas que más feliz me hacía después de tanto tiempo lejos, intentando acostumbrarme a la amarga sensación de echarles constantemente de menos, a las mustias despedidas en el aeropuerto cada vez que terminaban mis siempre escasos días de visita y a la vida solitaria de Londres.

Fui a comer con dos amigas que, casualmente, trabajaban en el mismo edificio. Dimos una vuelta por los alrededores antes de volver a la oficina, corría un poco el aire y el día se había tornado en uno de esos que invitan a pasear sin rumbo ni razones, sólo por el placer de disfrutarlo. No había estado haciendo mucho caso al móvil y cuando volví tenía una llamada perdida de un número desconocido. No le di demasiada importancia pues constantemente estaba recibiendo llamadas de compañías de telefonía o, incluso, de clientes que necesitaban algo, así que simplemente pensé que si era importante me volverían a llamar y volví al trabajo.

Poco después me llamó mi otro hermano. Somos tres, yo soy la mayor, Juampi tiene solamente quince meses menos que yo y Carlos casi cinco años. La relación que tengo con los dos es muy buena y, junto con mis padres, son las personas que más quiero en el mundo, las personas más importantes de mi vida. La manera que tengo de quererlos es diferente. Con Juampi apenas hay diferencia de edad y hemos vivido muchas cosas juntos, muchas primeras experiencias, no sólo es mi hermano, sino que, además, siempre ha sido un muy buen amigo. Carlitos, sin embargo, me inspira un instinto más protector, es mi hermano pequeño, he ido viendo cómo crecía, pero desde un plano un poco más lejano, de hecho, cuando me fui a vivir fuera de España él sólo tenía dieciocho años.

Cuando me fui era el año 2013, la tasa de paro entre los jóvenes era de más del 55 por ciento y cada mes salían de España en busca de un futuro mejor alrededor de 43.000 personas. Ese mismo año, Carlos empezaba la universidad y se mudó a vivir a Madrid, vivimos juntos en el mismo piso los primeros meses de su estancia en la capital, pero luego yo me fui, y durante los casi cinco años que estuve fuera él creció, se convirtió en un hombre, y yo tuve que conformarme con verlo desde la distancia.

Salí de la oficina para contestar el teléfono.

—¿Qué pasa, Juampi?

—Carmen, tienes que ir a casa de Carlos —me dijo, pude escuchar que iba en el coche.

—Pero ¿qué dices? Si he quedado con él a las seis de la tarde.

—Carmen, por favor, ve a casa de Carlos.

—Juampi, estoy trabajando, ¿para qué quieres que vaya ahora a casa de Carlos?

—¿No has recibido una llamada de un número extraño? —me preguntó.

—Sí, pero estaba comiendo y no lo he cogido, ¿por?

—¿No has hablado con nadie?

—Que no, Juampi, ¿me vas a decir qué pasa o qué?

—Carmen, por favor —de repente rompió a llorar—, tienes que ir.

—Juampi..., ¿qué pasa?

—Carlos se ha tirado por la ventana. Tienes que ir ya, yo voy de camino.

Me quedé muda, sin palabras. Mi pecho bombeaba a mil por hora, las manos me temblaban cuando colgué el teléfono. Entré en la oficina sin decir nada, pero con la cara descompuesta, mi garganta no tenía fuerza suficiente para articular palabras con coherencia. Mis compañeras se asustaron al verme, intenté recoger mis cosas, pero mis manos eran como de plastilina y casi ni sentía el peso de las cosas que torpemente iba metiendo en mi bolsa. Intenté explicarles, pero no sabía qué decir:

—No sé lo que ha pasado, tengo que irme, mi hermano me ha llamado y me ha dicho que Carlitos se ha tirado por la ventana, me tengo que ir. —No fui capaz de dar más explicación.

Se ofrecieron a acompañarme, supongo que me verían muy nerviosa, desde luego lo estaba, pero sólo alcancé a decirles que no hacía falta, que no sabía lo que había pasado, y me fui de allí como pude.

Bajé a la calle, el calor se sentía distinto ahora, me pesaba en la piel y se me pegaba de una manera angustiosa oprimiendo mi pecho. Intenté coger un taxi, pero no veía ni uno, ¿cómo era posible que no hubiera ni un puñetero taxi en plena Castellana? Fui hasta la parada del autobús con el asfalto ardiendo en los empeines de mis pies y cogí el primero que pasó, llegaba directo a casa de mi hermano.

Durante todo el camino fui intentando convencerme a mí misma de que todo iba a estar bien. «Seguro que no ha pasado nada», me decía, que todo iba a ser un malentendido. Respiré todo lo hondo que mi cuerpo me permitió, conseguí calmarme un poco hasta que llegué a la parada que me correspondía. Bajé del autobús y corrí cuanto pude hacia la puerta del portal donde vivía mi hermano, la mochila me pesaba muchísimo.

Mientras me acercaba vi una ambulancia del SAMUR y varios coches de policía con las luces puestas, esa mezcla de colores, de luces y la sensación que lo envolvía todo se me quedó grabada en la mente. Fui corriendo hacia el primer policía que me encontré y le pregunté:

—¿Qué ha pasado?, ¿qué ha pasado? —Casi no me salía la voz.

—¿Quién es usted? —me preguntó con una mirada algo hostil.

En ese momento se acercó el portero, bajó la mirada y dijo:

—Es la hermana de Carlos.

La expresión del policía cambió y puso esa mirada con la que desde entonces me miraría todo el mundo. Entonces llegaron dos personas del SAMUR, se acercaron a mí y la mujer me dijo:

—Carmen, ven conmigo, vamos arriba y ahora te explico lo que ha pasado. —No sé cómo sabía mi nombre, a lo mejor ni siquiera me llamó por mi nombre o a lo mejor se lo dije yo, pero la forma en que me habló me transmitió serenidad.

Eran los psicólogos del SAMUR, el objetivo principal del trabajo de estas personas es la intervención psicológica de emergencia tras situaciones de elevado impacto emocional, en el lugar del suceso y en los minutos u horas posteriores.

Subí escoltada por ellos y por dos policías. Cuando llegué arriba tuve la sensación de que la casa estaba llena de gente, unos vestidos de uniforme y otros no. Me pidieron que no tocara nada pues estaba allí la policía científica y tenía que inspeccionar todo.

Mi tía estaba sentada en una silla. Era mi tía abuela. Carlos había vivido los últimos cinco años en su casa, el primero de ellos conmigo. Tenía una expresión de miedo absoluto, cuando me vio no pudo ni levantarse.

—Carmen, hija, no sé qué pasa. Me han dicho que se había roto una tubería, pero Carlos no está, había una carta encima de la mesa, pero estos policías se la han llevado. No sé qué pasa, Carmen, no sé dónde está Carlos.

—Carmen, por favor, acompáñanos fuera —me dijo la psicóloga del SAMUR.

Yo, como un autómata, la seguí. Me pidió que me sentara en las escaleras y se sentó ella a mi lado. Mientras tanto, cuatro policías estaban de pie mirando cómo estaba a punto de darme el peor mensaje que he recibido en mi vida.

—Carmen, tu hermano Carlos se ha precipitado por la ventana y, desafortunadamente, cuando ha llegado el SAMUR, no hemos podido hacer nada. Tu hermano ha muerto, pero ha dejado una carta para vosotros. La carta se la tiene que llevar la policía porque forma parte de la investigación, pero podréis recogerla en el juzgado dentro de unos días.

Me quedé callada un instante procesando la información.

—Pero ¿por qué? —fue lo único que me salió decir, nada tenía sentido, era absurdo todo aquello.

—No lo sabemos.

A partir de ese instante siguió hablándome, explicándome, no recuerdo bien lo que me dijo, sólo recuerdo que me tranquilizó mucho su forma de exponer algo tan espantoso. Ni siquiera recuerdo si la manera precisa en que me dio el mensaje fue esa. Tampoco recuerdo con exactitud lo que ocurrió ni los siguientes días ni las siguientes semanas, todo lo que vino después tiene en mi memoria una neblina que lo envuelve y no me deja recordar las cosas tal y como pasaron.

Me aclaró que no le habían dicho nada a mi tía porque, como era mayor y como había llegado sola, no lo consideraron prudente, ahora tocaba darle el mensaje a ella. Cuando vi a mi tía me di cuenta enseguida de que no terminaba de entender lo que pasaba, lloraba, pero sin terminar de comprenderlo. Me senté a su lado y le di la mano, pero no le dije nada porque no sabía qué decir. Me quité las sandalias, de repente, me oprimían los pies que ardían.

Pasó un rato, no sé cuánto, y llegó otra de mis tías que vivía cerca de allí, por lo visto, alguien la había avisado para que viniera. Le abrí la puerta y estaba temblando, la miré y sin decir nada asentí con la cabeza, entonces ella rompió a llorar. Le di un abrazo. A decir verdad, no sé bien lo que pasó después, pienso que la policía ya se había ido, mis tías se pusieron a recoger para que cuando llegaran mis padres estuviera todo lo más decente posible, pues venían desde Guadalajara e iban a tardar un poco más.

Entre tanto, una persona desconocida entró en la casa, era el forense. Se acercó a mí y me describió todo el procedimiento:

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Carmen.

—Vale, Carmen, bueno, ya ha venido el juez y hemos podido levantar el cuerpo. Lo vamos a trasladar al Instituto Anatómico Forense que está en Ciudad Universitaria donde vamos a proceder a realizarle la autopsia, que forma parte de la investigación. Cuando pasan estas cosas la policía científica tiene que realizar una investigación y determinar si la causa de la muerte ha sido realmente voluntaria o no. La carta la podéis recoger en el juzgado de Plaza Castilla dentro de tres días. Mañana tenéis que estar a las once de la mañana en el Instituto Anatómico Forense para reclamar el cuerpo. Allí os daremos toda la información sobre cómo proceder, decidiréis el tanatorio a donde queréis llevarlo y realizaréis los trámites necesarios para el traslado, ¿tienes alguna pregunta?

—No —le contesté a pesar de que tenía miles de ellas, ninguna sobre el procedimiento de qué hacer con el cuerpo de mi hermano.

—Estupendo, te apunto en este papel la dirección del Instituto Anatómico Forense para mañana. A las once, ¿vale?

—Vale —le dije.

Se fueron los policías, pero se quedaron los psicólogos del SAMUR.

Entonces llegó mi hermano Juampi, estaba destrozado, nunca le había visto así, lloraba como un niño pequeño. Carlos y él estaban muy unidos, durante los últimos años en los que yo había estado fuera habían pasado mucho tiempo juntos, Carlos se fue haciendo más mayor y durante ese proceso de madurez se habían hecho muy buenos amigos. No se lo podía creer, ninguno lo podíamos creer.

¿Qué había pasado? Carlos y yo habíamos estado hablando sólo unas pocas horas antes de una forma aparentemente normal... ¿Cómo había podido ocurrir esto? Y, sobre todo..., ¿por qué había hecho algo así?

Mientras todas esas preguntas sin respuesta llenaban nuestras mentes e intentábamos buscar un sentido a todo aquello y alcanzar a entender si lo que estábamos viviendo era de verdad real, llegaron mis padres.

Fue el peor momento. Se me rompe el corazón en mil pedazos cada vez que recuerdo el instante en que los vi entrar por la puerta. Mi madre se desplomó en el suelo cuando entendió todo lo que acababa de pasar, mi padre no paraba de dar vueltas por la casa, estaba como perdido. Justo al llegar al portal vieron que pasaba por delante de ellos el coche con los restos de mi hermano, no quiero imaginar lo que sintieron en ese momento.

Enseguida, la psicóloga del SAMUR se ocupó de mi madre, se sentó con ella y comenzó a hablarle, estuvo a su lado mucho tiempo diciéndole cosas, ayudándola a procesar todo lo que acababa de pasar. Me senté a su lado a escuchar, no recuerdo bien lo que nos dijo, sólo sé que su presencia fue como una luz que nos hizo sentir tranquilidad en medio de ese inmenso y cruel caos que nos rodeaba, y nos ayudó a entender lo que estaba pasando desde una perspectiva realista, pero con serenidad. Su voz transmitía paz, algo casi impensable en ese momento de locura total.

Cuando tu mundo acaba de hundirse, escoger el instante adecuado para regresar a casa es complicado; llevábamos allí varias horas, el tiempo pasó a ser algo muy abstracto, absurdo e irrelevante. La psicóloga nos aconsejó volver a casa y descansar, al día siguiente teníamos que ir al Instituto Anatómico Forense y también nos esperaba un día largo por delante.

Mis padres y mi hermano se fueron a Guadalajara, pero yo me quedé en Madrid. Vivo sola y me gusta, pero me inundaba una gran sensación de desasosiego, me daba miedo quedarme en casa sin más presencia que la del miedo y la tristeza, así que llamé a mi amiga Leire para que viniera a dormir conmigo esa noche. Nos conocemos desde que somos muy pequeñas, es casi como parte de la familia, y cuando les dije a mis padres que ella vendría a estar conmigo se quedaron tranquilos. Cenamos, yo no lloraba, tampoco hablaba mucho.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

—Pues... bien, no sé.

—Creo que estás en shock.

—Yo también lo creo, es como si todo esto no estuviera pasando de verdad —le dije.

Ella no sabía qué decir, y yo tampoco, ni siquiera hablaba de ello como si se tratase de algo real. Yo percibía la realidad y todos los acontecimientos de ese inesperado y turbador día como si estuviera viendo una película en realidad virtual.

Nos fuimos a dormir pronto porque supuse que eso es lo que tenía que hacer, descansar.

Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente sentí el primer gran golpe, el más aterrador. Todo aquello no había sido un sueño, estaba pasando de verdad, mi hermano se había suicidado. Me quedé llorando en la cama. Leire me abrazó, me sentí contenta de que estuviera a mi lado. Antes de irse me dio un reconfortante beso en la frente, yo permanecí en la cama llorando, intentando retrasar el momento de volver al mundo que me esperaba al levantarme, a la realidad, no quería comenzar el día ni empezar a vivir una vida en la que Carlos no estuviera. No era capaz de parar de llorar, jamás había llorado tan desconsoladamente, había instantes en los que paraba por el puro cansancio que me producía ese constante y férreo llanto. Estaba sola en casa. Me duché, me vestí y me preparé para irme al Instituto Anatómico Forense donde había quedado con mis padres y mi hermano mientras intentaba buscarle el sentido a todo lo que hacía, la realidad había tomado un tono tan insignificante, como si nada tuviera importancia.

Tomé un taxi y me fui para allá. Durante el camino, el taxista, que debía tener ganas de hablar, me fue contando lo enfadado que estaba con su exmujer porque no le dejaba ver a sus hijos lo que él quería, yo no decía nada, iba llorando en silencio y pensando en la obviedad de la suerte que tenía aquel hombre de que sus hijos estuvieran vivos.

Cuando llegué, mis padres y mi hermano estaban aparcando. Me dio la sensación de que ese sitio tenía un color demasiado gris. Identificamos la puerta por la que había que entrar gracias al grupo de comerciales de funerarias que nos abordaron para contarnos todos sus servicios; no les hicimos caso, no sabíamos ni lo que teníamos que hacer, estábamos tan perdidos.

Al entrar y explicar en la recepción que estábamos allí para reclamar el cuerpo de mi hermano, nos pidieron esperar. Estaba sentada en la sala de espera mirando a mi alrededor, pero, en realidad, no me encontraba allí, era como estar viviendo dentro de una película: mi hermano muerto, policía investigando, forenses..., como si nada de lo que estaba pasando fuera real, sino que formaba parte de una realidad virtual que no existía de verdad. De repente, una mujer se nos acercó, nos explicó que era la psicóloga que estaba de servicio en el Instituto Anatómico Forense y nos pidió que la acompañáramos a su despacho. Llevaba puesta una bata blanca, tenía el pelo corto y las uñas largas y pintadas de negro, frente a nuestro abatimiento y pequeñez ella desprendía energía, fuerza y determinación cuando comenzó a explicarnos muchas cosas.

En primer lugar, nos contó que cada año en España se suicidan unas 4.000 personas, lo que equivale a once personas al día, y no sólo eso, sino que, además, es la segunda causa de muerte después de la muerte natural. Se suicida una persona cada dos horas y media, el doble que las muertes por accidentes y ochenta veces superior a las muertes por violencia machista. Estas cifras nos dejaron devastados, ¿cómo siendo tan abrumadoras no sabíamos nada sobre ello? Hasta esa ocasión, prácticamente ni siquiera concebíamos el suicidio como una realidad y aún menos en nuestra vida.

—Os queda un duro camino por delante, el duelo por suicidio es el más doloroso, vais a experimentar mucho dolor, muy intenso y durante mucho tiempo, a esto se añade el gran estigma social que hace que cuando una persona muere por suicidio sea más complicado de procesar y de hablar de ello. A partir de ahora os habéis convertido en supervivientes.

Nos explicó que las personas que se ven afectadas de forma significativa por la muerte por suicidio se denominan supervivientes. Esta denominación tiene que ver con el grado de impacto que ha supuesto el suicidio de alguien, y no tanto con la relación con el fallecido.

De primeras, este concepto nos sonó más a la idea de una persona que sobrevive al suicidio después de intentarlo, no obstante, la supervivencia es definida como la acción y efecto de sobrevivir. Este término hace referencia a «vivir después de un determinado suceso», en este caso concreto, tras la muerte de un ser querido.

Nos explicó que el suicidio es la manifestación de la desesperanza ante la vida y una salida para terminar con una situación que rebasa los límites de ese gran sufrimiento que sienten. Nos advirtió que nosotros íbamos a experimentar un sentimiento de culpa, pero también quiso dejarnos claro que no hubiéramos podido hacer nada, pues la persona que decide que «quiere quitarse la vida y que no se lo impidan» busca todas las formas posibles para ocultar esa realidad.

Cuando alguien toma esta decisión es porque su dolor sobrepasa sus habilidades para sobrellevar las situaciones que se presentan en su vida. Una de las fuentes de ese sufrimiento puede ser que la persona sufra un problema psicológico, como puede ser una depresión, que, según la OMS: «se caracteriza por la presencia de tristeza, pérdida de interés o placer, sentimientos de culpa o falta de autoestima, trastornos del sueño o del apetito, sensación de cansancio y falta de concentración. La depresión puede llegar a hacerse crónica o recurrente y dificultar sensiblemente el desempeño en el trabajo o la escuela y la capacidad para afrontar la vida diaria. En su forma más grave, puede conducir al suicidio».

En cualquier caso, no es necesariamente siempre el motivo para decidir morir, el suicidio también puede deberse a un periodo de crisis existencial en el que la vida va a la deriva y no se sabe cómo retomar el rumbo.

La depresión puede originarse por varias razones: las exógenas, que se caracterizan por tener su causa en una circunstancia o evento externo, como duelos, separaciones afectivas, entre otras, que generan sentimientos de enorme tristeza; y las endógenas, que tienen un componente genético y se producen más bien por un desequilibrio en los neurotransmisores del cerebro, por lo que existe una tendencia familiar a padecer dicho trastorno, aunque no es un factor determinante, ya que influye también el entorno y las situaciones que viven las personas en cuestión.

En la mayoría de los casos suelen ser exógenas, pero nunca existe una única razón por la que la persona toma la decisión de quitarse la vida, como tampoco es uno el origen de una depresión, sino que son un conjunto de causas que se van acumulando a lo largo del tiempo. Lo cierto es que nosotros no sabíamos si Carlos tenía o no una depresión y nunca lo sabremos, pero lo que está claro es que tuvo una crisis existencial de desesperanza ante la vida y que no supo pedir ayuda.

Sin embargo, la pregunta que yo y todos nos hacíamos no tiene una única respuesta.

Entendí muy bien a lo que se refería la psicóloga cuando nos contaba todo esto, yo misma había experimentado esa sensación de desesperanza. Tuve una adolescencia un tanto complicada, me sentía incomprendida y nunca he sabido expresar bien mis sentimientos ni canalizar mis emociones. En el instituto nunca fui una buena estudiante, suspendía muchas asignaturas, me saltaba muchas clases y, finalmente, terminé bachillerato interna en un colegio de monjas. Fue la fórmula que eligieron mis padres para encarrilarme un poco.

A pesar de que en principio pareció una buena solución, lo cierto es que ir a ese colegio fue peor, suspendí más asignaturas que nunca y me sentí como una absoluta fracasada: mi tutora llamó a mis padres para decirles que yo era una chica con una inteligencia bastante limitada y que no les recomendaba que me llevaran a la universidad porque no iba a ser capaz de acabarla. Por suerte, mis padres me conocían bien y creían en mí, así que decidieron no hacerle caso y seguir luchando por encauzar mi futuro. Pero en mí, en mi subconsciente, ya se había instalado la idea del fracaso, de mi falta de valía. Una persona que no saca buenas notas, que no aprueba, que no es buena estudiante, no sirve para nada.

Después de dos intentos aprobé la selectividad y comencé a estudiar publicidad. Después del gran esfuerzo que me había supuesto pasar por todo el proceso de suspender una vez, estudiar durante todo el verano, volver a presentarme y, finalmente, aprobar, aunque con una nota muy baja, lo entendí como una nueva oportunidad, lo que me hizo comenzar la carrera con mucha ilusión. Terminando el primer año tuve de nuevo una especie de crisis existencial en la que me di cuenta de que realmente no sabía si estaba haciendo lo que me gustaba, tenía diecisiete años y la elección de mi carrera universitaria se suponía que iba a determinar mi futuro. Ahora miro hacia atrás y me parece de lo más lógico que una chica de diecisiete años, como era yo, no tenga claro qué es lo que quiere hacer el resto de su vida, pero al comenzar la universidad me daba la impresión de que constantemente nos decían que lo que habíamos elegido no nos iba a dar más opciones en la vida que esa, y yo no lo tenía claro, por lo que me causó un gran estrés.

Leí un libro que me hizo recuperar la ilusión por tener un propósito, una misión en la vida, Mil soles, de Dominique Lapierre, y vi muy claro que eso era lo que yo quería hacer, quería ser periodista, quería recorrer el mundo denunciando las injusticias, ayudando a quien más lo necesitaba y luchando por causas que merecían la pena, así que con el apoyo y consejo de uno de mis profesores de universidad hice el cambio de carrera.

La carrera de Periodismo la inicié con una ilusión especial, es posible que por primera vez tuviera una razón para estar allí, algo en lo que creía firmemente. Sin embargo, y a pesar de estudiar bastante más de lo que había estudiado en toda mi vida, mis notas no eran excesivamente buenas. Después de un año y pico comencé a saltarme muchas clases y me posicioné como una de las malas estudiantes, la típica que no va nunca a clase, que no aprueba, etc. Actualmente, no sabría decir exactamente si era yo misma la que me veía así o si también lo hacían el resto de mis compañeros, pero lo que está claro es que esto hizo que de nuevo esa idea de que si no apruebas y no eres una buena estudiante eres una fracasada se volvió a colocar en un lugar privilegiado de mi cabeza.

Durante años me repitieron que no sacar buenas notas, no estudiar, equivalía a no tener posibilidades en la vida. La sociedad, los profesores y toda la gente que me rodeaba repetían constantemente esta idea. Y en mí dio sus frutos. Sentía que el éxito era tener un nueve en el examen después de haber estudiado mil horas en la biblioteca, y que si no lo conseguía no tenía nada que hacer en la vida; ahora soy capaz de darme cuenta de lo absurdo de todo eso, pero en ese periodo era lo más importante para mí.

Comencé a comer muchísimo, a beber muchísimo y a salir de fiesta muchísimo, a buscar mil maneras de divertirme y evadirme de esa realidad. La imagen que tenía de mí era de fracaso, y derivó en que acabé engordando más y más. Cada vez necesitaba más talla de ropa, me gustaba menos lo que veía en el espejo, escuchaba bromas constantes por parte de la gente que más quería en las que se burlaban de mi cuerpo y me ridiculizaban por tener esos kilos de más. Me sentía culpable cuando comía de más, y terminé sintiéndome culpable siempre que comía, fuera mucho, poco, sano o insano.

Un día pedí comida a domicilio y me atiborré, era algo que solía hacer cuando me sentía ansiosa, triste o frustrada. Resultó que ese día la comida me sentó tan mal que vomité todo, y entonces me di cuenta de que ya no tenía que sentirme culpable por haber comido tanto pues todo eso ya estaba fuera y no «me iba a engordar». Podría utilizar esa técnica los días en que comía demasiado o cosas muy poco sanas —solamente en ocasiones especiales—, el problema es que invariablemente encontraba más y más ocasiones en las que optaba por darme un atracón en vez de comer bien, pues total, luego tenía solución. Pensaba que lo tenía controlado, que no pasaba nada porque sólo lo hacía cuando yo quería y que en el momento en que lo decidiera dejaría de hacerlo. Encontré muy buenas técnicas para escaparme al baño después de comer y vomitar de manera silenciosa sin que nadie se enterase, de esconder los ojos llorosos que se me quedan después de haber vomitado, y así pasé los tres últimos años de universidad, volviéndome cada vez más experta en esconder ese trastorno alimentario que no era consciente que tenía.

Cuando terminé la universidad era el año 2011 y España estaba sumida en una crisis económica brutal. Todo el mundo lo estaba pasando francamente mal, perdiendo sus trabajos y su dinero, los bares y restaurantes estaban vacíos y los jóvenes que terminamos la universidad no teníamos ningún tipo de esperanza de poder encontrar trabajo, el futuro que teníamos ante nosotros era verdaderamente desesperanzador.

Además, al haber terminado ya la universidad sentía que no tenía nada que hacer, no tenía metas, no tenía objetivos, no tenía una razón por la que levantarme por las mañanas con ilusión, no veía nada que me hiciera pensar que la vida que me quedaba por delante fuese a tener algo bueno para mí. Lo cierto es que nunca se me pasó por la cabeza la idea del suicidio a pesar de la gran desesperanza que sentía. Sin embargo, cuando me encontraba en el Instituto Anatómico Forense y la psicóloga habló de este sentimiento, lo entendí muy bien. Comprendí muy bien a lo que seguramente se habría enfrentado mi hermano para haber tomado esa decisión. Yo tampoco pedí ayuda en su momento, pero encontré una escapatoria: decidí romper con todo e irme a comenzar de nuevo a otro lugar, evitando tener que afrontar todo aquello que tanto dolor me producía. Me fui a vivir a Londres.

Desafortunadamente, hay personas que la única escapatoria que encuentran para evitar seguir experimentando su sufrimiento es el suicidio. Esto se conoce como «visión de túnel», y la desesperanza que sientes es algo así como ir andando por un largo pasillo triste y oscuro en el que sólo se ve una puerta abierta al final: la de la muerte. En realidad, si seguimos con el símil, hay muchas otras puertas camufladas a los lados de ese pasillo, puertas que llevan a otras alternativas posibles, y esas puertas son infinitas, pero para poder verlas hay que ser capaz de mirar hacia los lados, de desviar la vista de la atracción de la puerta del final. Llega un momento que se pierde esa capacidad, que lo único que se ve es ese fin, y cuando esto pasa lo más adecuado es pedir ayuda. Pero pedir ayuda no siempre es fácil.

La psicóloga nos dijo a mis padres, a mi hermano y a mí que hablásemos con Carlos, que en ese diálogo podíamos enfadarnos, regañarle si eso era lo que sentíamos, pero que si en el futuro dejábamos de hablar con él no debíamos sentirnos culpables.

En general, soy una persona bastante racional, además, considero que todo el proceso que viví tanto durante mi adolescencia, la universidad y más tarde luego en Londres me hizo desarrollar una necesidad excesiva por tener mis emociones y sentimientos bajo control, probablemente, por miedo a volver a sufrir. Esa necesidad hacía que me estuviera inquietando mucho la sensación de incertidumbre ante una experiencia completamente nueva y desconocida para mí, me aterraba la duda de no saber cómo iban a ser mis sentimientos futuros, no saber cómo comportarme ni qué hacer, hubiera deseado tener una hoja de instrucciones. Decidí entrar a hablar con la psicóloga por mi cuenta y quise que me acompañara mi hermano.

—Mira, estoy confusa con todo esto, y quería preguntarte, ¿qué pasa ahora? ¿Cómo tenemos que comportarnos? ¿Qué se supone que es lo que tenemos que hacer? —le pregunté.

—Bueno, no hay una respuesta concreta para eso, la verdad.

—Me inquieta la sensación de no saber cómo nos vamos a sentir, cuánto tiempo va a durar este dolor, si va a ser cada vez más fuerte..., de no saber cómo tenemos que ayudar a nuestros padres.

—Os vais a sentir mal, muy mal, si lo que necesitas es que te diga un tiempo determinado, el duelo por suicidio suele durar más o menos un año o año y medio para los hermanos y unos dos años o dos y medio para los padres, pero eso es algo muy general, depende mucho de cada persona. También hay una cosa muy importante que debéis tener en cuenta y es que, ante esta situación, tenéis que ser un poco egoístas y que vuestro objetivo principal sea estar bien vosotros, hacer lo que os haga sentir bien, porque si no lo estáis tampoco vais a poder ayudar a vuestros padres. Tenéis que centraros en vosotros mismos.

Cuando nos dijo esto se me abrieron los ojos, no sólo para afrontar la situación que estábamos viviendo, en la que fue una gran ayuda, sino para todo en la vida.

Me he dado cuenta de que muchos de mis problemas, como ansiedad, baja autoestima, esa sensación de fracaso de la que antes hablaba..., son problemas que yo he tenido y tal vez todos tenemos por ese afán de intentar satisfacer las expectativas ajenas y contentar a la gente de nuestro alrededor, o ajustarnos a los estereotipos que la sociedad marca como buenos en vez de centrarnos en nosotros mismos, en lo que nos hace feliz y nos llena como personas.

Entiendo que es un error muy común en nuestra sociedad que cometemos como seres humanos que somos: intentar convertirnos en el tipo de persona que nuestra familia quiere que seamos o que la sociedad entiende como exitosa en vez de ser fieles a nosotros mismos, cuando esa es la única forma de ser verdaderamente felices. En la teoría parece muy simple, pero en la práctica es auténticamente complicado entenderlo, y mucho más conseguirlo.

La psicóloga prosiguió:

—Pero también intentad estar pendientes de ellos, que coman bien, que tengan siempre comida en la nevera, que hagan cosas que los distraigan como algún viaje o quedar con sus amigos, que no se queden en casa metidos todo el día, aunque habrá veces que eso será lo que necesiten y está bien, pero siempre todo en su justa medida. Que hagan lo que les permita sentirse bien. Y vosotros lo mismo, haced viajes, salid con los amigos y no os sintáis mal ni culpables por ello.

Confieso que estas conversaciones fueron mucho más largas y tuvieron mayor y mejor información. No soy capaz de recordar nada con nitidez, todo lo que pasó durante esos primeros días está guardado en mi mente como se guardan los sueños, con esa sensación que tienes cuando te despiertas por la mañana y sabes que has soñado, de qué trataba el sueño y quién estaba ahí, pero no eres capaz de reconstruir del todo exactamente lo que pasaba, cómo eran los lugares o las conversaciones que tenías con la gente.

Mi hermano y yo volvimos a la sala de espera donde estaban mis padres, estábamos esperando todavía poder reclamar el cuerpo de Carlos, era la razón por la que estábamos allí. Queríamos llevárnoslo al tanatorio de Pastrana, mi pueblo, y celebrar allí su entierro, pero resultó que no era tan fácil. Al haber ocurrido todo a setenta kilómetros de Pastrana, pero una comunidad distinta de la nuestra, había que gestionar unos permisos para el traslado del cuerpo que impidieron que llegáramos a tiempo para llevárnoslo, tuvimos que elegir un tanatorio en Madrid. Mi hermano y mi padre se encargaron de todo eso, yo no tengo ni idea de cómo se hizo, pero al final llegó el momento en que nos tuvimos que ir del Instituto Anatómico Forense. No recuerdo bien cómo y a dónde nos fuimos.