«Sangre de amor correspondido. —Subo una historia a Instagram con el libro más tres emojis (gota de sangre, vampiresa, corazón en llamas) y el siguiente comentario—: Qué título más hermoso para una novela, ¿no?»
Alguien que me gusta responde: «Telenovela más bien».
Es un hombre, Virgo. Veo el mensaje, pero no contesto, me quedo pensando. Supongo que se refi ere a una de las refl exiones más conocidas sobre la obra de Puig, «empleo de formatos y estereotipos provenientes de géneros considerados “menores”». ¿Lo habrá leído en Wikipedia o llegó a la conclusión por sus lecturas?, ¿está tratando de decirme que él cree que hay literatura mayor y menor?, ¿que prefi ere a Vargas Llosa?, ¿quiere polemizar para que hablemos o busca de frente molestar?, ¿debería gustarme alguien así?
«Precisamente», respondo, y agrego el emoji de un corazón rosa con brillos.
«Brillis», diría él (sighs), y con lo linda que es su voz...
En cualquier caso, yo también lo pensé al principio: «telenovelas».
Corresponden a mi primera bibliografía sentimental y de chica me gustaban sobre todo las mexicanas. Mi mamá me contó que una vez, a los cinco años, la llamé a su trabajo llorando. Estaba desconsolada porque no lograba entender que la historia que seguía todas las tardes llegase a su fi n. Pensaba que esa gente en la pantalla era de verdad, y que sus devenires románticos debían continuar. Es decir, me obsesioné con el melodrama incluso antes de entender la diferencia entre realidad y fantasía. Imagino que a Manuel Puig le pasaba algo similar. Y que prefería las telenovelas brasileñas, un poco más de sudor.
Más precisamente, escribió Sangre de amor correspondido en 1982, mientras vivía en Río de Janeiro. A partir de cartas y entrevistas, se desprende un vínculo intenso y personal con la ciudad, uno que se nutrió de amistad, paseos por la playa y carnaval. Pero su etapa carioca también representó una especie de exilio. Esto porque pese a su estatus de celebridad literaria en Argentina, parte de la crítica y círculos intelectuales seguían despreciando su obra por considerarla «frívola». Una incomprensión y simplifi cación que ya entonces olía a homofobia para el autor.
A nivel de escritura, el idioma extranjero se vuelve una potencia fundamental. No sólo supervisó las ediciones al portugués de sus novelas, también incorporó el procedimiento cotidiano de traducción a su labor creativa. Sangre de amor correspondido, según sus propias declaraciones, surgió de las conversaciones pagadas que mantuvo en portugués con un albañil. Puig grabaría, transcribiría, traduciría y traspondría dicha oralidad a los personajes.
Considerada una rareza con respecto a sus otras novelas, la historia trata sobre la «pasión adolescente» entre Josemar y María da Gloria. Se desarrolla a través de un diálogo que en parte tiene vocación de guion cinematográfi co y en parte, de interrogatorio policial, una pesquisa en modo parodia. ¿Quién habla? Ésa debe de ser la pregunta más difícil de resolver del libro. Pero yo lo he llamado (con más desparpajo que osadía): «Jugar a la ouija con tu ex».
Porque mientras empezaba la lectura pensé: «Qué hea vy que ésta es una especie de fantasía: sentarse y hablar con la persona con quien tuviste una relación tóxica (o traumática) hace mucho tiempo para averiguar qué pasó realmente o qué pensaba cada uno cuando estaban en medio del infi erno».
«¿Por qué has vuelto a pensar tanto en mí? hacía años que apenas si te acordabas, o nada», pregunta uno de los dialogantes del libro.
El otro día me reí con un meme que plantea este dilema clásico del olvido amoroso: «“Me espanta absolutamente el carácter discontinuo del duelo”, dijo Barthes. “Pensaba que te había olvidado, pero pusieron la canción”, dijo Bad Bunny».
«Jugar a la ouija con tu ex.» Fue mi lectura porque, básicamente, eso es lo que he estado haciendo en los últimos meses: hablar de una relación tormentosa que tuve hace como mil años. Estoy casi 99 % segura de que el fantasma de mi ex no ha vuelto por algún tipo de nostalgia romántica. Y la razón de que lo asocie con una sesión de espiritismo, más que con una terapia psicológica, recae en la ayuda que presta el médium. Se trata de un médium simulado, como es por regla general, y sus poderes para invocar al espectro de mi ex se deben, curiosa o precisamente, al hecho de que sea un nuevo vínculo sexoafectivo. Quiero decir: hablo de mi ex con mi nuevo amante, ustedes también lo hacen, ¿no? (¡Digan que sí!) En realidad, confi denciamos, porque él también me cuenta sus experiencias. Y no se trata de una obstinación amarga, no hablamos sólo de la parte tóxica, sino también de las cosas buenas. Alejandro Zambra lo expresa muy bien en «Penúltimas actividades», una especie de decálogo para escribir tu primera novela: «Si hablas sobre personas que alguna vez fueron cercanas, pero ahora te parecen remotas, no teorices sobre la distancia; intenta comprender esa antigua cercanía».
¿Por qué lo hago?, ¿por qué lo hacen los protagonistas de la novela, Josemar y María?
«Los recuerdos nos ayudan a entender la trayectoria de nuestra vida —explica la investigadora Julia Shaw en su libro La ilusión de la memoria—, son los cimientos de nuestra identidad. Le dan forma a lo que creemos que hemos experimentado, y de ese modo a lo que creemos que seremos capaces de experimentar en el futuro.»
Nuestra memoria personal se ve infl uida por un sinnúmero de elementos, entre ellos: nuestros sentidos (desde la vista hasta la temperatura), los niveles de excitación (ansiedad, somnolencia, entusiasmo) y hasta nuestra apreciación subjetiva del tiempo (si sentimos que algo va más rápido o más lento). Por supuesto, este sistema de percepciones no es universal y, por eso, la misma historia de amor puede tener tantas versiones como protagonistas y momentos de revisita y recuperación.
Desde una compresión más literaria del mundo, esa diferencia en el contexto perceptivo no signifi ca un peligro para el relato, porque al encontrarnos en el plano del juego fi ccional no importa tanto que dañe o disminuya su credibilidad. Por el contrario, nos entretiene hacerlo y aprovechamos los condimentos que puedan redefi nir los sabores de una historia.
Cuando le hablo a mi nuevo vínculo de mi ex, el recuerdo se va enriqueciendo con la distancia y la experiencia, ampliando el contenido concreto del relato, tal como hace un prólogo. En sentido estricto, se supone que un prólogo sirve para dos cosas: justifi car la aportación del texto principal y orientar al receptor en la lectura o disfrute de ella. No sé si estoy haciendo alguna de las dos cosas en este prólogo, pero quizás sea eso lo que pretendo hacer al hablar de esa relación tóxica que tuve hace como mil años: no dar cuenta de que ya aprendí y la superé, sino demostrar su vital «aportación», lo importante que es que haya existido. Porque tal como despierta interés en el hoy, es como despertaba interés en el antes, un «así de divertido fue». No recuerdo las cosas tal como son, pero, y pese al dolor, me gusta volver a contarlas, o como dice Rilke en una carta a Lou Andreas-Salomé, «me gusta que una “nueva veracidad” se esparza a través de mis recuerdos». Intuyo por qué Manuel Puig estaba obsesionado con escuchar y grabar conversaciones, ese tipo de historias contadas, esa oralidad tan hermosa como fugaz; recuerdos tan imperfectos como cautivantes.
Punto aparte. Toda mi teoría anterior estaría muy bien, sí, muy bonita, si es que Josemar no hubiera conocido a María da Gloria cuando tenía apenas trece años. O como leí en el artículo «A small secret war», de Delfi na Cabrera, si la novela no pareciera por momentos «un compendio o un manual de vejaciones, fl agelos y engaños que por su solo carácter cotidiano y persistente no deberían sorprender a nadie».
Josemar abandona a María da Gloria y ella con sólo quince años queda mal de la cabeza para siempre. Crisis nerviosa, locura. Yo recuerdo bien la primera vez que enfermé por amor. Tenía un año más que ella y pasé tres días con el estómago vacío e inapetente, casi sin levantarme de la cama. Mi mamá no me preguntó qué pasaba, pero estoy absolutamente segura de que lo sabía. Su preocupación, cuando me miraba desde la puerta en silencio, era muy palpable, y creo que hasta me hizo cariño en el pelo. O sea, ¡me dejó faltar al colegio! Algo que, en cualquier otra situación, incluso a cuarenta grados de fi ebre, habría sido imposible. Después de recoger los pedacitos de mi corazón, pensé que había aprendido una lección importante, y que en adelante me cuidaría más, que me enfundaría cual Juana de Arco una armadura y una espada. No funcionó.
«No tengo ninguna base científi ca para lo que voy a decir, pero en mi experiencia personal, a uno le cuesta tanto dejar las relaciones tóxicas por el sexo. Porque el sexo generalmente es muy bueno», me dijeron una vez, y fue como una revelación.
Ahora me gustaría aclarar dos cosas:
1) No pretendo hacer una apología de los amores tóxicos (o tal vez sí, pero hagamos como que voy a sublimar bajo una pregunta exclusivamente teórica: ¿Hay amores que vale la pena sufrir?).
2) De todas formas, leyendo la novela llegué rápidamente a la idea, o más bien la sensación, de que en las obras de Puig siempre hay algo oscuro, el drama o melodrama linda con el horror («ella lloraba, lloraba desesperadamente, era la primera noche, ella nunca había sufrido así, nunca la habían operado de nada, y realmente es algo que lastima y hiere. Él vio que salía sangre ¿está claro? sangre en cantidad»). Se trata de amores y/o deseos en extremo sinceros y quizás por esa razón, igual de brutales y violentos. Hasta da un poco de miedo, sangre en cantidad.
Y todo eso me hizo pensar en Rainer Werner Fassbinder: corazones eclipsados por la luna llena. «Aquellos cuyas vidas son dirigidas por sus emociones», se lee en la introducción de una de sus películas más confesionales y sanguíneas.
«Claro —coincide un amigo que también es fanático del director alemán—, la ley del más fuerte es más una telenovela, una muy melodramática. Pero más lenta.»
Creo que Fassbinder y Puig hubieran hecho una excelente dupla.
Conocida es la afi ción del escritor argentino por el cine, que desarrolló desde pequeño gracias a su madre. Estando becado en Italia en el Centro Sperimentale di Cinematografi a, comprendió que la dirección no era lo suyo, pues carecía del «carácter necesario»: «El plató es una cosa terrible. Hay que saber muy bien lo que se quiere, tenerlo muy claro y proyectar una seguridad en ti mismo [...]. Cada integrante del equipo tiene su película en mente y es el director el que tiene que poner un poco de orden. Se necesita un modo de ser muy especial para lograrlo». Rainer tenía ese modo «muy especial» por medio de una rara mezcla de autoritarismo y ternura, así que hubieran complementado bien.
Otra cosa en que coincidían era que ambos alimentaban sus relatos de personas «normales y corrientes». Uno usaba la cámara para hacer actuar a su madre, amigos y amantes. El otro, la grabadora.
«No tengo ilusiones de que mis relaciones románticas fueron maravillosas. Es más, es bastante malo que las haya tenido», declara Fassbinder en el documental To love without demands.
Se entiende que tampoco buscaba justifi car relaciones intensas y excesivas. De hecho, en más de una entrevista, señaló que las relaciones de pareja operan como un instrumento de dominio social: «insume tu tiempo, estás ocupado encontrando a alguien y luego estás ocupado haciendo que otra persona quiera vivir contigo».
Con títulos tan explícitos como El amor es más frío que la muerte o Sólo quiero que me ames intentaba evidenciar los abismos del amor en general. Pero si trabajaba con sus versiones más desmesuradas y crueles era para advertir específi camente en términos sociológicos cómo los sentimientos sirven para hacer que los individuos sean más propensos a la manipulación en todo tipo de orden: «Cada relación entre las personas es una lucha de poderes. Si lo miras desde el punto de vista social, de cómo funciona y está construida la sociedad, tiene total sentido que sea así. Las relaciones de este tipo hacen que las personas sean manejables haya el sistema que haya. Verdadera igualdad, relaciones felices, si uno tiene esa imagen de utopía, harían muy valientes a las personas. Y creo que por este motivo la sociedad apunta a relaciones sadomasoquistas».
En fi n..., que yo podría aplicar el mismo análisis a la obra de Puig. Uno en el que el uso de elementos provenientes de la industria del espectáculo (como el símbolo sexual de las divas de Hollywood) funcionan de forma transgresora y crítica al poner en primer plano los géneros menores «novela romántica» o formato de telenovela en tanto se ligan a lo débil «femenino». En una entrevista de 1973, él mismo declaraba: «La represión sexual es una de las armas principales del capitalismo. Para mí está clarísimo. Reducir a una mujer a objeto de modo que el hombre no sólo tenga el techo y la comida sino la tercera gran necesidad, que es el sexo».
Desde lecturas queer también se ha analizado el asunto. Puig fue uno de los miembros fundadores del Frente de Liberación Homosexual, si bien su paso por la organización fue breve. A propósito de la primera reunión, el escritor Eduardo Paz Leston comentaba en otra entrevista: «El peor enemigo del homosexual eran los caricaturescos. Es que en esa época nadie tomaba en serio a la marica, desde un lado intelectual se la veía como algo banal y frívolo, y de eso se agarraba la prensa de la época para condenar la homosexualidad. En cambio Puig hablaba todo en femenino, se refería a todos los escritores como “la tal” o “la cual”».
Me encantaría terminar con ese tipo de análisis. Uno que, por su seriedad, sería capaz de convencer a algún hombre Virgo de Instagram. Por otro lado, y sólo por contradecir (o, como diría Genet, «duplicarse a uno mismo»), también me gustaría insistir con el romanticismo tóxico y/o derecho a una pasión pura y tortuosa que valga la pena ser sufrida.
La película En un año con trece lunas intenta reconstruir los últimos días de Armin Meier, actor y amante de Fassbinder, que se quitó la vida luego de que el director no lo invitara a su cumpleaños número 33. («No tengo ilusiones de que mis relaciones románticas fueron maravillosas. Es más, es bastante malo que las haya tenido.»)
Precisamente.
