8.
Amanecí en el sofá hecho una mierda y con un dolor de cabeza espantoso. Apenas intenté levantarme me di cuenta de que un decaimiento general me agobiaba y que tenía también la garganta reseca y carrasposa, como si me hubiera tragado un puñado de agujas. Me metí en el baño y me pegué un duchazo con agua bien fría. Luego bajé a la cocina y me preparé un café. Resucité.
Me llamó Miranda al teléfono fijo y, preocupada, me increpó:
—¿Dónde estabas metido?
—Aquí, ¿por qué?
—Te llamé ayer mil veces al celular y no contestaste. Pensé que te había pasado algo —su voz era dulce y denotaba allá, al fondo, una auténtica alarma inundada de afecto.
—Yo qué sé, Miranda, me habré quedado sin batería o lo apagué sin darme cuenta —dije sin mucha convicción.
—Te llamé también al fijo y nada.
—Me quedé dormido en el sofá. Estaba exhausto.
—¿Bebiste anoche?
Dudé un par de segundos y dije sin darle mayor importancia al asunto:
—Una botella de ginebra.
—¿Te tomaste el litio? —su tono era maternal, de protección, como si supiera que debía tener cuidado, pues en cualquier momento Frank Molina atacaría a Frank Molina.
—Ya mismo lo hago. El Rivotril lo dejé porque me agüeva por las mañanas y necesito estar bien despierto.
—Y conecta el celular para cargarlo. Te llamo por la noche. Y cuídate, no quiero que te vaya a pasar nada.
—Listo, corazón, cuadramos para comer esta noche juntos.
Nos despedimos y, apenas colgué, tuve esa extraña sensación que me hacía sentir por un lado acompañado y protegido, y por otro vigilado y espiado en mi intimidad. Una identidad salvaje y anárquica odiaba esa vigilancia sistemática, el hecho de tener que dar explicaciones y rendirle cuentas a alguien. Si había decidido quedarme solo era precisamente porque deseaba hacer lo que me diera la gana sin consultarle a nadie si estaba bien o mal. Que fumar marihuana está mal visto y no es un buen ejemplo para los jóvenes. ¿Y a mí qué me importa? Por eso no tenía hijos ni iba dando conferencias por todos los colegios. Que beber alcohol como un cosaco no era bien visto por la sociedad. ¿Y a mí qué? Yo no tenía vida social, ni familia, ni nada. Entonces esa actitud de Miranda, que estaba a medio camino entre la preocupación legítima y la represión censuradora, me generaba un conflicto que no era fácil de solucionar: quería que estuviera cerca de mí, sí, pero que no se entrometiera en mi vida privada. Aunque no estuviera de acuerdo con esa vida y aunque supiera que ciertas actitudes mías iban en contra de mí mismo. Ese era mi problema, no el suyo.
Después de dos o tres horas de llamar al señor José Mendieta a distintos números telefónicos que me daban en su oficina y en su casa, tuve que nombrar a mi jefa, Mariana Pombo, y la estrategia dio resultado. Logré al fin una cita con él para el mediodía. Me acerqué a su oficina, en el centro de Bogotá, y, en efecto, me recibió justo a las doce. Era un tipo alto, vestido con traje y corbata, elegante, distinguido, que estaba entrenado en aparentar una simpatía que en realidad no le nacía naturalmente. Me dijo con una sonrisa después de estrecharme la mano:
—Ah, sí, sí, el investigador privado que contrató Mariana, claro, pase, pase.
Me sentí incómodo enseguida. Mendieta era la clase de tipo que impone una atmósfera banal donde él se siente a gusto y se resguarda con habilidad. Decidí romper desde la primera frase con ese tono que era una trampa.
—Sé que está muy ocupado, señor Mendieta, así que seré breve y directo —le dije sacando mi libreta y preparándome para anotar todas sus respuestas—. El tapete de la sala donde se encontró el cadáver de su amigo, Ignacio Pombo, no tenía una sola mancha de sangre. Su pijama estaba limpia para el número de puñaladas que recibió. Eso significa que lo mataron en otra parte y que después lo condujeron hasta la casa y lo depositaron allí. ¿Sabe usted quiénes pudieron hacer una cosa parecida? ¿El señor Pombo no le comentó si tenía enemigos, si había recibido amenazas previamente?
Mendieta sintió el golpe seco. No supo cómo encajarlo.
—¿Eso dijo la Fiscalía? —fue lo único que se le ocurrió comentar.
—No, eso lo digo yo. Pero pronto lo dirán ellos también porque es muy evidente.
—Eh, bueno, ¿qué quiere que le diga? Nacho estaba investigado, como lo estoy yo, por el caso de la parapolítica. Obviamente, acusaciones infundadas que ya nos encargaremos de desvirtuar en su momento. Pero hasta donde yo sé, no había recibido amenazas de nadie.
—Lo iban a detener, como le sucederá a usted dentro de poco. Eso supone unos enemigos comunes. La pregunta es fácil, señor Mendieta: ¿quiénes son esos enemigos?
—Excúseme, pero siento que es usted un poco agresivo, señor… —Molina, Frank Molina.
—Para interrogarme no tiene por qué atacarme, señor Molina —dijo Mendieta buscando un poco de aire para recobrarse.
Decidí no dejarlo respirar y seguir golpeando.
—Todo el mundo sabe que tanto la Fiscalía como la Procuraduría hallaron méritos suficientes en ambos casos para detenerlos. Usted irá a la cárcel, señor Mendieta, y desde allá le va a tocar defenderse. Eso no es una agresión mía, sino el resultado de una investigación judicial. Para buscar rebaja de penas es posible, como hicieron otros amigos de ustedes, que tanto el señor Pombo como usted hubieran pensado en colaborar con la justicia y en servir de testigos contra otros políticos. El punto es que un amigo suyo está muerto, asesinado, y le pregunto, sin herir su susceptibilidad, si no teme por su propio pellejo. Porque los que sacaron del partido a su amigo es muy posible que lo saquen a usted también, ¿o me equivoco?
Mendieta estaba contra las cuerdas y de pronto sonó la campana: su secretaria le anunció que tenía una llamada.
—Excúseme un segundo, por favor —dijo aliviado y levantó el teléfono con rapidez, como si supiera que en ese gesto estaba su única salvación. Habló con monólogos y con una especie de tacto que me hizo pensar que la llamada era justamente de Irene de Pombo advirtiéndole que no me fuera a dar ningún dato. Cuando colgó, ya era más dueño de sí y salió de las cuerdas con una finta que yo ya me esperaba.
—Señor… Molina, ¿verdad?... Yo tengo la impresión de que usted está viendo culpables por todas partes y que cree que podrá ganarse una plata señalando responsables a diestra y siniestra. Se equivoca. Ignacio era mi amigo y en su muerte no hubo nada turbio. Fue mala suerte, un robo, como le hubiera podido pasar a usted o a cualquiera. La Fiscalía no ha dado indicios de un complot ni nada parecido. Tampoco me ha llamado a mí para involucrarme o decirme que estoy escondiendo información. ¿Y sabe por qué? Porque saben que yo no tengo velas en este entierro. No tengo ni idea de qué trama está usted urdiendo en su cabeza… En cuanto a mi situación con la justicia, ya di la cara, ya rendí indagatoria, nombré un abogado y me estoy defendiendo para demostrar públicamente que no he recibido ni dado favores. No me corresponde defenderme frente a usted, según entiendo, así que, mi querido investigador privado, no sé para qué perdemos el tiempo aquí usted y yo. Lo que sí le quiero dejar muy en claro es que si usted sigue arrojando por ahí acusaciones temerarias lo voy a demandar por injuria y calumnia, y va a tener que comprobar sus teorías frente a un tribunal. ¿Le quedó claro? ¿Nos entendemos?
—Sí, perfectamente —dije poniéndome de pie y caminando hacia la puerta—. Vine aquí a cerciorarme de qué clase de persona es usted. Me queda muy claro que las autoridades, al menos en su caso, no se han equivocado. Un tipo de su calaña tiene que estar tras las rejas. Pero el crimen del señor Pombo no se quedará así. Aunque usted y la señora de Pombo, con la cual supongo que acaba de hablar, se empeñen en todo lo contrario. Y ya veremos quién termina en los tribunales. Aunque en el caso suyo la expresión es incorrecta, porque usted ya está en ellos. Y por algo será. Pero no olvide algo, señor Mendieta: los cadáveres están quietos, inmóviles, pero hablan, dicen cosas. Salta a la vista que al señor Pombo lo asesinaron en otro lado, lo está gritando a voces él mismo. Son las voces de los muertos, que son implacables, y que a personas como usted las persiguen hasta que confiesan la verdad. Espero que pueda dormir bien, don José. Hasta luego.
Antes de cualquier insulto, abrí la puerta y salí. No había logrado nada, pero al menos le había amargado el día a ese cabrón. Y verlo así, cara a cara, me había dado la verdadera medida de mi contrincante.
Los bandos estaban definidos: Mariana y yo contra Irene y Mendieta. Ahora se trataba de empezar a buscar otros jugadores, fichar sus pases y armar un buen equipo para salir al campo de juego y arrasar con el enemigo.
Se me ocurrió un crack, un jugador estrella que podía ayudarnos a gambetear en el medio campo: Eugenio Peláez, el representante de las víctimas de la masacre de Cocora. Si a Ignacio Pombo lo habían mandado a la banca los militares, y su muerte estaba relacionada con el caso Cocora, nadie podía iluminarme tanto como Eugenio, que a lo largo de dos décadas había representado a los familiares de las víctimas en una batalla memorable.
De otro lado, si la muerte sí venía de los políticos corruptos y de los paramilitares, tenía que ir a La Picota y entrevistar a los que ya estaban arrestados. Tarde o temprano alguien soltaría la lengua y me echaría un cable para investigar a partir de datos sólidos.
Finalmente, no estaba de más vigilar un poco a la parejita adúltera, a Mendieta y la señora, ahora viuda, de Pombo. Si eran amantes y tenían entre ellos algún negocio turbio, no estaba de más enterarse. Eso suponía duplicar el trabajo, porque había que instalarse frente a la casa de ella, vigilarla durante horas, seguirla, fotografiarla y no perderle el rastro. Y no sabía a qué horas iba yo a hacer tantas cosas al tiempo.
Iba caminando por la calle un poco englobado cuando de repente sonó el celular. Contesté y, del otro lado, escuché la voz de Kalimán que me hablaba en un tono cauteloso que no le había escuchado antes:
—¿Molina? ¿Está solo? ¿No lo interrumpo?
—No, tranquilo, estoy caminando por la calle. ¿Qué pasa?
—Vinieron unos tipos raros, maestro, diciendo que eran de la Empresa de Teléfonos, que estaban revisando las líneas del barrio, que tal y pascual. Pura carreta, viejito, si esos tipos son técnicos de la Empresa de Teléfonos yo soy El Divino Niño. No podían con la cara de tiras. Yo lo que creo es que nos intervinieron las dos líneas, la de la casa y la del local. Y supongo que los celulares también quedarán bajo control.
—Ya…
—Y como la cosa no es conmigo, pues supongo que es con usted, así que mejor cuídese y no hable por teléfono nada comprometedor.
—Listo, hermano, gracias.
—Lo mejor que puede hacer es comprar otro celular a nombre de una amiga o algo así, para que no lo pillen. Y hay otro problema, una güevonada, pero tengo que decírsela.
—A ver…
—Estamos llenos de goteras, maestro. Me tocó poner unos baldes que compré aquí cerca porque está cayendo el agua a chorros. Esas tejas están todas rotas. No me quiero imaginar lo que será dentro de la casa.
—Para cambiar el techo tengo que solucionar primero este caso. Ya me quedé sin billete.
—Y qué, ¿ya hay alguno con cara de killercito?
—Dos.
—¿Se le ofrece algo? ¿Quiere que le eche una mano? De pronto logramos que los astros se pongan de su lado.
—Ya veremos, por ahora tengo trabajo en cantidades. Gracias por el dato de los teléfonos. Eso significa que voy por buen camino. Y prometo arreglar las goteras apenas tenga plata.
—Fresco, yo les he dicho a los clientes que lo material no tiene importancia, que se trata de un ejercicio de humildad. De pronto lo que hago es armar una pequeña fuente debajo de cada gotera para darle un aire New Age al consultorio.
Nos despedimos con Kalimán y no dejé de sonreírme. Ahora, después de que la propia prensa había pasado por encima de mi pasado como periodista de judiciales, después de que todos los colegas se habían hecho los de la vista gorda y ninguno había escrito un solo artículo en mi defensa, mi único amigo era ese inquilino medio chiflado que había puesto un consultorio astral. Y la verdad era que el mentalista hacía por mil, y, en lugar de quejarme, me sentí orgulloso de la calidad de ese único amigo.
Me dirigí a las oficinas del DAS a conversar un rato con los del oficio, a ver si alguno de ellos me daba luces sobre el caso. El flaco Morales, que había sido uno de mis instructores durante el curso para detective privado, me dijo con esa cancha que le otorgaban los veinte años que había estado dentro de la institución:
—Mire, Molina, no hay nada peor que meterse con políticos. Incluso los que están limpios son corruptos por omisión, porque no pueden denunciar a los demás ni meterlos a todos a la cárcel. Es una plaga brava, jodida, mañosa.
—Por lo pronto ahí voy, empezando a investigar a los amigos del tipo y sospechando de la mujer, que es una joya.
—¿Ya habló con los de la Fiscalía, con los de laboratorio?
—Para allá voy ahora. Es imposible que no se hayan dado cuenta de que a Pombo lo mataron en otra parte.
—Pregunte por Serruchito, que es un bacán. Trabajaba antes en una sección de amputados del Hospital Militar, de ahí el apodo. Una vez me contó un chiste buenísimo. ¿Se lo sabe?
—No —dije con resignación.
—Acababan de amputarle las dos piernas a un soldado herido por una mina quiebra-patas y el tipo se despertó después de la cirugía medio atontado, y Serruchito le dijo: Viejito, te tengo una noticia mala y una buena. ¿Cuál quieres oír primero? La mala, doctor, contestó el güevón atolondrado por la anestesia. Pues que tuvimos que amputarte las dos piernas. ¿Qué? ¿Cómo?, dijo el soldado abriendo los ojos muy alarmado. Sí, viejito, tocó quitártelas para salvarte la vida porque ya estaban gangrenadas, le reiteró Serruchito. ¿Y cuál es la buena noticia entonces, doctor?, suplica el soldadito. Y Serruchito, con una sonrisa franca, le contesta: Que el man de la cama 23 te quiere comprar las botas —termina de decir Morales atacado por una risa súbita—. Buenísimo, ¿sí o no?
—Sí, está bueno, para qué —acepté recordando de repente el humor de los tipos en las morgues, los hospitales y los centros de salud. Un humor cuyo objetivo no era reírse, sino salvarse de la locura.
—Pues ése es el man que usted necesita, hermano. Díga le que yo lo mando y que le eche una mano a ver en qué va la vaina. Y cualquier cosa que descubra, pégueme un grito y cuénteme. No se le olvide que también puede pedir refuerzos cuando los necesite. Estamos es para ayudarnos, Molina, no para jodernos. Tenemos tantos líos y hay tanta corrupción en este hueco que lo único que nos falta es cascarnos entre nosotros.
—Listo, Morales, quedamos en contacto. Y gracias.
Salí de allí para la Fiscalía en medio de un aguacero torrencial. Serruchito estaba abajo, en los sótanos, revisando unos cadáveres que acababan de llegar de una masacre en una finca de la sabana. Le dije quién me enviaba, quién era y qué estaba investigando. El tipo me miró por encima de sus gafas (era alto, delgado, narizón, de ojos verdes, de unos cuarenta y cinco años bien llevados), me auscultó de arriba abajo y me preguntó con cierta sorna:
—¿Usted no es Frank Molina, el cronista de judiciales?
—Era, hermano, ya no. Me morí. Ahora estoy de este lado.
—Menos mal, porque del otro lado nos hizo pedazos más de una vez —dijo Serruchito acercándose con pasos largos y pausados.
—Espero que no haya rencores —dije a manera de súplica.
—Qué va, cada quién hace lo que puede y punto. Lo bacano de usted es que nunca fue un hijueputa mentiroso, como tantos otros — acentuó él con una sonrisa—. Aquí estos güevones no se acostumbran a hacer bien las vainas, es cierto, pero a veces la prensa inventa, nos calumnia y después nos toca mamarnos la fama de incompetentes con la jeta callada.
Le hice un resumen de la situación y él asintió varias veces.
—Sí, todo eso está ya en el informe que hicimos —dijo él poniéndome la mano en el hombro e invitándome a salir de allí—. Al mancito no sólo lo mataron en otro lugar, sino que se demoraron mucho en llevarlo, instalarlo, empijamarlo y llamar una ambulancia. Como cuatro horas, por lo menos. Cuando los paramédicos llegaron el fiambre llevaba cuatro horas muerto.
—¿Y puedo consultar ese informe?
—Lo pasamos ayer, hermanito, así que lo puede consultar cuando quiera. Otra cosa más: el arma utilizada no fue un cuchillo, sino una navaja, una navaja barata, sin mucho filo, de ésas que venden en la calle por dos mil pesos. No lo navajearon de pie, ni el tipo pudo defenderse o echarse para atrás. Lo pincharon acostado, es decir que la espalda estaba apoyada contra algo y eso permitió que el arma entrara más fácilmente. No se defendió, ni tuvo tiempo de aruñar o pelear con el asesino, porque no tenía huellas de enfrentamiento físico ni rastros de piel o de pelo en las uñas.
—Voy a sacar ya mismo copia de ese informe. Eso significa que toda la escenita del robo no fue sino un montaje para despistar las investigaciones.
—Y ahí le paso un dato clave, Molina, para que quede en deuda y mire a ver qué va a invitar en la próxima: el asesino es zurdo por las inclinaciones de las heridas y por el trayecto que debió describir el arma homicida… Lástima que no siga en judiciales, hermanito, para que escribiera un artículo sobre mí y sobre lo bien que hacemos aquí las vainas —terminó de decir Serruchito con una sonrisa limpia.
—Listo, hermano, le debo un almuerzo completo con aperitivo incluído —le dije en un tono amistoso y entu siasta.
Salí y ya el aguacero había pasado. Decidí que era suficiente y que me sentía realmente agotado. Al fin y al cabo no había dormido y el guayabo me tenía con la cabeza a punto de estallar. Me comí unas empanadas con una Coca-Cola y agarré un taxi para la casa.
Apenas entré vi los rastros de las goteras por todas partes. Menos mal que el piso era de baldosa y se podía trapear con facilidad. A los dos minutos me timbró Kalimán en la puerta. Le abrí con los ojos caídos por el sueño y la fatiga:
—Yo pensé que me iba a recibir en un bote de inflar, como esos que echan al agua los barcos grandes antes de un naufragio —me dijo con las manos entre los bolsillos.
—Me va a tocar trapear toda la casa —acepté—. Esta vaina parece Venecia. Lo que voy a comprarme es una góndola.
—Pues, hermanito, las cosas por aquí no mejoran.
—No me diga que nos van a cortar la luz o el agua.
—Peor, maestro. Hoy, después de que lo llamé a usted, se me presentó aquí un tipo con cara de malas pulgas, se me metió en el consultorio casi a empujones y me hizo una serie de preguntas sin darme tiempo a nada.
—¿Y por qué no llamó a la policía?
—Viejito, esto no es Duro de matar ni yo soy Bruce Willis. El cabrón tenía una pistola en el pantalón y se parecía a Hulk. ¿Qué quería que hiciera?, ¿Que le lanzara una patada voladora y le demostrara todos mis años de entrenamiento en un monasterio shaolín? Despertándose, Molina, esto no es Kung Fú. Lo único que se me ocurrió preguntarle fue que si quería que le interpretara su carta astral o que le leyera el tarot.
—¿Y qué pasó?
—Me preguntó qué hacía, desde cuándo estaba aquí, quién era yo, si tenía licencia para este negocio, si lo conocía a usted, si éramos amigos, si lo conocía de antes… Mejor dicho, quería saber todo acerca de nosotros dos. Pensé que me iban a meter preso y que me iba a tocar leer el tarot en el patio quinto de La Picota, maestro.
—¿Y no se identificó ni mostró ninguna credencial?
—Hola, Molina, usted ve mucha televisión, hermanito. La credencial era la pistola. Lo que me pareció berraquísimo fue pensar que usted ya es un detective de verdad, metido en líos, con gorilas pisándole los talones y todo. Chévere. Mientras nosotros estamos metidos en estas vainas hay otros güevones de nuestra edad que están con la presión arterial y el colesterol altos, pensando en la jubilación, en cómo pagarle la matrícula universitaria a sus hijos y con una gorda histérica en la casa jodiéndolos porque no hay para las vacaciones. Tenaz. Yo prefiero mil veces estar metido en mierderos.
—¿Y al final el tipo se fue o qué?
—Sí, me preguntó si sabía dónde estaba usted y en qué estaba trabajando. Le dije la verdad, que no, que sabía que era detective pero que no tenía ni idea de qué estaba investigando. Luego, con cara de «pilas que esto no es un juego», me dijo: «dígale al señor Molina que no se meta en problemas, que se quede tranquilo». Y listo, eso fue todo, se dio media vuelta y chaolín, desapareció por la puerta.
—Qué raro, no he descubierto nada especial como para que ya estén mandándome mensajes.
—Pues debe ir por buen camino desde que están tan nerviosos.
—El problema es que no tengo ningún camino. No sé todavía quiénes pueden ser los culpables.
—Bueno, pilas, de todos modos cuídese la espalda. Y si le parece, después, con el arriendo del otro mes, miramos a ver cómo cambiamos las tejas rotas. Porque el invierno va para largo.
—Listo, Kalimán, no sabe cómo le agradezco todo. Lamento causarle tantos problemas.
Le di un apretón de manos, cerré la puerta, pasé el trapero de afán, sin poner mucha atención en los charcos de agua, llamé a Miranda y le dije que habláramos después, que estaba muerto y quería dormir un poco, y me tiré en la cama con la ropa puesta y me quedé profundo.