Capítulo Uno

Nadie encuentra a su alma gemela a los diez años. ¿Qué gracia tendría eso?

Sweet Home Alabama

El día comenzó como otro cualquiera.

El Sr. Fitzpervertido escupió una bola de pelo en mis zapatillas, me quemé el lóbulo de la oreja con la plancha del pelo, y cuando abrí la puerta para irme al instituto, pesqué a mi archienemigo-vecino sospechosamente echado sobre el capó de mi coche.

—¡Oye! —Me puse las gafas de sol sobre la nariz mientras cerraba la puerta tras de mí. Salí pitando hacia él con cuidado de no arañar mis nuevas bailarinas con estampado floral mientras básicamente corría hacia él—. Bájate de mi coche.

Wes se bajó de un salto y alzó las manos en el gesto universal de «soy inocente», aunque su sonrisilla hacía que pareciera cualquier cosa menos inocente. Además, lo conocía desde preescolar; aquel chico no había sido inocente de nada en su vida.

—¿Qué tienes ahí en la mano?

—Nada. —Colocó la susodicha mano tras su espalda. Incluso aunque se hubiera puesto muy alto y varonil, y un poco atractivo desde primaria, Wes seguía siendo el mismo chico inmaduro que había quemado «accidentalmente» el rosal de mi madre con un petardo—. Eres una paranoica —me dijo.

Me detuve frente a él y entrecerré los ojos mientras lo observaba. Wes tenía una de esas caras de chico travieso, el tipo de cara en la que sus ojos oscuros (rodeados de unas pestañas gruesas y de un kilómetro de largas, porque la vida no era justa) revelaban muchas cosas, incluso cuando no decía una palabra.

Alzó una ceja, lo cual me indicó lo ridícula que él pensaba que era yo. De nuestros muchos encuentros nada agradables, sabía que cuando entrecerraba los ojos, significaba que me estaba evaluando, y que estábamos a punto de discutir por la última cosa que había hecho para molestarme. Y cuando tenía el brillo en la mirada que tenía ahora mismo, con sus ojos marrones prácticamente centelleantes tras una travesura, sabía que estaba condenada. Porque el Wes pícaro siempre ganaba.

Le di un golpecito con el dedo en el pecho.

—¿Qué le has hecho a mi coche?

—No le he hecho nada a tu coche, per se.

¿Per se?

—¡Uy! Vigila esa sucia boca, Buxbaum.

Puse los ojos en blanco, lo cual hizo que sus labios esbozaran una malvada sonrisa antes de que dijera:

—Bueno, esto ha sido muy divertido, y me encantan tus zapatos de abuela, por cierto, pero me tengo que ir pitando.

—Wes…

Se giró y se alejó de mí como si no hubiera dicho nada. Simplemente… se marchó hacia su casa de esa manera suya relajada y arrogante. Cuando llegó al porche, abrió la puerta mosquitera y gritó por encima de su hombro:

—¡Que tengas un buen día, Liz!

Bueno, eso no podía significar nada bueno.

Porque ni de broma podía desear de verdad que pasara un buen día. Miré el coche, nerviosa incluso por abrir la puerta.

Wes Bennett y yo éramos enemigos en una guerra sin limitaciones e intensiva que librábamos por el único sitio de aparcamiento disponible en nuestra calle. Él solía ganar, pero solo porque era un maldito tramposo. Pensaba que era muy gracioso reservar el Sitio para sí mismo dejando en él cosas que eran demasiado pesadas para que yo las moviera, como una mesa de pícnic de hierro, el motor de un camión, la rueda de un monster truck… Ya te puedes ir haciendo una idea.

(Incluso cuando sus payasadas llamaron la atención del grupo de Facebook del vecindario, del cual mi padre era miembro, y los chismosos estaban que echaban espuma por la boca encima de sus teclados por arruinar el paisaje del vecindario, ni una sola persona le había dicho nada a él, ni lo obligaron a parar. No era justo en absoluto).

Pero yo era la que me había alzado con la victoria por una vez, porque el día anterior había tenido la brillante idea de llamar al ayuntamiento después de que Wes decidiera dejar su coche aparcado en el Sitio durante tres días seguidos. Omaha tenía un decreto de veinticuatro horas, así que el bueno de Wesley se había ganado una preciosa multa de aparcamiento.

No voy a mentir, sí que hice un pequeño baile de felicidad en mi cocina cuando vi al policía colocar la multa bajo el limpiaparabrisas de Wes.

Comprobé mis cuatro ruedas antes de subirme al coche y ponerme el cinturón. Escuché a Wes reírse, y cuando me agaché para fulminarlo con la mirada por la ventanilla del pasajero, cerró la puerta de su casa de un golpe.

Entonces vi qué era lo que le parecía tan gracioso.

La multa de aparcamiento estaba ahora en mi coche, pegada al centro del parabrisas con cinta de embalar, a través de la cual era imposible ver nada. Había capas y capas de lo que parecía cinta de embalar profesional.

Salí del coche y traté de levantar uno de los bordes con la uña, pero los había aplanado con precisión.

Menudo imbécil.

Cuando por fin llegué a la escuela después de haber rascado mi parabrisas con una cuchilla de afeitar, y tras haber hecho ejercicios de respiración para recuperar mi estado zen, entré al edificio con la banda sonora de Bridget Jones's Diary sonando en mis auriculares. Había visto la película la noche anterior por millonésima vez, pero esta vez, la banda sonora me había inspirado. Mark Darcy diciendo «joder, y tanto que sí» mientras besaba a Bridget era, por supuesto, cautivador de la leche, pero no habría sido un momento merecedor de un «ay, Dios mío» si no hubiera sido porque la canción Someone like you de Van Morrison había sonado de fondo.

Sí, tengo una fascinación que roza la obsesión con las bandas sonoras de las películas.

La canción comenzó a sonar mientras atravesaba la cafetería y me abría paso a través de la muchedumbre de estudiantes que abarrotaban los pasillos. Mi cosa favorita de la música era que, si ponías el volumen lo suficientemente alto, y en unos buenos auriculares (y yo tenía los mejores), conseguía que el mundo a tu alrededor se suavizara. La voz de Van Morrison hizo que nadar a contracorriente a través de aquel pasillo atestado pareciese la escena de una película, al contrario de la pesadilla total que era en realidad.

Me dirigí al baño del piso superior, donde me veía con Jocelyn cada mañana. Mi mejor amiga era una persona a la que se le quedaban siempre las sábanas pegadas, así que era raro el día en el que no estuviera allí pintándose la raya de los ojos a toda velocidad antes de que sonara la campana.

—Liz, me flipa ese vestido. —Joss me miró de soslayo entre limpiarse un ojo y el otro con un bastoncillo mientras entrábamos en el baño. Sacó su rímel y comenzó a pasarse la vara por las pestañas—. Las flores son totalmente tu estilo.

—¡Gracias! —Me acerqué al espejo y di una vuelta para asegurarme de que el vestido acampanado clásico no estuviese enganchado en mi ropa interior o algo igual de bochornoso. A nuestra espalda, dos animadoras rodeadas por una nube de humo blanco estaban con un cigarrillo electrónico, y les dirigí una sonrisa con los labios cerrados.

—¿Intentas vestirte como las protagonistas de tus películas, o es una coincidencia? —me preguntó Joss.

—No digas «tus películas», como si fuera una adicta al porno o algo así.

—Tú ya me entiendes —dijo Joss mientras se separaba las pestañas con un imperdible.

Sabía exactamente a qué se refería. Veía las queridas comedias románticas de mi madre casi todas las noches, usando la colección de DVD que había heredado cuando murió. Me sentía más cercana a ella cuando las veía; era como si una parte diminuta de ella estuviera allí, viéndolas junto a mí. Probablemente porque las habíamos visto juntas tantísimas veces.

Pero Jocelyn no sabía nada de eso. Habíamos crecido en la misma calle, pero no nos habíamos hecho realmente amigas hasta que tuvimos unos quince años, así que, aunque sabía que mi madre había muerto cuando yo tenía diez años, nunca habíamos hablado realmente de ello. Siempre había asumido que estaba obsesionada con el amor porque era una romántica empedernida. Y yo nunca le había llevado la contraria.

—Oye, ¿le preguntaste a tu padre lo del pícnic de último curso? —Joss me miró a través del espejo, y supe que iba a cabrearse conmigo. Sinceramente, me sorprendía que no hubiera sido lo primero que me había preguntado al llegar.

—Cuando me acosté él aún no había llegado a casa. —Aquello era cierto, aunque en realidad podría haberle preguntado a Helena si realmente hubiera querido sacar el tema—. Hablaré con él hoy.

—Claro que sí. —Cerró el rímel y lo metió de un empujón en su bolsita de maquillaje.

—En serio, te lo prometo.

—Venga. —Jocelyn metió su neceser en la mochila y agarró su café—. No puedo llegar tarde a Literatura otra vez, o me castigarán, y le dije a Kate que le dejaría los chicles en su taquilla de camino.

Me puse bien la bandolera sobre mi hombro, y en ese momento vislumbré mi reflejo en el espejo.

—Espera, se me ha olvidado el pintalabios.

—No tenemos tiempo para pintalabios.

Siempre hay tiempo para el pintalabios. —Abrí la cremallera del bolsillo lateral y saqué mi nuevo favorito, Rojo Retrógrado. En el caso improbable (pero que muy improbable) de que mi Chico Ideal estuviera en este edificio, quería tener unos labios presentables—. Tú ve yendo.

Ella se marchó, y yo expandí el color sobre mis labios. Mucho mejor. Metí el pintalabios en mi bandolera, me volví a colocar los auriculares, y salí del baño mientras le daba a «reproducir» y dejaba que el resto de la banda sonora de Bridget Jones se colara en mi mente.

Cuando llegué a Literatura, me dirigí al fondo de la clase y me senté en la mesa entre Joss y Laney Morgan, bajándome los auriculares hasta el cuello.

—¿Qué has puesto tú en el número ocho? —Jocelyn escribía con rapidez mientras me hablaba, intentando terminar los ejercicios—. Me he olvidado de la lectura, así que no tengo ni idea de por qué las camisas de Gatsby hacen que Daisy llore.

Saqué mi hoja de ejercicios y dejé que Joss copiara mi respuesta, pero mi mirada se trasladó hasta Laney. Si hicieran una encuesta, todo el planeta estaría de acuerdo por unanimidad en que la chica era guapísima; era un hecho indiscutible. Tenía una de esas narices tan adorables, y su sola existencia ciertamente había creado la necesidad para que la palabra «respingona» existiese en el diccionario. Tenía unos ojos enormes, como los de una princesa Disney, y su pelo rubio siempre estaba tan brillante y sedoso, que parecía sacado de un anuncio de champú. Era una pena que el interior de su alma fuera exactamente lo opuesto a su físico.

La odiaba tantísimo.

En el primer día de preescolar, había gritado «uuuugh» cuando me había sangrado la nariz mientras me señalaba la cara, hasta que todos en la clase me habían mirado boquiabiertos y asqueados. En tercero de primaria le había dicho a Dave Addleman que mi cuaderno estaba lleno de notas de amor sobre él. Y había tenido razón, pero eso no venía al caso. Laney se había ido de la lengua, y en lugar de comportarse de manera encantadora o dulce como las películas me habían hecho creer que ocurriría, David me había llamado «rarita». Y cuando teníamos diez años, no mucho después de que mi madre muriera, me había visto obligada a sentarme junto a Laney en el comedor por culpa de los asientos asignados. Todos los días, mientras yo le daba vueltas a mi almuerzo caliente pero apenas comestible, ella abría su fiambrera de color rosa pastel y asombraba a la mesa entera con las delicias que su madre le había preparado.

Bocadillos cortados en formas adorables, galletas caseras, bizcocho de chocolate con azúcar por encima… Había sido un auténtico tesoro de obras maestras culinarias para niños, cada una preparada con incluso más amor que la anterior.

Pero eran las notas las que me habían roto el corazón.

No había un solo día en el que su almuerzo no incluyera una nota escrita a mano por su madre. Eran pequeñas notas divertidas que Laney solía leer en voz alta para sus amigas, con garabatos en los márgenes. Y si dejaba que mi mirada entrometida se deslizara hasta la parte inferior, donde ponía: «con amor, mamá» en una letra cursiva y enroscada y con corazones garabateados alrededor, me ponía tan triste que ni siquiera podía comer.

Hasta el día de hoy, todo el mundo pensaba que Laney era genial, preciosa y lista, pero yo sabía la verdad. Puede que fingiera ser maja, pero desde que tenía uso de razón, siempre me había lanzado miradas extrañas. Todas y cada una de las veces que esa chica me miraba, era como si tuviera algo en la cara, y no tuviera claro si le daba asco, o si le hacía gracia. Estaba podrida bajo toda esa belleza, y algún día el resto del mundo sabría la verdad.

—¿Un chicle? —Laney me ofreció un paquete de menta fuerte, con sus cejas perfectas arqueadas.

—No, gracias —murmuré, y me volví hacia la parte de delante de la clase justo a tiempo de ver a la señora Adams entrar y preguntar por los ejercicios.

Pasamos los papeles hacia delante, y comenzó a hablar sobre cosas de literatura. Todos empezaron tomar notas en sus portátiles suministrados por el instituto, y Colton Sparks me saludó con un movimiento de su barbilla desde su asiento, en la esquina.

Yo sonreí y bajé la mirada hacia mi portátil. Colton era majo. Había hablado con él durante dos semanas enteras a principio del curso, pero había resultado ser un chasco. Lo cual resumía en realidad todo mi historial de citas: un chasco.

Dos semanas era el promedio de la duración de todas mis relaciones, si es que se podían llamar así.

Esto es lo que pasaba normalmente: veía a un chico mono, soñaba despierta con él durante semanas mientras en mi mente comenzaba a formarse la idea de que era mi alma gemela, única e inigualable. Lo típico de antes de una relación de instituto, que siempre surgía de las mayores esperanzas. Pero para el final de esas dos semanas, incluso antes de que estuviéramos saliendo oficialmente, casi siempre me daba el… repelús. La sentencia de muerte de todas las relaciones florecientes.

«Definición de repelús: un término del mundo de las citas que se refiere a un sentimiento de asco repentino que alguien siente cuando tiene contacto romántico con alguien y, casi inmediatamente, hace que le resulte poco atractivo».

Joss decía que siempre estaba echando un ojo, pero nunca llegaba a comprar nada. Y siempre resultaba que tenía razón. Pero mi propensión a tener relaciones brevísimas de dos semanas había estropeado, y mucho, la posibilidad del baile de graduación. Quería ir con alguien que hiciera que se me cortara el aliento y se me acelerara el corazón, pero ¿quién quedaba en esta escuela que no hubiera considerado ya?

Quiero decir, técnicamente tenía una cita para el baile de graduación: iba a ir con Joss. Es solo que… ir al baile de graduación con mi mejor amiga me parecía un fracaso enorme. Sabía que me lo pasaría bien (íbamos a ir a cenar antes con Kate y Cassidy, las más divertidas de nuestro pequeño grupo de amigas), pero el baile de graduación se suponía que debía ser la cumbre del romance de instituto. Se suponía que debía de ir sobre peticiones de baile dignas de plasmarlas en una cartulina, ramilletes a juego, asombro mudo ante lo bien que te queda el vestido, y dulces besos bajo la hortera bola de discoteca.

Toda esa típica mierda de Pretty in Pink con Andrew McCarthy y Molly Ringwald.

Se suponía que no debía de ser unas amigas cenando en la Fábrica de la Tarta de Queso antes de ir al instituto para hablar de forma incómoda mientras las parejas se refregaban los unos contra los otros.

Sabía que Jocelyn no lo entendería. Ella pensaba que el baile de graduación no era nada importante, tan solo un baile de instituto para el que te vestías de forma elegante, así que pensaría que era completamente ridículo si admitía que estaba decepcionada. Ya estaba molesta por el hecho de que no dejaba de escaquearme para ir a comprar los vestidos, pero era porque nunca me apetecía ir.

En absoluto.

El móvil me vibró.

Joss: Tengo un cotilleo MUY FUERTE.

La miré, pero parecía estar atenta a lo que decía la señora Adams. Le eché un vistazo a mi profesora antes de responder:

Yo: Pues ya puedes estar soltándolo.

Joss: Por cierto, me he enterado por mensaje, por Kate.

Yo: Así que puede que sea falso. Entendido.

La campana sonó, así que recogí mis cosas y las metí en mi mochila. Jocelyn y yo comenzamos a dirigirnos a nuestra taquilla, y me dijo:

—Antes de decírtelo, tienes que prometerme que no te vas a alterar antes de que lo escuches todo.

—Ay, madre mía. —El estómago se me encogió del estrés, así que pregunté—: ¿Qué pasa?

Nos metimos por el ala oeste, y antes de que pudiera mirarla siquiera, lo vi caminando hacia mí.

¿Michael Young?

Me quedé completamente paralizada.

—Y… ahí está el cotilleo —dijo Joss, pero no la escuchaba ya.

La gente me empujaba y me rodeaba mientras yo me quedaba allí plantada, mirándolo fijamente. Estaba igual, solo que más alto, más robusto, y más guapo, si es que eso era posible. Mi amor de la infancia se movía a cámara lenta, mientras diminutos pajarillos azules piaban y batían sus alas alrededor de su cabeza, y su pelo dorado se echaba hacia atrás soplado por una brisa.

Creo que es posible que se me parase el corazón en ese momento.

Michael había vivido al final de la calle cuando éramos críos, y había sido todo mi mundo. Lo había querido desde que tenía uso de razón.

Siempre había sido más que increíble: listo, sofisticado, y… no sé, más encantador aún que ningún otro chico. Había correteado con los niños del vecindario (Wes, los chicos Potter de la esquina, Jocelyn y yo) mientras hacíamos las cosas típicas de vecinos: jugar al escondite, al pilla-pilla, al fútbol americano, a tocar al timbre y salir corriendo… Pero mientras que a Wes y los Potter les había encantado hacer cosas como tirarme barro al pelo porque aquello me hacía chillar, Michael hacía cosas como identificar hojas, leer libros grandes, y no unirse a su tortura.

En mi mente comenzó a sonar Someone Like You desde el principio.

I’ve been searching a long time,

For someone exactly like you.

Michael llevaba puestos unos pantalones de color caqui y una bonita camiseta negra, el tipo de conjunto que daba a entender que sabía que le quedaba bien, pero que no malgastaba demasiado tiempo en pensar en ropa. Tenía el pelo tupido y rubio, y con el mismo estilo que su ropa: casual de forma intencionada. Me pregunté cómo olería.

Su pelo, no su ropa.

Michael debió notar a una acosadora cerca de él, porque la cámara lenta paró, los pájaros desaparecieron, y me miró directamente.

—¿Liz?

Me alegré tantísimo de haberme tomado la molestia de ponerme el Rojo Retrógrado. Claramente el universo había sabido que Michael aparecería frente a mí ese día, así que había hecho todo cuanto estaba en su poder para que estuviera presentable.

—Chica, cálmate —masculló Joss, pero era imposible frenar la sonrisa gigante que invadió mi rostro antes de decir:

—¿Michael Young?

—Ya estamos —escuché a Joss murmurar, pero no le presté atención.

Michael se acercó y me dio un abrazo, y yo deslicé las manos alrededor de sus hombros. ¡Madre mía, madre mía! El estómago me dio un vuelco cuando sentí sus dedos en mi espalda, y me di cuenta de que bien podíamos estar experimentando nuestro encuentro romántico.

Ay. Dios. Mío.

Yo iba vestida para la ocasión y él estaba muy guapo. ¿Podía ser este momento más perfecto de lo que ya era? Miré a Joss a los ojos, y ella estaba negando con la cabeza lentamente, pero no importaba.

Michael había vuelto.

Olía muy bien (tan, tan bien), y quería hacer un catálogo de cada pequeño detalle de aquel momento; el suave tacto de su camiseta usada bajo las palmas de mis manos, la amplitud de sus hombros, la piel bronceada de su cuello, que estaba a escasos centímetros de mi rostro mientras nos abrazábamos.

¿Estaba mal si cerraba los ojos e inhalaba…?

—¡Ay! —Alguien chocó contra nosotros, destrozando por completo el abrazo. El golpe me empujó contra Michael, y después lejos de él, y cuando me volví, vi quién era.

—Wes —dije, molesta porque hubiera arruinado nuestro momento, pero aun así estaba tan increíblemente feliz, que le sonreí de todos modos. Era incapaz de dejar de sonreír—. Deberías mirar por dónde vas.

Él frunció el ceño.

—¿Sí…?

Me estaba observando, y preguntándose probablemente por qué le estaba sonriendo en lugar de ponerme hecha una furia después del incidente de la cinta de embalar. Parecía estar esperando que le dijera que era una broma, y su confusión hizo que mi felicidad aumentara incluso más. Solté una risita y le dije:

—Sí, tontorrón. Podrías hacerle daño a alguien… Colega.

Entrecerró los ojos y dijo lo siguiente muy despacio.

—Lo siento… Estaba hablando con Carson, y haciendo eso tan difícil que es andar hacia atrás. Pero ya basta de hablar de mí, ¿qué tal el viaje hasta la escuela?

Sabía que le encantaría escuchar todos y cada uno de los detalles, como cuánto tiempo me había llevado quitar la cinta, o el hecho de que me hubiera roto dos uñas recién hechas, pero no pensaba darle esa satisfacción al incordio de Wes.

—Genial, de verdad… Gracias por preguntar.

—Wesley. —Michael le dio a Wes un apretón de manos como si fueran colegas (¿cuándo habían tenido tiempo de ensayar esa coreografía, que era ligeramente adorable?), y le dijo—: Tenías razón sobre la profesora de Biología.

—Eso te pasa por sentarte a mi lado. Me odia de verdad. —Wes sonrió y comenzó a hablar, pero ignoré a ese idiota y observé a Michael hablar, reír, y ser tan dulce y encantador como recordaba.

Solo que ahora tenía un ligero acento sureño.

Michael Young tenía un acento suave que hacía que quisiera enviarle una nota de agradecimiento escrita a mano al gran estado de Texas por haberlo convertido en alguien incluso más atractivo de lo que ya era. Me crucé de brazos y casi me derretí mientras disfrutaba del espectáculo.

Jocelyn, de quien básicamente había olvidado su existencia en presencia del encantador Michael, me dio un golpecito con el codo y susurró:

—Tranquilízate, estás babeando.

Puse los ojos en blanco y la ignoré.

—Oye, escucha. —Wes se recolocó la mochila sobre el hombro y señaló a Michael—. ¿Te acuerdas de Ryan Clark?

—Sí, claro. —Michael sonrió, y en ese momento parecía un becario del Congreso—. Jugaba de primera base, ¿no?

—Exacto. —Wes bajó la voz—. Ryno va a celebrar una fiesta mañana en casa de su padre. Deberías venir.

Traté de mantener una expresión neutral mientras escuchaba a Wes invitar a mi Michael a su fiesta. Quiero decir, Wes era amigo de los chicos a los que Michael conocía antes, pero aun así. ¿Es que de repente eran mejores amigos, o qué?

Esto no podía significar nada bueno para mí.

Porque a Wes Bennett le encantaba fastidiarme, y siempre le había encantado. En primaria, Wes era el chico que había puesto una rana en mi casa de muñecas de Barbie, y había puesto la cabeza decapitada de un gnomo de jardín en mi pequeña biblioteca de intercambio de libros hecha a mano. Más adelante, fue el chico que pensó que sería graciosísimo fingir que no podía verme cuando estaba tumbada fuera, así que regaba los arbustos de su madre y «accidentalmente» me echaba agua con la manguera encima hasta que gritaba.

Y ahora, en el instituto, era el chico que había decidido que su misión personal era acosarme a diario por el Sitio. Yo le había echado más agallas desde que éramos niños, así que técnicamente, ahora yo era la chica que gritaba por sobre la valla cuando invitaba a sus amigotes y hacían tanto ruido que podía escucharlos incluso por encima de mi música. Pero, aun así.

—Suena bien —dijo Michael, que asintió con la cabeza, y me pregunté cómo le quedaría un sombrero de vaquero y una camisa de franela. Quizá también unas botas de aviador, aunque no tenía ni idea de en qué se diferenciaban unas botas de aviador de unas de vaquero.

Tendría que buscarlo en Google después.

—Te mandaré un mensaje con los detalles. Tengo que irme, si llego tarde a mi siguiente clase, me castigarán seguro. —Wes se volvió, y comenzó a trotar en dirección contraria mientras gritaba—: Hasta luego, chicos.

Michael vio a Wes desaparecer antes de mirarme de nuevo.

—Se ha pirado tan rápido que no he podido ni preguntarle, ¿es de vestimenta informal? —me dijo, arrastrando las palabras.

—¿Cómo? Ah, ¿la fiesta? —Como si yo tuviera alguna idea de lo que ellos se ponían en sus fiestas de atletas—. ¿Es probable?

—Le preguntaré a Wesley.

—Guay. —Hice un esfuerzo por dedicarle mi mejor sonrisa, aunque me estaba muriendo por dentro ante el hecho de que Wes hubiera arruinado nuestro encuentro romántico.

—Yo también tengo que irme —me dijo, pero añadió—. ¡Espero que nos pongamos al día pronto!

Entonces, ¡llévame a la fiesta contigo!, grité internamente.

—¿Joss? —Michael miró por encima de mí, y abrió mucho la boca—. ¿Eres tú?

Ella puso los ojos en blanco.

—Sí que has tardado en darte cuenta.

Jocelyn siempre había sido más amiga de los chicos del vecindario: jugaba al fútbol americano con Wes y Michael mientras yo hacía piruetas que me salían fatal por el parque, y me inventaba canciones. Desde aquel entonces, se había convertido en una chica alta e increíblemente guapa. Hoy llevaba sus trenzas recogidas hacia atrás en una coleta, pero en lugar de parecer desaliñada, como cuando yo llevaba coleta, a ella le resaltaba los pómulos.

La campana sonó, y Michael señaló el altavoz.

—Me reclaman. Os veré después, chicas.

Chicas.

Se fue por el otro lado del pasillo, y Jocelyn y yo comenzamos a andar.

—No puedo creer que Wes no nos haya invitado a la fiesta —le dije.

Ella me dirigió una mirada de soslayo.

—¿Sabes siquiera quién es Ryno?

—No, pero ese no es el tema. Ha invitado a Michael justo delante de nosotras. Habría sido de buena educación invitarnos también.

—Pero tú odias a Wes.

—¿Y qué?

—Pues que ¿por qué ibas a querer que te invitara a ningún lado?

Yo suspiré.

—Es solo que me cabrea lo maleducado que es.

—Bueno, pues yo desde luego me alegro de que no nos haya invitado, porque no quiero ir a ninguna fiesta que organicen los chicos. He estado en casa de Ryno, y todo gira en torno a beber cerveza por embudos, beber chupitos, y los típicos juegos inmaduros como «yo nunca…».

Joss solía salir con los chicos populares antes de dejar el voleibol, así que había «salido de fiesta» un poco antes de que nos hiciéramos amigas.

—Pero…

—Escúchame. —Jocelyn se frenó en seco y me agarró del brazo para que yo también me parase—. Eso es lo que iba a decirte antes. Kate dice que Michael vive al lado de Laney, y llevan un par de semanas hablando.

—¿Laney? ¿Laney Morgan? —Noooo. No podía ser cierto, por favor, no, no, Dios, no—. Pero acaba de llegar aquí…

—Al parecer se mudó hace un mes, pero estaba terminando las clases online de su otro instituto. Se rumorea que Laney y él están casi oficialmente saliento juntos.

Laney, no. Se me encogió el estómago al imaginar su perfecta naricita. Sabía que era irracional, pero la idea de Laney y Michael juntos era demasiado para poder soportarla. Esa chica siempre conseguía todo lo que yo quería. Maldita sea, no podía tenerlo también a él.

Pensar en ellos dos juntos hizo que se me hiciera un nudo en la garganta y que me doliera el pecho.

Aquello me destrozaría por completo.

Porque no solo él era todo lo que había soñado, sino que él y yo teníamos una historia en común. El tipo de historia maravillosa e importante que implicaba beber directamente de mangueras de jardín y atrapar luciérnagas. Recordé la última vez que había visto a Michael: había sido en su casa, ya que su familia había organizado una barbacoa para despedirse del vecindario, y yo había llegado allí con mis padres. Mi madre había preparado sus famosas barritas de pastel de queso, y Michael nos había recibido en la puerta y nos había ofrecido una bebida, como si fuera un adulto.

Mi madre había dicho que era la cosa más adorable que había visto nunca.

Esa noche, todos los niños del vecindario habíamos jugado al kickball en la calle durante horas, e incluso los adultos se nos unieron a una partida. En un momento dado, mi madre estaba chocando los cinco con Michael después de haber llegado a primera base, incluso con su vestido sin mangas y sus sandalias de cuña. Ese momento estaba marcado en mis recuerdos, como una fotografía amarillenta dentro de un álbum antiguo.

No creo que Michael tuviera una ligera idea de lo enamorada que había estado de él. Se mudaron un mes antes de que mi madre muriera, y aquello me rompió un poquito el corazón que pronto se rompería en mil pedazos.

Jocelyn me miró como si supiera exactamente lo que estaba pensando.

—Michael Young no es tu chico de correr-hacia-la-estación-de-tren. ¿Vale?

Pero podría serlo.

—Bueno, técnicamente no están oficialmente juntos, así que…

Comenzamos a andar de nuevo, evitando a la gente mientras nos dirigíamos a su taquilla. Probablemente íbamos a llegar tarde debido a nuestro encuentro fortuito con Michael en el pasillo, pero merecería totalmente la pena.

—En serio. No seas esa clase de chica. —Me dirigió una mirada maternal con el ceño fruncido—. Eso de ahí, con Michael, no ha sido un encuentro romántico.

—Pero… —Ni siquiera quería decirlo, porque no quería que ella me lo echara por tierra. Aun así, casi chillé cuando dije—: ¿Y si lo ha sido?

—Ay, Dios mío. En cuanto supe que había vuelto sabía que ibas a perder la cabeza. —Bajó las cejas, y también las comisuras de sus labios mientras nos parábamos frente a su taquilla y abría la cerradura—. Ni siquiera sabes cómo es ese chico ya, Liz.

Podía escuchar en mi mente su voz grave mientras decía «chicas», y el estómago me dio un vuelco.

—Sé todo lo que necesito saber.

Joss suspiró y sacó su mochila.

—¿Hay algo que pueda decir para sacarte de este estado?

Incliné la cabeza.

—Mmm… ¿que odia a los gatos, quizá?

Ella alzó un dedo.

—Es cierto, se me había olvidado. Odia a los gatos.

—Qué va. —Sonreí y suspiré, recordando algo—. Solía tener dos gatos malísimos a los que adoraba. Deberías haber visto cómo trataba a esos bebés.

—Puaj.

—Lo que tú digas, antifelinos. —Me sentía viva, casi vibraba de la emoción ante las posibilidades románticas mientras me eché sobre una taquilla cerrada cercana—. Hay vía libre con Michael Young hasta que escuche un anuncio oficial.

—No puedo hablar contigo cuando te pones así.

—¿Así de feliz? ¿Emocionada? ¿Esperanzada? —Quería recorrer el pasillo dando saltitos mientras cantaba a gritos Paper Rings.

—Delirante. —Jocelyn comprobó su móvil durante un momento, y después me miró—. Oye, mi madre dice que quiere llevarnos a comprar el vestido mañana por la noche si te apetece.

Me quedé en blanco. Tenía que decirle algo.

—Creo que tengo que trabajar.

Ella me miró con los ojos entrecerrados.

—Cada vez que saco el tema, tienes que trabajar. ¿Es que no quieres ir a comprarte un vestido?

—Sí, claro que sí. —Me obligué a esbozar una sonrisa—. Por supuesto.

Pero la verdad era que no quería, para nada.

La emoción de comprar el vestido estaba ligada a su capacidad de inspirar romance, y de dejar sin palabras a tu cita. Si ese factor no entraba en juego, el vestido para el baile de fin de curso era simplemente un desperdicio de tela demasiado caro.

Y, además, estaba el hecho de que ir a comprar un vestido con la madre de Jocelyn era un recordatorio gigante de que mi madre no estaría ahí para unirse a nosotras, lo cual hacía de ello una excursión muy poco atractiva. Mi madre no estaría allí para hacer fotos, ni para que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando su pequeña asistiera al último baile de su niñez, y nada hacía que me tocara la fibra sensible más que ver a la madre de Joss haciendo esas cosas con ella.

Para ser sincera, no había estado emocionalmente preparada para el vacío que parecía acompañarme en todo momento durante mi último curso, y los muchos recordatorios sobre la ausencia de mi madre. Las fotos de graduación, el baile de principio de curso, las solicitudes de ingreso a la universidad, el baile de fin de curso, la graduación… Mientras todos a los que conocía estaban emocionados por aquellos momentos significativos del instituto, a mí el estrés me daba dolor de cabeza porque no me sentía como había planeado sentirme acerca de todo aquello.

Lo único que sentía era… soledad.

Porque incluso aunque las actividades de final de curso fueran divertidas, sin la presencia de mi madre estaban totalmente vacías de sentimentalismo. Mi padre trataba de involucrarse, de verdad que lo intentaba, pero no era un hombre emotivo, así que siempre parecía ser un fotógrafo oficial mientras yo paseaba a solas frente a los focos.

Mientras tanto, Joss no entendía por qué no quería darle tanta importancia a cada una de las metas de fin de curso igual que ella hacía. Llevaba días enfadada conmigo porque me había escaqueado del viaje a la playa durante las vacaciones de primavera, pero era porque para mí había sido más como un examen al que había temido, en lugar de un sitio al que ir para pasarlo bien, así que no había podido hacerlo.

Sin embargo… ¿Encontrar un final feliz digno de una película romántica que a mi madre le habría encantado…? Eso podría hacer que todos los malos sentimientos que tenía se volvieran buenos, ¿no?

Le sonreí a Jocelyn.

—Te mandaré un mensaje cuando mire mis horarios.