Solo soy una chica, delante de un chico, pidiéndole que la quiera.
Mi madre me enseñó la regla de oro de las citas mucho antes de empezar el instituto.
A la avanzada edad de siete años, me colé en su habitación después de tener una pesadilla (un grillo del tamaño de una casa puede no sonar como algo muy aterrador, pero cuando habla con una voz de robot y sabe cuál es tu segundo nombre, entonces sí que es terrorífico). En la televisión con forma de caja que había encima de la cómoda, estaba puesta El diario de Bridget Jones, y ya había visto una buena parte de la película para cuando mi madre se dio cuenta de que yo estaba a los pies de su cama. A esas alturas, era demasiado tarde para rescatarme del contenido no-demasiado-apto-para-niños-de-primaria, así que se acurrucó a mi lado, y vimos el final feliz juntas.
Pero algo no cuadraba para mi cerebro de solo siete años. ¿Por qué Bridget abandonaría al primer novio, el que era más mono y encantador, por la persona que era el equivalente humano de un bostezo gigante? ¿Qué sentido tenía eso?
Así es, no había entendido para nada el mensaje de la película, y me había prendado perdidamente del mujeriego. Aún hoy en día puedo escuchar la voz de mi madre y oler su perfume de vainilla mientras jugaba con mi pelo y me dejaba las cosas bien claras.
—El encanto y la intriga solo te llevan hasta cierto punto, Libby Loo. Esas cosas siempre desaparecen al final, que es por lo que nunca, jamás, debes escoger al chico malo.
Después de eso compartimos cientos de momentos similares mientras explorábamos juntas la vida a través de las películas románticas. Era lo nuestro. Nos abastecíamos de chucherías, nos poníamos cómodas contra la almohada, y hacíamos un maratón de su colección de finales felices cargados de besos, igual que otra gente hace maratones de programas de telerrealidad basura.
Lo cual, a posteriori, es probablemente la razón de que lleve esperando el romance perfecto desde que tenía edad suficiente para deletrear la palabra «amor».
Cuando murió, mi madre me legó su firme creencia en los finales en los que todos viven felices y comen perdices. Mi herencia fue la convicción de que el amor está siempre en el aire, siempre es una posibilidad, y siempre merece la pena.
El hombre perfecto, el chico bueno, la versión de la que te puedes fiar, podría estar esperándome en cualquier momento justo a la vuelta de la esquina.
Que era por lo que siempre estaba preparada.
Era solo cuestión de tiempo antes de que eso me pasara, por fin, a mí.