Capítulo 1

Abrí los ojos de golpe cuando el sexto sentido, el más raro, hizo reaccionar a mi respuesta de lucha o huida a una velocidad extraordinaria. La humedad de Georgia y el polvo que cubría el suelo hacían que me costase respirar. Desde que había huido de Miami, ningún lugar había sido seguro. Esta fábrica abandonada no había demostrado ser diferente.

Los daimons estaban aquí.

Podía oírlos en el piso de abajo, buscando en cada habitación en piloto automático, abriendo puertas y cerrándolas de golpe. El sonido me transportó a unos días antes, al momento en que abrí la puerta de la habitación de mamá. Estaba en los brazos de uno de esos monstruos, al lado de una maceta rota con flores de hibisco. Los pétalos morados habían caído por el suelo, mezclándose con la sangre. El recuerdo me revolvió las tripas con un dolor brutal, pero ahora no podía pensar en ella.

Me puse en pie de un salto y me detuve en un pasillo estrecho, esforzándome por oír cuántos daimons había aquí. ¿Tres? ¿Más? Apreté el mango de la pala de jardín con los dedos. La levanté, pasando los dedos por los bordes afilados chapados en titanio. El movimiento me recordó lo que debía hacer. Los daimons odiaban el titanio. Además de la decapitación, que era demasiado asquerosa, el titanio era lo único que podía matarlos. Bautizado con ese nombre por los Titanes, el preciado metal era venenoso para los adictos al éter.

En algún punto del edificio, una tabla del suelo crujió y cedió. Un aullido grave rompió el silencio, y comenzó como un quejido débil antes de alcanzar un tono agudo e intenso. El grito sonó inhumano, enfermizo y horripilante. Nada en este mundo sonaba como un daimon, un daimon hambriento.

Y estaba cerca.

Me apresuré a recorrer el pasillo, con mis zapatillas de deporte hechas polvo chocando contra los tablones desgastados. Llevaba la velocidad en la sangre, y los mechones de pelo largo y sucio se extendían detrás de mí. Doblé la esquina, sabiendo que solo tenía unos segundos…

Un soplo de aire viciado giró a mi alrededor cuando el daimon agarró mi camiseta con el puño y me estampó contra la pared. El polvo y el yeso flotaron en el aire. Unas estrellas negras tiñeron mi visión mientras me ponía en pie. Aquellos agujeros sin alma, negros como el carbón, en el lugar donde debían estar los ojos, parecían mirarme como si yo fuera su próximo plato.

El daimon me agarró por el hombro y me dejé llevar por el instinto. Giré, viendo cómo la sorpresa cruzaba por su rostro pálido una fracción de segundo antes de darle una patada. Mi pie conectó con un lado de su cabeza. El impacto hizo que se tambaleara contra la pared de enfrente. Me giré otra vez y le di un golpe con la mano. La sorpresa se convirtió en horror cuando el daimon miró la pala de jardín enterrada en su estómago. No importaba a dónde apuntáramos. El titanio siempre mataba a un daimon.

Un sonido gutural escapó de su boca enorme antes de convertirse en un polvo azul brillante.

Todavía con la pala en la mano, me giré y di pasos de dos en dos. Ignoré el dolor que sentía en las caderas mientras corría como un rayo por el suelo. Iba a conseguirlo, tenía que conseguirlo. Me cabrearía mucho conmigo misma en la otra vida si moría virgen en este agujero lleno de mierda.

—Pequeña mestiza, ¿a dónde vas con tanta prisa?

Tropecé hacia un lado, y caí en una gran plancha de acero. Al darme la vuelta, el corazón me azotó las costillas. El daimon apareció unos metros por detrás de mí. Al igual que el del piso de arriba, parecía un engendro. Tenía la boca abierta, lo que dejaba al descubierto unos dientes afilados y serrados, y aquellos agujeros negros que me producían escalofríos. No mostraban luz ni vida, solo significaban la muerte. Tenía las mejillas hundidas y la piel pálida de una forma sobrenatural. Se le notaban las venas, que se extendían por su cara como serpientes entintadas. De verdad que parecía algo sacado de mi peor pesadilla, algo demoníaco. Solo un mestizo podría ver a través del glamour durante unos segundos. Después, la magia elemental se apoderaba de él, revelando el aspecto que tenía antes. Me vino a la mente Adonis, un hombre rubio y despampanante.

—¿Qué haces tan sola? —preguntó, con una voz grave y seductora.

Di un paso atrás, recorrí la sala con los ojos en busca de una salida. El aspirante a Adonis me bloqueaba el paso hacia la salida, y supe que no podría quedarme quieta por mucho tiempo. Los daimons aún podían controlar los elementos. Si me atacaba con aire o fuego, estaba perdida.

Se rio, el sonido carecía de humor y vida.

—Tal vez si suplicas, y me refiero a suplicar de verdad, haré que tu muerte sea rápida. Honestamente, los mestizos no me gustan. Sin embargo, los de sangre pura —dejó escapar un sonido de placer— son como una cena de lujo. ¿Los mestizos? Sois una especie de comida rápida.

—Acércate un paso más y acabarás como tu colega de ahí arriba. —Esperaba haber sonado lo bastante amenazante. Era poco probable—. Ponme a prueba.

Alzó las cejas.

—Ahora estás empezando a molestarme. Ya has matado a dos de los nuestros.

—¿Llevas la cuenta o algo así? —Se me paró el corazón cuando el suelo detrás de mí crujió. Me giré y vi a una mujer daimon. Se aproximó, obligándome a que me acercase al otro daimon.

Me estaban acorralando, dejándome sin oportunidades para escapar. Otro chilló en algún lugar del montón de mierda. El pánico y el miedo me ahogaron. El estómago se me revolvió con violencia mientras los dedos que tenía alrededor de la pala de jardín me temblaban. Dioses, quería vomitar.

El cabecilla avanzó hacia mí.

—¿Sabes lo que te voy a hacer?

Tragué saliva y dibujé una sonrisa en mi rostro.

—Bla. Bla. Vas a matarme. Bla. Ya lo sé.

El grito voraz de la mujer interrumpió su respuesta. Era evidente que estaba hambrienta. Me rodeó como un buitre, dispuesta a devorarme. Estreché los ojos hacia ella. Los hambrientos eran siempre los más estúpidos, los más débiles del grupo. La leyenda decía que era el primer contacto con el éter, la fuerza vital que corre por nuestra sangre, lo que poseía a un sangre pura. Con una sola dosis, uno se convertía en daimon y también se convertía en un adicto de por vida. Había muchas posibilidades de que pudiera vencerla. El otro… bueno, eso ya era otra historia.

Hice el amago de acercarme a la mujer. Como una drogadicta que va a por su chute de droga, vino directa hacia mí. El hombre le gritó que se detuviera, pero fue demasiado tarde. Salí en dirección opuesta como una corredora olímpica, dirigiéndome a la puerta que había pateado antes durante la noche a toda velocidad. Una vez fuera, las probabilidades volverían a estar a mi favor. Una pequeña ventana de esperanza revivió y me impulsó hacia adelante.

Lo peor que podía ocurrir, ocurrió. Un muro de llamas voló frente a mí, quemando los bancos y disparándose al menos dos metros en el aire. Era real. No era una ilusión. El calor me golpeó y el fuego crepitó, devorando las paredes.

Frente a mí, él atravesó las llamas, con el aspecto que debía tener un cazador de daimons. El fuego no le chamuscó los pantalones ni le manchó la camisa. Las llamas no tocaron ni un solo pelo de su cabello oscuro. Esos ojos fríos, del color de las nubes de la tormenta, se clavaron en mí.

Era él. Aiden St. Delphi.

Nunca olvidaría su nombre ni su rostro. La primera vez que lo vi de pie frente al campo de entrenamiento, sentí un flechazo ridículo. Yo tenía catorce años y él diecisiete. Cuando lo veía por el campus no me importaba el hecho de que fuera un sangre pura.

Que Aiden estuviera aquí solo podía significar una cosa: los Centinelas habían llegado.

Nos miramos a los ojos, y entonces él miró por encima de mi hombro.

—Al suelo.

No tuvo que decirlo dos veces. Como si fuese una profesional, me lancé al suelo. El pulso de calor salió disparado por encima de mí, estrellándose contra su objetivo. El suelo tembló debido a las salvajes sacudidas del daimon y sus gritos de dolor inundaron el aire. Solo el titanio podía matar a un daimon, pero estaba segura de que el hecho de que te quemasen vivo no tenía que ser muy agradable.

Incorporándome sobre los codos, miré a través de mi pelo sucio mientras Aiden bajaba la mano. Un sonido de explosión siguió al movimiento, y las llamas desaparecieron tan rápido como habían aparecido. En cuestión de segundos, solo quedó el olor a madera quemada, a carne y a humo.

Dos Centinelas más entraron en la habitación. Reconocí a uno de ellos. Kain Poros: un mestizo más o menos un año mayor que yo. Hace tiempo entrenamos juntos. Kain se movía con una gracia que nunca antes había tenido. Se dirigió a la mujer, y con un golpe certero, clavó una larga y delgada daga en la carne quemada de su piel. Ella también se convirtió en polvo.

El otro Centinela gritaba sangre pura, pero nunca antes lo había visto. Era grande (al nivel esteroides) y se centró en el daimon que yo sabía que estaba en algún lugar de la fábrica pero que aún no había visto. Ver cómo movía un cuerpo tan grande con tanta gracia me hizo sentir miserablemente inútil, sobre todo teniendo en cuenta que seguía tirada en el suelo. Me arrastré hasta ponerme en pie, y sentí cómo el subidón de adrenalina que había provocado el miedo se desvanecía.

Sin previo aviso, la cabeza me estalló de dolor cuando un lado de la cara me chocó con fuerza contra el suelo. Aturdida y confundida, me llevó un momento darme cuenta de que el aspirante a Adonis me había agarrado por las piernas. Me retorcí, pero el desgraciado hundió las manos en mi pelo y tiró de mi cabeza hacia atrás. Le clavé los dedos en la piel, pero eso no alivió la presión que ejercía sobre mi cuello. Por un momento pensé que iba a arrancarme la cabeza, pero hundió sus afilados dientes en mi hombro, desgarrando la tela y la carne. Grité, grité de verdad.

Estaba ardiendo. Tenía que estarlo. Al drenar, me quemaba la piel; los pinchazos agudos atravesaban cada célula de mi cuerpo. Y aunque solo era una mestiza, que no estaba tan llena de éter como un sangre pura, el daimon seguía bebiéndose mi esencia como si lo fuera. No era mi sangre lo que buscaba, sino que se tragaría litros de ella solo para conseguir el éter. Mi espíritu cambiaba al llevárselo. El dolor lo era todo.

De repente, el daimon despegó la boca.

—¿Qué eres? —Susurró las palabras con la voz entrecortada.

Ni siquiera tuve tiempo de pensar en esa pregunta. Me lo arrancaron de encima y me desplomé hacia delante. Rodé en una bola enmarañada y ensangrentada, que sonaba más a un animal herido que a algo remotamente humano. Era la primera vez que me marcaban: drenada por un daimon.

Por encima de los pequeños sonidos que emitía, oí un crujido asqueroso, y luego gritos salvajes, pero el dolor se había apoderado de todos mis sentidos. Comenzó a alejarse de mis dedos, deslizándose de nuevo hacia mi núcleo, donde seguía ardiendo. Intenté respirar a través de él, pero joder

Unas manos amables me hicieron dar la vuelta, apartándome los dedos del hombro. Miré a Aiden.

—¿Estás bien? ¿Alexandria? Di algo, por favor.

—Alex. —Me atraganté—. Todo el mundo me llama Alex.

Soltó una risa breve y relajada.

—Bien. Bien. Alex, ¿puedes ponerte de pie?

Creo que asentí. Cada poco, una llamarada punzante de calor me sacudía, pero el dolor se había atenuado.

—Esto apesta, pero de verdad.

Aiden consiguió rodearme con un brazo y me puso de pie. Me tambaleé mientras él me peinaba el pelo hacia atrás y echaba un vistazo a las heridas.

—Dale unos minutos. El dolor desaparecerá.

Levanté la cabeza y miré a mi alrededor. Kain y el otro Centinela estaban frunciendo el ceño ante unos montones de polvo azul casi idénticos. El sangre pura nos miró.

—Esto debe de ser todo.

Aiden asintió.

—Tenemos que irnos, Alex. Ahora. Regresar al Covenant.

¿Al Covenant? Sin controlar del todo mis emociones, me volví hacia Aiden. Iba todo vestido de negro, el uniforme de los Centinelas. Durante un segundo, resurgió el encaprichamiento adolescente de tres años atrás. Aiden tenía un aspecto sublime, pero la furia acabó con ese estúpido enamoramiento.

El Covenant tenía algo que ver con esto, ¿y venían a rescatarme? ¿Dónde demonios se habían metido cuando uno de los daimons se había colado en nuestra casa?

Avanzó un paso, pero no lo veía a él; volví a ver el cuerpo sin vida de mi madre. Lo último que vio en este mundo fue la cara de un daimon repugnante y lo último que sintió… Me estremecí, recordando el dolor desgarrador de la mordedura del daimon.

Aiden se acercó a mí otro paso. Reaccioné, una respuesta que nació del enfado y del dolor. Me lancé hacia él, usando movimientos que no había practicado en años. Los lances simples como patadas y puñetazos eran una cosa, pero un ataque ofensivo era algo que apenas había aprendido.

Me tomó de la mano y me hizo girar para que quedase mirando en la otra dirección. En cuestión de segundos, me inmovilizó los brazos, pero todo el dolor y la pena se apoderaron de mí, anulando cualquier sentido común. Me incliné hacia delante, con la intención de conseguir el espacio suficiente entre nosotros para propinarle una cruel patada hacia atrás.

—Para —advirtió Aiden, con una voz que parecía suave—. No quiero hacerte daño.

Respiraba de forma brusca y entrecortada. Podía sentir la sangre caliente bajándome por el cuello, mezclándose con el sudor. Seguí luchando a pesar de que la cabeza me daba vueltas, y el hecho de que Aiden me contuviera con tanta facilidad solo consiguió que mi mundo se tiñera de rojo por la rabia.

—¡Basta! —gritó Kain desde un lado—. ¡Nos conoces, Alex! ¿No te acuerdas de mí? No vamos a hacerte daño.

—¡Cállate! —Me liberé del agarre de Aiden, esquivando a Kain y a Míster Esteroides. Ninguno de ellos esperaba que huyera, pero eso fue lo que hice.

Llegué a la puerta que conducía a la salida de la fábrica, esquivé la tabla rota y me apresuré a salir. Mis pies me llevaron hacia el terreno de enfrente. Tenía la cabeza hecha un lío. ¿Por qué estaba huyendo? ¿Acaso no había estado intentando volver al Covenant desde el ataque daimon de Miami?

Mi cuerpo no quería hacer esto, pero seguí corriendo a través de la hierba alta y los arbustos llenos de espinas. Detrás de mí se escuchaban pasos pesados, que se acercaban cada vez más. Se me nubló un poco la vista y el corazón me retumbó en el pecho. Estaba tan confundida, tan…

Un cuerpo robusto se estrelló contra mí, dejándome sin aire en los pulmones. Caí en una espiral de piernas y brazos. De alguna manera, Aiden dio la vuelta y se llevó la peor parte de la caída. Aterricé sobre él, y me quedé allí hasta que me hizo rodar y me inmovilizó en la hierba del bosque.

El pánico y la rabia me atravesaron.

—¿Ahora? ¿Dónde estabais hace una semana? ¿Dónde estaba el Covenant cuando mi madre fue asesinada? ¿Dónde estabais?

Aiden se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos.

—Lo siento. Nosotros no…

Lo único que consiguió su disculpa fue que me enfadase aún más. Quería hacerle daño. Quería que me dejase ir. Quería… Quería… no sabía qué diablos quería, pero no podía parar de gritar, arañarle y darle patadas. Tan solo cuando Aiden apretó su largo y esbelto cuerpo contra el mío, me detuve. Su peso, la proximidad, hicieron que me quedase inmóvil.

No había ni un centímetro de espacio entre nosotros. Podía sentir la dura ondulación de los músculos de su abdomen contra mi estómago, podía sentir sus labios a escasos centímetros de los míos. De repente, una idea descabellada me pasó por la cabeza. Me pregunté si sus labios sabrían tan bien como se veían… porque se veían increíbles.

Era una mala idea. Tenía que estar loca, esa era la única excusa creíble para lo que estaba haciendo y pensando. La forma en que miré fijamente sus labios o el hecho de que deseaba con desesperación que me besara… todo estaba mal por múltiples razones. Además del hecho de que acababa de intentar arrancarle la cabeza, estaba hecha un desastre. La suciedad me cubría la cara hasta hacerla irreconocible; no me había duchado en una semana y estaba segura de que olía mal. Así de asquerosa estaba.

Pero por el modo en que bajó la cabeza, de verdad pensé que iba a besarme. Todo mi cuerpo se tensó de forma anticipada, como si estuviera esperando a que me besaran por primera vez, y claro que no era la primera vez que me besaban. Había besado a muchos chicos, pero no a él.

No a un sangre pura.

Aiden se movió, presionando aún más. Tomé aire con brusquedad y mi cabeza voló a mil kilómetros por hora, sin darme nada útil. Movió la mano derecha hacia mi frente. Las señales de alarma se dispararon.

Murmuró una compulsión, rápido y en voz baja, demasiado rápido para que pudiera distinguir las palabras.

Hijo de

Una oscuridad repentina se apoderó de mí, libre de pensamiento y sin sentido. No se puede luchar contra algo tan poderoso, y sin emitir siquiera una palabra en señal de protesta, me hundí en sus oscuras profundidades.