«Apuestas por la sexualidad de Ellen Page». Leí el titular y el color desapareció de mi cara. Se trataba de un artículo escrito por Michael Musto en el Village Voice durante el apogeo del éxito de Juno. Leí el resto por encima. En medio de sus especulaciones sobre la sexualidad de una persona de veinte años, Michael incluía: «O sea, venga ya, ¿¿¿lo es??? Vamos, ¡que si le gusta la tortilla! La verdad es que se viste como, bueno, una marimacho. […] Saquemos los bollos del horno de una vez. ¿Es Juno ya-sabéis-qué?».
De la noche a la mañana, me habían lanzado al centro de la atención pública, aunque ya me habían llamado «bollera» muchas veces durante mi juventud en Canadá. El acoso había adquirido un nuevo tono en el instituto, pasando de las pequeñas bromas de las chicas populares al despliegue bastante dramático de obligarme físicamente a entrar en el baño de los chicos. Tras el empujón, me quedé con la nariz arrugada por ese olor extraño a urinario y aguardé un momento a que su regocijo desapareciera, a que la distancia lo atenuara… Pero salí y me encontré con el rostro delgado y severo de mi profesora de inglés, que me taladraba con la mirada: «¡A dirección!». Me disculpé. No dije que me habían empujado.
Poco antes de que el acoso se incrementara, durante un campeonato de fútbol compartí habitación con una chica llamada Fiona en la residencia de estudiantes en la Universidad de San Francisco Javier. La universidad está en Antigonish, una ciudad en la punta del noroeste de Nueva Escocia, a un salto de la isla de Cabo Bretón. En la actualidad, ahí se celebran los Highland Games, o Juegos de las Tierras Altas, los más antiguos fuera de Escocia. Aunque en inglés se utilice el latín para designar este territorio («Nova Scotia»), lo cierto es que originalmente se llamaba Mi’kmaq, y el pueblo mi’kmaq ha vivido allí durante más de diez mil años.
Aún recuerdo cómo sonaba la risa de Fiona. Podía oírla por encima de cualquier otro sonido; atravesaba toda la estática, penetraba en mis oídos, crecía dentro de mi cuerpo. Quería estar cerca de ella, que me quisiera. Mi posición era volante derecho; rápido y pequeño, pero peleón. Ella era líbero, la última línea de defensa en el equipo, y cocapitana junto con la mediocampista. Era una líder natural, autoritaria pero amable. Nos cubría las espaldas. Me encantaba verla patear la pelota: fuerte, fluida y con una confianza que envidaba. Me estaba enamorando.
Estábamos tumbados en camas duras, una en cada lado del dormitorio con paredes forradas de madera oscura y barata. Observé el techo e inhalé con fuerza. ¿Me lo guardaría para mí o lo soltaría? La sensación era sobrenatural, como si espiara un posible futuro.
—Creo que soy bisexual —dije, como si no viniese a cuento. Nunca había expresado algo así a nadie más.
—No, qué va —respondió ella enseguida; un reflejo incisivo. Se rio nada más decirlo.
En esa ocasión, el sonido de su risa fue áspero y cortante. Aun así, quise reírme con ella: O sea, ser queer es algo gracioso y malo, ¿verdad? La palabra «homosexualidad» en lecciones sobre salud producía una cacofonía de risitas. Todas las comedias que veía cuando regresaba a casa del instituto reforzaban esto. Cuando se contaba un chiste, o lo contaba yo, perduraba como mierda en las suelas de los zapatos. Un foco que se movía sobre un escenario de izquierda a derecha y yo bailaba claqué a su alrededor. Como un perro mojado, me esforzaba por sacudírmelo, por quitármelo de encima.
No recuerdo qué se dijo después, solo el eco de la carcajada y la dura superficie del rígido colchón.
Sin poder dormir, sobre las cinco de la madrugada me escabullí al pasillo fluorescente y me senté en el suelo para leer. Kurt Vonnegut fue el primer escritor que me gustó de verdad (y que le den a ya-sabéis-quién). Estaba leyendo Madre noche, una novela de moralidad ambigua. «Somos lo que fingimos ser, por lo que debemos andarnos con cuidado sobre lo que fingimos ser», escribió Vonnegut. Sentado en el pasillo a solas, rumié esas palabras. La vergüenza, con su ritmo constante, oscilaba por todo mi cuerpo. Algo se había escurrido por entre mis dedos. No había forma de atraparlo. Esperé a que saliera el sol.
Desayunábamos todos juntos en la zona común. Había bollos de Tim Hortons y una gran bolsa de naranjas que había traído un progenitor. Los adultos nos observaban mientras bebían café. Yo comí en silencio. No sabía cómo mirar a Fiona y supuse que lo mejor era evitar la situación. Agarré mis espinilleras con la intención de salir pronto al campo y calentar para el partido.
—Bollera.
La palabra se estampó contra mi cara. La habían dicho con esa sonrisa malvada que llegaría a conocer muy bien. Como si se jactaran: Ja, no me parezco en nada a ti. Procedía de una amiga popular de Fiona. Y dolió. Un dolor aislado, el parpadeo de una palabra; pero, en realidad, es permanente.
Las cosas cambiaron después de eso. Algo se había cortado. Lo notaba en los susurros, en cómo la energía se transformó, en las especulaciones. ¿A lo mejor era algo bueno? Había que arrancar ese diente que colgaba de un hilo.
* * *
Unos meses más tarde, mi padre y yo fuimos a visitar a mi abuela en Lockeport, Nueva Escocia; un pequeño pueblo pesquero con una población de quinientas personas, situado en la costa sur de la provincia. Barcos de pesca en el puerto, atados en el largo muelle, con colores como luces de Navidad. Amarillo desgastado, rojo descolorido, varios tonos de azul. Una postal de Nueva Escocia.
Cuando era niño, mi padre me llevaba a Lockeport el primero de julio, una festividad que en mi tierra natal se llama Día de Canadá. Igual al 4 de julio, pero con menos independencia de la Corona, más bien como un «aniversario de Canadá». Al ser un chico blanco en Nueva Escocia, no tenía ni idea de nuestra historia. No me la enseñaron, ni siquiera el nivel de nuestras raíces genocidas, el racismo sistémico, la segregación.
Pensaba que el Día de Canadá iba sobre fuegos artificiales, un desfile, pastelitos de fresa en el sótano de la iglesia y mi evento favorito del primero de julio: la cucaña. En el muelle colocaban un tronco largo y fino que sobresalía sobre el puerto, con una larga caída hasta el agua. Habían untado grasa por la madera dura hasta cubrirlo entero. En el extremo más alejado, el que se extendía hacia el océano, había una cantidad ridícula de dinero sujeta con un trozo de sebo. Los competidores debían intentar recuperarlo. Solo hay dos estrategias, la verdad. La primera: bocabajo y, despacio, te deslizas un poquito para luego reducir de nuevo la velocidad. Esto suele fallar. En cambio, la clave parece ser deslizarse a la mayor velocidad posible para agarrar todo el dinero que puedas mientras empiezas a caer hacia el frígido Atlántico. Al salir a la superficie, recoges los billetes caídos tras el gélido impacto. Las gaviotas vuelan en círculo por encima y se lanzan a por la grasa flotante. No, nunca lo he intentado.
Mi abuela aún vivía en la casa donde creció mi padre. Una vivienda pequeña, de dos pisos, tres habitaciones y enlucido blanco. Detrás de ella, bosque, bosque sin fin. Al otro lado de la calle estaba la tienda de mi padre, Page’s Store. Sigue allí, aunque ya no sé cómo se llama. Añadieron una gasolinera.
Los dormitorios del piso superior estaban conectados por un armario que formaba un túnel de una habitación a otra. De niño solía escaparme allí como si entrara bailando en una dimensión imaginaria; la puerta era minúscula, casi diseñada para mí. Tiraba del cordón de la bombilla desnuda para iluminar mi colección de tesoros. Todo parecía bastante cinematográfico. Rebuscaba en las cajas de balas, las inspeccionaba, entornaba los ojos como un joyero, fascinado ante el hecho de que algo tan diminuto pudiera matar a los ciervos que veía correr por el bosque. Sus cuerpos estoicos iban a toda velocidad, al parecer demasiado magníficos para caer ante una cosa tan pequeña.
—Dennis, ¿qué vas a hacer si Ellen es lesbiana? —le preguntó mi abuela a mi padre mientras estábamos en la terraza acristalada. Usó el mismo tono afilado con el que decía sus comentarios racistas. En la versión de Alanis Morissette de lo que es la ironía, esa fue la misma abuela que me dio un oso con arcoíris en las patas y las orejas cuando nací. En ese momento tenía dieciséis años y acababa de raparme la cabeza para una película. Estaba puesto un partido de los Blue Jays. El béisbol era el deporte favorito de mi abuela y el de Toronto su equipo favorito, ¿o era de Boston? Esa fue una de las últimas veces que la vería antes de su muerte. Me pregunto qué pensaría ahora de su nieto, si siguiera viva. No creo que eligiera más arcoíris. Aunque algunas personas cambian.
* * *
El éxito de Juno coincidió con que la gente de la industria me dijo que nadie podía saber que era queer. Eso no sería bueno para mí, ya que debía tener opciones, confiar en que aquello era lo mejor. Así que me puse vestidos y me maquillé. Hice sesiones de fotos. Mantuve a Paula escondida. Tenía depresión y ataques de pánico tan chungos que me desplomaba. Apenas podía funcionar. Entumecido y callado, con clavos en el estómago, sin poder expresar el dolor que sentía, sobre todo porque «mis sueños se hacían realidad», o al menos eso era lo que me decían. Desestimé mis sentimientos por ser dramáticos, me regañé por ser un desagradecido. Me sentía demasiado culpable para reconocer que estaba sufriendo, que era incapaz, que no veía ningún futuro.
Llamé a mi mánager tras haber leído el artículo de Michael Musto, pero luego me encontré con una entrada de blog que detallaba su conversación telefónica: «“No hay nada de malo en preguntarse si alguien es homosexual”, grité con indignación». Ya, no tiene nada de malo preguntarte sin más si una persona es queer. Lo que sí que fue desconsiderado y peligroso fue escribir un artículo sin preocuparte por el viaje de un joven queer.
Juno se había estrenado en el Festival Internacional de Cine de Toronto y recibió una respuesta ferviente. En esa época no tenía un publicista personal. Había decidido que podía intentarlo yo solo después de una experiencia anterior, cuando la inocente pregunta de una persona adolescente («¿Alguna vez has visto Xena?») fue respondida con un «No, porque no soy lesbiana». Me alegré de no trabajar más con esa publicista; sus comentarios pertenecían a ese Hollywood emblemático del que suelen advertirte: falsos, vacíos, homófobos. Aun así, no estaba preparado ni tenía la suficiente experiencia para navegar solo por esa fama recién adquirida.
Es distinto si eres un actor que ha crecido en Canadá, sobre todo en mi época. Canadá no tiene esa cubierta brillante. No estábamos tan obsesionados con el resplandor. La insistencia de ponerme una máscara llegó sobre todo con Juno.
Había planeado ir con vaqueros y una camisa rollo western al estreno mundial de Juno. Pensé que era guay, y que la camisa tenía cuello. Eso es elegante, ¿verdad?, pensé. Cuando el equipo de publicidad del estudio Fox Searchlight se enteró de lo que iba a ponerme, me llevaron con urgencia a un Holt Renfrew, en Bloor Street, con esa prisa tan dramática que es muy característica del aparato circulatorio de Hollywood. Sugerí un traje de chaqueta y pantalón. Me dijeron que debía llevar vestido y tacones. Lo hablaron con el director, que me llamó. Dijo que coincidía con la valoración del equipo e insistió en que interpretase ese papel. Michael Cera lució zapatillas de deporte, pantalones y una camisa con cuello. A mí me pareció que iba elegante. Me pregunto por qué a él no lo llevaron a un Holt Renfrew. Supongo que no tenía nada que esconder, que le habían dado el visto bueno. Él sí que encajaba en su papel.
Que me dijeran que era deficiente, un error, la pequeña persona queer a quien debían esconder mientras, al mismo tiempo, celebraban que me rechazase a mí mismo era un terreno pantanoso en el que llevo hundiéndome más tiempo del que puedo recordar. Y al igual que una membrana sobre la piel, no me la podía quitar. La compulsión de arrancarme pedazos de carne, como una especie de reprimenda… Me daba tanto asco como yo a ellos.
Pasaba cada vez más tiempo en Los Ángeles. Prensa para Juno, reuniones, la «temporada de premios», que en realidad son dos. Al volver a Nueva Escocia, vi que había salido otra publicación que investigaba mi sexualidad, quizá para ganar la «apuesta» de Michael Musto. Frank, una «revista» que llevaba publicándose en Halifax desde 1987, se consideraba un periódico satírico, pero en realidad era más bien sensacionalista. Yo estaba en Santa Mónica cuando mi padre me llamó para contarme que aparecía en portada, con una foto de Sundance y un enorme titular que rezaba: «¿Es Ellen Page lesbiana?».
Perdí el control. Tumbado en la cama, en la casa de invitados de un amigo, cerré con fuerza los ojos húmedos y las lágrimas me empaparon las mejillas… Por favor, que sea un sueño. Por favor.
Cuando regresé a Halifax, la revista estaba por todas partes. Siempre a la vista en el supermercado, en la gasolinera, en la tienda de la esquina… y, allá donde iba, planteaban esa pregunta: ¿Es Ellen Page lesbiana? Paula les daba la vuelta. Las escondía detrás de otras revistas. En una ocasión robó un montón de una gasolinera del sur.
La libertad que había sentido ese verano con Paula estaba llegando a su fin.
Dentro había una fotografía en la que salía ella, junto con un pequeño grupo de gente en una fiesta. Recuerdo esa noche, porque nos juntamos en un piso situado en uno de esos bloques sosos que siguen apoderándose de Halifax. El artículo especulaba si estábamos en una relación o no y analizaba los rumores. Paula aún no le había contado a su familia que era queer. Al ver esa foto, me di cuenta de una cosa. Uno de nuestros amigos se la habrá enviado a esa gente. Nunca supe quién fue.