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Paula

Conocí a Paula cuando tenía veinte años. Sentada en el sofá de una amiga mientras comía almendras crudas con las rodillas pegadas al pecho, se presentó: «Soy Paula». El sonido de su voz irradiaba calidez, amabilidad. Sus ojos no se iluminaban, te encontraban. Noté que me miraba.

Fuimos al Reflections. Fue la primera vez que visité un bar queer y sería la última en mucho tiempo. Se me daba fatal ligar. Ligaba cuando no era mi intención y no ligaba cuando quería. Paula y yo nos mantuvimos cerca, pero no demasiado. La atmósfera era tan espesa que podía nadar en ella.

Ese verano tomamos el barco de una amiga para acampar en una isla desierta. Comimos hongos alrededor de una hoguera y cocinamos salmón envuelto en papel de aluminio. Las estrellas palpitaban hacia nosotros, como si formaran frases. Los hongos siempre me han hecho llorar, pero a ella le encantaban y, al final, mis lágrimas de angustia se convirtieron en lágrimas de alegría. Envidiaba la seguridad del cuerpo de Paula. Bailamos en la playa. Rasgueamos una guitarra, turnándonos para interpretar versiones terribles de canciones.

Yo acababa de volver tras haber pasado un mes viajando por Europa del Este, donde fui de mochilero con Mark, mi mejor amigo de la infancia. Empezamos en Praga y tomamos trenes a Viena, Budapest, Belgrado y Bucarest. Nos alojamos en albergues, excepto un día en Bucarest, cuando Mark enfermó tanto que reservamos una habitación de hotel con aire acondicionado. En una tienda compré lonchas de queso envueltas de forma individual y las puse en el minúsculo congelador de la pequeña nevera de la habitación. Esperamos a que se enfriasen y mientras le pasé trapos húmedos por la nuca y la espalda. Cuando las lonchas se congelaron, las coloqué por todo el cuerpo de Mark, y eso pareció aliviarle un poco. La habitación tenía un jacuzzi y nos sentamos en él, sin llenarlo, mientras zapeábamos por los canales de la tele hasta acabar en una película porno que, por coincidencias de la vida, también ocurría en un jacuzzi. Mark se comió el queso.

Eso fue antes de los móviles inteligentes. Manejamos trenes, albergues y hombres con una única guía turística. Entrábamos en cibercafés para enviar mensajes a casa. «Eh, estamos vivos». Yo le escribía correos electrónicos a Paula; la echaba de menos. Pensaba en ella sin cesar: mientras atravesábamos Austria en tren, observando un mar de girasoles; mientras bebía cerveza de arándanos en un sótano de Belgrado, con los labios morados y la cabeza dando vueltas, igual que la última vez que nos besamos, que también fue la primera; en el viaje de doce horas en ferrocarril de Belgrado a Bucarest, durante una de las peores olas de calor en décadas. Mark y yo estábamos tumbados el uno junto al otro en la misma litera, con la ventana bajada y las cabezas lo más cerca posible a la abertura. No había aire acondicionado y no teníamos agua. Escuchamos a Cat Power a través de unos auriculares compartidos y bebimos absenta. ¿Estás escuchándola al mismo tiempo que yo? ¿Con el CD que te preparé?, me pregunté, y casi pronuncié las palabras en voz alta. Observé la noche pasar, el paisaje serbio, rural e inmóvil, con sus luces efímeras y escasas. Pensé en Paula.

La noche en el Reflections fue algo nuevo para mí, lo de hallarme en un espacio queer y estar presente, disfrutándolo. Me habían taladrado la vergüenza en los huesos desde que era muy pequeño y me costaba quitarme del cuerpo ese tuétano tóxico y erosivo. Pero la sala exudaba alegría, me elevaba, forzaba una reacción en mi boca, una sonrisa firme y descontrolada. Bailaba y el sudor me goteaba por la espalda, por el pecho. Observé el pelo de Paula girar y rebotar mientras se movía sin esfuerzo, caótica pero en control, sensual y fuerte. La descubría mirándome de vez en cuando, ¿o era al revés? Queríamos que la otra persona nos descubriera. Como ciervos cegados por la luz. Sorprendidos, pero sin romper el contacto.

«¿Puedo besarte?», pregunté, sorprendido por mi osadía, como si la pregunta surgiera de otro lugar, quizá impulsada por la música electrónica, un circuito de liberación, de exigir que dejes tus represiones en la puerta.

Y entonces lo hice. En un bar queer. Delante de todo el mundo. Empezaba a entender a qué se referían todos esos poemas, a qué venía tanto alboroto. Antes todo era frialdad, inercia, impasibilidad. Las mujeres a las que había amado no me correspondían, y la que quizá sí lo hacía de un modo equivocado.

Pero allí estaba yo, en una pista de baile con una mujer que quería besarme, y la voz antagonista y cruel que me ocupaba la cabeza cada vez que sentía deseo guardaba silencio. A lo mejor, durante un segundo, podía permitirme sentir placer. Nos inclinamos para que nuestros labios se rozasen y las puntas de las lenguas apenas se tocaron; experimentamos y aquello envió descargas eléctricas a todas mis extremidades. Nos miramos con una complicidad silenciosa.

Allí estaba yo, al borde del precipicio. Me acercaba cada vez más a mis deseos, a mis sueños, a mí mismo, sin el peso insoportable de esa repugnancia que había cargado durante tanto tiempo. Pero muchas cosas pueden cambiar en unos pocos meses. Y, en esos pocos meses, se estrenaría Juno.