CAPÍTULO DOS

Cuando Oona contestó al teléfono acababa de terminar una meditación, por lo que se encontraba en ese frágil estado de serenidad que la meditación es capaz de inducir, la sensación de que se ha llegado fugazmente a la cresta de la ola de los propios pensamientos, de que nos gustaría quedarnos ahí, como estamos en ese momento, y al desearlo, simplemente al desearlo, sentimos que empezamos a resbalar, a perder estabilidad, a hundirnos en el oleaje que se aproxima.

Sintió el pánico y la angustia en la voz de Anders junto a la presión del rectángulo plano de cristal y metal en la oreja, primero con una temperatura fría y luego neutra, y le dejó hablar, y mientras él siguió hablando, ella trató de tranquilizarle, de ser amable y comprensiva, pero no tenía puesto el corazón en aquello, se había apoderado de ella un distanciamiento, y es que mientras él hablaba, ella pensaba sobre todo, y cada vez más, en sí misma.

Oona había vuelto a la ciudad para ayudar a su madre a superar la muerte del hermano mellizo de Oona, una muerte que se veía venir desde hacía mucho, desde aquella primera pastilla, quizá, a la edad de catorce años, y también había vuelto con la remota esperanza de que su mellizo la quisiera a su lado en su final; es más, de que pudiera querer de ese modo, de que los deseos relacionados con las personas aún pudieran aflorar en él con la suficiente fuerza como para superar los deseos provocados por las dependencias químicas, aunque esperar eso era esperar demasiado, oponer la esperanza de una persona a la laboriosidad de miles, tal vez de millones, y su hermano había acabado muriendo solo, como era de esperar, a pocos kilómetros de distancia de su familia.

De modo que Oona no se reprochó el hecho de pensar en sí misma en ese momento, mientras Anders hablaba de su crisis. Le gustaba Anders, pero la suya era una relación de instituto recientemente reanudada, en su opinión de forma algo transaccional, como una forma de pasar el rato, de sobrellevar el tiempo, y Oona no consideraba que dispusiera de muchas reservas para invertir en aquella nueva coyuntura, estaba agotada emocionalmente hablando, y de hecho profundamente endeudada, centrada sin más en su propia supervivencia, su propio ser, y estaba en su derecho de cortar con Anders, decirle que tenía que marcharse y eludir sus llamadas durante un tiempo, hasta que las llamadas cesaran, y eso era lo que pensaba hacer cuando dijo que tenía que dar una clase, pero luego se sorprendió a sí misma añadiendo, cansada, que iría a verle después del trabajo, esa misma tarde.

Y más aún se sorprendió cuando fue de verdad.

El trayecto en bicicleta desde su trabajo le llevó menos de un cuarto de hora, pasando de la parte más próspera a la más pobre de la ciudad; el cielo aún no estaba oscuro, pero solo las gasolineras, los bares, los restaurantes y las pequeñas tiendas de la calle seguían abiertas, en un número que oscilaba entre dos y cinco, no más de eso. La proporción de escaparates vacíos crecía a medida que avanzaba, y se veía a personas que parecían haber sido expulsadas hacía tiempo de aquellos locales abandonados, apoyadas en los carteles de las esquinas y tumbadas sobre cartones en los terrenos baldíos.

Anders llamaba a su casa su cabaña, y era pequeña, apenas una habitación, como una planta baja que tendría que haber desembocado en algo más, pero que no lo hacía. Oona llamó con fuerza a aquella puerta endeble, la golpeó en serio, y luego entró sin esperar respuesta. Rara vez estaba cerrada con llave. Quería ser ella quien lo viera, le inquietaba menos esa idea, la idea de encontrárselo en medio de lo que estuviera haciendo, lo prefería a esperar a que se presentara en esa nueva versión de sí mismo, observándola para ver su reacción, pero resultaba que estaba en el baño, por lo que no le quedó más remedio que esperar, inquieta, a pesar de todo.

El lugar estaba limpio y ordenado, todo donde correspondía, aunque tampoco era que Anders tuviera muchas cosas aparte de libros, de los cuales tenía una cantidad inusitada, o al menos más que la mayoría de los jóvenes, apilados contra las paredes en tablones de madera y bloques de hormigón, las estanterías más sencillas que podía imaginarse y que le recordaban a Oona lo lector y metódico que había sido en su adolescencia, un lector tan insólito como sincero.

Cuando salió, se quedó sorprendida, no solo porque era más oscuro, sino porque no era él mismo más allá de su tamaño y su forma. Hasta la expresión de su mirada era distinta, aunque tal vez fuera el miedo, el de él, no el de ella, y solo cuando habló y ella escuchó su voz supo con certeza, a pesar de que ya se lo había dicho, que efectivamente era él.

—¿Lo ves? —dijo él.

—Mierda —contestó ella.

Anders se sentó en el sofá y, tras un momento de vacilación, ella se sentó a su lado, y hablaron, y se dio cuenta de que estaba ansioso de que lo tranquilizaran, pero ella se resistía a hacerlo, se resistía a ser arrastrada otra vez a ese papel, otra vez no, y se resistía también a mentirle, porque no sabía de qué iba a servir, de modo que le dijo lo que pensaba, sin rodeos, que parecía otra persona, y no solo otra persona, sino un tipo de persona diferente, completamente diferente, y que cualquiera que lo viera pensaría lo mismo, y fue difícil, pero lo hizo.

Los ojos de Anders se llenaron de lágrimas pero no lloró, consiguió retenerlas en las pestañas, parpadeando y frunciendo los labios, y luego le preguntó si le apetecía un porro, esbozando incluso una sonrisa, a lo que ella le devolvió la sonrisa, lo que era un riesgo pero se le escapó de todos modos, y respondió que sí, diablos, sí le apetecía.

Él lio uno y fumaron, como hacían a menudo, y luego se quedaron un rato en silencio, colgados. Él señaló la cama con la cabeza y le pidió que se quedara, y ella se lo pensó, observándolo, desconcertada aún por su aspecto, y más aún por lo herido y vulnerable que parecía, y cuando Anders se levantó y se dirigió hacia allí, ella no le siguió, no hizo ninguna señal, no hasta que él empezó a desvestirse, y entonces ella hizo lo mismo, reticente, y se unieron con cierta cautela, casi como si uno acechara al otro, no estaba claro quién acechaba a quién, tal vez, a su manera, los dos estuvieran haciendo ambas cosas, y así fue como tuvieron sexo esa noche.

Anders trabajaba en un gimnasio y Oona era profesora de yoga, sus cuerpos eran jóvenes y esbeltos, y si nosotros, al escribir o leer esto, disfrutamos de una especie de placer voyeurista ante su acoplamiento, tal vez se nos pueda perdonar, porque ellos mismos experimentaron algo no muy distinto: Oona, de piel pálida, se veía a sí misma practicando su rutina con un desconocido de piel oscura, y Anders, el desconocido, presenciaba lo mismo, y el espectáculo les resultaba fuerte, visceral, y les afectaba hasta el punto de que, de forma inesperada o no tan inesperada, experimentaron una extraña e incómoda satisfacción al ser tocados por el otro.

Después de aquello, persistió una curiosa sensación de traición que les impidió conciliar el sueño. Oona salió de la cama en mitad de la noche, se vistió y se fue sin decir nada, quitó el candado a la bici y pedaleó tan rápido como pudo. La calle de Anders estaba oscura y en algunas de las calles de su recorrido había huecos en las farolas que tenían el aspecto de dientes perdidos. Si hubiera planeado quedarse hasta tan tarde, o irse tan temprano, probablemente habría llevado el coche.

Mientras pedaleaba, resistió el impulso de mirar hacia atrás o a la camioneta que, durante un rato, se mantuvo a su lado, y cuando llegó a casa, subió la bici por los escalones del porche, pasó junto a los carteles de la vigilancia del vecindario y de la empresa de seguridad doméstica, y cruzó la puerta principal, donde la abandonó de forma menos tentativa en el vestíbulo, luego subió las escaleras, oyendo el sonido de la respiración de su madre —más un jadeo ocasional que una serie de ronquidos— y llegó por fin a su dormitorio, que, al igual que el de su hermano, había quedado tal y como ella lo había dejado al irse de casa, y aunque a su regreso Oona había quitado los pósters y las pegatinas y los recuerdos de la etapa escolar y los había sustituido por plantas y fotografías y otras cosas de trabajo, señales de su vida adulta, seguía pareciendo, en esencia y también para ella, la habitación de una niña.

Cuando se despertó, Oona vio que tenía un mensaje de Anders y no contestó. En vez de eso, practicó el saludo al sol, concentrándose en el equilibrio y en lo que ella llamaba en sus clases la soltura, naturalidad y suavidad de los movimientos. Detectó cierta rigidez en sí misma, tanto física como mental, una especie de tirantez o dureza, que se propuso remediar mediante la meditación, pero los pensamientos del día anterior seguían entrometiéndose, por lo que trató como pudo de redirigir su atención a la preparación del desayuno para ella y su madre, avena del día anterior con bayas y mantequilla de nueces, que su madre aceptó con asombro y un movimiento de cabeza.

—Es tan sano que podría matar a alguien —dijo.

Oona enarcó una ceja.

—Esa es la idea —contestó.

Tras la comida, Oona revisó la medicación de su madre, una pastilla para el colesterol, otra para el azúcar en la sangre, la presión arterial, la debilidad, la depresión y la ansiedad, que debían tomarse en diferentes cantidades y combinaciones durante el día. Su madre había sido en su época de la misma altura que Oona, pero ahora era ligeramente más baja, pesaba el doble y parecía bastante mayor, aunque de vez en cuando, cuando dormía la siesta, su cara era capaz de retroceder en el tiempo y parecerse fugazmente a la de un bebé.

—La gente está cambiando —dijo su madre.

—¿Qué gente? —preguntó Oona.

—Toda —respondió, y luego añadió con intención— nuestra gente.

Era el tipo de conversación habitual, en este caso sobre gente blanca que de repente dejaba de serlo, y Oona vio en la pantalla de su teléfono la alerta de otro mensaje de Anders, pero no lo leyó, y en cambio le preguntó a su madre cómo lo sabía, y su madre dijo que por internet, y Oona replicó que no debía creer todo lo que leía en internet, y al principio lo dijo con sinceridad, por pura costumbre, con la voz cargada de convicción, pero solo un instante después, cuando pensó en ello, se vio obligada a fingir un tono veraz al repetirlo.

La madre de Oona no había sido muy fantasiosa durante la infancia de Oona y su hermano, o más bien, sí lo había sido, pero la suya no había sido una fantasía común: basada en la creencia de que la vida era justa y que todo iba a salir bien y que las personas buenas como ellos por lo general tenían lo que se merecían, ya que las excepciones no eran más que eso, excepciones, tragedias, pero había dejado de trabajar después de que nacieran los mellizos, y cuando murió su marido, inesperadamente joven, en su plenitud, si bien le dejó suficiente dinero para salir adelante, le arrebató también esa fantasía, dejándola sola frente a la lenta pérdida de su hijo, en un mundo que no le importaba y que empeoraba cada vez más, que se volvía cada vez más y más peligroso, un peligro que podía verse alrededor, solo había que echar un vistazo a la delincuencia y a los baches de las calles y a lo raras que eran las personas cuando llamabas para cualquier cosa, si necesitabas un fontanero, un electricista, o que te ayudaran con el jardín o con lo que fuera.

Oona era ahora la madre de su madre, así se sentía a veces, aunque quizá madre no fuera la palabra adecuada, tal vez hija estuviera bien, ya que ambas palabras significaban más de lo que nunca había creído, y cada una tenía dos caras, la de cargar y la de ser cargada, y al final cada palabra era idéntica a la otra, como en una moneda que solo se diferenciaba en el orden en el que salía uno u otro lado al lanzarla.

Oona escuchó a su madre, sabiendo que discutir era prolongar la conversación, que involucrarse implicaba perder, y cuando su madre comprobó que no obtendría el placer de la oposición, miró en dirección al cuarto de estar en el que estaba el enorme televisor, y Oona se puso la mochila, tomó su bicicleta y se dirigió hacia la puerta.

—Eres tan guapa —le dijo su madre cuando se marchaba— que deberías llevar un arma.