A comienzos del siglo VI a. de C., los persas se apoderaron de Palestina en el marco de su gran ofensiva hacia el oeste de Asia Menor.
Fue un periodo afortunado para los ocupantes de estas tierras, que todavía no eran llamados judíos.
Los persas tenían una concepción muy descentralizada de la gestión de su imperio. A partir del año 333 a. de C., Alejandro se convirtió, después de la victoria de Iso, en el nuevo caudillo, seguido de Seleuco, uno de sus generales, cuando murió. Fundó la dinastía seléucida, que gobernó durante dos siglos. Antíoco IV de Siria prohibió, en el siglo II, la religión judía y sustituyó en el templo sagrado el altar de Yahvé por el de Zeus. Eso provocó, como reacción a esta sacrílega decisión, un amplio levantamiento dirigido por el sacerdote Matías y sus hijos. Se trató de la célebre revuelta de los macabeos, que, tras llamar a los romanos, acabó por triunfar. Jonatán, uno de los suyos, fue designado sumo sacerdote.
Desde el año 134 hasta el año 63, la dinastía asmonea reinó en Palestina, es decir, en Galilea. El hijo pequeño de Jonatán, Juan Hyrcan I, su más célebre soberano, anexionó Judea, Samaria e Idumea (el país de Edom, al sur de Judea). En el siglo I se produjo un grave conflicto entre los príncipes asmoneos Hyrcan II y Aristóbulo II.
El gobernador Antipater, partidario de Hyrcan II, se alió con Pompeyo, que penetró en Jerusalén en el año 63.
Mientras Hyrcan II, el gran sacerdote, y Antipater, su ministro, gobernaban el reino de Judea, comenzó a hablarse por primera vez de los judeos, que en la lengua hablada se convertirían, más sencillamente, en los judíos. En el año 47 a. de C., el reino quedó directamente sometido al Imperio romano: fue en ese momento cuando apareció el nombre de Palestina en recuerdo de sus primeros habitantes, los filisteos. El general Antipater se convirtió en gobernador y Judea fue anexionada a la provincia romana de Siria-Palestina.
En el año 37, Herodes el Grande, hijo de Antipater, rey de la Judea aliada de Roma, llevó adelante una ambiciosa política de conquistas: extendió sus campañas hasta el mar Muerto y la actual Transjordania. Todo ello supuso el gasto de importantes sumas en la edificación de teatros, piscinas, gimnasios y templos, así como en la construcción de dos poderosas fortalezas en Masada y en el monte Herodion, cerca de Belén. Sus sucesores continuaron su política expansionista y emprendieron la construcción de un nuevo templo de grandes dimensiones: comenzado en el año 20, fue acabado en 64. Herodes Antipas, el mismo que hizo decapitar a Juan Bautista, fue un déspota brutal. El procurador Poncio Pilatos le entregó a Jesús, probablemente en el año 30, si se acepta como verosímil la fecha de nacimiento de Cristo en el año 3 a. de C. El régimen procuratorial duró hasta la revuelta judía del año 66, marcada por una oposición real entre los judíos y los discípulos de Cristo. La prueba es que el primer obispo cristiano de Jerusalén tomó partido por los romanos y abandonó la Ciudad Santa cuando Vespasiano y Tito decidieron asediarla.
En el año 66, los romanos se apoderaron del tesoro del templo de Jerusalén, y muy pronto se extendió la agitación, atizada por los zelotes, nacionalistas enfrentados a Roma. Vespasiano, en primer lugar, y después su hijo Tito tardaron cuatro años en sofocar el movimiento, que acabó tras la toma de Jerusalén en el año 70 y el incendio del templo. En el año 73 ya había sido sofocado todo atisbo de resistencia tras la toma de Masada, ciudadela en la que todos los defensores decidieron suicidarse antes que caer en manos de los romanos.
En el año 72, la provincia de Judea fue separada —tras la fundación de Flavia Neapolis, la moderna Naplusa— de Siria y gobernada por un legado imperial.
En el año 115 comenzó una especie de pogromo contra la comunidad judía de Alejandría. Esta, formada por unos doscientos mil o trescientos mil miembros, fue diezmada por las tropas romanas y griegas bajo el mandato del emperador Trajano. Las masacres esporádicas duraron más de dos años.
En el año 132 se produjo una nueva revuelta bajo el emperador Adriano, después de la prohibición de practicar la circuncisión y, sobre todo, del comienzo de la reconstrucción de Jerusalén bajo el nombre de Aelia Capitolina. Las tropas de Simón Bar-Kokheba fueron aniquiladas y el conjunto del país, devastado. Los muertos se contaron por decenas de miles, quizá centenares de miles… Nadie lo sabe con certeza.
En 135, Judea fue integrada en la provincia de Siria-Palestina, y Jerusalén, convertida en ciudad romana, fue prohibida a los judíos. De esa manera, los judíos supervivientes se reagruparon en Galilea, cerca del lago Tiberíades.
La dominación romana se acabó en el año 324.
Cuando la Iglesia católica intentó, varios siglos después, hacer de Jesucristo el «hijo único de Dios» y el único hijo de María y José, algunos Evangelios y determinados especialistas en la cuestión rechazaron esa teoría.
San Mateo (13, 55), San Lucas (8, 19) y San Marcos (6, 3) hablaron en sus Evangelios de hermanos y hermanas de Jesús. Y para profundizar más en el asunto, numerosos historiadores y teólogos han venido a reforzar esta posición al publicar las conclusiones de sus investigaciones. Jesucristo sería el miembro más destacado de una amplia familia compuesta por cinco hermanos: Santiago, José, Judas, Simón (y el propio Jesús), y dos hermanas: María y Salomé.
Por sorprendente que eso pueda parecer, el simple hecho de que todos estén de acuerdo en ese dato da un cierto crédito a esta afirmación. Ahora bien, dado que la cuestión se ha planteado y que es prácticamente seguro que no obtengamos nunca, ni de la Iglesia ni de otras fuentes oficiales, ninguna respuesta a este espinoso asunto, parece que no tenemos otra elección que tener en cuenta esa eventualidad, es decir, hacer una elección entre las hipótesis que se han formulado o crear nuestra propia opinión.
La explicación oficial, es decir, la «versión diplomática proporcionada por la Iglesia católica», es que «la confusión» se debe a un problema con la traducción. Es cierto que en las lenguas armenias y hebraicas no existe más que una única palabra para referirse a hermanos y a primos. A la vista de esa limitación, los pretendidos hermanos y hermanas de Jesús no serían más que primos y la Virgen sería la madre de un único hijo concebido por obra del Espíritu Santo. José no habría tenido nunca hijos. Es importante señalar que el mundo cristiano no es unánime en torno a esta cuestión.
Los ortodoxos creen que serían hermanastros de Jesús, es decir, hijos de José nacidos de un matrimonio anterior. En cuanto a los protestantes, estos creen que la Virgen no había perdido la virginidad antes del nacimiento de Jesús, pero que habría tenido otros hijos posteriormente.
La segunda hipótesis coincide plenamente con la doctrina católica. Esta se refiere al mensaje de Cristo, que toma al pie de la letra. Jesús decía: «Mis hermanos y hermanas son aquellos que siguen las enseñanzas que yo os transmito y que proceden de mi padre». Desde ese punto de vista, «todos los hombres son hermanos». No hay, por tanto, nada sorprendente en que los Evangelios hablen de hermanos y hermanas de Cristo.
Para acabar, es necesario abordar la tercera teoría, la más pragmática. Esta es, en definitiva, la que aparece despojada de toda creencia; sólo es el fruto de un análisis riguroso de los elementos históricos que conocemos, pero se ha ido reforzando gracias a los descubrimientos arqueológicos realizados a lo largo de los últimos siglos.
Antes de haber tomado conciencia del trabajo de los teólogos, cuya única preocupación era trasladar a Cristo del estatus de profeta al de hijo de Dios, los historiadores llamaron la atención sobre las dos hipótesis anteriores. Estos vieron evidente que los doctores de la fe no tenían otra elección, para realizar este milagro, que tomarse, frente a la verdad histórica, algunas libertades. Por esa razón no es imposible que algunas trazas o ciertos detalles «molestos», o tenidos como tales, hayan sido deliberadamente ocultados. Es probable que los escritos, como mínimo mesiánicos, de San Pablo, que, recordémoslo, era de cultura romana y, por ello, quizá más dado a elaborar una versión aceptable por sus conciudadanos, hayan sido privilegiados con relación a los Evangelios de Mateo, Lucas y Marcos.
Sea como sea, mientras no se pueda aportar realmente la prueba de que las teorías oficiales tienen poco que ver con la realidad histórica, los descubrimientos arqueológicos realizados desde hace años tienden a acreditar esta tercera tesis.
En efecto, parece bastante probable que Judas, Santiago, José, Simón, María y Salomé fueran hermanos y hermanas de Jesús. Más aún: Santiago, Simón, Judas Tadeo y José, llamado Mateo, los cuatro hermanos, figurarían entre los apóstoles.
Pero estas afirmaciones, al igual que las que plantean que Jesús fue el único hijo de José y María, no son más que simples especulaciones. Hoy día, la Iglesia sigue rechazando las teorías que hablan de los hermanos y hermanas de Cristo, como lo demuestran las propuestas del papa Benedicto XVI referidas por Peter Seewald en Les entretiens sur la foi (Le Sel de la terre, n.° 53), entrevistas que han sido recogidas por Vittorio Messori. En esta cuestión, él no ve más que un intento de confusión por parte de la prensa y de los escritores anticatólicos.
Se trata de un tema que ha hecho correr ríos de tinta y hará correr todavía más, a pesar de tratarse de un asunto que no tiene solución desde el punto de vista histórico, y que en el plano teológico sólo tiene un interés limitado. ¿Qué más da que Jesús haya tenido hermanastros o hermanos si lo esencial es que sea, aunque parezca imposible, el «hijo único de Dios»?
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En los Evangelios «¿No es el hijo del carpintero?, ¿no es María su madre?, ¿no son Santiago, José, Simón y Judas sus hermanos?» (Mateo, 13, 55). «Su madre y sus hermanos fueron a buscarlo, pero no pudieron acercarse debido a la multitud» (Lucas, 8, 19). «¿No es el hijo del carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón?, ¿no están también sus hermanas por aquí entre nosotros? Y se escandalizaban de él» (Marcos, 6, 3). |
El año 28-29, decimoquinto año del calendario de Tiberio (Lucas, 3, 1), poco antes del comienzo de su ministerio, Jesús pidió recibir el bautismo de manos de Juan Bautista. Sumergirse por primera vez en las aguas del Jordán no solamente tenía un valor simbólico muy fuerte, dado que fue entonces cuando por primera vez Juan reveló que Jesús era el hijo de Dios venido a la tierra para salvar a los hombres, sino que se trata, además, del único acontecimiento datado de la vida de este. Más que su nacimiento o su muerte, fue su bautismo el que introdujo a Jesús en la historia. Gracias a esa fecha, que nos revela Lucas, podemos deducir la cronología de la vida de Jesús, una información que deja en mal lugar las teorías generalmente admitidas. El año 15 del reinado de Tiberio es, por tanto, la única fecha citada en los Evangelios. Su importancia es capital en la historia del cristianismo. Aquel año, Juan, que era —según las leyes del sacerdocio legítimo— un sacerdote (Cohen) de nacimiento, dado que pertenecía a la tribu de los Levi, comenzó su predicación. En Antigüedades judías (18, V, 2, § 16-119), Flavio Josefo lo describe como un honesto hombre que exhortaba a los judíos a practicar la virtud, la justicia y la piedad, pero, sobre todo, que anunció la proximidad del Juicio Final e hizo una llamada a practicar la conversión interior simbolizada por el bautismo que él realizaba en las aguas del Jordán.
Y además, a la manera de un profeta, decía:
Yo te bautizo con el agua, pero vendrá él, aquel que es más poderoso que yo, tanto que no soy digno de desatar las correas de sus abarcas; él os bautizará en el Espíritu Santo y el fuego (Lucas, 3, 16).
Tal como Juan había dicho, el que era más poderoso que él había llegado hasta las orillas del Jordán, probablemente un día de primavera, es decir, cuando las aguas del río tenían una temperatura adecuada para que un hombre pudiera sumergirse. Aquel día, Juan intentó decirle que él no era digno de bautizarlo: «Soy yo el que debe ser bautizado por ti, y ¿eres tú el que vienes a mí?». Pero Jesús insistió: «No te preocupes por ahora, es así como debemos hacer justicia».
Entonces, él siguió adelante. En cuanto fue bautizado, Jesús salió del agua y vio que los ciegos abrieron los ojos y que el Espíritu Santo descendía del cielo en forma de paloma y se posaba sobre él. Una voz también procedente del cielo le decía: «Este es mi hijo muy amado en quien tengo depositada toda mi confianza» (Mateo, 3, 13-15).
Una vez bautizado, Jesús comenzó también a predicar. A partir de ese momento, empezó a anunciar: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está muy cerca: arrepentíos y creed en el Evangelio» (Marcos, 1, 15).
Como vemos, la ceremonia del bautismo de Cristo nos es bien conocida, así como su cronología. Recogida por los Evangelios, y especialmente el de Lucas, parece a priori bien fijada, dado que el contexto histórico de la época está bien documentado. Ahora bien, un estudio profundo y muy creíble que presenta fechas generalmente admitidas obliga a revisar un poco el contexto. La fecha de nacimiento de Jesús no fue probablemente la que creía el monje Dionisio el Pequeño (llamado así por su baja estatura) cuando estableció retrospectivamente el calendario cristiano en el año 532.
Primera constatación: Jesús no nació el 25 de diciembre del año cero. En efecto, Lucas nos dice que Juan comenzó a predicar durante el decimoquinto año del calendario de Tiberio y que bautizó a Jesús ese mismo año.
Por otra parte, sabemos, por la lectura de los Evangelios, que Jesús tenía treinta años cuando se sumergió en las aguas del Jordán. Ahora bien, conocemos que Tiberio ascendió al poder el año 14 de nuestra era. Así, el decimoquinto de su reinado correspondería al año 29 de nuestro calendario. En consecuencia, Jesús habría nacido el año 2 antes de la fecha señalada como la de su nacimiento.
Esta fecha, bien conocida, ha sido ampliamente validada por documentos procedentes de la época. Todos los historiadores de los seis primeros siglos están de acuerdo en esta fecha. No obstante, los historiadores que han estudiado la cuestión a lo largo de los últimos años no parecen completamente seguros con esta hipótesis. La mayor parte de ellos se basan en el hecho de que Jesús habría nacido antes de la muerte de Herodes, y data el nacimiento de Cristo en el año 4 antes de nuestra era. Otros, en cambio, prefieren pensar que Jesús habría nacido el año 6 de nuestra era, dado que habría sido inscrito, según ellos, en el censo de Quirino efectuado precisamente ese año.
Sin embargo, aunque parece que pronto conoceremos bien la fecha exacta del nacimiento de Jesús, dado que los espectaculares progresos realizados por los astrónomos durante los últimos años están en fase de dárnosla, gracias a la datación de eventos astronómicos que aparecen relatados en los Evangelios, ¿qué importancia tiene, finalmente? Además, a fin de cuentas, ¿no nació el cristianismo el año en que Jesús comenzó su ministerio?
Por su naturaleza divina y como hijo de Dios que era, Jesús realizó numerosos milagros. Con sus hechos fue el testimonio del amor misericordioso del Padre, de su compasión ilimitada y de su fuerza bienhechora.
El primer milagro de Jesús fue el de transformar el agua en vino. Después curó al hijo de un oficial y sanó a un lisiado de Betesda y a un leproso. Logró una pesca milagrosa, curó al sirviente de un centurión, hizo resucitar al hijo de una viuda en Naín, sanó a la suegra de Pedro, calmó la tempestad y recuperó a un paralítico. Hizo resucitar a la hija de Jairo, curó a una mujer que había perdido sangre y a un hombre que tenía una mano paralizada, alimentó a cinco mil personas, sanó a una mujer encorvada, hizo que se recobrara un hombre hidrópico, a la hija de una mujer cananea y a un sordo, dio de comer a cuatro mil personas, hizo resucitar a Lázaro, liberó a un niño poseído por el demonio, repuso a dos ciegos, recuperó a diez leprosos, reinsertó una oreja cortada y realizó una segunda pesca milagrosa.
La vida de Jesús estuvo marcada por la realización de numerosos milagros que son un testimonio de su esencia divina y de su amor universal por todos los hombres. Los evangelistas no los relatan de la misma manera o no explican los mismos milagros en sus Evangelios:
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Curación de dos ciegos (Mateo, 9, 27-31) Cuando Jesús se fue lo siguieron dos ciegos gritando: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David». Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: «¿Creéis que yo puedo hacerlo?». Ellos le respondieron: «Sí, Señor». Entonces, Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como habéis creído». Y se les abrieron sus ojos. Entonces, Jesús les dijo: «¡Cuidado!, que nadie lo sepa». Pero ellos, en cuanto salieron, difundieron su nombre por todas partes.
Ciego de nacimiento (Mateo, 9, 1-7) Jesús vio, al pasar, a un hombre que era ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: «Señor, ¿quién ha pecado, este hombre o sus padres, para que haya nacido ciego?». Jesús les respondió: «Ni él ni sus padres han pecado; es ciego para que las obras de Dios puedan manifestarse en él. »Es necesario que, mientras dure el día, yo haga las obras para las que he sido enviado; la noche está al caer y nadie podrá trabajar. »Mientras esté en el mundo yo seré la luz del mundo». Después de haber pronunciado estas palabras, escupió en la tierra e hizo una bola de lodo con su saliva, que aplicó sobre los ojos del ciego, diciéndole: «Ve y lávate en el estanque de Siloé» [nombre que significaba «enviado»]. El ciego fue, se lavó y volvió viendo con claridad.
Ciegos y paralíticos en el templo (Mateo, 21, 14) Varios ciegos y paralíticos se le acercaron en el templo y él los curó.
Curación de un ciego de Jericó (Marcos, 10, 46-53) Llegaron a Jericó. Y cuando Jesús salía, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo y entonces dijo: «Llamadle». Llamaron al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Él te llama». Entonces, quitándose su manto, dio un salto y fue hasta Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». «Rabbuní —le dijo el ciego—, ¡que recobre la vista!». Y Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Al instante recobró la vista y siguió a Jesús por el camino.
Cananea (Mateo, 15, 22-28) Y he aquí que una mujer cananea que había llegado de aquella región lo llamaba, diciéndole: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí!, mi hija es cruelmente atormentada por el demonio». Pero Jesús no le respondió nada. Entonces, acercándose sus discípulos, le hablaron, diciéndole: «Despídela, porque va dando voces tras nosotros». Él respondió: «No he sido enviado más que para las ovejas perdidas de la casa de Israel». Entonces ella se acercó y se postró ante él, diciendo: «¡Señor, socórreme!». Él le respondió: «No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros». Ella dijo: «Sí, Señor, pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos». Entonces, Jesús le respondió: «¡Mujer, grande es tu fe!, hágase contigo como quieres». Y su hija fue sanada a aquella misma hora.
Demonios enviados a los puercos (Lucas, 8, 26-36) Llegaron a la región de los gerasenos, que está frente a Galilea. Al saltar a tierra, vino a su encuentro desde la ciudad un hombre poseído por los demonios que hacía mucho tiempo que no llevaba vestido ni moraba en una casa, sino en los sepulcros. Al ver a Jesús, cayó ante él, gritando con gran voz: «¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te suplico que no me atormentes». Jesús había mandado al espíritu inmundo que saliera de aquel hombre, pues en muchas ocasiones se apoderaba de él; entonces lo sujetaban con cadenas y grillos para custodiarlo, pero rompiendo las ataduras era empujado por el demonio al desierto. Jesús le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?». El contestó: «Legión», porque muchos demonios habían entrado en él. Estos le suplicaban continuamente que no los mandara al abismo. Había allí, junto a la montaña, una gran piara de puercos que pastaban en el monte. Los demonios suplicaron a Jesús que les permitiera entrar en ellos. Jesús se lo permitió. Los demonios salieron de aquel hombre y entraron en los puercos, entonces la piara se arrojó al lago desde lo alto del precipicio y se ahogó. Viendo los porqueros qué había pasado, huyeron y lo explicaron por toda la ciudad y por las aldeas. Las gentes salieron, pues, a ver qué había ocurrido y, llegando hasta Jesús, encontraron al hombre del que habían salido los demonios, sentado, vestido y en su sano juicio a los pies de Jesús. Se llenaron de temor. Los que lo habían visto les contaron cómo había sido salvado el endemoniado.
Niño lunático (Lucas, 9, 37-42) Ocurrió que al día siguiente, cuando bajaron del monte, mucha gente salió al encuentro de Jesús. En esto, un hombre empezó a gritar entre la gente: «Maestro, te suplico que mires a mi hijo, porque es el único que tengo. »Y un espíritu se apodera de él y de pronto empieza a dar gritos, le hace agitarse con violencia y echar espuma, y difícilmente se aparta de él hasta dejarlo quebrantado. »He pedido a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido». Jesús le respondió: «¡Oh, generación incrédula y perversa!, ¿hasta cuándo estaré con vosotros y habré de soportaros?, ¡trae aquí a tu hijo!». Cuando se acercaba, el demonio lo tiró al suelo y lo agitó violentamente, pero Jesús amenazó al espíritu inmundo, curó al niño y luego lo devolvió a su padre.
Mujer encorvada (Lucas, 13, 10-13) Estaba Jesús un sábado enseñando en una sinagoga. Allí había una mujer a la que un espíritu mantenía enferma desde hacía dieciocho años; estaba encorvada y no podía en modo alguno enderezarse. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Y le impuso las manos. Al instante se enderezó y glorificó a Dios.
Hidrópico (Lucas, 14, 1-6) Y sucedió que, habiendo ido Jesús en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, estos lo estaban observando. Había allí, delante de él, un hombre hidrópico. Entonces, Jesús tomó la palabra y preguntó a los legisladores y a los fariseos: «¿Está permitido curar en sábado?». Ellos guardaron silencio. Entonces le acercó su mano, lo curó, y lo despidió. Y a los fariseos les dijo: «¿Quién de vosotros, si se le cae un hijo o un buey a un pozo en sábado, no lo saca al momento?». Y no pudieron contestar nada.
Mano paralizada (Lucas, 6, 6-10) Sucedió que entró Jesús otro sábado en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre al que la mano derecha se le había paralizado. Los escribas y fariseos observaban a Jesús por si curaba en sábado, a fin de tener algo de qué acusarlo. Pero él, conociendo sus pensamientos, le dijo al hombre que tenía la mano paralizada: «Levántate y ponte ahí en medio». Él, levantándose, así lo hizo. Entonces Jesús les dijo: «Yo os pregunto si es lícito hacer el bien en sábado en vez de hacer el mal, salvar una vida en vez de matar». Luego, mirándolos a todos, dijo al hombre: «Extiende tu mano». Él lo hizo, y su mano se curó.
Enfermo en la piscina (Juan, 5, 2-9) Había en Jerusalén, cerca de la Probática, una piscina que se llamaba en hebreo Betesda y tenía cinco pórticos. En estos pórticos yacían numerosos enfermos, ciegos, cojos y paralíticos que esperaban el movimiento del agua, porque el Ángel del Señor bajaba de vez en cuando a la piscina y agitaba el agua. El primero que entraba en ella después de ser agitada quedaba curado de cualquier mal que tuviera. Allí se encontraba un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba así mucho tiempo, le dijo: «¿Quieres curarte?». El enfermo le respondió: «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua y, por tanto, cuando yo llego, otro ha entrado antes que yo». Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y anda». Al instante, el hombre quedó curado completamente, tomó su camilla y se puso a andar.
Jesús camina sobre el agua (Mateo, 14, 22-32) Entonces obligó a sus discípulos a subir a la barca y a pasar antes que él a la otra orilla, mientras despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para rezar a solas, pero al atardecer todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba en medio del mar, sacudida por las olas, porque tenía el viento en contra. De madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre las aguas. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. «Es un fantasma», dijeron, y atemorizados se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: «Tranquilizaos, soy yo; no temáis». Entonces, Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua». Jesús le dijo: «Ven». Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al notar la fuerza del viento, tuvo miedo y, cuando empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame». Enseguida, Jesús le tendió la mano y, mientras lo sostenía, le dijo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?». En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó.
Primera multiplicación de los panes (Marcos, 6, 35-44) Como ya se había hecho tarde, sus discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desértico y ya es muy tarde, despide a la gente para que vaya a los campos y pueblos cercanos a comprar algo para comer». Él respondió: «Dadles de comer». Pero ellos le dijeron: «Habría que comprar pan por valor de doscientos denarios para dar de comer a todos». Jesús les dijo: «Mirad cuántos panes tenéis». Después de averiguarlo, le contestaron: «Cinco panes y dos peces». Él les ordenó que hicieran sentar a todos en grupos, sobre la hierba verde, y la gente se sentó en grupos de cien y de cincuenta. Tomó entonces los cinco panes y los dos peces y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los fue entregando a sus discípulos para que los distribuyeran. También repartió los dos peces entre la muchedumbre. Todos comieron hasta saciarse y se recogieron doce canastas llenas de trozos de pan y de pescado sobrante. Los que habían comido fueron cinco mil hombres.
Segunda multiplicación de los panes (Mateo, 15, 29-38) Desde allí, Jesús llegó a orillas del mar de Galilea y, habiendo subido a la montaña, se sentó. Una gran multitud acudió a él, llevando paralíticos, ciegos, lisiados, mudos y muchos otros enfermos. Los pusieron a sus pies y él los sanó. La multitud se mostraba admirada al ver que los mudos hablaban, los inválidos quedaban curados, los paralíticos andaban y los ciegos recobraban la vista. Todos glorificaban al Dios de Israel. Jesús llamó entonces a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión por esta multitud que hace tres días que están conmigo y no tienen qué comer. No quiero despedirlos en ayunas, porque podrían desfallecer en el camino de vuelta». Los discípulos le dijeron: «¿Y dónde podríamos conseguir en este lugar despoblado pan para saciar a tanta gente?». Jesús les dijo: «¿Cuántos panes tenéis?». A lo que ellos respondieron: «Siete y algunos peces». Entonces ordenó a la multitud que se sentara en el suelo; después, tomó los siete panes y los peces, dio gracias, los partió y los dio a sus discípulos. Ellos los distribuyeron entre la muchedumbre. Todos comieron hasta saciarse, y con los pedazos que sobraron se llenaron siete cestos. Los que comieron eran cuatro mil hombres, sin contar a las mujeres ni a los niños.
Las bodas de Caná (Juan, 2, 1-11) Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea. La madre de Jesús estaba allí. También Jesús, junto a sus discípulos, había sido invitado a la boda. Como faltaba vino, porque se había acabado, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino». Jesús le respondió: «¿Qué quieres de mí, mujer?, todavía no ha llegado mi hora». Su madre les dijo a los sirvientes: «Haced lo que él os diga». Había allí seis tinajas de piedra, de dos o tres medidas cada una, preparadas para que los judíos hicieran las purificaciones. Jesús les dijo: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. «Sacadla ahora, les dijo, y llevádsela al maestresala». Y así lo hicieron. Cuando aquel probó el agua convertida en vino, dado que ignoraba de dónde procedía (los sirvientes que habían sacado el agua sí que lo sabían), llamó al novio, y le dijo: «Todos sirven primero el vino más bueno y, cuando los invitados ya se han saciado, sirven el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora». Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó a mostrar sus poderes. De esta manera manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos.
Curación de un paralítico (Mateo, 9, 2-7) He aquí que le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: «Ten confianza, hijo mío, tus pecados te han sido perdonados». Algunos escribas pensaron: «Este hombre blasfema». Jesús, adivinando sus pensamientos, les dijo: «¿Por qué pensáis mal? »¿Qué es más fácil decir: “Tus pecados te son perdonados”, o “Levántate y anda”? »Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados: “Levántate —dijo al paralítico—, toma tu camilla y vete a tu casa”». Él se levantó y se fue a su casa.
Primera pesca milagrosa (Lucas, 5, 1-7) Estaba Jesús en la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba junto a él para oír la Palabra de Dios. Entonces vio dos barcas que estaban en la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas y lavaban las redes. Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de la orilla; después, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar adentro y echa las redes para pescar». Simón le respondió: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada, pero seguiré tu palabra y echaré las redes». Haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban con romperse. Hicieron señales a sus compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían.
Segunda pesca milagrosa (Juan, 21, 2-11) Estaban juntos Simón, llamado Pedro, y Tomás, denominado Dídimo, «el mellizo», Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le contestaron: «También nosotros vamos contigo». Todos juntos subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya había amanecido, Jesús estaba en la orilla sin que los discípulos supieran que era él. Jesús les preguntó: «¿No habéis pescado nada?». Ellos le contestaron: «No». Él les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y pescaréis». La echaron, y casi no pudieron arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo, a quien Jesús amaba, le dijo entonces a Pedro: «¡Es el Señor!». Simón Pedro se puso el vestido y su cinto en cuanto oyó que era el Señor —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red cargada de peces, pues sólo distaban de tierra unos doscientos codos. Nada más saltar a tierra, vieron preparadas unas brasas y sobre ellas un pez y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los peces que acabáis de pescar». Subió Simón Pedro a la barca y sacó a tierra la red llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, la red no se rompió.
Curación de un endemoniado (Marcos, 1, 23-28) Había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro que comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret?, ¿has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús lo increpó, diciéndole: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro salió de ese hombre sacudiéndolo violentamente y dando un gran alarido. Todos quedaron asombrados y se preguntaban entre sí: «¿Qué es esto?, ¡una nueva doctrina llena de autoridad!, da órdenes a los espíritus impuros y estos le obedecen». Y su fama se extendió rápidamente por todas partes en la región de Galilea.
Resurrección de la hija de Jairo (Lucas, 8, 41-56) He aquí que llegó un hombre, llamado Jairo, que era jefe de la sinagoga. Este, cayendo a los pies de Jesús, le suplicaba que entrara en su casa, porque tenía una sola hija, de unos doce años, que estaba muriéndose. Mientras iba hacia allí, las gentes le seguían. […] Estaba todavía hablando cuando alguien de la casa del jefe de la sinagoga llegó diciendo: «Tu hija ha muerto. No molestes al Maestro». Jesús, que lo oyó, le dijo: «No temas; solamente ten fe y ella se salvará». Cuando llegaron a la casa, sólo permitió que entraran con él Pedro, Juan Santiago, el padre y la madre de la niña. Todos la lloraban y se lamentaban, pero él dijo: «No lloréis, no ha muerto, sólo está dormida». Pero todos se burlaban de él, pues sabían que estaba muerta. Él, tomándola de la mano, le dijo en voz alta: «Niña, levántate». Entonces, el espíritu retornó a ella y al momento se levantó. Él mandó que le dieran de comer. Sus padres quedaron absolutamente sorprendidos, pero él les ordenó que no dijeran a nadie lo que allí había pasado.
Resurrección de Lázaro (Juan, 11, 1-44) Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, pueblo de María y de Marta, su hermana. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas pidieron que le dijeran a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres está enfermo». Después de oírlo, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Por eso, cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dijo a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea». Sus discípulos le dijeron: «Rabbí, hace poco los judíos querían apedrearte ¿y aún quieres volver allí?». Jesús respondió: «¿No son doce las horas del día? »Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él». Dijo esto y añadió: «Nuestro amigo Lázaro duerme y yo voy a despertarlo». Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se curará». Jesús había hablado de muerte, pero ellos creyeron que hablaba del sopor del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto. »Y por vosotros me alegro de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos hacia él». Entonces Tomás, llamado «el mellizo», dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él». Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Como Betania estaba cerca de Jerusalén, a sólo unos quince estadios, muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por la muerte de su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, salió a su encuentro mientras María permanecía en casa. Marta le dijo a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. »Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, este te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta le respondió: «Ya sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?». Ella le dijo: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». Dicho esto, fue a buscar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro está ahí y te llama». Ella se levantó rápidamente en cuanto lo oyó y se fue hacia donde estaba él. Jesús todavía no había llegado al pueblo, sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María consolándola en su casa, al ver que se levantaba y salía rápidamente, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó al lugar donde estaba Jesús, cayó a sus pies al verle y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Jesús, al verla llorar y ver que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente y se turbó. Jesús le dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le respondieron: «Señor, ven y lo verás». Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: «Mirad cómo lo quería». Pero algunos de ellos dijeron: «Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que Lázaro no muriera?». Entonces, Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue hasta el sepulcro. Era una cueva y tenía puesta encima una losa. Dijo entonces Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le respondió: «Señor, ya es el cuarto día y saldrá un fuerte hedor». Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Quitaron, pues, la losa del sepulcro. Y entonces Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. »Ya sabía que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado». Dicho esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, sal!». Y el muerto salió, atado con vendas de pies y manos y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dijo: «Liberadlo y dejadlo andar».
Curación del sirviente del centurión (Lucas, 7, 1-10) Cuando hubo acabado de dirigir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. El siervo de un centurión, muy querido de este, se encontraba mal y a punto de morir. Habiendo oído hablar de Jesús, aquel envió hasta él a unos judíos ancianos para rogarle que viniera y salvara a su siervo. Estos, llegando hasta donde estaba Jesús, le suplicaron insistentemente, diciéndole: «Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga». Iba Jesús con ellos cuando, no estando ya muy lejos de la casa, el centurión envió a unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa. »Por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Di una sola palabra y mi criado quedará sano. »Porque también yo, que estoy sometido a mis superiores, tengo soldados a mis órdenes, y digo a este: “¡Vete!”, y va; y a otro: “¡Ven!”, y viene; y a mi siervo: “¡Haz esto!”, y lo hace». Al oír estas palabras Jesús quedó admirado de él y, volviéndose, dijo a la muchedumbre que iba tras él: «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Cuando los enviados del centurión volvieron a la casa hallaron curado al siervo que estaba enfermo.
Calmó la tempestad (Mateo, 8, 23-27) Jesús subió después a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía. Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: «¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!». Él les respondió: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Y, entonces, levantándose, habló al viento y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres, llenos de admiración, se decían entonces: «¿Quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?». |
Según los Evangelios canónicos, Judas Iscariote, nacido en Palestina y fallecido en el año 30 d. de C., fue uno de los doce apóstoles y cumplía la función de tesorero.
Judas es conocido por haber vendido a Jesús a los grandes sacerdotes de Jerusalén, que le habían ofrecido treinta monedas de plata. Jesús se encontraba en el huerto de Getsemaní cuando Judas, frente a la muchedumbre, se acercó a él y lo señaló a los soldados dándole un beso:
Todavía estaba hablando cuando se presentó un grupo de hombres; uno de ellos, llamado Judas, que era uno de los doce apóstoles, iba el primero y se acercó a Jesús para darle un beso. Jesús le dijo: «¿Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Lucas, 22, 47-48).
Los sacerdotes llevaron enseguida a Jesús ante Poncio Pilatos, entonces gobernador romano de Judea.
Judas Iscariote era un conocido ejemplo de persona poseída por Satanás, tal como explica el Evangelio según San Lucas: «Satanás entró entonces en Judas». La acción de Judas habría sido, según eso, el resultado de una intervención diabólica. Se considera pues que Satanás entró en el alma de Judas para llevarlo a cometer la traición:
Durante la cena, cuando el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el deseo de entregarlo, Jesús, que sabía que el Padre lo había dejado todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvería, se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. A continuación, echó agua en un lebrillo y comenzó a lavar los pies de sus discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Llegó hasta Simón Pedro y este le dijo: «Señor, ¿lavarme tú a mí los pies?». Jesús le respondió: «Lo que hago no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más adelante». Pedro le dijo: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te los lavo, no tienes nada que ver conmigo». Simón Pedro le dijo: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Jesús le dijo: «El que se ha lavado no necesita lavarse los pies porque está completamente limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a entregar y por eso dijo: «No estáis limpios todos». Después de lavarles los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis qué he hecho con vosotros? Me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros, porque os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo que no es más importante el siervo que su amo, ni el apóstol más que el que lo envía. Sabiendo estas cosas, dichosos seréis si las cumplís. No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido, pero tiene que cumplirse la Escritura cuando dice: “El que come mi pan ha alzado contra mí su talón”. Por eso os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra, creáis que Yo Soy. En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado». Cuando dijo estas palabras, Jesús se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará». Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, al que Jesús amaba, estaba en la mesa a su lado. Simón Pedro le hizo una señal y le dijo: «Pregúntale de quién está hablando». Este, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dijo: «Señor, ¿quién es?». Jesús le respondió: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar». Y, mojándolo, lo cogió y se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dijo: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». (Juan, 13, 2-27).
Cuando fue arrestado en el huerto de Getsemaní, Jesús afirmó que la hora de «las tinieblas» había llegado:
Estando en el templo con vosotros todos los días, no me pusisteis las manos encima; pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas (Lucas, 22, 53).
Judas se suicidó poco tiempo después, atormentado por la desesperanza y víctima de profundos remordimientos. Decidió colgarse, aunque no sin haber arrojado antes las treinta monedas de plata al interior del templo:
Entonces Judas, que lo había entregado, al ver que Jesús había sido condenado devolvió, lleno de remordimiento, las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «He pecado entregando sangre inocente». Ellos le respondieron: «¿Qué nos importa? Eso es asunto tuyo». Entonces él, arrojando las monedas en el templo, salió y se ahorcó (Mateo, 27, 3-5.)
Para los católicos, Judas desempeña un papel determinante en el proceso de redención del hombre, porque sin él no habría crucifixión, es decir, no habría muerte, sepultura y resurrección de entre los muertos ni redención de los pecados. ¿Y cuál ha sido su castigo?, ¿se condenó a los infiernos?, ¿fue perdonado por Dios? Si él fue al infierno, fue especialmente él, y no Jesús, quien más sufrió para asegurarse el proceso de redención (si se cree en la visión tradicional del infierno), lo que plantea a los teólogos complejas preguntas de tipo escatológico y metafísico.
El tema teológico de Judas es complejo. Numerosos escritores se han acercado a él:
• En una novela corta, Tres versiones de Judas, Jorge Luis Borges creó la figura de un teólogo danés del siglo XIX cuya tesis «era que Dios se había hecho hombre hasta la infamia y Judas era de hecho el hijo de Dios». La fantasía de Borges se apoyaba en argumentos y contraargumentos teológicos que demuestran la complejidad simbólica de la figura de Judas.
• En el Evangelio según Pilatos, Eric-Emmanuel Schmitt abordó la tesis según la cual Judas habría traicionado a Jesús a petición de este para que se cumpliera su destino. La «traición» sería un sacrificio. Puede analizarse el Evangelio de Judas, que fue recuperado gracias al descubrimiento del texto de interpretación gnóstica encontrado por el profesor Rodolphe Kasser.
• En Un homme trahi: le roman de Judas (Albin Michel), Jean-Yves Leloup recuerda de manera precisa y equilibrada:
Judas y Yeshoua somos las dos mitades de un ser humano. Judas y Yeshoua somos los dos caminos que nos revelan sin duda un Dios más divino…
El análisis del Evangelio de Judas, recientemente descubierto, pone en duda la teoría de la traición. Se libera del tufo sulfuroso. ¿Y si la Iglesia hubiera mentido? Pero no todas las preguntas tienen respuesta y los Evangelios apócrifos no dan la solución a todas las cuestiones.
El exegeta, Alain Merchadour, recordaba en La Croix del 11 de abril de 2006 que:
Los apócrifos nos transmiten en clave alguna cosa de la conciencia que la Iglesia primitiva sentía de sí misma.
Estos nos muestran un misterio maravilloso, en medio de un fárrago simbólico, que las pruebas no llegan a poner de manifiesto. Pero es cierto que el Evangelio de Judas no nos deja indiferentes, sin duda porque nos habla de la traición última, la de los hijos de Dios, la de la confianza que Dios depositó en los hombres al enviarles a su hijo.
Herbert Krosney, en El Evangelio perdido: la búsqueda del Evangelio de Judas Iscariote, investigó sobre este manuscrito apócrifo milagroso. Y nos explica que:
Los manuscritos descubiertos cerca de El-Minya, tres décadas después de Nag Hammadi, examinados apresuradamente en la habitación de un hotel genovés, contenían un evangelio que abordaba una dimensión completamente original de la Revelación. Redactados en lengua copta y gnósticos en sus formulaciones, planteaban, en una primera lectura, una especie de recelo. El hombre al que, después, fueron confiados para su restauración y traducción, Rodolphe Kasser, nos describe sus sentimientos en caliente: «Era prácticamente increíble. Nunca hubiéramos esperado encontrar un texto desaparecido. Me quedé petrificado...».
También nos describe la indecisión del sabio:
Desde su primer contacto, Kasser, ansioso por conocer el texto, vio un significado excepcional que todavía incrementaba la expresión del cristianismo diversificado y transmitido por los manuscritos de Nag Hammadi. «La importancia de este texto no se debe a que se trate de un nuevo manuscrito, sino de un nuevo tipo de documento. Más que interesantes, los textos gnósticos se parecen unos a otros, y con frecuencia presentan los argumentos de la misma manera.»
Además, nos explica las intenciones de Kasser, que eran bastante reveladoras de un contexto y de un contenido:
«Los gnósticos tropezaban con los cristianos católicos porque representaban al Dios del Antiguo Testamento como al Diablo (contrariamente a lo que sostenía la Biblia). Con el Evangelio de Judas, es el Nuevo Testamento el que se ve contestado, y en esta cuestión importante, por un documento más contemporáneo (sólo un poco más reciente). Alguien eligió defender a Judas».
Sí, pero ¿quién?
Rodolphe Kasser describe la obra y sitúa el Evangelio en el campo de lo secreto. Veamos qué escribe en su obra El Evangelio de Judas: del códice Tchacos. Él insiste en un punto determinado:
Desde las primeras palabras de este Evangelio recientemente descubierto, queda claro que la imagen de Judas no tendría nada que ver con la encontrada en el Nuevo Testamento, y que el relato que seguía describiría su acción desde el punto de vista gnóstico. Al principio del texto, se escribe que se trata del «relato de la Revelación hecha por Jesús cuando hablaba con Judas Iscariote».
Así, el texto fue revelado a aquellos que estaban en el secreto: los gnósticos. Y lo sabían explicar: «Judas aparecía enseguida cuando Jesús retó a los doce discípulos a mostrar si llevaban en su interior el “hombre perfecto” (dispuesto para la salvación)», y si estaban preparados para ponerse a su disposición. Todos los discípulos pretendían tener la fuerza necesaria, pero sólo Judas lo consiguió (aunque sin poder mirar a Jesús a la cara). Eso significaba que Judas llevaba en sí mismo el brillo de lo divino, de manera que se encontró, por así decirlo, en un plano de igualdad con Jesús. Pero como él no alcanzaba a comprender, todavía, el verdadero secreto que Jesús estaba a punto de revelar, se vio obligado a apartar la vista. Sin embargo, Judas conocía la verdadera identidad de Jesús —ante la que los demás se mostraban completamente ignorantes— porque él proclamó que «Jesús no es un simple mortal que vive en este mundo...». En el contexto de la Iglesia primitiva, la tesis resulta interesante. Por nuestra parte, deseamos ir más lejos con el planteamiento de Jean-Yves Leloup en Un homme trahi. Es más humano y se acerca a la Revelación.
El asunto que plantea el «relato de Judas» no es únicamente: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano?», sino también: «Abel, ¿qué has hecho con tu hermano?». Esto no quiere decir solamente: «¿Judas, ¿qué has hecho con Yeshoua?», sino también: «Yeshoua, ¿qué has hecho con Judas?».
La historia de Judas y de Jesús es una llamada de atención para recordar que todos los hombres serán salvados, tanto los buenos como los malos, para vivir una vida liberada del mal, de la culpabilidad, de la mentira y de las parejas binarias del mundo terrenal, en el que viven en reciprocidad verdad y mentira, amor y violencia, guerra y paz, orden y desorden, felicidad e infelicidad...
El jueves 6 de abril de 2006 se produjo un hecho rarísimo: Judas Iscariote, el traidor más célebre de la historia, el apóstol que vendió a Jesucristo a los sacerdotes del templo, aparecía en los periódicos en grandes titulares diecinueve siglos después de haber muerto. En efecto, ese día, National Geographic publicaba la traducción de un texto titulado «El Evangelio de Judas» y aportaba un enfoque nuevo a la relación entre Jesús y su discípulo, y al papel que tuvo este último en la detención de Cristo.
«El Evangelio de Judas» es un manuscrito sobre papiro compuesto por veintisiete páginas y redactado en lengua copta (dialecto egipcio de los primeros siglos de nuestra era). Este evangelio, del que se conocía su existencia gracias al tratado Adversus haereses («Contra las herejías»), que había sido escrito a principios del siglo III por San Ireneo, obispo de Lyon, pero que se creía definitivamente perdido, fue descubierto en 1978 en el Egipto Medio. Como parte integrante de un códice formado por papiros, conocido como Tchacos por el nombre de su propietario, que agrupa cuatro obras de carácter religioso escritas probablemente en el siglo IV de la era cristiana, el Evangelio de Judas habría sido finalmente autentificado, después de numerosas investigaciones arqueológicas y comerciales, y, posteriormente, examinado y traducido por un equipo dirigido por el coptólogo Rodolphe Kasser, especialista en la materia.
Aunque es extremadamente raro encontrar un códice tan antiguo, su autenticidad no ofrece ninguna duda desde un punto de vista arqueológico. La parte que nos interesa es sobre todo la traducción en copto del Evangelio de Judas, originalmente redactado en griego en el siglo I de nuestra era y al que San Ireneo hacía mención en su obra. Aunque el manuscrito ha estado sometido, desgraciadamente, a pésimas condiciones de conservación, y pese a la manera en que arqueólogos poco escrupulosos lo arrancaron de las arenas de Egipto, ha permanecido suficientemente completo al margen del tiempo transcurrido y hoy tres cuartas partes del texto son todavía susceptibles de ser leídas.
Su título ya plantea ciertos problemas. El mismo Rodolphe Kasser ya lo debió encontrar blasfemo. En efecto, ¿cómo se podía atribuir un evangelio a Judas?, «traidor de los traidores», el mismo que entregó a Cristo a sus verdugos. Pero, de hecho, no hay nada sorprendente en eso: se trata evidentemente de un texto que el autor simplemente decidió atribuir a Judas Iscariote para darle un cierto valor, elección evidentemente acertada dado que el título le confiere un aura muy especial incluso casi dos mil años mas tarde.
En realidad, es la misma existencia de este escrito la que parece enigmática. ¿A qué se debe que existan otros evangelios más allá de los cuatro oficiales? Y, sobre todo, ¿por qué no hemos conocido su existencia antes? La razón es, en este caso, puramente histórica. Se sabe que, durante el siglo posterior a la Pasión de Cristo, numerosos grupúsculos cristianos aparecían y desarrollaban sus propias corrientes de fe. En esta época todavía eran perseguidos, lo que explicaría el fraccionamiento de su comunidad. Además, Judea vivió en esa época un periodo de gran efervescencia intelectual y sobre todo espiritual. Surgieron entonces epístolas, leyendas, textos sobre el Apocalipsis y otros escritos religiosos, entre ellos dieciséis evangelios (entre los que están los de Mateo, Lucas, Marcos y Juan, que en apariencia no tienen más valor que los demás, si no fuera porque parecen ser los únicos coherentes). De hecho, las prohibiciones establecidas en torno al cristianismo en los primeros tiempos impedían que se lograse cualquier unidad, razón por la que cada grupo de fieles acabó desarrollando su propia corriente de fe.
Habría que esperar hasta el siglo IV de nuestra era para que las cosas cambiaran. Constantino, el nuevo emperador de Roma, se convirtió entonces al cristianismo y, después de establecer la libertad de culto, impuso la nueva religión en todo el imperio. A la vez, a la vista de la gran cantidad de corrientes que iban surgiendo, convocó el primer concilio ecuménico de la historia para dar una cierta unidad al culto cristiano. En efecto, en el año 325, instituyó en Nicea, Turquía, los cánones del catolicismo e impuso los cuatro Evangelios anteriormente citados como los únicos textos aceptables. Todos los demás resultaban demasiado místicos, legendarios o gnósticos —como se verá a continuación— y fueron desde entonces rechazados e incluso tenidos por heréticos. He ahí las razones por las que estos textos, ya ocultos al conocimiento de los fieles, fueron poco a poco desapareciendo, víctimas de destrucciones o, como en el caso del Evangelio de Judas, del olvido de los hombres. Hoy día son calificados como apócrifos (del griego que significa «mantenido en secreto»). Desgraciadamente, la política de universalización llevada a cabo por las autoridades eclesiásticas de la época arrojó un velo de secretismo sobre los inicios del cristianismo.
Los descubrimientos arqueológicos que se han realizado en los últimos sesenta años, y especialmente los referidos al Evangelio de Judas, han venido a llenar de manera significativa estas lagunas. En efecto, si algunos han pretendido obtener rápidamente con el estudio de este texto una hipotética rehabilitación de Judas, conviene profundizar un poco más en el estudio de este documento para extraer su quintaesencia. Tras una lectura rápida se puede ver que Jesús quiso transmitir a sus discípulos una enseñanza gnóstica que sólo Judas, su preferido, era capaz de comprender.
Por ello, Jesús decidió separar del grupo a Judas, para que, estando ambos solos, pudiera iniciarlo. Después de un amplio intercambio, Jesús pidió a Judas que lo entregara a los romanos a fin de sacrificar al hombre que se servía del envoltorio carnal, para poder recuperar, de esa manera, su estado divino. Para ello le dijo: «Tú los superarás a todos, porque sacrificarás al hombre que me sirve de envoltura». Por supuesto que este texto se puede interpretar a primera vista como un testimonio histórico y una respuesta a las preguntas que están planteadas desde esa época: ¿por qué Judas entregó a Jesús a sus captores abrazándolo?, ¿por qué recibió inmediatamente los treinta denarios de recompensa, incluso antes de prenderlo? Contentarse con una respuesta sencilla sería un error. En efecto, es imprescindible situar este evangelio en su contexto.
San Ireneo, que fue el primero en censurar este evangelio apócrifo, lo atribuía, con razón, a la secta gnóstica de los cainitas. Como sabemos, los adeptos del conocimiento, la gnosis en griego, muy influidos por los filósofos griegos, reinterpretaban a su manera el cristianismo. Creían que el verdadero Dios permanecía oculto ante los ojos de los hombres por la acción de una divinidad malhechora: el Dios bíblico. Así, el mundo era un lugar poseído por el mal del que sólo conseguirían escapar aquellos que fueran capaces de identificar y desenmascarar la superchería. Únicamente estos podrían alcanzar la perfección y llegar hasta el verdadero Dios.
A la luz de todos estos conocimientos, el Evangelio de Judas adquiere otro sentido, sin perder por ello su interés. En efecto, hasta ahora sólo habíamos tenido a disposición para comprender la doctrina gnóstica textos hostiles redactados antes del siglo IV, que las instancias católicas se mostraban deseosas de hacer desaparecer para siempre. Sin embargo, sin el descubrimiento de este evangelio y de los otros textos apócrifos de Nag Hammadi (una biblioteca gnóstica fue descubierta allí en el año 1945) quizá nunca habríamos tenido la ocasión de hacernos una idea de lo que representó esta corriente de pensamiento ni de cómo fueron los primeros tiempos de la religión cristiana.
Hoy día, el texto es fácilmente accesible a todos y cada uno puede hacer su propia lectura.
A pesar de que, realmente, no es nada sorprendente, y mucho menos extraño, que otros contemporáneos de los cuatro evangelistas (llamados canónicos) escribieran sobre Jesús y los comienzos de la Iglesia cristiana, los Evangelios apócrifos suscitan un interés especialmente llamativo.
Oficialmente rechazados por sus orígenes dudosos, los Evangelios apócrifos, que ofrecen un mensaje a menudo diferente, cuando no contrario, al de los cuatro evangelistas, son también distintos por su contenido.
A pesar de todo, si bien esta literatura extracanónica no parece aportar nada interesante desde un punto de vista espiritual, resulta de una importancia capital en términos de investigación histórica. ¿Qué es un evangelio apócrifo?, ¿cuáles son sus orígenes?, ¿en qué resultan diferentes y sobre todo intrigantes tanto para los enemigos de la religión cristiana como para los mismos fieles?
El término griego apócrifos, que significa «retirado de la vista, oculto, secreto, disimulado», ya califica estos escritos no reconocidos por los cánones del Antiguo y el Nuevo Testamento.
Estos textos apócrifos —no existen más que los evangelios— han existido, con toda probabilidad, siempre. En todo caso, todo parece indicar que estos escritos ya circulaban por las iglesias en tiempos de los apóstoles. Los apócrifos, textos pseudoepigráficos, es decir, que utilizan el nombre de otro, parecen adquirir autoridad por sus propios títulos (Evangelios, Hechos, Apocalipsis) o por sus autores (San Juan, Santo Tomás...). La mayor parte fueron redactados en copto y ampliamente utilizados por los movimientos gnósticos, entonces muy presentes en Egipto.
Parece que los Evangelios apócrifos y canónicos habrían sido escritos en la misma época, es decir, durante los primeros siglos de nuestra era. En todo caso, la mayor parte de los especialistas confirman que el conjunto de los escritos del Nuevo Testamento fue completamente redactado a finales del siglo I y que fue a partir del siglo II cuando las autoridades eclesiásticas decidieron establecer un canon.
Desde ese mismo instante, todos los escritos de los que no se podía probar que hubieran sido redactados por un apóstol, aunque no contradijeran la palabra de Cristo, fueron rechazados por las autoridades religiosas. Es más que probable, incluso, que el fuerte desarrollo de los grupos gnósticos en aquella época animara a los llamados Padres de la Iglesia a promulgar estos conocidos cánones de la Iglesia.
Son buenas esas diferencias que suscitan tanto interés. No solamente los apócrifos pueden contradecir algunos puntos de vista del Antiguo Testamento, sino que, sobre todo, bajo el paraguas de haber sido escritos por personajes importantes de la época, pueden tratar temas que los Evangelios canónicos no abordaron.
Se trata, por otra parte, de los únicos textos conocidos que difunden teorías sobre la infancia y la vida sentimental de Jesús. Estos dos temas no son, por supuesto, más que dos ejemplos, aunque los hechos narrados no son, según los cánones de la Iglesia, más que puras invenciones. Los textos apócrifos lo tienen todo para despertar la curiosidad, tanto si hablamos del Protoevangelio de Santiago (siglos I y II d. de C.), del Evangelio de pseudo-Mateo (siglo III), de la historia de José el carpintero (copto y árabe del siglo IV) o del Evangelio de Tomás (siglo V)... Aunque muy parecidos, relato a relato, a los Evangelios canónicos, acaban sembrando el desconcierto en torno a la vida de Jesús. También contribuyen a acreditar la tesis según la cual los propios Padres de la Iglesia habrían conspirado para ocultar a los fieles algunas verdades molestas sobre la vida de Jesús.
Naturalmente, cada uno es libre, sin duda, de formarse su propia opinión, pero ninguna prueba histórica ha venido nunca a apuntalar esta teoría. En realidad, muchos hechos parecen ir «contra» los propósitos de los Evangelios apócrifos. Entonces, podemos preguntarnos: ¿cuál es la naturaleza del cuestionamiento? Es doble:
• A pesar de sus esfuerzos, es obligado constatar que los autores de estos textos no han conseguido nunca que se tambaleasen las creencias fundamentales del cristianismo.
• En cambio, su existencia y su contenido aportan a los historiadores un cierto número de informaciones desconocidas sobre lo que fue el movimiento gnóstico.
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Apócrifos sobre la vida de Cristo
• El Evangelio de Santiago Evangelio del «hermano del Señor», que parece ser el más antiguo. Escrito en griego, se remonta a la segunda mitad del siglo II y habla de lo que precedió a la Natividad de Cristo; insiste en el carácter divino de Jesús, hijo de la Virgen, mujer escogida entre las mujeres.
• El Evangelio de Tomás Mencionado en el siglo II, no disponemos más que de fragmentos de logia o «palabras desnudas». Comienza con la huida a Egipto de la Sagrada Familia y explica la infancia de Jesús: su carácter difícil, sus enfados, el miedo que le inspiraban sus poderes especiales utilizados con malos propósitos... Hallado en la biblioteca de Nag Hammadi y redactado en copto, comienza con la siguiente frase: «He aquí las palabras secretas que Jesús vivo dijo y que escribió Dídimo Judas Tomás». Desde su publicación en 1956 ha sido objeto de numerosos estudios en los que se destaca claramente, aunque sea desde un punto de vista estadístico, que la mitad de las logia de Tomás se encuentran en los Evangelios canónicos. En lo que concierne a la otra mitad, esta lleva la marca innegable del gnosticismo.
• El Evangelio de María Magdalena, conocida también con el nombre de Miriam de Magdala Primer testigo de la Resurrección, María Magdalena había seguido a Jesús hasta la tumba. Este evangelio, escrito en copto, se remontaría al siglo II. Copiado a comienzos del siglo V, es el único evangelio inspirado por una mujer, privilegiado testigo diario de la vida de Cristo. Presenta, sobre todo, los diálogos entre Miriam de Magdala y los apóstoles. Las discusiones espirituales están muy influidas por el gnosticismo. Contiene dieciocho páginas (faltan las seis primeras y las que van de la once a la catorce), que fueron descubiertas por el doctor Reinhardt en 1896, aunque no fue publicado hasta el año 1956 junto a la biblioteca de Nag Hammadi.
• El Evangelio del pseudo-Mateo Redactado en latín, data del siglo IV. Reforma el Protoevangelio de Santiago y relata más pormenorizadamente la historia anterior al nacimiento de Jesús, la infancia de María y de su hijo, y después cuenta anécdotas en la que Jesús niño es el protagonista.
• El Evangelio árabe de la infancia Traducido al latín por Tischendorf, este curioso texto relata la infancia de Jesús desde su nacimiento hasta que tuvo doce años. El autor, se supone que fue un egipcio, retomó los pasajes del pseudo-Mateo y de Lucas, y mezcló relatos y leyendas de Oriente. Está constituido por una acumulación de anécdotas y milagros, tan pronto encantadores como crueles, que le dan el carácter de ser una simple recopilación de cuentos, sin que sea absolutamente posible calificarlo de cristiano.
• El Evangelio de la Natividad de María Los exegetas sitúan la redacción de este evangelio en el siglo IV. Influido por la cultura mariana, explica el misterio de la Encarnación y termina con la huida a Egipto después del nacimiento de Jesús. Más allá de lo inverosímiles que resultan los relatos que transmite, esta obra, que podría ser calificada de novela piadosa, disfrutó de una influencia excepcional, pero fue prohibida en Occidente a finales del siglo V por un decreto de Gelasio. Constituye, como poco, un sorprendente testimonio de la piedad mariana. |
Estos textos han sido ignorados por la Iglesia porque daban una imagen poco conforme a la que ella quería transmitir, y porque planteaban cuestiones complejas:
• ¿Fue Jesús un niño dotado de omnisciencia, pero problemático y cruel hasta el punto de que María y José lo reprendían con temor y prudencia?
• El Evangelio de Tomás y el de María Magdalena revelan que Jesús reservaba sus enseñanzas esotéricas a algunos iniciados y que, entre la Resurrección y la Ascensión, prodigó todavía durante doce años sus dogmas esotéricos.
• Con el Evangelio de María Magdalena, la Iglesia se enfrentó a la cuestión de la sexualidad de Jesús. Según la profesora Anne Pasquier, se enfrentaron dos concepciones:
La primera, encarnada por Pedro, fue la tradición ortodoxa o la que se orientaba hacia el futuro. Esta tradición denigraba la autoridad de las revelaciones recibidas por las visiones y prohibía a las mujeres toda participación activa en el interior de la Iglesia. La otra, en la que María era la figura simbólica, estaba legitimada ante todo por las revelaciones secretas o las visiones y por una posible igualdad entre los hombres y las mujeres.
Estas tradiciones tienen también aproximaciones teológicas diferentes, especialmente en el tema de la androginia de Dios, que Anne Pasquier presenta en El Évangile selon Marie, Biblioteca copta de Nag Hammadi, 1983:
[...] como una de las importantes creencias de algunas comunidades gnósticas, y que es puesta en evidencia.
Sabemos por los textos que había mujeres que seguían a Jesús y a sus discípulos.
Estos textos dan a entender que estas mujeres eran las encargadas de la intendencia.
María Magdalena ocupaba un lugar privilegiado, dado que fue a ella a quien se apareció Jesús en primer lugar. Los apócrifos nos hablan del enfado de Andrés y de Pedro, celosos al ver que Jesús hablaba más con María Magdalena que con ellos mismos.
Ante las quejas de los discípulos, Jesús les dijo: «No me preguntéis por qué la amo [a Magdalena] más que a vosotros, preguntaros más bien por qué os amo menos que a ella».
¿Era Jesús, nacido hombre, capaz de buscar intimidad y sentir deseo sexual? ¿Tenía, quizá, preferencias por una mujer?
Otros textos afirmaban que Jesús rechazó bautizarse y que sólo aceptó hacerlo tras las presiones de su madre y de sus hermanos. Ahora bien, dado que el bautismo es el centro del mensaje, la Iglesia no podía admitir esta pseudorrevelación.
Otra cuestión de fondo es: ¿cómo podemos aceptar la Asunción de María cuando los apócrifos nos hablan de su muerte?
Según el libro de San Juan Evangelista, María fue colocada en un sepulcro y, cuando Tomás se dirigió hasta allí para rezar, la piedra había sido desplazada y el cuerpo de aquella había desaparecido; más aún, se dijo que María se apareció a Tomás y le dejó el sudario de su embalsamamiento antes de desaparecer.
Cuestión compleja, sin duda.
Todo ello no era aceptable por la Iglesia, pero a la vista de cómo funcionan los sentimientos humanos, hasta puede parecer plausible.
La palabra apóstol, del griego apostolos, supone una misión.
Como subraya el historiador Philippe Lamarque en las entrevistas que nos ha concedido:
La versión de la Biblia de los Setenta personaliza esta misión al traducir el hebreo Shaliah (es decir, «enviado plenipotenciario»). Este término fundamenta la doctrina de Alcuino aplicada a la personalidad soberana por delegación divina. Esta misión apostólica fue confiada a un grupo de doce encargados de evangelizar por sucesión apostólica hasta la Parusía.
Así:
Jesús les respondió: «En verdad os digo que cuando el Hijo del hombre, en la renovación de todas las cosas, estará sentado en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también estaréis sentados en doce tronos y juzgaréis a las doce tribus de Israel» (Mateo, 19, 28).
Y añadió:
Este derecho divino se aplica a San Pablo, que lo asume en la carta a los Gálatas. Esto permitió a esta inteligencia incomparable e inspirada denunciar a los falsos apóstoles (II Corintios, 11, 13) a la vez que recomendaba las misiones itinerantes.
Fue San Hipólito de Roma el que, en el siglo III, definió la tradición apostólica que se extendía por todo el Imperio romano e incluso más allá de sus fronteras. Entonces se planteó la necesidad de establecer una jerarquía episcopal, si bien más tarde sería contestada por Calvino, que invocó un hipotético ministerio paleocristiano.
Si bien algunos han sostenido tardíamente la existencia de otros apóstoles más allá de los Doce, estos formaron un cenáculo en todos los sentidos del término.
Por otra parte, son lo que aparecen destacados en los textos:
Estos son los nombres de los doce apóstoles: en primer lugar, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano; después, Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el Publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el que entregó a Jesús. Estos son los doce que Jesús envió después de haberles dado las siguientes instrucciones: «No vayáis hacia los paganos ni entréis en las ciudades de los samaritanos; id bien pronto hacia los corderos perdidos de la casa de Israel. Id, predicad y decidles: ˝El reino de los cielos está cerca˝» (Mateo, 10, 2).
La muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero (Apocalipsis, 21, 14).
Y especialmente en los Hechos de los apóstoles (Hechos, 1, 26). A propósito de la «salida de Judas», Philippe Lamarque decía en el marco de nuestras conversaciones:
Como prueba de la necesidad gemátrica de ser doce, los once sustituyeron a Judas por Matías, lo que el Espíritu de Pentecostés validó en derecho divino. Después, ya no había razones de peso para seguir siendo doce, dado que su papel era el de evangelizar a los gentiles: ¿no estuvo ya ausente Tomás en la Dormición? En lo sucesivo, los obispos ya no fueron los doce, sino los sucesores apostólicos.
Simón Pedro
Primer obispo de Antioquía, y después de Roma, el papa Benedicto XVI es su actual sucesor. Portador de las llaves de oro y plata, símbolo clavicular heredado de Salomón, pero también de los grandes y pequeños misterios antiguos, es conocido como Pedro debido a kepha (Juan, 1, 42; Marcos, 3, 16), palabra aramea que significa «roca», que en griego era petroz y en latín petrus. Cristo le confió el magisterio: «Tú eres Pedro y sobre esa piedra edificaré mi Iglesia» (Mateo, 18). Su entusiasmo y sus debilidades han quedado reflejadas en la vida de la Iglesia durante sus veinte siglos de historia. Fue el primero en entrar en la tumba vacía, al que Juan le cedió el paso (Juan, 20, 5); también fue el primer favorecido con una aparición (I Corintios, 15, 5): «Y él se apareció a Cefas [˝piedra˝], y después a los Doce». Acogió de buena gana a los circuncisos a pesar de las reticencias de Santiago, aunque Pablo le reprochó demasiada consideración (I Corintios, 7, 18-20): «Alguien ha sido llamado para que siendo circunciso permanezca siempre circunciso; alguien ha sido llamado siendo no circunciso para que no se haga circuncidar. La circuncisión no es nada y la no circuncisión no es nada, pero la observación de las indicaciones de Dios lo es todo. Que cada uno permanezca en el estado en el que se encontraba cuando fue llamado». Martirizado bajo el reinado de Nerón, habría pedido ser crucificado cabeza abajo (según un apócrifo). Su tumba habría sido identificada en las criptas del Vaticano; sin embargo, Carcopino se muestra escéptico al respecto.
Andrés
Nacido en Betsaida, junto a las orillas del lago Tiberiades, vivió de la pesca como su hermano Simón. Discípulo de Juan el Bautista, escuchó el primer Ecce Agnus Dei (Juan, 1, 29-40). Fue el primero en ser llamado (en griego, proklite) por Cristo, él le presentó al niño de los cinco panes y los dos peces, y a continuación los griegos. Marchó a evangelizar Bitinia, Éfeso, Mesopotamia, los pueblos ribereños del mar Negro y, después, Tracia hasta el mar de Azov. Fue martirizado en Patrás, en el año 60, sobre una cruz en forma de X. Toda la cristiandad le rinde un culto muy ferviente.
Santiago, hijo de Zebedeo
Llamado el Mayor, era hijo de María Salomé y hermano de Juan; los dos eran Boanerges (término procedente del sumerio), es decir, «hijos del trueno», según las Escrituras (Marcos, 3, 17). Presente en la transfiguración y la pesca milagrosa, evangelizó la orilla sur del Mediterráneo hasta Cartago y después volvió a Jerusalén. Es el único apóstol del que se cita su muerte: Herodes lo hizo ejecutar a espada (Hechos, 12, 2). Después de su fallecimiento, sus reliquias fueron trasladadas a Galicia. El descubrimiento de su tumba, en el siglo IX, suscitó un fervor extraordinario y se organizaron peregrinaciones, bajo el signo de la concha, que atrajeron a una muchedumbre considerable de creyentes procedentes de toda la cristiandad. Su intervención milagrosa en favor de las tropas cristianas en la batalla de Clavijo, en el año 844, lo convirtió en el protector de la llamada Reconquista cristiana con el apelativo de Matamoros al grito de «¡Santiago y cierra España!».
Juan
Figura mayor del tetramorfo, este apóstol fue el preferido de Cristo. Estuvo presente con Pedro y Santiago en la Transfiguración que tuvo lugar en el monte Tábor. Cuidó de la Virgen tras la marcha de los demás apóstoles, y después predicó en Éfeso y en Roma. Se exilió a Patmos, donde escribió su texto sobre el Apocalipsis. El cáliz y la sierpe que emerge de él confirman sus poderes como exorcista, taumaturgo y alquimista. Según la leyenda, habría dispuesto que lo enterrasen vivo en una fosa que se llenaba de luz y después de maná. La misteriosa desaparición de su cuerpo confirmaría las palabras de Cristo a Pedro al preguntarle por la suerte de Juan: «Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿qué te importa?» (Juan, 21, 22).
Felipe
Nació en Betsaida, cerca del lago Tiberiades, al igual que Pedro y Andrés. Los tres fueron discípulos de Juan Bautista antes de seguir a Jesús. Estuvo presente en el milagro de la multiplicación de los panes (Juan, 6, 5-7). Se dedicó a evangelizar a los paganos (Juan, 12, 21-22). En la Cena, pidió ver al Padre y esto es lo que le dijo Jesús:
«Si me conocéis a mí, también conoceréis a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y eso ya nos basta». Jesús le contestó: «¿Tanto tiempo que hace que estoy con vosotros y aún no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Por qué me dices: “Muéstranos al Padre”? Créeme, yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Las palabras que os digo no las digo yo; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Créeme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, créelo por sus obras. En verdad os digo: el que crea en mí también hará las obras que yo hago, y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre. Todo lo que pidáis en mi nombre lo haré para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Juan, 14, 7-12).
Fue a evangelizar a los escitas y después murió martirizado en Hierápolis (Pamukale) durante el reinado de Domiciano. Fue crucificado como Pedro, es decir, cabeza abajo, y después lapidado; su cruz lleva dos o tres patibuli.
Bartolomé
Después de haber evangelizado Persia y Arabia, se dirigió a Armenia. Convirtió a la fe cristiana al rey Polimio y a su esposa, así como a los habitantes de doce ciudades. Sin embargo, este hecho desencadenó la cólera de los sacerdotes del país. Astiages, hermano de Polimio y aclamado por aquellos contra el apóstol, lo hizo desollar vivo y decapitar. Se convirtió en el patrón de los carniceros, los curtidores y los encuadernadores. Sus reliquias se encuentran en las islas Lipari desde el año 580.
Tomás
Su nombre significa «gemelo» en arameo, que fue traducido al griego por dídimo. Es célebre por haber dudado de la Resurrección:
Tomás, llamado Dídimo, fue uno de los Doce. No estaba con ellos cuando vino Jesús después de resucitar. Los otros discípulos le dijeron: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la marca de los clavos, no pongo mi dedo en el agujero de sus manos y no meto mi mano en su costado, no creeré».
Ocho días después, los discípulos estaban otra vez en la casa y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas se presentó Jesús entre ellos, y dijo: «La paz sea con vosotros». Luego dijo a Tomás: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos, trae tu mano y ponla en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío, Dios mío». Jesús le dijo: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Juan, 20, 24-29).
Fue a evangelizar a la India. Este constructor es representado con una escuadra porque edificó un palacio para un príncipe. Intentó en vano convertir a los comerciantes judíos, pero tuvo más éxito con los brahmanes. Murió por las heridas causadas por una lanza. Se le atribuye un evangelio apócrifo gnóstico.
Mateo el Publicano
Nacido en Galilea, era un aduanero que respondió a la llamada de Jesús:
Al irse de allí, Jesús vio a un hombre que estaba sentado en la mesa de recaudación y que se llamaba Mateo. Le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió (Mateo, 9, 9).
Predicó a los hebreos y escribió en arameo, antes de morir en Etiopía. A menudo es representado con una balanza de pesar oro o como un ángel alado.
Santiago, hijo de Alfeo
Este apóstol sería el hermano de Mateo. Los textos lo mencionan sin hacer más precisiones (Mateo, 10, 3; Marcos, 3, 18; Lucas, 6, 15; Hechos, 1, 13). En realidad, se saben pocas cosas de él, salvo que participó de un verdadero misterio en el seno de los Doce.
Tadeo
Hermano de Santiago el Menor, llevaba el nombre de Judas, pero es conocido por el apellido, aunque se le otorgan dos: Lebeo y Tadeo, lo que hizo decir a San Jerónimo que era un trinomius, es decir, de tres nombres. Probablemente comenzó a predicar en Samaria y en Idumea, para pasar después a Arabia y Siria. Escribió entonces la Epístola que lleva su nombre y en la que estigmatizaba los errores que San Pedro condenó en una segunda Epístola. Fue martirizado en Persia en el año 80. Según la leyenda, habría sido clavado en la cruz, pero su suplicio debió de acabar bajo las piedras con las que lo mataron. La Iglesia de Armenia lo reconoce como patrón, con el mismo título que Bartolomé. Al igual que a Santa Rita, los católicos lo invocan para pedirle que interceda en las causas perdidas.
Simón el Cananeo
Miembro de una secta judía rigorista, a veces llamada «extremista revolucionaria», se unió a los Doce antes de salir hacia Persia para predicar la Buena Nueva. Habría padecido martirio a la edad de ciento veinte años. Simón el Cananeo, que fue crucificado, es representado con un hacha por haber sido salvajemente cortado en dos según una tradición de la Iglesia de Oriente. Esta imagen se halla sobre todo en Roma, en las iglesias de San Juan de Letrán y de los santos Aquiles y Nerea.
Judas Iscariote
Era el tesorero de los Doce. Venal, entregó a Jesús al Sanedrín a cambio de treinta monedas de plata. Sin embargo, presa del remordimiento, se deshizo del rescate en el templo y se colgó en el llamado Campo del alfarero:
Entonces, Judas, que lo había entregado, viendo que Jesús había sido condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciéndoles: «He pecado al entregar sangre inocente». Ellos le respondieron: «¿Qué nos importa eso a nosotros? Ese es un asunto tuyo». Entonces, arrojando las monedas en el templo, salió y se ahorcó. Los sumos sacerdotes, juntando el dinero, dijeron: «No está permitido devolverlo al tesoro porque es el precio de la sangre». Después de deliberar qué hacer con ese dinero, compraron un campo, llamado del alfarero, para sepultar a los extranjeros. Por esta razón ha sido llamado hasta hoy campo de sangre. Así se cumplió lo que había anunciado el profeta Jeremías: «Ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas. Con el dinero compraron el Campo del alfarero, tal como el Señor me lo había ordenado» (Mateo, 27, 5).
Su vestimenta amarilla representa la traición.
En el año 305, Diocleciano, el que estableció la tetrarquía (dos emperadores o augustos y sus dos césares gobernaban el imperio, a fin de lograr mayor eficacia defensiva en el plano militar y evitar los pronunciamientos que se daban con excesiva frecuencia), se retiró junto a su colega Maximiano. Sus dos césares, Galerio y Constancio Cloro, se convirtieron entonces en emperadores. Pero Diocleciano, engañado por su yerno Galerio, en lugar de nombrar césares a Majencio, el hijo de Maximiano, y a Constantino, el hijo de Constancio Cloro, designó a Severo y Maximiano Daia, dos hombres vinculados a Galerio.
Constancio Cloro, agotado por la enfermedad, se inclinó por exigir que Hispania formara parte de sus territorios junto a la Galia, la Península Italiana y África. Galerio, que había mandado a Diocleciano a perseguir y masacrar a los cristianos, retomó esta práctica por su cuenta tras el año 306. Solamente Constancio Cloro rechazó aplicar una política hostil hacia la nueva religión. En Oriente, las persecuciones alcanzaron un nivel abominable: los desgraciados cristianos eran condenados a la hoguera, crucificados y sufrían la mutilación de los ojos y la lengua; los niños eran ejecutados delante de sus padres.
Hasta el joven Constantino, que residía en Nicomedia, la capital que Galerio había heredado, temía con fundamento por su vida. Por ello, decidió ocultarse y, tras alcanzar a su padre en la Galia, lo acompañó en su expedición contra los (grandes) bretones. A su muerte, en el año 306, Constancio Cloro designó a su hijo como su sucesor en lugar de Severo. Ante la posibilidad de tener que luchar contra Constantino y sus valientes galos, Galerio se vio obligado a ceder y aceptar un compromiso por el que designaba a Severo como augusto de Occidente, con Constantino como césar.
Mientras tanto, Majencio se hizo proclamar augusto en Roma, aprovechando la fidelidad de los pretorianos que Galerio había querido suprimir.
La situación derivó en un gran desorden durante el cual convivieron al menos cuatro augustos: Galerio, Constantino, Severo y Majencio, e incluso el viejo Maximiano, que retomó las armas para ayudar a sus hijos...
Enseguida, Galerio, que había querido eliminar a Majencio mediante las armas, fue capturado por Maximiano. Muy pronto, Constantino, con el oportunismo que le caracterizó, pactó con Majencio y se casó con su hermana, Fausta, la hija de Maximiano.
Se puede pensar que la situación iba a clarificarse, cuando Maximiano, celoso de un Majencio poco agradecido que lo había apartado del poder, traicionó a su hijo y entró en los territorios de Galerio, en el año 307. Este, que se sentía fuerte debido a su nueva alianza, logró pronto la intervención de Diocleciano, entonces en retirada. Se hizo confirmar como augusto de Oriente y obtuvo la promoción de su lugarteniente Licinio como augusto de Occidente, todo ello antes de que Maximiano Daia, césar de Oriente, considerándose olvidado, exigiera de su tío Galerio un título de augusto. En el año 308, se había retrocedido a la situación de 306: existían de nuevo cinco augustos, pero sus nombres habían cambiado un poco (Galerio, Maximiano Daia, Constantino, Majencio y Licinio).
Exasperado por tantos problemas casi irresolubles, y sintiéndose sobrepasado por las luchas de poder, Galerio halló una salida en las actuaciones contra los cristianos. Por ello, las persecuciones, durante un tiempo interrumpidas, volvieron a producirse en Oriente y cerca del Danubio.
Sin embargo, la situación se pudo clarificar en un plazo de dos años. Maximiano, que finalmente se había refugiado en casa de su yerno Constantino, se enfrentó con él y fue encontrado muerto después de haberse «suicidado». Galerio, afectado de gangrena, se vio, sin embargo, repentinamente tocado por la gracia. En abril del año 311 abolió todos los edictos anticristianos y prometió el fin de las persecuciones si el dios de los cristianos lo curaba. Desgraciadamente, un mes más tarde, murió en medio de enormes sufrimientos.
Sin embargo, los cristianos fueron liberados en todo el imperio: mujeres y niños pudieron abandonar sus refugios secretos, los prisioneros fueron puestos en libertad y los desgraciados que habían sido enviados a las minas abandonaron sus grilletes. Todos pudieron reencontrarse con sus hermanos... y la emoción fue inmensa en toda Asia Menor. Licinio y Maximiano Daia no se atrevieron a oponerse y se repartieron el Imperio de Oriente. No obstante, Daia volvió a poner en marcha las persecuciones y las torturas tras el año 312. Prohibió matar, pero ordenó mutilar a los cristianos que rechazaran abjurar. Tras sufrir una grave derrota en Armenia, además de los efectos implacables de una sequía, Maximiano Daia se vio presa de la inseguridad y adoptó una actitud más conciliadora con los cristianos.
En Occidente, sin embargo, se preparaba un gran enfrentamiento entre Majencio y Constantino...
Tras acusar a Constantino de haber eliminado a su padre, Majencio reforzó sus legiones situadas en la Península Italiana con tropas traídas de África y persiguió a los cristianos y al papa Melquíades. Por su parte, Constantino se aseguró la neutralidad de Licinio y decidió organizar una ofensiva brutal contra Majencio. Con treinta mil hombres, galos, (grandes) galos e hispanos, cruzó los Alpes, arrolló a su adversario en Turín y Verona, y se acercó, finalmente, a Roma a finales del mes de octubre del año 312. Majencio reagrupó, prudentemente, sus tropas cerca de la muralla Aureliana y acabó por aceptar el combate el día de su aniversario, jornada de fastos por excelencia. Para afrontarlo se instaló en el norte de Roma, en la vía Flaminia, cerca de Saxa Rubra, delante del puente Milvius que cruza el Tíber. Constantino disfrutaba, desde su enclave, de una magnífica vista que le permitió ver el deplorable despliegue de las tropas de su adversario, por lo que ordenó a su caballería que lanzará una terrible carga, que dislocó el frente militar de Majencio. En el sálvese quien pueda que siguió a la acción militar, este intentó cruzar el río Tíber y su cadáver apareció posteriormente ahogado.
Al día siguiente, Constantino, aclamado por la multitud, entró en Roma. Estableció que debía la victoria a un auténtico milagro querido por el dios de los cristianos. Lactancio, más creíble que Eusebio de Cesarea, nos explica esta historia maravillosa, pero sin hacer referencia a las circunstancias de la victoria, muy posterior, de Clodoveo en Tolbiac. Durante la noche que precedió a la batalla del 28 de octubre, Constantino fue advertido, durante el sueño, de que hiciera marcar en los escudos de sus soldados un crisma. Al día siguiente, impuso, naturalmente, esa medida a pesar de las protestas de toda la tropa, que, sin embargo, acabó aceptando llevar el símbolo cristiano. Así se beneficiaron de un poder mágico, buscado, por superstición, para contar con la ayuda del dios de los cristianos.
Constantino, vencedor, estableció una alianza con Licinio y le propuso para sellarlo tomar la mano de su hermanastra Constancia, que este aceptó, así como publicar conjuntamente el conocido edicto de Milán, en el año 313, por el que se instauraba la libertad de conciencia en todo el imperio. Además, establecían que los bienes confiscados a la Iglesia debían ser restituidos. Era la primera vez después de la muerte de Cristo que los cristianos podían practicar libremente su religión, sin correr riesgos.
Maximiano Daia, furioso por haber sido apartado de las negociaciones por Licinio, organizó una revuelta y lanzó a sus tropas sobre Bizancio antes de asediar Heraclio. Licinio, de vuelta a toda prisa desde Milán, lo sorprendió y lo asedió, antes de obligarlo al suicidio... Licinio comenzó por aplicar lealmente la política definida en Milán, pero con plena conciencia de que los cristianos lo detestaban y esperaban la victoria de Constantino. Favoreció a los paganos, antes de impedir, a partir del año 320, el acceso de los cristianos a sus iglesias. Posteriormente, confiscó sus bienes para financiar sus gastos bélicos. De manera sorprendente, Occidente, entonces muy poco cristianizado (quizá sólo un 15 % de la población), disponía de un gran defensor del cristianismo, mientras Oriente, más cristianizado por los discípulos de Cristo (sin duda un tercio de toda la población), estaba dirigido por un pagano testarudo. Adueñándose de las riquezas de la Iglesia, Licinio equipó a sus legiones y se preparó para enfrentarse a Constantino. Así se pusieron en marcha en los territorios que controlaba nuevas persecuciones, cada vez más selectivas.
En Occidente, Constantino impuso una política favorable al cristianismo. Por todas partes se levantaron santuarios dedicados a los mártires, y el emperador, contrario a las herejías, condenó el donatismo. Después de un primer conflicto, en el año 316, sin victoria militar, Constantino y Licinio se enfrentaron, finalmente, en 324, con sus respectivos ejércitos, en los que cada uno disponía de más de ciento cincuenta mil hombres. Vencedor en Andrinópolis, y después en Crisópolis, Constantino capturó a Licinio y le permitió seguir viviendo a cambio del rápido sometimiento de sus seguidores, pero no por mucho tiempo, porque al año siguiente lo hizo estrangular.
La derrota de Licinio fue la de los paganos. Se había producido un increíble cambio de situación y, por primera vez, fueron ellos los que pedían tolerancia en el imperio. Aunque el emperador no era muy creyente, aceptó conceder a la Iglesia increíbles privilegios: recepción de legados y donaciones, derecho de manumisión de los esclavos e incluso la instauración de una justicia eclesiástica mediante el acuerdo de las partes. En cuanto al domingo, el día del sol (vieja herencia de los paganos) y de celebración del culto, se convirtió en festivo. Finalmente, los clérigos se beneficiaron de exenciones fiscales y la función pública se llenó de discípulos de Cristo... Constantino intentó con todas esas medidas utilizar el poder de la Iglesia e integrarla en el Estado.
En el concilio de Nicea, celebrado en el año 325, Constantino trabajó para que la ortodoxia reinara en la Iglesia y por eso hizo condenar, sin gran éxito, el arrianismo. Lo planteó, por encima del parecer de otros, bajo influencia de su hermana Constancia, viuda de Licinio, una arriana que veía las ventajas de ir hacia esa unificación. En realidad, él no entendía mucho de estas querellas doctrinales y menos aún en materia de la Santísima Trinidad. Lo que deseaba, fundamentalmente, era que la Iglesia, a cambio de su protección, le obedeciera, porque su objetivo era asegurar la salud futura del imperio, es decir, de la humanidad, y le parecía más fácil conseguirlo con el apoyo de un dios creador del cielo y de la tierra, y que prometía la resurrección y la vida eterna, un dios de dimensiones inabarcables en comparación con las miserables divinidades paganas…
Naturalmente, los paganos fueron víctimas de esta nueva política: ahora se encontraban, después del año 330, alejados de las ventajas de vivir cerca de la corte imperial. El emperador, además, no dudó en apropiarse del oro de sus templos para financiar su reforma monetaria. Sin embargo, fueron las organizaciones cristianas las que más se enriquecieron en materia financiera e inmobiliaria... Pudo verse cómo algunos templos tenidos por inmorales, en especial aquellos en los que se practicaba todavía la prostitución sagrada o la magia, eran sencillamente cerrados.
Seguramente, Constantino no era un buen cristiano: en el año 326 hizo ejecutar a Crispus, el hijo que había tenido fruto de su primer matrimonio y que le había ayudado a vencer a Licinio, por la denuncia de traición hecha por su esposa, Fausta. Cuando descubrió, después, que Fausta le había mentido, la hizo matar. El nuevo clero cerraba púdicamente los ojos, estableciendo como único pago por esos crímenes la «condena» de enviar a su madre, Helena, en peregrinación a los Santos Lugares. Una vez allí, esta sobreactuó y en un solo viaje ya fue capaz de descubrir en la colina del Gólgota las tres cruces del Calvario. Fue el primer acto de un posterior tráfico de reliquias enormemente abundante y lucrativo.
Constantino acabó por convertirse sinceramente cuando ya estaba en su lecho de muerte. En esa circunstancia recibió el bautismo de manos del obispo arriano Eusebio de Nicomedia. Fue enterrado con gran pompa en mayo de 337, en la nueva capital, Constantinopla, fundada sobre los restos de la antigua Bizancio.
En el año 325 d. de C. se produjeron importantes disensiones en el seno de la Iglesia de Oriente, especialmente alrededor de la cuestión de la filiación entre Dios y Jesús, polémica que amenazó con extenderse y crear problemas en todo el imperio.
Constantino decidió convocar en Nicea el primer concilio ecuménico de la historia. Su objetivo era restablecer la paz religiosa y lograr la unidad de la Iglesia. Para ello, los obispos debían expresar francamente sus opiniones y definir los términos de un credo único y común a todos los patriarcas de la cristiandad.
No obstante, cuando esta nueva unidad parecía estar al alcance de la mano surgieron problemas en torno a ciertos fundamentos en el plano teológico.
Los obispos afirmaron a la salida de sus sesiones de trabajo que Jesús era el «hijo único de Dios», una precisión que suscitó entonces —y suscita todavía hoy día— diferentes controversias.
El impacto de este primer concilio ecuménico de la historia se dejó sentir rápidamente. Por primera vez desde los orígenes del cristianismo, los doscientos veinte obispos —la historia habló de trescientos dieciocho, pero eso sólo es una leyenda, una alusión a los servidores de Abraham, que eran ese mismo número (Génesis, 14, 4)— formularon un dogma: «Creemos en un solo señor, Jesucristo, hijo único de Dios, engendrado por el Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de dioses, luz de luces, Dios verdadero de Dios verdadero...».
Por primera vez, el conjunto de la cristiandad se aglutinó en torno a una historia y un dogma comunes.
¿Pero estaba toda la cristiandad de acuerdo?
Numerosas «Iglesias», o corrientes de pensamiento (gnósticos, socinianos, arrianos, etc.) —que rechazaron las decisiones tomadas en Nicea— fueron consideradas o confirmadas como heréticas y excluidas de la cristiandad. En consecuencia fueron perseguidas por la justicia eclesiástica.
La mayor parte de esas corrientes discutían la consustancialidad que supuestamente existía entre Jesús y el Dios Padre:
• Para los discípulos de Arrio, el Padre tenía que ser de una naturaleza superior al hijo, dado que aquel no había sido creado.
• Los socinianos planteaban sus posiciones argumentando que, si la Iglesia se había visto obligada a precisar la divinidad del Verbo convocando el concilio de Nicea, es que aquella era una pura invención.
• Otros contestaban la calificación como «hijo único de Dios». La cuestión merece ser analizada. Si fácilmente se pueden comprender las razones por las que los presentes en el concilio quisieron confirmar la consustancialidad del Padre y del hijo, más difícil es analizar con sencillez —y explicárselo a los creyentes— las causas por las que tuvieron que precisar que Jesús era «el hijo único de Dios».
A este propósito existen diferentes pistas, todas bastantes hipotéticas. Los Padres de la Iglesia pensaron que era necesario incluir en el Credo esta precisión para poner fin a una creencia, a un rumor o a una confusión.
Pero mientras no se precise de manera concreta cuál, será imposible decir por qué los obispos creyeron, realmente, que era bueno tomar esa decisión teológica.
Entre las pistas más aceptables, se encuentra la voluntad de la Iglesia de prescindir definitivamente de los textos apócrifos. Según estos últimos, Jesús tenía hermanos y hermanas. Numerosas pistas historiográficas, los textos apócrifos e incluso algunos Evangelios canónicos se expresaban en ese sentido. Desde entonces parece que para la Iglesia los hermanos y hermanas serían los hijos de María y José, que no serían más que «hermanastros y hermanastras de Jesús» y en ningún caso hijos de Dios.
Esa afirmación también puede ser vista como la respuesta a los gnósticos, que iban más lejos. Según estos, los beneficios de la creación recaerían en los demiurgos, que no eran otros que los hijos y las hijas de Dios, divinidades de pequeña envergadura, ciertamente, pero cuya existencia venía a contradecir el Credo de Nicea: una teoría cuando menos herética, que no podía sino disgustar a los Padres de la Iglesia. Al declarar que Jesús era indudablemente el hijo único de Dios, relegaban la existencia de los demiurgos al estado de simple invención.
Alguna otra teoría de carácter más histórico plantea que los doctores de la fe habrían legislado de esa manera para evitar cualquier confusión. Así habrían querido diferenciar a Jesús, el hijo de Dios, el rey de los judíos, de los demás soberanos. Se sabe, por tradición, que los hombres siempre han querido ver en sus dirigentes jefes por derecho divino, y esta creencia, si no hubiera evolucionado la semántica y el contenido del propósito, habría podido provocar confusión. Jesús es pues el «hijo único de Dios» y ningún rey, por muy poderoso que sea, podrá nunca jactarse de ser su hermano.
Es muy probable, finalmente, que los obispos de Nicea quisieran protegerse contra el advenimiento de un nuevo mesías autoproclamado, cuya acción y mensaje pudiesen escapar al control de la Iglesia. Dios tuvo un solo hijo, que envió a la tierra para entregarnos su mensaje.
Fuera como fuera, una cosa parece absolutamente segura: desde el punto de vista histórico, esta precisión siembra más dudas de las que evita.
Durante el mes de diciembre de 1945 se descubrió un conjunto de trece libros guardados en un estuche de cuero oscuro, que fueron conocidos como códices y que llevaban ocultos en un vaso de cerámica más de mil seiscientos años. Entre ellos estaba el Evangelio de Tomás y un fragmento de La República de Platón. Este descubrimiento arqueológico con que el azar sorprendió a un agricultor de Nag Hammadi, un poblado del Alto Egipto, constituye uno de los más importantes de todos los tiempos.
Mientras trabajaba en la recogida de sabakh, un abono natural que se encuentra en las laderas de al-Tarif, las montañas cercanas a su pueblo, Nag Hammadi, situado entre Dendera y Panopolis, al noroeste de Luxor, en el Alto Egipto, Mohamed Alí Samman desenterró un vaso de cerámica de arcilla. Inquieto al principio por el temor a encontrar en él un espíritu maligno, acabó por ceder a la tentación y abrirlo para retirar el tesoro que podía contener. En lugar del oro y las piedras preciosas que esperaba hallar, el pobre agricultor recuperó entre los trozos de la vasija rota una docena de rollos de cuero que contenían más de un millar de hojas de papiro dobladas por la mitad y cosidas entre sí para formar trece libros. Desconocedor del valor de su descubrimiento, el agricultor se lo llevó, no obstante, a su casa, en Qsar-el-Sayyad, un poblado dependiente de la comunidad de Nag Hammadi, donde algunas páginas fueron utilizadas para encender el fuego.
Felizmente, una especie de toma de conciencia lo llevó a confiar una parte de los manuscritos a los monjes de un monasterio cercano. Estos, intrigados por semejante descubrimiento, llamaron al historiador egipcio Raghib Andrawis para saber de qué se trataba. Incapaz de establecer el valor de estos escritos, pero seguro de encontrarse ante un descubrimiento importante, el universitario hizo todo lo posible para que los rollos llegaran al museo de El Cairo.
Una vez consciente de estar en posesión de un tesoro, Mohamed Alí Samman confió los manuscritos que estaban en su posesión a un comerciante poco escrupuloso que respondía al nombre de Bahij Alí. Rápidamente, los rollos pasaron de mano en mano y los compró un anticuario de la zona, Focion Tano, que realizó una excelente operación comercial al revender muy pronto una parte importante a una rica coleccionista italiana, la señora Dattari. El último códice cayó en manos del anticuario belga Albert Eid, quien, al no conseguir venderlo, lo dejó abandonado en una caja fuerte de Bruselas.
En 1952, después de cinco años de trabajo, Jean Dórese, un arqueólogo francés, consiguió convencer a las autoridades egipcias para que compraran el resto de los manuscritos de Nag Hammadi. Una vez adquiridos, fueron declarados enseguida «patrimonio nacional» por el Ministerio de Cultura, y la colección Dattari llegó, finalmente, al museo copto de El Cairo. En cambio, el códice I, propiedad de Albert Eid, no parecía estar cerca de volver a su tierra natal. El belga rechazó pura y simplemente restituirlo y continuó buscando comprador a pesar de la prohibición de venderlo. A su muerte, su viuda no cambió de parecer y fue necesario esperar a la intervención de Gilles Quispel, un profesor universitario de Utrecht, para que el códice reapareciera. Gracias a él, la fundación Jung se prestó a adquirir el códice que llevó en adelante el nombre del prestigioso psiquiatra. Unos años más tarde, la sorpresa fue absoluta cuando, al descubrir en El Cairo el fragmento que faltaba del códice de Jung, se pudieron leer algunas líneas: «Estas son las palabras ocultas que Jesús dijo en vida y que Dídimo Judas Tomás transcribió». Se trataba del principio del Evangelio según Tomás.
Finalmente, en 1955, los trece manuscritos pudieron ser reunidos en el museo copto de El Cairo. Sin embargo, continuaba habiendo un cierto desinterés en torno a este tesoro paleográfico. No solamente la situación política (crisis del canal de Suez) no se prestaba a profundizar en la colaboración entre las autoridades egipcias y los científicos occidentales, sino que la propia naturaleza de los manuscritos parecía no interesar especialmente a los especialistas. ¿Quizá la lengua era un problema, dado que el copto antiguo no era muy conocido?, ¿quizá se pensaba que el estudio de estos tratados procedentes de los cuatro primeros siglos de nuestra era no aportaría nada interesante sobre el origen del cristianismo? Una realidad paralela fue que el descubrimiento casi simultáneo de los manuscritos del mar Muerto, en Qumran, ciertamente, eclipsó durante un tiempo la importancia de los de Nag Hammadi.
Afortunadamente, algunos arqueólogos, especialmente paleógrafos, consiguieron, a fuerza de voluntad y obstinación, hacer entrar en razón a los más escépticos. No se podía ignorar indefinidamente estas 1196 páginas legibles. Las informaciones que se podían obtener eran, sin duda, muchas. Hoy día ya se conoce, afortunadamente, el contenido de los manuscritos de Nag Hammadi. Se trata de textos religiosos y herméticos, de sentencias morales, de escritos apócrifos y, extrañamente, de un fragmento de La República de Platón. Algunas traducciones algo raras —el Evangelio de Tomás, un texto dedicado a la Resurrección, el Evangelio de verdad o incluso una Epístola de Santiago— comenzaron a ser cada vez más difundidas. Pero aún fue necesario esperar hasta los años setenta para que fueran puestos en marcha algunos proyectos de envergadura.
Desde entonces se multiplican los descubrimientos. Gracias a estos textos gnósticos, los investigadores están por primera vez en posesión de documentos capaces de contradecir los escritos heresiólogos de la Iglesia, que eran hasta entonces la única fuente escrita relativa al estudio de esta corriente de pensamiento antiguo.
Finalmente, los especialistas pudieron hacerse una idea clara de qué fue la gnosis y, sobre todo, de cuál fue su importancia y su influencia sobre la cristiandad durante los primeros siglos de su existencia.
Los textos gnósticos que proponían una nueva práctica de los rituales cristianos habían sido inmediatamente rechazados como heréticos. Eso es lo que explica que hayan estado ocultos cerca de mil seiscientos años. Su descubrimiento nos permite arrojar, hoy día, luz sobre algunas zonas de sombra en materia de historia del cristianismo.
Además, esta documentación se ha convertido a la vez en un pozo de sabiduría para los lingüistas especializados en el estudio de la lengua copta. Nunca antes, los investigadores habían tenido acceso a textos coptos tan antiguos.
Finalmente, nunca o casi nunca los paleógrafos habían podido estudiar tantas páginas tan bien conservadas y, sobre todo, encuadernadas así. Estos libros habían sido redactados, y en todo caso encuadernados, en una época bisagra en la historia de la escritura, aquella en la que se pasó del papiro enrollado a los papiros doblados por la mitad y cosidos para formar un libro.
Hoy día, el estudio de los documentos descubiertos en Nag Hammadi sigue en marcha y se puede esperar que todavía no nos hayan dicho la última palabra. ¿Quizá sean palabras premonitorias el propósito de Jesús que Tomás nos ofrece en su Evangelio?: «Aquel que busca, aquel que no deja de buscar hasta que encuentra y cuando lo encuentra se siente turbado».