Cuando el cristianismo
emergió de la historia

 

 

 

Los manuscritos son curiosos. Circulan desde la Edad Media, han sido difundidos, interpretados, reescritos y, hoy día, en el siglo XXI, colgados en internet al alcance de todos para que se pueda acceder a ellos libremente… pero también con poco rigor. Por ello, el nacimiento del cristianismo no puede comprenderse mediante la simple lectura de manuscritos antiguos, de la interpretación del Nuevo Testamento ni de la historiografía sobre su propia difusión, ya sea a través de la traducción de Jerónimo, ya en alguna otra versión.

La obra de Jerónimo fue, por otra parte, de una gran importancia para la difusión de la religión cristiana a lo largo de la historia. Este vivió entre los años 340 y 420 d. de C. Era un buen letrado y hablaba correctamente latín y griego. Después de pasar una juventud tumultuosa, dedicó su vida, tras haber sido bautizado por el papa en el año 360, a la traducción del Nuevo Testamento, en primer lugar, y después, en la segunda parte de su obra, a la del Antiguo Testamento, creando así una obra fundamental tanto para el historiador como para el teólogo: la Vulgata. Este fue el texto de referencia de la Iglesia cristiana después del tan importante concilio de Trento… ¡once siglos más tarde! No obstante, a esta aproximación a través de los textos le falta una dimensión histórica.

Ese es justo el aspecto que queremos abordar en esta obra, partiendo del principio desarrollado por Oscar Handlin en Truth in History (Harvard University, 1979):

 

La historia es un concentrado de pruebas que han sobrevivido al paso del tiempo.

 

Durante los siglos que enmarcan los primeros tiempos del cristianismo, algunos imperios se constituyeron y se enfrentaron. Auténticos modelos se formaron en tiempos del Imperio romano…

Posteriormente, por los caprichos de la fortuna, unos desaparecieron y otros, de los cuales algunos todavía perduran, nacieron: Roma cedió la primacía a Bizancio, los persas sasánidas a los árabes…

A los imperios correspondieron nuevas ambiciones. Sin embargo, la decadencia tomó a veces formas barrocas. Las fuerzas que los apoyaban estaban en ocasiones marcadas por el signo de la intolerancia religiosa. Una gran primicia: asistimos al proceso inverso al que se dio antes del nacimiento de Cristo cuando, como escribió Philippe Valode en su obra Historia de las civilizaciones, (dedicada a la Roma antigua y publicada en Editorial De Vecchi):

 

...la acumulación de creencias había abocado [a los pueblos] a un sincretismo admirable. Se pudo ver en el Imperio persa, en el que las guerras religiosas fueron numerosas, al igual que en el Imperio romano, en el que los paganos fueron perseguidos…

 

En el siglo III d. de C., el cristianismo había llegado ya a todas las capas de la sociedad romana, una situación que provocó una conmoción espiritual total. Persecuciones, intolerancia y divisiones ideológicas fragmentaron el mundo romano. La razón se enfrentó a un nuevo desafío ante el arraigo de la creencia en un Cristo resucitado. Tertuliano, en La chair de Christ (V, 4), lo expresó muy claramente:

 

¿El hijo de Dios ha sido crucificado? No siento vergüenza a pesar de que haya que sentirla. ¿El hijo de Dios ha muerto? Es necesario creerlo a pesar de que no sea razonable [«necio» en el texto]. Ha sido amortajado, ha resucitado: es cierto a pesar de que parezca imposible.

 

El cristianismo se extendió hasta llegar a alcanzar los límites del imperio. En el año 290, el rey Tiridato II se convirtió a la nueva religión y dio al cristianismo el rango de religión de Estado. La dinastía arsácida continuó el mismo camino y con ella todo un pueblo entregado hasta entonces al paganismo. Las puertas del reconocimiento oficial se entreabrían.

La tetrarquía, como forma de gobierno, fue puesta en marcha por Diocleciano. Cayo Aurelio Valeriano (hacia 245-313), emperador romano (284-305), fue proclamado emperador por sus soldados después de la muerte de Numeriano y de Carino; gobernó ente los años 285 y 293, y confió Occidente a la autoridad de Maximiano. La tetrarquía acabó por estallar debido a los conflictos entre los hombres que detentaban el poder. Las persecuciones anticristianas perdurarían en Oriente bajo la dirección de Maximiano y de Cayo Galerio. En el año 310, el obispo Silvano de Gaza, que había sido enviado a las minas, fue ejecutado por su incapacidad para trabajar en ellas. Un año más tarde, Cayo Galerio reconocía el fracaso de la política de persecuciones. El cambio fue total. A partir de ese momento publicó un edicto en el que otorgaba a los cristianos tolerancia de culto y les pedía que rezaran por la integridad del Estado y por sus emperadores.

En el año 324, el hijo de Constancio Cloro, Constantino, restableció de nuevo la unidad del imperio en su propio beneficio y fundó una nueva Roma, a la que denominó «humildemente» Constantinopla… Deseoso de apoyarse en las coherentes y firmes estructuras episcopales de la Iglesia cristiana, se convirtió a la nueva religión. En el año 313, Constantino publicó el edicto de Milán, en el que instauraba la libertad de culto.

Constantino apoyó, además, la nueva religión y presidió, para manifestarlo, el concilio de Nicea, que condenó, en el año 325, el arrianismo (que consideraba que Jesús de Nazaret no era Dios o parte de él, sino su creación) y proclamó la nueva fe (véase G. Alberigo, Historia de los concilios ecuménicos):

 

Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todos los seres visibles e invisibles; y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado del Padre, único engendrado, es decir, de la sustancia del padre, Dios de Dios, luz de luz, verdadero Dios de verdadero Dios, engendrado y no creado, consustancial al Padre, para quien todo ha sido hecho, lo que está en el cielo y lo que está en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestro bienestar ha descendido y se ha encarnado, se ha hecho hombre, ha sufrido y ha resucitado al tercer día, ha subido a los cielos, desde donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; y en el Espíritu Santo…

 

A la muerte de Flavio Valerio Claudio Constantino, los cristianos llegaron a alcanzar los peldaños de la más alta administración imperial. Constantino situó entonces al Divino por encima de su papel de emperador, que hasta entonces había estado sacralizado.

Después de la reacción pagana del emperador Juliano el Apóstata —este, a pesar de su educación cristiana, rechazó el cristianismo y volvió al paganismo cuando llegó al poder en el año 361—, que consiguió expulsar a los germanos de la Galia el mismo año que logró el mando y amenazar el Imperio sasánida antes de su trágica desaparición, se asistió al triunfo definitivo del cristianismo con el emperador Teodosio.

En el año 379, Teodosio (Flavio Theodosio, hacia 346-395), el nuevo emperador, decidió que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del Estado.

Cerró entonces todos los templos paganos y prohibió los sacrificios. En el año 394 emitió el decreto que prohibía los juegos olímpicos porque eran vistos como un elemento de difusión del paganismo. Para solucionar el acceso a la jefatura del imperio, decidió dividirlo entre sus hijos —los que había tenido en su primer matrimonio con Aelia Flacilla— en el año 395:

 

— a Arcadio le concedió Oriente;

— a Honorio, Occidente.

 

Esta división fue definitiva: el Imperio romano moría por primera vez.

El cristianismo comenzó entonces a resplandecer gracias a la fuerza demostrada por los Padres de la Iglesia y al papel obtenido en esa dura lucha: Ambrosio (el muy influyente obispo de Milán entre los años 373 y 397), Agustín de Hipona (San Agustín es el único padre de la Iglesia cuyas obras, como De la doctrina cristiana, han dado lugar al nacimiento de un sistema de pensamiento) y Jerónimo (el traductor de la Biblia al latín), que trabajaron todos ellos para el reforzamiento de la doctrina… También el monaquismo comenzó a difundirse.

Finalmente, para combatir el asalto de los pueblos llamados bárbaros (aquellos situados más allá del limes, o sea, las fronteras), los emperadores intentaron aplicar soluciones aventuradas: confiaron la defensa de sus territorios a otros pueblos llegados antes, pero también de origen bárbaro; por ejemplo, el jefe vándalo Estilicón, a quien Teodosio confió su ejército.

En el año 325 (año de la celebración del concilio de Nicea), el emperador Constantino trasladó la capital del Imperio romano a Constantinopla, consolidando así el adelanto que Oriente tomaría sobre Occidente en el marco de la inmensa estructura política que dominaba la cuenca mediterránea. Setenta años más tarde, el emperador Teodosio dio oficialmente nacimiento al Imperio de Oriente al dividir el imperio entre sus dos hijos. Arcadio asumió la más alta magistratura.

Después de que se produjera la caída de Roma, que oficialmente tuvo lugar en el año 476 d. de C., Bizancio acogió a todas las fuerzas vivas del Imperio romano, del que aseguró su continuidad.

Hasta llegar a los tiempos de Heraclio, la lengua oficial continuó siendo el latín, mientras que el griego era la lengua hablada.

Fue también a partir de Heraclio cuando el emperador de Bizancio pasó a denominarse basileus, que en griego significaba «rey». Paulatinamente, el griego fue sustituyendo al latín en los textos grabados en las monedas y en los documentos oficiales.

Justino I, elegido por el Senado en el año 518, murió en 527. Justiniano, un romano nacido en la ciudad de Nis pero educado en Constantinopla y asociado al trono por su tío, fue su sucesor. Muy apoyado por Teodora (una antigua actriz muy ambiciosa), Justiniano comenzó por recuperar el orden perdido. Actuó, para lograrlo, en dos fases.

En primer lugar, buscó la reconciliación con el papa al poner fin al cisma provocado por el monofisismo (una doctrina que sólo reconocía la naturaleza divina de Cristo y no la humana, y fundía las dos naturalezas en una única de carácter divino) y recibirlo en Constantinopla.

En una segunda etapa, Justiniano reorganizó el ejército y la administración. En el año 532 ahogó la revuelta de Nika lanzada sobre Constantinopla por dos partidos, el de los Azules y el de los Verdes. El general Belisario fue el encargado de reprimirla con crudeza.

Justiniano dedicó todas sus energías a la restauración del Imperio romano, empeño en el que llegó incluso a molestar a la población bizantina en el plano interior y a agotar las fuerzas del imperio en un combate desproporcionado en el exterior. Sus sucesores padecerían las consecuencias.

Justiniano se enfrentó al Imperio sasánida hasta que llegó a un acuerdo de paz basado en el pago de un tributo, firmado con Cosroes I en el año 532.

Una vez solucionado este conflicto se dirigió hacia Occidente. Belisario desembarcó en el año 533 en el norte de África, donde derrotó a los vándalos, que estaban a las órdenes del rey Gelimer. En el año 535, Belisario también venció a los godos de Sicilia.

Posteriormente, en el año 536, atacó a los habitantes de Italia, los ostrogodos. No obstante, estos organizaron la resistencia y Belisario fue reemplazado por Narsés. En el año 552, los bizantinos se habían apoderado de la Península Italiana y habían hecho de Rávena su capital occidental, la cual embellecieron con numerosos edificios; esta ciudad que había sido fundada por colonos procedentes de Tesalia, fue posteriormente ocupada por los etruscos, los sabinos, los galos y los romanos.

En el año 534, los bizantinos llegaron hasta la Península Ibérica. Aquí ocuparon ciudades como Sevilla, Córdoba, Málaga y la provincia de Cartago Nova. De esa manera, la religión del imperio llegó a difundirse por toda la cuenca mediterránea. Sin embargo, el ejército bizantino se vio atrapado en Italia. En efecto, los persas rompieron la tregua e invadieron Siria y Armenia en el año 540, por lo que Justiniano se vio obligado a comprar la paz a un precio realmente elevado.

A continuación, los hunos, los avaros y los eslavos —nuevos bárbaros seguidores de otras religiones— asaltaron el imperio sin descanso entre los años 540 y 559. Grecia, Tracia e Iliria fueron invadidas una a una, aunque Belisario logró rechazar a los hunos que habían llegado hasta Constantinopla en el año 559.

A pesar de estas victorias, las conquistas de Belisario tuvieron un costo humano y financiero muy elevado. Además, los éxitos no le sobrevivieron: durante su vida tuvo que enfrentarse al ataque de los ostrogodos, que llegaron hasta Roma en dos ocasiones, en los años 547 y 550. Como recuerda Philippe Valode en la obra Historia de las civilizaciones, ya citada:

 

La antigua capital imperial no era más que un montón de ruinas después de haber soportado todos esos combates. Sin embargo, Teodorico había sabido darle una cierta prosperidad a comienzos del siglo VI… Después del año 568 (Justiniano murió en el año 565), Roma fue reconquistada por los lombardos. Por otra parte, el norte de África se vio sometido, mucho más tarde, a los árabes, exactamente en el año 647.

Es cierto que a la muerte de Justiniano, en 565, el Imperio bizantino controlaba territorios de una extensión prácticamente equivalente a la que había tenido el Imperio romano de los Antoninos, que incluían, a excepción de la Galia, el reino visigótico de la antigua Hispania y las marcas danubianas.

 

Justiniano, que se presentaba como emperador romano, intentó llevar adelante una drástica reforma administrativa y jurídica.

Preparó un código que recuperaba de manera jerarquizada las constituciones imperiales desde Adriano: fue publicado en el año 529 y ampliado en 534. Posteriormente, publicó los códigos Digest e Institutes.

El primero era una recopilación de jurisprudencia según las sentencias emitidas por antiguos juristas. El segundo era un manual de derecho dirigido a los estudiantes.

Justiniano también quiso avanzar en la cuestión religiosa. Por ello, se opuso al paganismo, todavía muy presente sobre todo en la alta sociedad y entre los agricultores, y publicó dos edictos que privaban a los paganos de una parte significativa de sus derechos cívicos. En el año 529, suprimió también la libertad de conciencia.

En el imperio, tanto si uno era cristiano como si no… sólo los judíos escapaban a esta regla.

Justiniano luchó por conseguir la unidad del cristianismo. Combatió las herejías con firmeza, tanto la maniquea como la arriana y la montanista. En contrapartida exigió a la Iglesia una fidelidad absoluta y se tomó la facultad para intervenir en sus asuntos, especialmente en materia de nombramiento de clérigos, obispos y clero regular.

Philippe Valode explica en la misma obra ya citada:

 

Las conclusiones del concilio de Calcedonia, celebrado en el año 451, fueron estrictamente aplicadas hasta donde Justiniano estimó, con la intervención de su esposa, Teodora, que ciertas oposiciones doctrinales eran peligrosas. Finalmente, acabó por tolerar a los monofisitas antes de volver a perseguirlos. Intentó reintegrarlos y para ello condenó los Tres Capítulos, pero aquellos permanecieron insensibles a su política de gestos de seducción: Egipto y Siria continuaron siendo bastiones del monofisismo. Así la política unificadora de Justiniano acabó siendo considerada un fracaso…

 

El papa Vigilio se opuso a Justiniano. Este último quiso hacerse obedecer y por ello lo sustituyó… durante la celebración de la misa y lo hizo conducir hacia Constantinopla. Allí, Vigilio resistió las presiones intelectuales y teológicas a las que fue sometido. Pero, como explica Jean-Pierre Moisset en su obra Histoire du Catholicisme, publicada por Flammarion en 2006:

 

La cuestión continuaba pendiente cuando Justiniano convocó en el año 553 el quinto concilio ecuménico, en Constantinopla. Vigilio rechazó asistir, aunque finalmente tuvo que doblegarse ante la presión del emperador y aceptar las decisiones adoptadas por la asamblea conciliar.

 

Por otra parte, Justiniano fue un gran constructor que hizo levantar la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, que dedicó a la Sabiduría divina (Sophia en griego). Al querer recuperar la grandeza romana, Justiniano acabó, desgraciadamente, por agotar el Imperio bizantino. Los gastos en construcciones, la importancia del presupuesto militar y la intromisión en la vida de la Iglesia supusieron un incremento de la presión fiscal, la depreciación de la moneda, una crisis económica y el restablecimiento de la venalidad, es decir, la venta de los cargos públicos. ¡La revuelta no se haría esperar!

 

Medio siglo después de Justiniano, Heraclio el Joven tomó el poder en un momento en que el Imperio bizantino parecía extraviado, abandonado, aislado. Su padre, Heraclio, era exarca en el norte de África, donde disponía de una flota y de un ejército con los que derrotó a los bárbaros de las costas y obtuvo el respeto de los saharianos. Residía en Cartago. En Constantinopla, el emperador Mauricio tuvo que enfrentarse a los ataques de los bárbaros cerca del Danubio. Las legiones se sublevaron bajo la férula de Focas, su jefe militar, y marcharon sobre Constantinopla, que se encontraba desprovista de tropas. Aquellas masacraron al emperador y a su familia y el tesoro fue saqueado. Bizancio continuó su vida en un ambiente de profundo desorden. Los persas invadieron Siria como reacción frente a la política dominante de Bizancio, derrotaron a las tropas bizantinas y amenazaron la existencia del imperio.

Heraclio quiso plantar cara al desorden y, para ello, envió su flota de guerra dirigida por su hijo Heraclio el Joven. Este, una vez proclamado vencedor, fue coronado en Santa Sofía, en el año 610, por el patriarca Sergio. André Larané escribe en su Chronologie universelle, publicada por J’ai lu, en 2006:

 

El advenimiento de Heraclio —año 610— y la Hégira —año 622— marcan el verdadero final del Imperio romano y de la Antigüedad.

 

El renacimiento del Imperio bizantino tuvo lugar con los macedonios Tzimiskes y Basilio II (desde 867 hasta 1025). Refundado por un campesino zafio pero audaz y brillante, Basilio I, que reinó a partir de 867, el Imperio bizantino pudo rehacerse. Este emperador rechazó a los árabes y los expulsó parcialmente de Asia Menor. También atravesó el Mediterráneo y restableció la autoridad bizantina en el sur de Italia. No se opuso a la autoridad del papa en el concilio de Constantinopla y favoreció la evangelización de Rusia y Bulgaria. Desde el punto de vista teológico promovió la conversión y organizó debates públicos en los que, como dice Jean-Pierre Moisset en la obra citada anteriormente, los judíos debían especialmente:

 

[...] demostrar la legitimidad de sus convicciones. Si no conseguían convencer, entonces debían convertirse. Estos procedimientos coercitivos eran propios de un poder imperial y no los de un clero que lamentaba la ausencia de catequesis y temía los riesgos de apostasía que entrañaban las adhesiones superficiales.

 

Sus sucesores continuaron su obra de reconquista a expensas de los abasidas.

El hijo de Romano II, el futuro Basilio II, tenía seis años cuando se produjo la muerte de su padre. Corría el año 963 cuando, junto a su hermano Constantino VIII, se convirtió en coemperador. Durante su minoría de edad, el imperio fue gobernado por dos grandes generales, Nicéforo II Focas (que se casó con su madre, Teófano, tras enviudar y quedar como regente) y Juan Tzimiskes, del que hablaremos más adelante.

Nicéforo II recuperó Cilicia, y después tomó Antioquía. Financió, mostrando una actitud religiosa muy generosa, la construcción del monasterio del monte Athos, llamado de la Gran Laura (Lavra), que había sido fundado por Atanasio. Fue asesinado por Tzimiskes en el año 969. Una vez usurpado el poder, este último se casó con la emperatriz Teófano, que de nuevo se había quedado viuda. Posteriormente, después de hacerse con el trono, la repudió. A continuación, se casó de nuevo con Teodora, la hermana de Romano II.

Tzimiskes consiguió, en el año 972, una importante victoria sobre los kievienos de Sviatoslav, en Dorostol. Estos, una vez vencidos, tuvieron que retirarse a los Balcanes. Tzimiskes se apoderó de Mesopotamia en el año 974, y conquistó Fenicia y Palestina. También se apropió de Jerusalén. En el año 976 murió envenenado durante el viaje de vuelta de esta campaña.

Basilio II pudo reinar, a la edad de dieciocho años, en compañía de su hermano Constantino VIII, que tenía una personalidad menos ambiciosa. Audaz jefe del ejército, Basilio II se transformó en el emperador más grande de la dinastía macedonia. Se enfrentó al Imperio búlgaro, que, convertido al cristianismo con una ambición mesiánica, intentaba someter a Bizancio.

Gobernó en solitario y se enfrentó a un intento de golpe de Estado en el año 988: en efecto, Bardas Focas se hizo proclamar emperador por el ejército de Oriente y marchó sobre Constantinopla. Fueron entonces los kievienos quienes sostuvieron a la nueva Bizancio y a la cristiandad. Basilio II acabó derrotando y matando a Bardas Focas en el año 989.

Liberado de toda la presión de sus opositores, Basilio II se volvió hacia la Bulgaria del zar Samuel. Cuando sus tropas venían de asolar Grecia, lanzó un primer ataque contra las Puertas Trajanas. La victoria fue absoluta y las murallas de Constantinopla fueron «decoradas» ¡con más de mil cabezas de búlgaros! A continuación se dirigió hacia Tesalónica y realizó, a partir de 1004, una campaña anual contra los búlgaros hasta lograr penetrar profundamente en su territorio. Adoptó su nombre, Basilio el Bulgaróctono, el 29 de julio de 1014 tras librar una batalla decisiva en los límites de Stroumitza, en la que el ejército búlgaro fue masacrado.

 

Basilio II hizo arrancar los ojos a quince mil supervivientes —explica Philippe Valode— y dejó a ciento cincuenta «sólo» tuertos para que pudieran conducir a este triste «rebaño» hasta su jefe Samuel. Bulgaria, completamente ocupada, fue anexionada en el año 1018. El prestigio del imperio alcanzó entonces su momento culminante. Las dos hermanas de Basilio II se casaron: Ana con Vladimir de Kiev y Teófano con Otón II, emperador de Occidente. Además, en 988, la Rusia kieviena tomó la decisión de adoptar como religión el cristianismo bizantino.

 

En el año 994, Basilio II había conseguido rechazar también el intento fatimí de invadir Siria. A su muerte, que se produjo en el año 1025, el imperio se extendía desde el Adriático hasta Armenia y desde el Danubio hasta el Éufrates. La primera potencia del mundo ya era cristiana. En el plano religioso, Basilio II había conseguido aumentar considerablemente el área de influencia de Bizancio gracias a la conversión de Rusia al rito griego. El Imperio bizantino había logrado, de paso, una gran influencia espiritual sobre el mundo eslavo.

La muerte de Basilio II, en el año 1054, vino seguida por la ruptura definitiva entre las Iglesias de Oriente y Occidente. Así salió reforzado el prestigio del patriarcado de Constantinopla. Tres años más tarde, el golpe de Estado de Isaac Comneno puso fin a la dinastía macedonia y con ello al periodo más brillante de la historia de Bizancio. El tiempo de desorden que siguió benefició a todos los adversarios del imperio. El declive fue inexorable.

Un imperio cristiano tan enorme, políticamente unido y poderoso no volvería a existir nunca. Así, los cristianos quedaron separados en dos Iglesias. Fue entonces cuando aparecieron las primeras herejías que conducirían a la crisis y la Reforma. Un nuevo periodo de la historia comenzaba.

 

Acabamos de ver la cronología de los hechos, que, no obstante, dejaremos a mano para poder revisarlos. Ello nos permitirá comprender mejor el desarrollo de un fenómeno filosófico, teológico y epistemológico. Como escribe Gérard Simon en Sciences et histoire (Gallimard, 2008):

 

Los integrismos se cuajan en sus tradiciones dogmáticas y las ciencias se alimentan de su capacidad para abrirse a todo aquello que puede cuestionarlas.

 

Si así ocurre con la historia general, más todavía con la historia de las religiones.