PRÓLOGO

LOS ACENTOS PERDIDOS

Este túnel del tiempo es blanco y desemboca en el 6 de enero de 1991. Una epifanía del recuerdo en un lugar imposible que entonces se llamaba Leningrado, antes San Petersburgo, Petrogrado; y antes, la nada. Hay ciudades que son fundadas para vivir, otras para inmolarse en su nombre. San Petersburgo pertenece a las segundas. Un altar en forma de pira que sacrifica a sus víctimas para aplacar a dioses furiosos.

Aquella memoria de los primeros días del año 1991 es el viaje por un universo de destellos en la nieve: cajas de madera plantadas como ataúdes verticales sobre la tierra para proteger las estatuas de mármol y escayola de las inclemencias del invierno. Pushkin decía que los poetas son adivinos a su pesar y, al parecer, en la ciudad de Pedro, esa experiencia es contagiosa. Pensé que, como las esculturas, aquel país despertaría un día en sus tumbas al aire libre; recuperando su posición de reposo horizontal que, por algún extraño conjuro, estaba prohibido hasta la llegada de la primavera.

Me acompañaba Teresa Saraeva, hija de una niña de la guerra y de un antiguo oficial de caballería ruso. Su madre había sido rescatada ingenuamente de la Guerra Civil española y llevada a la Unión Soviética, que apoyaba al bando republicano. El Gobierno de Madrid en 1936 había salido de unas elecciones legales y legítimas. En Rusia, los únicos comicios por sufragio universal, secretos y directos de su historia fueron celebrados a finales de 1917 y sus resultados borrados el 6 de enero de 1918, con la disolución a tiros de la Asamblea Constituyente, que solo se reunió un día.

Setenta y tres años después habíamos concertado una entrevista con el entonces alcalde de Leningrado, Anatoli Sobchak, la estrella rutilante del 28.º congreso del PCUS, el Partido Comunista de la Unión Soviética, que acababa de tener lugar en el Kremlin. Sobchak era un tipo atractivo, hablaba inglés y se presentaba como la salida civilizada a siete décadas de arterioesclerosis política. Nos dirigíamos al antiguo Palacio Mariinski, sede del Consejo Imperial de los zares, también del Gobierno provisional entre marzo y octubre de 1917 y, entonces, de la alcaldía de Leningrado. El 6 de enero de 1991 era domingo. Leningrado aparecía tranquila, su etérea belleza congelada en el tiempo con su manto de nieve.

La historia del arte distingue entre canon humano y canon gigante. En Egipto se despliegan todas las acepciones del segundo y hay que mirar hacia arriba, en vertical. Europa ha apostado por el canon humano, que ofrece a la altura de la vista, en horizontal, las representaciones humanas en reposo o movimiento. Los acentos para su correcta lectura se añaden a la medida de los sentidos. El Palacio Mariinski aparecía frente al recién reabierto hotel Astoria, que mirábamos con celo después de haber pernoctado en otro de proporciones gigantescas, según el canon egipcio-soviético.

En la recepción del palacio, descomunal y desierta a las diez de la mañana, un tipo neutro y amorfo ocupaba su asiento frente a un mostrador desnudo, oscuro, cuyo único acento era un teléfono de plástico de color rojo.

Teresa y yo nos acercamos, confiando en nuestra cita acordada en Moscú.

—No sé nada —respondió el hombre mientras ojeaba una agenda en blanco.

¿Cómo era posible? Sobchak nos había convocado en Leningrado aquel día, a aquella hora, para hablar de la caótica situación de la URSS.

—Aquí no hay nada apuntado. —Todo en aquel hombre parecía simbólico. El pelo en el límite de lo imposible, los labios desdibujados, las manos inmóviles, su mirada vaga e imprecisa.

—Tenemos una cita con el alcalde Anatoli Sobchak. Nos dijo en el Kremlin que viniéramos hoy, que nos estaría esperando —Teresa Saraeva hablaba con vehemencia al tótem de Leningrado.

—Está bien. Esperen aquí.

El hombre tras el mostrador, con el teléfono de plástico rojo y la agenda sin apuntes, se levantó con parsimonia y desapareció.

Aguardamos. No menos de dos horas.

¿Por qué nos debíamos fiar de él? Tal vez simplemente quería perdernos de vista, un domingo de enero. Me lo sigo preguntando.

Dio resultado. Cuando ya lo dábamos todo por perdido, alguien apareció para conducirnos a una sala decorada con frescos de Lenin paseando por el malecón del Neva. De repente, el trampantojo se quebró, una herida en forma de puerta dio paso a un irritado alcalde, a quien a todas luces habíamos arruinado el domingo. No recuerdo el contenido de la entrevista, pero no ha habido forma de olvidar al oráculo de la recepción del Mariinski, en el marasmo de las postrimerías soviéticas, porque su nombre era Vladímir Putin.

En la esquina del hotel Astoria un anciano nos dio una chocolatina mientras filmábamos la portada del palacio ante uno de los sempiternos canales, las venas de agua de San Petersburgo, de Rusia. En aquel enero de 1991, las infinitas cajas de madera en el invierno ruso punteaban un universo que enterraba al aire libre los acentos necesarios para la lectura de otra realidad que expiraba, la de la Unión Soviética.

Me explicaron que se protegían así las innumerables estatuas contra las inclemencias del invierno báltico. El símbolo contra el olvido. Como si aquellos féretros puestos en pie no fuesen sino un preámbulo de ese día en que, con el fin del invierno, las estatuas recuperarían irremediablemente su libertad.

* * *

Había sido también en invierno cuando el último de los Romanov recorrió aquellas calles y avenidas, buscando el cambio de estación, esta vez política, en un paisaje punteado por la visión de aquellos sarcófagos verticales, como caracteres en una piedra roseta de acentos imprescindibles para la correcta lectura de Rusia. El primer capítulo de esta historia es el último de la dinastía Romanov: el zar de un día, que pudo haber cambiado los destinos de aquel imperio y del mundo; cuando Miguel Alexándrovich Romanov, hermano menor del zar Nicolás II, dejó en manos del Gobierno provisional la convocatoria de las primeras elecciones libres, por sufragio universal. Para que los rusos eligieran su sistema de gobierno, monarquía o república. El sacrificio supremo de alguien que tenía en sus manos el poder absoluto de sus antepasados. Una decisión y un documento que convierte en ilegítimo el golpe de Estado bolchevique, pasando por todos los Gobiernos que se sucedieron desde aquel 3 de marzo de 1917, hasta Putin, el hombre de la recepción del Palacio Mariinski. Exactamente el lugar donde comenzaron a perderse todos los acentos.