CAPÍTULO I

EL PACKARD DE LA AVENIDA NEVSKI

Los rayos del amanecer iluminan la mañana,

y el día nuevo vuelve a brillar,

mientras yo, por ventura, bajo el toldo

del velo de la muerte encontraré mi lugar.

ALEXÁNDER PUSHKIN

El gran duque Miguel Alexándrovich Romanov conducía su automóvil Packard en medio de la noche, recorriendo la principal arteria de Petrogrado. Un cartel publicitario de su coche, fabricado en Detroit, proclamaba que era algo único: «¡Pregunte al dueño de uno!». Como una carroza fúnebre de acero, el bólido obedecía a los nerviosos dobles cambios de embrague hasta alcanzar su pico de velocidad de casi cien kilómetros la hora. Miguel Romanov recorría la imponente avenida Nevski buscando un lugar donde pernoctar.

Los intentos de llegar a la estación de Varsovia para regresar con su esposa Natalia habían resultado infructuosos. Aquel lunes 27 de febrero de 1917 el gran duque, acompañado como siempre de su secretario y amigo Nikolái Johnson, había llegado a Petrogrado —San Petersburgo sonaba demasiado alemán y en 1914 se había rusificado su nombre— en el tren de las cinco de la tarde, procedente de Gátchina.

En medio de la noche se habían dado de bruces con un control de insurrectos. Miguel Romanov no podía evitar pensar que aquel levantamiento estallaba en el peor momento. Justo antes de la ofensiva final de los aliados, que planeaba derrotar a los Imperios Centrales. La ofensiva en los dos frentes, el occidental a las puertas de París, y el oriental en los Cárpatos, obligaría a los alemanes a implorar la paz al bloque franco-británico-ruso. La Primera Guerra Mundial, que había estallado en agosto de 1914, llegaría a su fin. La muerte de tantos millones de rusos no habría sido en vano.

Las hogueras emergían del paisaje invernal en aquel extremo de Europa, el golfo de Finlandia; eran los revolucionarios, que les daban el alto en la calle Morskaya con el fin de arrestar al gran duque y su secretario. Miguel conducía el Packard porque su chófer estaba demasiado nervioso. Con su proverbial sangre fría, lanzó el automóvil a toda velocidad, perdiéndose en la oscuridad. Abrieron fuego contra ellos, sin hacer blanco entre la nieve.

Desde el Ministerio de la Guerra, en la calle Gorojovaya, pasando por la avenida Nevski hasta el malecón, Miguel había atravesado el Puente de Nicolás, había torcido a la izquierda, tras renunciar a llegar a la estación de tren para regresar a Gátchina. Atrás quedaba la catedral de San Nicolás, la iglesia de la Anunciación y… stop, stop. El último obstáculo antes de llegar a su meta, el Palacio de Invierno.

Comprobado. Había superado el control. Pero por el rabillo del ojo había visto cómo los revolucionarios detenían a su coche de escolta. Ellos no tenían un Packard.

Miguel y Nicolás habían comido juntos el 22 de febrero, justo antes de que el zar partiera para el frente. Al día siguiente había comenzado la revolución, con las marchas del Día Internacional de la Mujer y las huelgas masivas de un cuarto de millón de operarios. Si el zar hubiera hecho caso a su hermano, poniéndole al mando de las tropas en Petrogrado, en coordinación con la Duma, Nicolás con las riendas del Ejército y del frente, con un nuevo Gobierno elegido por la asamblea, todo hubiera sido tan diferente…

El Palacio de Invierno. Algunas de sus inmensas salas habían sido transformadas en hospital de guerra y casi todos los sirvientes seguían en sus puestos. Comparado con el frío Ministerio de la Guerra, donde Miguel había comenzado su trayecto acelerado por las nevadas calles de Petrogrado, la cálida luz del familiar palacio iluminaba las escalinatas alfombradas, las paredes cubiertas de espejos, con las siluetas de los vasos antiguos; las estancias con sus muebles preciosos, sobre un fondo de profusos cortinajes corridos para evitar que la casa de los zares se convirtiera en blanco de la artillería. Los complejos diseños geométricos del parqué, en contraste con el caos que imperaba fuera. Poco antes de la llegada de Miguel se habían replegado allí las últimas fuerzas leales de todo Petrogrado. El resto se habría pasado ya a las filas rebeldes.

Los caballos y armas pesadas ocupaban ahora el patio central. Las tropas de caballería y artillería habían entrado por las puertas traseras, donde se habían apostado soldados de guardia. Seguidamente habían desplegado sus piezas de artillería en el segundo piso, acarreando sus ametralladoras por el salón del trono, los vestíbulos con escudos de armas, la columnata blanca de la sala con el San Jorge de la Victoria, donde Nicolás II había urgido a los nobles para que desistieran de sus aspiraciones reformistas veintitrés años atrás; la sala de malaquita y los corredores con los retratos de todos los generales que habían derrotado a Napoleón. En aquel segundo piso habían posicionado sus piezas para controlar las dos fachadas principales: al malecón del Neva y a la plaza. Esperarían a la mañana siguiente para tomar ulteriores decisiones, pensaban los oficiales. Las ventanas cerradas, para protegerse del frío helador de la noche. Cuantos menos cristales se viesen obligados a romper, mejor.

El padre de Miguel, Alejandro III, se había ido a vivir a Gátchina, la hermosa ciudad al sur de San Petersburgo donde se erige el fastuoso palacio de los zares, con su arco triunfal y sus jardines de estilo inglés. Su hermano Nicolás II había elegido Tsárskoye Seló, la Villa de los Zares, con hermosos palacios formando un imponente conjunto monumental, lugar de veraneo preferido por la nobleza, muy cerca de San Petersburgo, donde se instauraron célebres veladas literarias. La ciudad de Pushkin. Todos parecían huir del fantasma de su abuelo Alejandro II, el zar reformador, asesinado allí al lado, en 1881, cuando los Romanov dejaron de pensar que la revolución era mejor hacerla desde arriba. Treinta y seis años después les había estallado por abajo.

Aquella noche del 27 de febrero de 1917 el general Serguéi Jabálov, al mando de la guarnición de Petrogrado, había dispuesto su cuartel general en el primer piso del Palacio de Invierno, en una descomunal estancia museo con alfombras persas, cuadros de autores reconocidos, sofás y sillas de estilos recargados. Se disponían a recuperar el resuello antes de poner en marcha los planes de defensa contra los esperados ataques de los sublevados. El zar Nicolás II seguía recluido en Moguilev, donde se ubicaba el cuartel del Estado Mayor, en la actual Bielorrusia.

Para Jabálov todo parecía ir de mal en peor. Ya les habían expulsado del Almirantazgo, a él y a sus más de mil quinientos hombres, a pesar de sus peticiones desesperadas a diestro y siniestro. Al frente y a la retaguardia, casi sin munición y sin una pizca de alfalfa para los caballos, tampoco había comida para aquella media docena de compañías condenadas a vagar por una capital en llamas.

Se decidió que las tropas no se moverían del Palacio de Invierno. Pedirían permiso para usar las cocinas y la despensa. En la enfermería había trescientos cincuenta heridos y el personal médico; solo disponían de vituallas suficientes para ellos, pero los camareros del palacio, sin aguardar órdenes, distribuían entre las tropas té caliente y pan.

Y así dio comienzo otra ronda de negociaciones. El cuartel de la División de Gendarmes había sido el primero en caer en manos rebeldes aquella misma mañana; ni hombres ni caballos habían comido nada en veinticuatro horas. En aquellas condiciones, les resultaba imposible desplazarse a Tsárskoye Seló. El ministro de la Guerra, Mijaíl Beliáyev —en teoría, el militar de mayor grado presente en el Palacio de Invierno—, no participaba en las negociaciones. Buscó otro teléfono y se puso en contacto con el presidente de la Duma Estatal, Mijaíl Rodzianko, un hombre que será clave a lo largo de toda la revolución, el mismo que había llamado a Miguel a Gátchina urgiéndole a que viniera a Petrogrado. Porque la situación era desesperada. Y Natalia, su mujer, su querida Natasha, le había animado a realizar el viaje.

Beliáyev comunicó a Rodzianko que estaban llegando tropas desde el frente para aplastar la rebelión. Aclarándole que llamaba desde el Palacio de Invierno, donde se habían atrincherado las últimas tropas leales de la capital. Sí, era cierto. Nicolás acababa de ordenar que cuatro regimientos de infantería y otros cuatro de caballería se pusieran de camino hacia Petrogrado.

De repente, un rumor comenzó a recorrer el palacio. Corredores, patios, estancias, salas y despachos. El gran duque Miguel Alexándrovich Romanov, general al mando de la División del Cáucaso —la llamada «División Salvaje»— durante los dos primeros años de la guerra mundial y ahora inspector de la caballería, acababa de llegar. La agonía y el tormento de ver la ciudad en manos rebeldes daba paso a una posible solución de última hora. El hermano del zar les iba a dar órdenes y, sobre todo, comida.

A la altura de la catedral de la Trinidad Ismailovski, el gran duque Miguel había concluido que las bajas temperaturas congelarían el combustible y entonces necesitarían agua tibia o pararse y hacer una hoguera para calentar el motor del Packard. Los motines se propagaban y eran cada vez más ruidosos. Camiones llenos de rebeldes pegando tiros cantaban «una Marsellesa triste», como describiría irritado el corresponsal francés en Petrogrado, Claude Anet, testigo de excepción de una revolución.

Se practicaban detenciones arbitrarias incluso a los que iban en sus coches, obligándoles a bajar, requisando el vehículo para la revolución. La rebelión ya había contagiado a las tropas de élite. Una vez más, Miguel pensó en su mujer, Natalia, su Natasha, el amor de su vida. Había vivido la jornada infernal del lunes 27 de febrero enojado contra su hermano el zar. Nicolás le había dicho que no se entrometiera. Como si no fuera consciente del entierro de la dinastía, que la revolución consumaba ante sus ojos. Su secretario le había ofrecido su casa, pero nunca iban a poder llegar a aquel barrio alejado y en manos de los sublevados. El despacho de Miguel estaba en la calle Galernaya, pero había demasiados callejones en el trayecto. Todo se había vuelto peligroso aquella noche. La plaza del Palacio de Invierno todavía estaba tranquila, le habían dicho en el Ministerio de la Guerra, así que pasarían allí la noche. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse allí las tropas replegadas.

Subiendo los escalones de tres en tres, alcanzó el despacho de Jabálov.

—Hay que evacuar el Palacio de Invierno, alteza imperial. En cuanto sea de día, si no antes, se va a librar una batalla y van a destrozarlo todo. He intentado en vano comunicarme con el zar. Menos mal que ahora está aquí, su alteza imperial.

¿Cómo se iba a quedar de brazos cruzados? A Miguel no se le escapaba el significado, no solo de aquel tesoro artístico e histórico, sino también político. Recordaba cómo, un domingo 9 de enero de 1905, una multitud de civiles pidiendo reformas y pan al «padrecito zar», había sido dispersada a tiros por la guardia de Nicolás II, precisamente desde el Palacio de Invierno. Cientos de muertos, heridos, la famosa arenga del escritor y testigo Gorki, que tanto daño había infligido a la opinión pública, tanto interna como externa. El peor momento de los Romanov. Nicolás II era desde entonces, «Nicolás el sangriento». Y ahora, Miguel Romanov, muchos años después, en 1917, debía afrontar en esencia una repetición del 9 de enero de 1905. ¿Y si aquella rebelión se apagaba en unos días, como tantas otras veces?

—Pido a las tropas que se disuelvan. Mis órdenes son que regresen al Almirantazgo, de donde han venido. Desde la casa de los Romanov no se va a disparar contra el pueblo.

Natalia asentiría. ¡Cuántas veces había acusado a su familia política en el trono de estar fuera de contacto con la gente! De abusar de sus privilegios medievales. De pretender mantener en pleno siglo XX una monarquía autocrática cuya cabeza, el zar, solo daba cuentas ante Dios.

Miguel Romanov se preparó para pasar la noche en una de las habitaciones del palacio. Las últimas tropas leales y organizadas de todo Petrogrado con voluntad de combate, se ponían otra vez en movimiento la madrugada del 28 de febrero. Podían irse enfrente, a la fortaleza de San Pedro y San Pablo, con varias compañías fieles al zar.

El barón Stael les comunicó que en la plaza de la Trinidad, en pleno corazón de Petrogrado, había una multitud amotinada. En el puente de la Trinidad se habían levantado barricadas con blindados. ¿Cómo iban a abrirse paso? No contaban con más de sesenta obuses para los cañones. ¿Dónde iban a hallar el espíritu de combate del que habían carecido toda la jornada anterior, cuando se podían mover más o menos sin problemas? La fortaleza de las fortalezas de Rusia estaba enfrente, al otro lado del Neva, pero lo único lógico ante los motines que les impedían avanzar, tanto a los oficiales como a las tropas, era volver al edificio del Almirantazgo, en medio de aquella noche de invierno de una ciudad que parecía haberse retirado a dormir.

* * *

—¡Su alteza imperial! ¡Su alteza imperial, despierte!

Más que un aviso, el tintineo de un susurro pareció abrir una rendija en el sueño del gran duque Miguel. El anciano lacayo, de cabello gris y largo bigote, el uniforme impoluto de cordones dorados, se tomaba la libertad de despertar al primer gran duque que dormitaba en el palacio donde murió asesinado su abuelo, el zar Alejandro II.

—Su alteza imperial, desde que se han ido las tropas, diversas bandas revolucionarias han intentado entrar en el palacio. Por distintas puertas. Solo los candados parecen detenerles. No sabemos por cuánto tiempo. Es mejor que se vaya. ¿Quién les hará frente si consiguen entrar?

—¿Qué bandas? —preguntó Miguel.

—No sabría decir. Amotinados armados. Entre ellos, soldados. Saben que hay bodegas.

Miguel ya se había despertado del todo a la luz de la vela. ¿Qué había sido del general Komarov, encargado de la seguridad del palacio?

—Su alteza imperial —el lacayo seguía susurrando—, me he tomado la libertad de despertarle porque me alarma su seguridad. Somos todos ancianos. Esta noche han ocupado el Palacio Mariinski. ¿Quién dice que no vayan a hacer aquí lo mismo? Yo creo que ya lo hubieran hecho, si no supieran que siguen aquí las tropas.

—¿El Mariinski? ¿Cuándo?

—Después de la medianoche.

—¿Y los ministros? ¿Se sabe algo?

—No sé, su alteza. Tal vez hayan podido huir. No se debería quedar aquí. Le pueden encontrar si vienen. De día le reconocerían fácilmente. Debe irse antes del amanecer.

Miró alrededor. Le habían preparado un dormitorio justo en la antesala de la que había sido estancia de su padre cuando era heredero al trono. Miguel no temía a los granaderos alemanes ni a los artilleros austriacos, su División Salvaje le había acompañado por los lugares más peligrosos del frente oriental. Habían sobrevivido a los peores ataques, en los lugares más inhóspitos. Ahora estaba merced de sus compatriotas, ebrios de revueltas, motines y revolución. Se iría.

Pero el Packard sería un blanco fácil. Ese parecía ser el precio del progreso, la velocidad y el ruido después de los silenciosos y humildes carros de caballos. Otra vez pensó en sus oficinas en la calle Galernaya. No, allí darían con él. A casa de Matveev —su abogado, consejero y cuñado— tampoco, porque su casa en la Fontanka no estaba cerca. El viejo lacayo le dio la solución. No podía conducir en su coche porque era peligroso. ¿Qué tal algún domicilio privado al que pudiera ir a pie? La salida del palacio a la calle adyacente, Milionaya, estaba expedita. El príncipe Putiatin, guardián de las caballerizas de palacio, y su mujer, Olga Putiatina, vivían en el número 12.

El lacayo fue a despertar al secretario personal del gran duque, Johnson, y a buscar un teléfono. Miguel comenzó a vestirse a la luz de la vela. La misma que le devolvía al pasado de una dinastía de trescientos años, iniciada por el zar Miguel I. Le recorrió entonces un escalofrío porque, según una leyenda, el primer Romanov había sido Miguel I y el último sería otro Miguel. Como él.

—De acuerdo, amigo, vamos a la enfermería y de allí hasta la puerta a la calle Milionaya.

El sirviente se inclinó ante él, casi llorando, lo cual provocó todavía más pesar en Miguel. En el fondo, sabía que su huida del propio palacio de sus antepasados era la antesala de lo desconocido. El criado había traído un candil; antes de salir del dormitorio apagó la vela que habían usado hasta entonces. Les iba abriendo paso por los pasillos, alzando la mano. Miguel caminaba unos pasos detrás del anciano, Johnson cerraba la fila.

Tomaron el lado del Almirantazgo desde el tercer piso hasta llegar a una escalinata lateral, fundida con la oscuridad. Bajaron a la segunda planta. Recorrieron toda la hilera de camas de la enfermería, cuyas ventanas daban a la plaza. Fundada por la zarina Alejandra Fiódorovna en el verano de 1914, al comienzo de la guerra, siempre estaba llena.

El lacayo había bajado el candil a la altura de las rodillas mientras caminaban entre los lechos de los soldados. Múltiples focos de luz precaria emergían de las paredes y de las mesas bajas de las enfermeras de guardia, que los miraban atónitas, lo mismo que los enfermos, siguiendo en silencio las evoluciones de los tres fantasmas. Se trataba de veteranos caídos en el frente oriental. Si no fuera por aquella revolución que había estallado con fuerza y furia, la Gran Guerra seguía quedando muy lejos. Allí dentro, los compañeros de batalla; fuera, cientos de miles de reclutas cansados de la guerra, que se habían unido al levantamiento con sus promesas de tierra, libertad y paz.

Los techos de aquellos salones eran tan altos que ni con todas las luces se podían entrever sus filigranas de estuco. Miguel se acordó del gran baile de 1903, que había tenido lugar exactamente donde ahora la duermevela y el quinto sentido de alerta se perdían en los acordes de las danzas del pasado. Frente a él, la visión de su compañera favorita de mazurcas, Nadine Wonlar-Larsky, de soltera Nabokov.

* * *

«Por el resplandor de los uniformes, por la suntuosidad de los tocados, por la riqueza de las libreas, por las decoraciones esplendorosas, por todo el poderoso aparato de los fastos, ninguna corte se podía comparar a la rusa. Seguiré viendo durante mucho tiempo ante mis ojos la irradiación deslumbrante de la pedrería en los escotes de las mujeres. Un chorro fantástico de diamantes, perlas, rubíes, zafiros, esmeraldas, topacios, veriles; un torrente de luz y de fuego», dejó escrito el embajador francés en Rusia, Maurice Paléologue.

Nadine Nabokov había asistido a su primer baile en la corte acompañada por su hermano mayor, Vladímir. Al menos tres mil invitados solían acudir al primer baile de la temporada en el Palacio de Invierno. La sala Nicolás era mucho más grande que la de los Espejos de Versalles. Una gran galería, a su vez separada del salón de baile por una gran arcada. En una pared, la gran mesa con el bufé de frutas, dulces, caviar y champagne, frente a los inmensos ventanales que daban al río Neva. Una vez habían entrado todos los invitados, las puertas que daban a la sala de malaquita se abrían de par en par. El zar y la zarina, seguidos por todos los miembros de la familia real, hacían su entrada con los acordes de la polonesa. Se colocaban en sus posiciones rodeados por todo el cuerpo diplomático. El zar nunca bailaba, pasaba su tiempo hablando con los embajadores y desplazándose entre los invitados. A medianoche, se servía la cena.

Tras aquel gran baile se sucedían otros durante la estación invernal. Tres bailes concierto por el programa musical que se presentaba durante la cena, y no más de trescientos asistentes. Cinco o seis bailes cada estación en el Palacio Hermitage, famoso por sus colecciones de arte.

Fue en el primer baile concierto al que asistía Nadine, cuando el joven gran duque Miguel Romanov, heredero del trono porque Nicolás todavía solo tenía hijas, pidió que les presentaran. Alegre, de trato fácil, Miguel, entonces coronel en el selecto Regimiento de Preobrazenski, era el más atractivo de los Romanov. Nadine y Miguel bailaron la cuadrilla. Después el vals. Fue entonces cuando ocurrió el desastre. La espuela del uniforme del gran duque se enganchó con la cola del vestido de la debutante. Metros y metros de volantes de gasa de seda se desprendieron del cuerpo principal. Ambos acabaron en el suelo. Lo siguiente fue una cascada de risas que les uniría en amistad para siempre. Un vínculo reforzado por su amor hacia todo lo que tuviera que ver con las actividades en el campo y con la buena relación futura entre Nadine y Natalia Brásova Romanov.

Cuando no había bailes de corte, se celebraban todo tipo de recepciones y una retahíla de noches de gala en las diversas embajadas de San Petersburgo. Las fiestas de troika tenían lugar prácticamente todas las noches en las islas del golfo de Finlandia que punteaban la capital. Y cada estación tenía su punto final: la jornada loca del Hermitage.

La galería de los diamantes se abría esa noche para que todos los invitados pudieran disfrutar de una selección de joyas de la Corona y otras obras de arte. Después de esa noche de alegría desenfrenada, llegaba la Pascua. Miguel Romanov era la pareja permanente de Nadine Nabokov. Tras las danzas de su primera, accidentada, jornada, la invitó a cenar.

La fiesta se había celebrado el 11 de febrero en la galería Romanov del Hermitage, en el Palacio de Invierno, y el 13 había seguido el baile de disfraces.

Desde sus trineos, carruajes y primeros automóviles, los invitados iban pasando por el edificio del Senado ante la estatua en bronce de Pedro el Grande, obra de Falconet. Montado sobre un caballo salvaje, apuntando con su mano extendida a Europa, la Bolsa de valores y, al otro lado del Puente de la Trinidad, al mismo Palacio de Invierno. Las estatuas, protegidas por los sarcófagos de madera verticales apuntalados en la tierra helada; la corona del sol de invierno, poniendo fin al día sobre las islas, más allá de la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, una milla al otro lado del río. Y el aire claro y helado, con los copos de nieve inseparables de cualquier visión del invierno.

En las noches de luna era común atravesar la avenida Kammeny Ostrov, después del teatro o la ópera, y desplazarse hasta la boca del Neva, a las islas de Elaguine, Krestovski… forrados con pieles, en trineos donde se podían hacinar alegremente hasta seis personas al son del galope de tres caballos, coreando cánticos de bandas de música zíngara.

No se regresaba a casa antes de las cinco de la madrugada, a menudo más tarde. Los hombres debían acudir a sus regimientos y oficinas hacia las ocho. El resto dormía hasta tarde. San Petersburgo era la primera capital moderna nocturna. Sin embargo, las islas vivían su momento dorado en el mes de mayo, cuando la explosión de la naturaleza se sumaba a la del divertimento. Nadine Nabokov recuerda en sus memorias la similitud entre San Petersburgo y Venecia, la idea matriz de Pedro el Grande, el origen de su pulso de sangre con el destino que supuso levantar aquella ciudad en las marismas, lo cual costó la vida a cientos de miles de rusos víctimas del cólera. Persiguiendo sueños, que tan fácilmente parecen tornarse pesadillas en Rusia. Una Venecia en el golfo de Finlandia, con maravillosos pasillos de aguas formando lagos naturales, camino del mar abierto, una vez completada su larga travesía. En mayo no existe la noche en San Petersburgo, sino un vasto lienzo manchado de blanco, azul y rosa; nunca negro. En esa confusión entre los días y las noches, la fragancia de las flores se hace más intensa. Los aromas se mezclan con el de la sal del golfo.

Las mujeres podían dormir cuanto quisieran, pero toda aquella diversión resultaba cara, muy cara. Los excluidos les pasaban ahora la factura de su resentimiento. En febrero de 1903, los huéspedes del zar en su baile más icónico acudieron vestidos como en los tiempos del zar Alejo I, a mediados del siglo XVII. Con la invitación se dio vía libre a las investigaciones. Aquello había que hacerlo bien. Nadine revela que, en su caso, fue a pedir ayuda a Diaghilev, el maestro de los ballets rusos. La llevó a ver su famosa exposición sobre la época histórica rusa de tres siglos atrás. Allí mismo se probó unas quince kokoshniks, las diademas típicas, punto de partida en la inspiración del traje. Todas demasiado pesadas. Después Diaghilev le diseñó los ropajes. El gran duque Sergio, tío del zar Nicolás II y entonces director de los teatros imperiales, encargó el suyo a los responsables del vestuario del teatro Mariinski. Para el diseño de su kokoshnik y su barma, pechera rígida, Nadine y sus amigos acudieron a Fabergé, que incrustó profusamente las joyas de familia en los tejidos. El famoso joyero y artista trazó motivos de hojas de roble bordadas en oro, dejando espacios para las joyas sobre el brocado. Nadine no solo llevaba encima aquella noche todo su joyero, sino también el de los Larski, su familia política. Fabergé había enviado a su hijo a casa de Nadine las tres noches precedentes al baile, para poder rematar a tiempo la preciosa faena.

El peso final es imposible de imaginar. «Il faut souffrir pour étre belle», para presumir hay que sufrir, llevado a su expresión más sublime. Un traje que solo sería lucido en tres ocasiones: el baile en sí, la repetición en otro alusivo pocos días después, en el palacio de los millonarios Sheremetiev, y la foto que todos se hicieron tras asistir al festín original.

Al evento principal le había precedido un concierto en el teatro del Hermitage con escenas de la ópera Boris Godunov, de Modest Musórgski, seguido del ballet El lago de los cisnes, de Piotr Chaikovski. Todo ello amenizado con danzas rusas en la sala del pabellón. La cena fue servida en las habitaciones española, italiana y flamenca del Hermitage desde donde, encabezada por el zar y la zarina, la comitiva remató la velada bailando hasta el amanecer.

La segunda parte, el baile de disfraces, se completó el día 13, a las diez de la noche. El zar Alejo I, hijo del primer zar de los Romanov, Miguel I, padre de Pedro el Grande, sirvió de inspiración para el traje de Nicolás II. Los aristócratas recrearon grosso modo el estilo de Iván el Terrible. Nunca se repetiría algo que se pareciera siquiera remotamente. Nicolás II se presentó vestido del zar Alejo I y la zarina como la esposa de este; llevaba sobre su cabeza la corona conocida como shapka Monomakha que, según la leyenda, había recibido del emperador bizantino, cuyas tropas habían sido derrotadas en batalla a principios del siglo XII. La corona formaba parte del tesoro de los zares que se guarda en el Kremlin.

Los hombres iban vestidos con los uniformes de sus unidades, aunque si estaban casados, según indicaciones del zar, no tomarían parte en la procesión que abriría el festejo.

El baile dio comienzo tras la cena y duró hasta la una de la noche, con tres danzas, la primera rusa, redonda, después pliasovaya, luego los valses, con evoluciones casi imposibles con toda la joyería encima. El gran duque Miguel había reservado su mazurca con Nadine Nabokov, también su pareja para la cena. En la procesión real hasta la mesa, Miguel había escoltado a la zarina porque el zar, según el protocolo, había entrado con su madre, María Fiódorovna, que en los bailes de corte tenía precedencia sobre su nuera. En el ensayo del día 10 se había preparado a las damas para lucir el sarafán y las kokoshniks; a los hombres para moverse como mosqueteros, halconeros… Como siempre, el gran salón parecía un auténtico jardín tropical. El suelo estaba cubierto con césped natural, salpicado con arena roja. Las palmeras llegaban hasta el mismo techo, los cenadores sustituían las mesas, por doquier macizos repletos con narcisos, rosas y todo tipo de flores. Los oficiales con librea exhibían penachos con plumas blancas, las copas de cristal, porcelana y servicios de plata lanzaban destellos de luz a los comensales. Parecía una fábula. La orquesta tocaba mientras los comensales cenaban.

Nadine era la única en la procesión que no pertenecía a la alta aristocracia y sentía sobre ella todas las miradas. Al gran duque Miguel todo aquello le daba igual. Nadine se sentó entre el zar Nicolás II y su hermano menor en la cena. Nicolás se pasó la noche explicando a Nadine la exactitud y fidelidad de su traje con los de la corte de Alejo I. Parecía un experto en la materia. A los postres, Nadine eligió una mandarina podrida.

—Prueba otra —le dijo Nicolás. Pero la segunda no era mejor.

—No sabía que sirvieran tan mal en la mesa de palacio. Por favor, comparte mi pera —le ofreció Miguel.

Nadine fue la comidilla de San Petersburgo. La calma antes de la tormenta. A la estación siguiente, Rusia estaba ya en guerra con Japón. 1905 y el ensayo revolucionario. El quiero y no puedo parlamentario de las cuatro Dumas o parlamentos. La Primera Guerra Mundial.

Para el baile de 1903, Miguel había pedido prestado a su madre, la zarina viuda, el gran zafiro de Catalina la Grande con el que adornar el penacho de su gorro de piel. Según aparece en las fotos. Antes de que acabase el baile, se dio cuenta de que ya no estaba en su sitio. Se le había caído con toda probabilidad mientras danzaba. La gran piedra azul, de valor incalculable, sería buscada durante días sin éxito. Su madre nunca se lo perdonaría.

* * *

Miguel apartó de su mente los recuerdos del baile, catorce años atrás, mientras atravesaba los mismos salones y galerías en la noche. Abrieron la última puerta del hospital de campaña. Cruzó con Johnson el puente al Hermitage. Las ventanas del jardín colgante, con sus jazmines y lirios cubiertos de nieve, subrayaban su indefensión. Aquella noche, las flores desprendían el olor del adiós.

Ahora, recorrían las galerías con las mejores obras de arte de Europa. Bodegones, naturalezas muertas del reino animal, vegetal, mineral, las miradas de los retratos de los maestros. Los vasos y las lámparas sobre el suelo de mármol. Volvió a recordar a su padre, Alejandro III, el zar pacificador, el gobernante ruso que nunca había declarado ni participado en ninguna guerra… Otra sala repleta de monedas y medallas. Después, el santuario de Rafael. Las siluetas de Miguel y su secretario Johnson se recortaban como sendos fantasmas sobre las paredes, al compás del tintineo de la luz de la linterna. El último giro. Ya estaban en el vestíbulo del teatro del Hermitage, al lado opuesto del gigantesco pasaje hacia el nevado canal de invierno, con sus ventanales franceses con venecianas. A lo lejos, un incendio cuyos reflejos alcanzaban el cielo.

—Su alteza imperial —el lacayo volvía a dirigirse a él, en aquella travesía silenciosa—, si ahora dejamos las escaleras de servicio llegaremos al patio, pero desde allí solo se puede salir al malecón, que es peligroso. Pero si toma este pasillo, va directamente a la calle Milionaya.

—No debe preocuparse —dijo Miguel al anciano, que estaba llorando. Le tomó por el hombro cuando este intentó besar la mano del último Romanov en el Palacio de Invierno.

Con su caminar militar, Miguel se dispuso a recorrer el último pasaje hasta la calle.

Su amiga, la princesa Olga Putiatina, iba a acogerles en su casa de Milionaya 12. El volcán entraba en erupción. El fantasma de la razón de Miguel Romanov sigue vagando por Rusia.