
Voy a pedirte un favor: antes de seguir leyendo, sacude un poco el libro.
¡A ver si así se va la peste que inundaba mi cuarto al comienzo de esta historia!
Ya sé lo que estás pensando. Que había confundido el conjuro Perfume Infinito con el maleficio Pedo Pocho de Hipopótamo o algo así.
Pues no. En realidad, la culpa de aquel tufo insoportable la tenía Otto.
¡¿Cómo?! ¡¿Es que aún no te he presentado a mi hermano?!
Otto nació hace solo unos meses. Tiene una sonrisa desdentada, los ojos traviesos y un pelo igualito al mío. Todos los que lo conocen dicen que es una auténtica monada.

¡Pero una monada que no sabe hacer NADA!
Nada excepto llorar, gatear, comer… y apestarlo todo. Cualquier día le dan el récord mundial de ensuciar pañales. Parece una bomba fétida, pero con patucos.
Claro que todo eso se le puede perdonar a un bebé.
Lo que de verdad me fastidiaba era que mi hermano no parecía tener ni pizca de magia.
Había intentado de todo para que Otto mostrase algún poder. Desde prestarle mi varita hasta mojarle su chupete en poción reveladora.
El chupete me lo había escupido a un ojo, y con la varita casi me saca el otro. A lo mejor no poseía magia, pero puntería tenía de sobra. Casi tanta como babas.
—Venga, Otto —le sonreí aquella tarde, después de sentarlo en mi cama—. ¡Haz algo mágico!
Él me miró, encantado. Luego apretó sus manitas, sacó la lengua… y soltó una larga pedorreta.
Nada más oírla, mi gato despegó del suelo como si fuera un murciélago.
Pero, espera, no te hagas ilusiones. El que estaba haciendo levitar a Cosmo era Marcus Pocus. El bromista de mi amigo había sacado su varita sin que me diera cuenta.
—Muy gracioso —gruñí, rescatando a Cosmo de la lámpara para que dejase de maullar.
—No te enfades —rio él—. Y deja en paz a tu hermano. ¡Es demasiado pequeño! Tampoco tú sabías que tenías poderes hasta hace poco.
—Ya —suspiré—. Pero debería haber al menos una señal de que es brujo como yo. ¡Solo pretendo saberlo, no que se ponga a recitar conjuros!
Sobre todo porque solo sabía decir «gugu», «gaga», «gogo» y cosas así.

—Olvida al pobre Otto —insistió mi amigo—. ¡Y empieza a pensar un plan para esta noche!
Mis padres habían invitado a dormir a Marcus aprovechando que iban a salir por ahí.
—Mi plan consistía en roncar —bostecé. No era fácil dormir con un bebé en casa.
—No seas sosa —respondió él—. Hoy echan una peli genial por la tele. Trata de una niña que tiene que recorrer un laberinto mágico para rescatar a…
Yo arrugué la nariz. Pero no porque no me gustase el argumento de la película.
Lo que pasa es que Otto había vuelto a hacerse caca.
—¡Gugu! —sonrió mi hermano, encantado por su proeza.