Es una de las primeras cosas que vemos al despertar. Para muchos, incluso es la primera, así sin más. Unos dígitos en formato cuadrado que brillan en la oscuridad, unos números más elegantes en la pantalla del móvil o, si nos va lo retro, unas agujas colocadas en una falsa esfera (a pesar de que la llamemos así, en realidad no deja de ser un círculo), en un ángulo determinado que nos permite descifrar una información: la hora.
Resulta curioso que muchas personas que afirman no tener ninguna habilidad para las matemáticas lo primero que hacen cada día, cuando aún sienten los últimos jirones de la niebla del sueño desprendiéndose de ellas, sea una operación, menos intuitiva de lo que parece, que mezcla geometría con cálculos matemáticos en un sistema que no es el decimal, que es el que ha ahormado nuestra mente, sino sexagesimal. Que no es intuitivo lo demuestra que los niños tardan más tiempo en aprender a leer la esfera de un reloj que a contar o hacer sumas y restas sencillas. Así que, la próxima mañana que te despiertes leyendo la hora, regálate un instante de orgullo, pues seguro que no eres demasiado hábil con las matemáticas si estás en la media de la población. Agradecerás ese punto de satisfacción personal en una jornada que, muy probablemente, será dura y no abundará en momentos para ello; y menos si es lunes.
Que sigamos dividiendo el día en veinticuatro horas con sesenta minutos que, a su vez, contienen sesenta segundos cada uno es una reliquia de los tiempos previos a que, a finales del siglo XVIII, la diosa Razón hiciera acto de presencia en un mundo en el que los sistemas de medida eran aparentemente caóticos. Ni siquiera los nombres de algunas unidades (legua, pie, milla, etc.), compartidos en diversos territorios, significaban lo mismo en un lugar que en otro. Por no hablar de las diferencias dentro de un mismo país. Poco a poco, ese galimatías de medidas de longitud, peso, etc., fue ordenándose en un sistema decimal compartido, aunque también se emplea el sistema anglosajón en otras partes, como bien sabe quien haya visitado alguno de los países donde está vigente. Sin embargo, hay un campo en el que ese afán racionalizador fracasó: el tiempo. Y no es porque no se intentara: los revolucionarios franceses trataron de decimalizar el tiempo, con días de diez horas y cien minutos. No hace falta que te diga que aquello no duró demasiado, aunque nos dejó como recuerdo algunos extraños relojes que hoy son piezas codiciadas por coleccionistas.
De todas formas, tampoco es que durante gran parte de nuestra historia el tiempo preocupara demasiado. O, mejor dicho, la hora, que no es exactamente lo mismo. Fueron las obligaciones del campo las que llevaron a que, hace ya tres mil años, aparecieran los primeros calendarios, que nos permitían conocer si estábamos en la época correcta para las distintas faenas agrícolas: sembrar, cosechar, etc.; como en tantas otras cosas, también en esto la necesidad fue el principal acicate para el ingenio y la innovación. Eso, a su vez, llevó a que la astronomía recibiera un impulso temprano, porque eran los ritmos de los cielos los que nos marcaban el paso de las estaciones. Lo que, por su parte, condujo al desarrollo de las matemáticas para ejecutar los complicados cálculos que eran necesarios a fin de determinar dónde iba a estar cada astro en cada momento del año y, así, inferir de ello la duración de los días y las estaciones.
Por extensión, aquello también contribuyó a la creación de las primeras grandes religiones, de un relato que otorgara un sentido a por qué estábamos aquí y qué se esperaba de nosotros, y, como propina, a la creencia, aún vigente, de que en los cielos podía leerse nuestro futuro más o menos inmediato. En todo caso, a lomos de un conocimiento al límite entre lo racional y lo irracional, la vida iba desvelando su ritmo interno, y eso era una invitación en toda regla a que nos sintiéramos parte de un gran ciclo vital, un plan cósmico que nos superaba y daba sentido a las pequeñas ilusiones y miserias de nuestro día a día. Afán de trascendencia se llama, y nunca nos ha abandonado.
En comparación con unas necesidades tan perentorias, saber en qué hora del día nos encontrábamos, en una sociedad sin ferrocarriles ni instituciones aferradas a la exactitud temporal, era de escasa utilidad práctica, porque apenas tenía aplicaciones reales en la vida diaria de la gente. Y, como hemos visto, lo que no cubre una necesidad difícilmente atraerá el ingenio. Para los pocos requerimientos del día a día, como contar un relato o encontrarse con alguien, bastaba con indicaciones generales que además eran entendibles por cualquiera, tipo «al alba», «al caer la tarde», etc. En comunidades pequeñas, cuyos límites pocas veces abandonaban los habitantes de aquellas diminutas sociedades, era una aproximación más que suficiente. Al fin y al cabo, por lo general sabías dónde encontrar a aquella persona con la que tenías algo que tratar, y el sentido de la urgencia, desde luego, tenía una interpretación bien diferente a la que le podemos otorgar hoy en día.
Aquello empezó a cambiar con las primeras comunidades monásticas cristianas, cuyos reglamentos y estatutos (las reglas) establecieron una sucesión estricta de tareas y citas diarias con la oración, seguramente motivadas por la convicción de que cualquier hueco podía dejar paso a pensamientos disolutos y, a través de ellos, a las influencias demoníacas. Fue así como aparecieron las llamadas horas canónicas, un primer esbozo de división de lo que antes era un continuo, un degradado temporal fluido que iba discurriendo sin que sintiéramos que atravesábamos límites en su avance. Y, de este modo, surgió una necesidad de precisión que antes no existía. Esto se debió a que las escasas referencias que hasta entonces valían para la vida colectiva dejaron de ser eficaces. Por ejemplo, la hora conocida como laudes podía ser establecida más o menos al estilo tradicional, por coincidir con el amanecer, pero ¿cómo podíamos saber exactamente, solo con lo que recibían nuestros sentidos, cuándo era la tercia (la tercera hora después del amanecer) o la sexta (el mediodía)?
Los relojes de sol podían ayudar, y también los de arena, pero al final fue esa necesidad la que impulsó el desarrollo de los relojes mecánicos y su extensión, que llevó a que, hacia el siglo XVI, el artesano Peter Henlein construyera el primer reloj de bolsillo. Y ese afán de medición del tiempo fue más allá del ámbito cristiano: los emperadores chinos, por ejemplo, fueron unos grandes fanáticos de esos artilugios capaces no solo de medir el tiempo, sino de mostrar prodigios mecánicos que acompañaban a las distintas horas, quizá en una metáfora de cómo veían ellos su vasto imperio, unido solo por el impulso ordenador que procedía del trono imperial.
Aquel fue un cambio que difícilmente podía pasar sin dejar huella. Porque, una vez conseguida la buena nueva de la hora, ¿por qué dejar que solo la disfrutaran los monjes en el interior de las paredes de sus monasterios? Aquel conocimiento merecía ser compartido con la sociedad y, así, las campanas se convirtieron en transmisoras de esa cadencia, ese rítmico y pausado discurrir del tiempo, a la comunidad que había ido creciendo en torno a los monasterios, que fue empapándose del ritmo temporal que desbordaba los claustros y pasaba a impregnar todos los rincones de la vida diaria.
Además, ese descubrimiento del tiempo, como sostenía Lewis Mumford, uno de los pensadores de referencia a la hora de marcar las relaciones entre los adelantos tecnológicos y el ordenamiento social, tuvo otra consecuencia trascendente: la medición de su paso lo convirtió en algo presente, casi tangible. Dejó de ser una convención, una entelequia de cuya existencia podía dudarse. Al ordenar las distintas tareas del monasterio siempre igual, las cuales se sucedían una y otra vez, al establecer que cada nuevo día naciera con un número limitado de horas perfectamente cuantificables, surgió por primera vez una idea que no habría tenido mucho sentido antes, la de que se podía perder el tiempo, que las horas eran un bien escaso y tasado que pasaban y nunca volvían, por lo que era un desperdicio, e incluso una ofensa a Dios, dejar que transcurrieran sin hacer nada de provecho con ellas. Como contraposición, eso hizo mucho más evidente la ociosidad y tendió a convertir en virtuoso a aquel que no permitía que las horas pasaran en balde, sino que, al contrario, era capaz de darles una justificación, algo que las llenara. El demonio, no lo olvidemos, acecha siempre en cualquier resquicio de nuestra rutina para hacerse presente.
Mumford le otorgó a este descubrimiento una importancia capital, pues en él situó el mismísimo surgimiento del capitalismo, que se preocuparía, antes que por cualquier otra materia prima, por ordenar la forma en la que manejamos el tiempo para aprovecharlo al máximo: por primera vez, se convertía en un bien que podía ser desperdiciado y, por tanto, escaso y valioso. Y, por extensión, en algo que podías comprar; en definitiva, cuando tienes a gente trabajando para ti, compras (o usurpas o robas, lo que determine la relación laboral que se establezca entre vosotros) su esfuerzo, su sudor y sus habilidades. Pero, sobre todo, compras su tiempo, ese que hasta el individuo más pobre posee en cantidad escasa y limitada por definición y que, si te dedica a ti, nunca podrá aprovechar él.
Si en esta afirmación alguien quiere ver el comentario incrustado de un autónomo, no seré yo el que ponga mucho esfuerzo en contradecirlo.
Muchos de los primeros relojes solo tenían la manecilla horaria, porque pensar en una precisión mayor parecía una excentricidad. Hay que tener en cuenta que los relojes mecánicos aparecieron en sociedades que seguían siendo eminentemente locales, pues se movían en una burbuja que no solía rebosar los límites de las aldeas. Y, en esos ámbitos, en realidad eran muy pocas las personas que disponían de un reloj; aparte de por su elevado coste, ya que solo un tipo de artesanos extremadamente hábiles eran capaces de fabricarlos, porque a fin de cuentas no lo necesitaban. Para la inmensa mayoría de la población, las campanas de la iglesia daban, entre toda la información que era necesaria para sentirse vinculada con su comunidad (nacimientos, defunciones, bodas, guerras, plagas, etc.), toda la información temporal que precisaba, sincronizada además con la que recibían sus vecinos, y ni siquiera importaba que su ritmo no coincidiera con el de otro pueblo situado a pocos kilómetros de allí. ¿Qué más daba, si las relaciones que se pudieran establecer con otras comunidades cercanas difícilmente iban a requerir de una sincronización temporal demasiado exacta?
Y es que, aparte de lo que nos digan los relojes, lo cierto es que nuestra percepción del tiempo es bastante subjetiva. Todos lo sabemos bien, porque resulta un lugar común hablar de lo eternos que eran los veranos de nuestra infancia, o de cómo un curso en el colegio parecía equivaler a toda una era.
Puede ser un lugar común, sí, pero eso no quiere decir que sea una percepción falsa. De hecho, es cierto que la hora de un joven parece durar más que la de un anciano, y la ciencia aún no ha encontrado una respuesta clara de por qué sucede eso. El mismo Stephen Hawking llegó a aventurar una explicación que, como no podía ser menos, tenía mucho de racionalidad y puro cálculo matemático: la sensación de duración de la hora de un anciano es más corta que la de un joven porque, sencillamente, ambas suponen intervalos de proporción muy distintos cuando se comparan con lo que lleva vivido uno y otro. O, por reducirlo a números, que es el lenguaje de la ciencia, cada hora de vida de un anciano de ochenta años añade un 0,00014 por ciento a todo lo que ya ha vivido. La de un joven de dieciséis años, un 0,00071 por ciento. Es decir, desde este punto de vista, la hora del joven cundiría hasta cinco veces más.
Otra posible explicación, más psicológica, y también más intuitiva, es que las horas de la gente mayor transcurren más rápido porque en ellas apenas hay ya nada nuevo, frente a la capacidad de los más jóvenes para seguir topándose con cosas que desconocían. Como se pasan las páginas de un libro ya leído, así se acelera nuestro tiempo cuando nos faltan estímulos. Quizá por eso cada año que pasa tenemos la sensación de que los calendarios se consumen más deprisa.
Es fácil hacer juegos de palabras con lo relativo que es el tiempo y cómo lo experimentamos; pero, en cierta forma, viajamos continuamente hacia el futuro, aunque no seamos conscientes de ello, un poco de la misma manera que el planeta se desplaza a la impresionante velocidad de algo más de cien mil kilómetros por hora, incluso cuando permanecemos repantingados tranquilamente sobre una tumbona. Si bien Drácula cruzaba océanos de tiempo para encontrarse con su querida Mina Harker, nosotros los atravesamos constantemente de tiempo y espacio. Incluso cuando dormimos y cuando creemos que no pasa nada. Pero eso ya no cuenta aquí, que ya hemos abierto los ojos y todavía remoloneamos en la cama.
Sea como fuere, aquel mundo en el que no importaba la precisión a la hora de medir el tiempo empezó a tambalearse con la Revolución industrial, pero su muerte definitiva tuvo lugar en el siglo XIX, especialmente a manos de una de las innovaciones que más hizo por configurar nuestro mundo moderno: el ferrocarril. Entonces sí que empezó a importar que las horas que marcaban los relojes en distintas localidades fueran diferentes unas de otras. Las redes ferroviarias se iban desplegando y cubriendo un territorio cada vez más grande, por lo que resultaba un suplicio cuadrar los pasos por las cada vez más numerosas estaciones si en cada una de ellas regía una hora distinta. Podía ocurrir que un tren partiese, por ejemplo, de Nueva York y durante todo el trayecto mantuviese en su interior la misma hora, como si fuera una especie de cápsula temporal autónoma ajena a los lugares que iba atravesando, algo que bien podría protagonizar un relato de ciencia ficción. ¿Cómo podría establecerse un horario de trenes en un escenario tan caótico? ¿Cómo podría organizarse de manera sencilla y eficiente la creciente red de ferrocarriles para que fuera rentable y, sobre todo, segura?
Así, una vez más, fue una necesidad concreta y objetiva la que impulsó un cambio no solo tecnológico, sino también social, porque sus consecuencias terminaron afectando a las formas en las que se organizaba toda la sociedad.
Hubo un salto hacia la precisión cuando, a finales del siglo XVIII, John Harrison diseñó un reloj capaz de mantener su exactitud, incluso entre las sacudidas de un barco en mitad del mar. Ello hizo posible fijar, por primera vez de manera exacta, la posición de los navíos, pues permitió establecer la longitud; hasta entonces, solo se conocía la latitud, es decir, la distancia con respecto al ecuador de quien hiciera la medición (por ejemplo, un barco en mitad del Atlántico). A partir de entonces, también fue posible saber el meridiano en el que se encontraba, con lo que la navegación se volvió mucho más precisa y se dejó de perder la ingente cantidad de hombres que fallecían en el mar por chocar contra escollos que se suponía que no debían estar allí. Unas pérdidas especialmente terribles, e incluso irónicas, porque esos desafortunados tripulantes llegaban a fallecer a la vista de sus costas, tras travesías de hasta años en las que habían sobrevivido a todo tipo de desgracias y amenazas, tanto meteorológicas como producto de las rivalidades humanas.
Esa nueva y poderosa herramienta para establecer nuestra posición en la superficie de la Tierra encontró un aliado decisivo en el telégrafo. Los cables del revolucionario medio de comunicación, además de transportar casi instantáneamente noticias que venían de muy lejos, también comenzaron a transmitir la hora desde el centro de los imperios hasta la más lejana de las colonias, lo que favoreció que se extendiera la idea de una hora común. Pronto, los relojes de las estaciones se convirtieron en la referencia horaria, en los nuevos campanarios de la modernidad, porque a ellos llegaba la hora enviada desde la metrópoli, pues la línea del telégrafo solía viajar junto a los raíles que se iban tendiendo. La electricidad y el acero forjaron una alianza imposible de detener que remodeló de raíz la superficie del planeta.
Esta nueva necesidad de estar informados de manera continua del paso del tiempo, minuto a minuto, incluso segundo a segundo, se intensificó con la popularización del reloj de bolsillo, que permitió que la hora descendiera de las torres y de los relojes de las estaciones para ser transportada a cualquier lugar al que su propietario se desplazase. Algo que se universalizó aún más cuando aparecieron los relojes de pulsera, cuyos modelos iniciales fueron diseñados para los pilotos de los primeros, y precarios, aviones, que no podían prescindir de una mano para sacar un aparato de su bolsillo.
Desde ese momento, cada individuo podía llevar la hora consigo, algo poco menos que inimaginable no hacía tanto tiempo, lo que supuso una revolución que debió de causar un impacto parecido a cuando empezamos a llevar en nuestro pantalón un potente computador en forma de smartphone. Súbitamente, las sociedades pasaron a compartir un mismo latido, y aquel ritmo empezó a moldearlas, sobre todo cuando, tras muchos tiras y aflojas diplomáticos, en 1884 se fijó la hora mundial en la Conferencia Internacional del Meridiano, con el meridiano cero situado en Greenwich, Inglaterra. Y no fue esa la única convención que empezó a regir: aunque muchos piensen que ha sido así desde siempre, no fue hasta el 1 de enero de 1925 cuando quedó establecido oficialmente que el nuevo día empezaba a las doce de la noche. Aunque ya era algo asumido en la mayor parte del globo, aún no era universal, ni mucho menos: por ejemplo, muchos barcos seguían marcando el inicio del nuevo día a las doce de lo que nosotros consideramos mediodía, un resabio de los viejos tiempos de las grandes expediciones, cuando resultaba más fácil determinar la hora utilizando la posición del sol que la de las estrellas.
La carrera por la precisión no se ha detenido, ni por asomo, y ha alcanzado niveles que rayan casi en lo inimaginable. Hoy, el segundo se define como el tiempo que tarda un electrón de un átomo de cesio 133 en saltar de órbita un total de 9.192.631.770 veces. Esa precisión es esencial, por ejemplo, para que funcionen nuestros sistemas de geolocalización y podamos encontrar el restaurante al que nos dirigimos, porque permite descontar el efecto Doppler relativista en los cálculos de los satélites. Y, en cuanto a nuestra capacidad de medir partes cada vez más pequeñas de tiempo, hemos tenido que crear todo un arsenal de nuevas palabras, inconcebibles para nuestros antepasados: décima, centésima o milésima son habituales entre los aficionados a los deportes de velocidad. Pero, si seguimos descendiendo, tenemos microsegundo, nanosegundo, picosegundo, femtosegundo, attosegundo, zeptosegundo..., y así hasta el quectosegundo, la quinto millonésima parte de un segundo. Una cantidad casi rayana en lo inexistente, y que sin embargo no descartamos que en breve sea demasiado grande para la carrera aparentemente sin fin en busca de la precisión. Mientras tanto, las horas siguen viajando de manera continua por las redes. No existe un único reloj atómico que marque la hora universal, sino que hay varios repartidos por distintos países, que envían a París su lectura de cada segundo. Y es esa autoridad central la que establece la media a partir de todas las lecturas que le llegan, la cual reenvía a todos los países adheridos, una especie de consenso. Un prodigio de exactitud que, sin embargo, parece estar encontrando su límite: hoy, las necesidades de precisión son tan grandes que hasta se debe descontar el tiempo infinitesimal que tarda la señal, a la velocidad de la luz, en llegar desde su origen hasta la central, y vuelta. Lo que, inevitablemente, nos lleva a actualizar la cuestión que antes nos preocupaba y preguntarnos: ¿qué cundirá más, el quectosegundo de un joven o el de un anciano?
Una vez llegados a este punto, espero haberte convencido de que lo que toca ahora es que honres todo el esfuerzo tecnológico que han hecho generaciones y generaciones para que ese despertador, o ese móvil, pueda regalarte el primer momento de fastidio del día, abandonar un sueño reparador, quizá, u otro en el que estuvieses haciendo eso que siempre te ha llamado la atención y con lo que nunca te has atrevido. Pero, sea como sea, mejor levántate, que tus rituales de la mañana te esperan implacables, como si fueras un monje de otra época.