Todo reino de la naturaleza es maravilloso.
ARISTÓTELES, Partes de los animales
Aristóteles tenía fama de ser un dandi. El biógrafo de la Antigüedad Diógenes Laercio aseguraba que el padre de la filosofía científica tenía un elegante ceceo y era conocido por su forma tan chic de vestir y su ostentación. Su imagen, potenciada por sus lazos con la realeza macedonia, es la de un bon vivant de ciudad con gusto por la opulencia, y esto es algo que tiene sentido en términos históricos: tal y como señalaba el propio Aristóteles, la filosofía surgía en las ciudades grandes y ricas, núcleos que ofrecían el pasatiempo de la conversación y la escritura a las cultas clases altas. No obstante, la escuela de Aristóteles no se encontraba en la corte macedonia, ni en las prestigiosas zonas residenciales de Atenas como el Kerameikos, ni tampoco en el ágora, la concurrida plaza. El filósofo prefería dar sus famosas charlas en un parque.
Su escuela, el Liceo, recibía su nombre por la sombreada arboleda donde Aristóteles tenía arrendados sus edificios. Se encontraba al este de las murallas de la ciudad y estaba dedicado a Apolo Licio, el hijo de Zeus en su aspecto de «dios lobo». Tenía sus paseos, pistas para correr, vestuarios, escuelas de lucha cuerpo a cuerpo, templos y stoai, unos pórticos protegidos del sol y la lluvia. Allí se celebraban desfiles militares, además de rituales de culto. Se trataba de unas instalaciones multiusos reservadas para los deportes, la religión, la política y la filosofía. Aristóteles enseñaba a sus alumnos mientras paseaban por las perípatoi, las columnatas, y de ahí su apelativo de «peripatéticos». Su Liceo también albergó el primer jardín botánico (abastecido muy probablemente por el Imperio macedonio), que sin duda aportaría lo suyo a la obra perdida de Aristóteles De las plantas.
En este particular, Aristóteles seguía a su maestro Platón, cuya Academia también se hallaba en un bosque sagrado y quien tenía asimismo la costumbre de enseñar paseando («He pasado mucho tiempo sumido en la duda y caminando arriba y abajo igual que Platón, pero no he conseguido sino cansarme las piernas», se burlaba el poeta cómico Alexis). Esta devoción por los jardines se mantuvo viva en la filosofía clásica. Teofrasto, discípulo y sucesor de Aristóteles, escribió el primer tratado sobre botánica y ofreció los jardines del Liceo a aquellos de sus colegas «que deseen estudiar allí la filosofía y la literatura [...] en un ambiente de intimidad y amistad». Las escuelas de la Academia y el Liceo se mantuvieron en el corazón de la vida intelectual del Mediterráneo durante más de dos siglos. Uno de los grandes críticos de Platón y Aristóteles en la época del helenismo, Epicuro, se retiró a su finca de Atenas para llevar una vida de austera tranquilidad (y tal vez de una despechada amargura). A su escuela se la conocía como «el Jardín»: era un símbolo de su independencia y también un medio para hacerla realidad. Según cita Porfirio, Epicuro habría dicho que «aquel que sigue la naturaleza es autosuficiente en todas las cosas». Los romanos cultos también acudían a los jardines para dedicarse a la conversación y al estudio, a menudo en un gesto de consciente complicidad con sus antepasados griegos. Apartado del servicio público, Cicerón escribía sobre la apertura de una «Academia» en su villa de Tusculum. Trabajaba con sus discípulos mientras paseaban al aire libre y señalaba el particular gozo de ver crecer las plantas. «Estoy encantado principalmente con la observación del poderío de la Naturaleza y el proceso de sus creaciones vegetales», decía el anciano Marco Catón en Acerca de la vejez de Cicerón. Hacia el final de la era clásica, más de setecientos años después de que Aristóteles abriese su escuela, el teólogo platónico san Agustín se convirtió al cristianismo en un jardín. «Me eché bajo una higuera», escribió en sus Confesiones, «y di rienda suelta a las lágrimas.» La filosofía solía hacerse al aire libre.
Esto se debía a muchas razones. La más obvia es que los jardines constituyen una fortaleza contra las distracciones. La filosofía es una dedicación gregaria que se alimenta de la actividad social, pero el exceso de estimulación conduce a la locura, no a la reflexión. Incluso en la Grecia clásica y helenística, las ciudades eran lugares ruidosos, de ajetreo, donde abundaban las interrupciones. Las calles de Atenas eran estrechas y tortuosas, con unos residentes que las recorrían a todas horas (y que con frecuencia llegaban a casa borrachos, dando tumbos, después de los simposios). Sonaban el traqueteo y los chirridos de las carretas durante todo el santo día, y si concedemos alguna credibilidad al autor de comedia Aristófanes, el suelo de aquellas callejuelas servía de vertedero donde se aliviaba la vejiga y se vaciaban los orinales. Aun así, a los atenienses no les bastaba con marcharse a casa para escapar del caos de las calles, ya que solían compartirla con burros, cabras y otros tipos de ganado. El Liceo sí permitía que Aristóteles y sus discípulos escaparan del barullo de la vida urbana y se concentrasen en sus elevadas argumentaciones sobre lógica y metafísica.
Los griegos de la Antigüedad también se preocupaban por mantener un buen estado físico de modo que el estudio no era sinónimo de una vida sedentaria. Las primeras escuelas eran gimnasios para deportes como las pruebas de velocidad y la lucha cuerpo a cuerpo. Un parque público era un lugar donde estirar las piernas y ejercitar una musculatura bien engrasada. Y la propia jardinería era también un ejercicio, tal y como al parecer señalaba Sócrates. En el Económico de Jenofonte se contaba que Sócrates había dicho que «hay gente bien distinguida y poderosa a la que le cuesta mantenerse al margen del trabajo de la tierra, siendo como es una actividad que combina una cierta sensación de lujo con la satisfacción de disfrutar de una finca en mejores condiciones y un ejercicio de las energías físicas tal y como corresponde a un hombre que ha de desempeñar el papel del hombre libre».
Aristóteles, como tantos de sus discípulos, era también un filósofo empírico. Es decir, que no se contentaba con limitarse a teorizar: quería pruebas tangibles. Escribía en su obra Acerca de la generación y la corrupción: «Aquellos a quienes su devoción por lo abstracto los ha llevado a la indiferencia por los hechos son muy dados a dogmatizar sobre la base de unas observaciones escasas». De ahí que cultivara un jardín botánico y también sus estudios en el extranjero. Su obra sobre la clasificación biológica era muy detallada, rigurosa y sin igual durante milenios, tanto es así que Charles Darwin se refería a los grandes taxónomos Lineo y Cuvier como «simples colegiales en comparación con el viejo Aristóteles». Lo más probable es que el jardín del Liceo acostumbrase a ser para el filósofo una fuente de material filosófico de cara a la disección, el análisis, la síntesis y las charlas: un estudio de campo y una demostración de laboratorio al mismo tiempo.
Pero hay más razones intelectuales que justifican la tradición de la filosofía al aire libre. El jardín no es un simple retiro o una fuente de ejercicio físico. Es de por sí estimulante en términos intelectuales, porque es una fusión de dos principios filosóficos fundamentales: la humanidad y la naturaleza. Esto lo sugiere la propia palabra jardín, y sus cognados en alemán y las lenguas romances: Garten, giardino. Igual que el término inglés yard, se refieren a un recinto cercado, lo cual requiere de dos elementos: algo que se acordona (la naturaleza) y alguien que lo acordone (la humanidad). Empezando por aquellos bosques sagrados como el Liceo, todo jardín constituye una unión de este tipo: la naturaleza separada, delimitada y transformada por el ser humano.
Lo que confiere al jardín la condición de especial es el carácter explícito de esta fusión. El ser humano transforma la naturaleza con regularidad y de un modo radical. Tal y como señalaba Aristóteles, esta es la propia definición de la artesanía: hacer realidad unas posibilidades naturales que no se realizan por sí solas. Sin embargo, tanto en el arte como en la manufactura, las contribuciones y combinaciones de la naturaleza y la humanidad suelen estar ocultas. Por ejemplo, los árboles se convierten en madera, la mena se convierte en metal, el zooplancton y las algas se convierten en petróleo y después en plástico, que en su origen son naturales, pero ya no son «naturaleza». La naturaleza se entiende como tierra inexplorada, enfermedad, símbolos esotéricos, como un «otro» lejano. Mientras tanto, la labor humana es también invisible: vemos productos y servicios, pero no necesariamente a las personas que los realizan. El jardín supera esta doble alienación a base de mostrar juntos los procesos humanos y naturales. Las plantas y las piedras siguen siendo reconocibles como tales, pero están dispuestas, cultivadas y mantenidas con elegancia e ingenio. En esto, son una demostración de nuestra relación con la naturaleza, cómo la interpretamos física e intelectualmente. En el jardín, esta realidad, que por lo general queda oculta u olvidada, se convierte en un espectáculo llamativo: una muestra, una exposición, una presentación. Por utilizar la terminología de Aristóteles, esta relación primordial es justo esa posibilidad que alcanza su realización en el jardín: es la demostración de nuestra interdependencia física e intelectual con la naturaleza. El jardín hace visible e inteligible el cosmos humanizado; se trata de una fusión que se ve, se percibe y se piensa.
Y estos dos principios básicos, humanidad y naturaleza, son filosóficamente provocativos. Invitan a una contemplación continua, porque no se puede dar una definición última, fija, para ninguno de los dos.
Por ejemplo, naturaleza es una palabra tan común que resulta engañosa, su familiaridad enmascara su pluralidad y su ambigüedad. Se refiere a la realidad al completo, a los objetos físicos y sus principios, a la vida y, también, a lo que nos resulta sencillo o es habitual en los seres humanos. Aun así, incluso en su sentido más amplio, la naturaleza es esquiva y fundamentalmente volátil. Tal y como lo expresaba el filósofo Heráclito un siglo antes del nacimiento de Aristóteles, «a physis le gusta ocultarse». Physis era el término griego para designar la naturaleza como devenir, lo cual se conserva en nuestra «física» y lo «físico». La naturaleza «se oculta» en que somos criaturas de sentido, pero el cosmos carece literalmente de sentido. Hablar de «leyes» induce a error, ya que implica la existencia de algún legislador cósmico que interprete y reinterprete cómo funcionan las cosas. La naturaleza tiene patrones, ritmos y regularidades —lo que el filósofo Alfred North Whitehead llamaba sus «hábitos temporales»—, pero no tiene leyes ni legislador; es, sin más. Por el contrario, la humanidad siempre adopta una opinión al respecto de qué es ese «es», de forma consciente o inconsciente. Por ejemplo, Aristóteles veía la naturaleza como una especie de organismo que no deja de crecer y de moverse. La naturaleza de Platón era un esbozo de lo divino; la de Epicuro consistía en una serie de luchas aleatorias entre átomos. De este modo, la naturaleza es una esponja filosófica que absorbe las interpretaciones, pero jamás lo hace de manera perfecta, porque cada interpretación es parcial y derivada de otra; siempre hay algo más, que trasciende nuestras conceptualizaciones. En parte inspirado por la mención de physis que hacía Heráclito, el filósofo alemán Martin Heidegger escribía sobre la realidad humana como un paraje sin árboles en lo interior de un bosque. El espacio libre que así aparece es la Lichtung, un calvero. De allí, uno de sus conceptos más importantes, Lichtung des Seins, según el cual el hombre habita en la verdad del ser, en el claro del ser. Qué típico de Heidegger era eso de escoger una metáfora campestre, bajo la influencia de su antimodernidad de viejo cascarrabias, pero la metáfora es acertada. Como physis, la naturaleza emerge para nosotros, como un claro iluminado en la oscuridad de un bosque. Ahora bien, la oscuridad siempre permanece: gran parte de la naturaleza se aparta de la percepción y la definición. La realidad tiene menos de conjunto de axiomas y cálculos precisos y más de un ir y venir primordial: la naturaleza revelada y oculta, encontrada y olvidada, creada y aniquilada. No hay una última palabra al respecto de qué es la naturaleza, qué es ese «es».
Precisamente a causa de esto, la humanidad es también un rompecabezas. Nuestra existencia es enigmática, porque la naturaleza humana no es universal ni eterna, y somos opacos para nosotros mismos. No solo existe la naturaleza, sino también lo que nos resulta natural: con lo primero se nace, lo segundo se hace. Aun así, el modo en que la humanidad se interpreta suele resultar poco claro e impredecible. Estos eran los argumentos tácitos del acertijo de la esfinge, la premisa de una de las principales tragedias de Atenas, el Edipo rey de Sófocles. «El hombre» es la respuesta al acertijo de la esfinge —¿qué es eso que camina a cuatro patas por la mañana, a dos al mediodía y a tres al anochecer, y aun así tiene una sola voz?—, pero se trata de una respuesta de una sencillez engañosa. La especie continúa, mas no dejamos de transformarnos. Como individuos y sociedades, somos una obra en marcha, con novedosas perspectivas y trayectorias, y estas rara vez quedan completamente claras. Pobre Edipo, que a pesar de toda su sabiduría sufría de una trágica ceguera sobre sí mismo. Tal y como expresa Roberto Calasso en Las bodas de Cadmo y Harmonía, «la esfinge insinúa la indescifrable naturaleza del hombre, ese ser esquivo y de múltiple constitución cuya definición no puede ser sino esquiva y de múltiple constitución. Edipo se sintió atraído hacia la esfinge y resolvió su enigma, pero tan solo para convertirse él mismo en un enigma». Esta es una conclusión muy moderna con ecos de Nietzsche, Heidegger y Sartre. Sin embargo, la sospecha antecedía a Aristóteles y se expresaba de manera más convincente en los dramas griegos que en la filosofía: la humanidad es una pregunta constante, no una respuesta.
Estos enigmas, la naturaleza y la humanidad, se combinan en el jardín. A esto se debe su particular popularidad filosófica. Puede dar sustento a ideas cosmológicas y existenciales, se le pueden conferir valores históricos, ideas políticas, ritmos domésticos. Es la naturaleza humanizada; pero también vemos algo que va más allá de nosotros mismos: un atisbo de un cosmos inhumano e irreflexivo que escapa a la consciencia. Esto se encuentra fuera de nosotros, en la «vida oculta» de las plantas, tal y como lo expresaba Aristóteles con un desconcierto que no era precisamente menor, pero también en nuestro interior: las tenues y ciegas fuerzas del instinto y del hábito que introducen una necesidad natural en la psique humana. Los jardines revelan esto de un modo íntimo e inmersivo, y esto es igual de relevante. Por muchas vueltas especulativas que diese Aristóteles, reconocía que los seres humanos somos unas criaturas corpóreas. Con frecuencia, las ideas se inspiran y se expresan físicamente, y esto se duplica cuando reciben alguna clase de forma orgánica o primigenia, como las plantas o las piedras. El jardín proporciona un dinamismo vital o una densa gravedad a unos conceptos que son básicos.
Esta riqueza intelectual y sensorial es el motivo por el cual los jardines aún poseen un cierto aire de sacralidad. Muchos edificios religiosos —desde los templos del «dios lobo» del Liceo a los monasterios budistas y las catedrales medievales— cuentan con jardines anexos o muy cercanos, pero estos no son más que los ejemplos más notables. El jardín no es un fenómeno estrictamente teísta o espiritual, sino que hunde sus raíces en un impulso mucho más básico que consiste en apartar una porción del paisaje y distinguirla de los lugares ordinarios. Esto nos lo sugieren los orígenes del término sacro, del indoeuropeo sak, que significa «separar», «demarcar», «dividir». Lo contrario de lo sagrado no es lo secular, sino lo ordinario, de lo cual se distingue. Bajo esta perspectiva, el jardín es uno de los lugares sagrados originales, precedido por bosques como el Liceo: un área acordonada para separarla de la actividad puramente natural o humana, pero donde ambas se funden de manera explícita. Aun siendo perfectamente seculares, sus muros, vallas, zanjas o setos simbolizan una ruptura con el «sentido común». Dicho de otro modo, el jardín es una invitación a la filosofía.
Esta invitación no se extiende únicamente al filósofo profesional, como si la reflexión fuera un club privado para académicos titulares. Ya desde la antigua Grecia, la filosofía cuenta con una gran tradición de amateurismo que florece tanto en la literatura, la poesía y las bellas artes como en los seminarios de filosofía. No requiere de una universidad, sino más bien del equilibrio entre la vida social y la soledad que las universidades —en la mejor de las situaciones— sí proporcionan. Igual que el Liceo de Aristóteles, el jardín acompaña a la vida de la mente. Desde un punto de vista estético, satisface diversos gustos, coloridos o apagados, geométricos o sinuosos, saturados o austeros. Sin embargo, en una época de celeridad, sobreestimulación e interrupciones como la que estamos viviendo, lo más importante es que el jardín constituye una oportunidad para levantar el pie, observar con detenimiento y pensar con audacia; es un antídoto de la distracción. «La raza humana vive por medio del arte y el razonamiento», escribió Aristóteles en su Metafísica. Más de dos milenios después, el jardín continúa siendo un raro refugio para ambos.
Los jardines pueden ser bellos, a veces de una forma abrumadora. Pueden consolar, calmar y elevar el ánimo, pero también pueden desconcertar y provocar, y este suele ser su valor filosófico. A pesar de todas sus temáticas comunes —orden y desorden, crecimiento y descomposición, consciencia e inconsciencia, animación y estasis—, los jardines revelan un conflicto, es decir, la lucha conceptual en toda civilización y en toda mente civilizada. Por este motivo, en la historia del jardín participan personajes muy variados con unas sensibilidades discordantes. En el jardín de su casita de campo, Jane Austen buscaba el consuelo de la perfección. Los manzanos helados de Leonard Woolf le sugerían justo lo contrario: un atisbo de la precaria brutalidad del mundo. Para Marcel Proust, encerrado en la humedad mohosa y el olor a letrina de su dormitorio, tres bonsáis simbolizaban la búsqueda del tiempo perdido. El árbol de los pensamientos de Friedrich Nietzsche en Italia era para el filósofo enfermizo una fuente de valor y fortaleza: olvídate del pasado; sigue creando y destruyendo. La escandalosa autora francesa Colette descubrió la paz contemplativa en las rosas. Una generación más tarde, Jean-Paul Sartre describía la náusea provocada por un castaño: un grito existencialista que congregó a una generación. De este modo, los jardines hacen que resulte más sencillo identificar la verdad de la discordia filosófica, y que sea más difícil pasarla por alto. «La piedad requiere de nosotros que hagamos honor a la verdad por encima de nuestros amigos», escribió Aristóteles en su Ética a Nicómaco. Con este mismo ánimo, el presente libro no es un recorrido por grandes fincas, sino por unas grandes mentes y por los jardines que tanto amaban (y en ocasiones tanto detestaban). No es una obra de filosofía, sino el retrato de una serie de vidas filosóficas. La recompensa que ofrece es una mayor familiaridad con la naturaleza, la naturaleza humana y su misteriosa fusión: el jardín.