Introducción

Cuando el secretario general del Movimiento Social Italiano (MSI), Giorgio Almirante, termina su discurso, las 26.000 personas que abarrotan la plaza de toros de Las Ventas durante el acto organizado por la Euroderecha para conmemorar el 42.º aniversario del 18 de julio rugen enfervorecidas. Aunque el mitin lleva ya varias horas y el calor ha provocado varios desmayos y lipotimias, el público no se mueve del recinto taurino. Tras los discursos del neofascista francés Jean-Louis Tixier-Vignancour, de Ricardo Curutchet, del Movimiento Unificado Nacionalista Argentino, y del propio Almirante, saben que aún queda la traca final: la arenga del temperamental líder de Fuerza Nueva (FN), Blas Piñar.

Las crónicas periodísticas de la época que cubrieron el evento lo describen detalladamente. El ambiente está a medio camino entre el delirio y la histeria por la talla de los ponentes, y entre el miedo y el rechazo a la situación política que reina en Europa en ese año de 1978. La muchedumbre se hace sentir con constantes cánticos. De entre la amplia gama de eslóganes coreados por los asistentes destacan los que insultan al Gobierno, y en particular a Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, junto con los de «Franco, resucita; España te necesita». Algunos gritos recuerdan a Hitler e incluso se corea «Viva Mussolini» o «Ejército al poder», durante las pausas realizadas por Giorgio Almirante en su discurso. 

La excitación llega a su punto más alto cuando los oradores invocan a José Antonio —«el más grande capitán civil de nuestro tiempo», dijo Curutchet— y a Franco —«que construyó un dique contra el marxismo y el comunismo, hermanos gemelos de la miseria y la división», dijo Tixier-Vignancour—. En resumen, el mitin estuvo plagado de detalles fundamentales para entender la extrema derecha europea de la época, con la guinda de la presencia de Sixto Enrique de Borbón, el aristócrata que aspiraba a liderar el carlismo en lugar de su hermano Carlos Hugo, mucho más liberal, y al que se vitoreó en diversos momentos.

Pero más allá de los detalles, conviene subrayar el hecho de que ese evento, el «primer gran mitin popular de la Euroderecha», en palabras del mismo Giorgio Almirante, tuviese lugar en la ciudad de Madrid. En realidad, la elección de la capital española resultaba bastante obvia; no en vano Madrid llevaba décadas siendo un punto de referencia obligado para la extrema derecha internacional. En efecto, pocas ciudades en el mundo podían congregar a esa cantidad de personas para defender un proyecto político tan marcadamente neofascista. Aunque la extrema derecha había incrementado su presencia política en gran parte de Occidente durante los setenta, reunir a más de 25.000 personas para un mitin político no era tarea fácil en casi ningún lugar. Asimismo, el nivel de fervor y radicalismo político eran complicados de igualar en otras partes. La misma idea de organizar un mitin público en el que se realizaran cánticos masivos a favor de Franco, Hitler, Mussolini o José Antonio Primo de Rivera, por no hablar de las soflamas en favor de un golpe de Estado militar, resultaba totalmente impensable para la extrema derecha en otras capitales como Berlín, París, Londres, Bruselas o Estocolmo. Esto no quiere decir que no hubiese extrema derecha en esas ciudades; eso sí, aunque allí existían, no tenían ni la popularidad, ni la logística, ni la protección oficial con la que se contaba en la capital española para realizar un acto de esa magnitud y características.

La cuestión que surge es evidente: ¿cómo es posible que Madrid se convirtiera en una ciudad tan importante para la extrema derecha internacional? Esta pregunta resulta aún más relevante si tenemos en cuenta que la capital española había sido un símbolo de todo lo contrario durante la guerra civil. La resistencia del bando republicano a los constantes embates de los ejércitos rebeldes sobre la capital la habían convertido, ya desde septiembre de 1936, en un emblema mundial de la lucha contra el fascismo. De este modo, lemas como los de «No pasarán» o «Madrid, tumba del fascismo» serían popularizados en años posteriores a nivel global, creando para varias generaciones lo que el historiador francés Pierre Nora ha definido como un lieu de mémoire, un lugar donde cristaliza la memoria colectiva.

Uno de los objetivos principales de este libro es tratar de entender la transformación de Madrid, que pasó de ser vista como la capital global del antifascismo en 1936 a convertirse en una metrópolis neofascista a finales de la década de 1970. Para ello, analizaremos cómo los fascistas se fueron estableciendo en la ciudad a principios de los años cuarenta, los barrios en los que vivían sus vidas de manera más o menos secreta, las áreas en las que trabajaban y, en algunos casos, desarrollaban negocios oscuros, y los lugares donde se juntaban para socializar, principalmente en un número limitado de distritos del centro madrileño. La creación de esos espacios urbanos de socialización acabaría por ser muy importante, ya que iba a facilitar los crecientes intercambios entre neofascistas, que a su vez permitieron la circulación de ideas y prácticas, y, en última instancia, momentos de cooperación política tanto a nivel formal como informal, que en algunos casos desembocaron en actos de terrorismo.

Por ejemplo, el hecho de que FN dispusiese de un local amplio en pleno barrio de Salamanca —concretamente en un apartamento sito en la calle Velázquez, 17—, tuvo un gran impacto en la formación política, así como en su éxito inicial dentro de la extrema derecha madrileña, porque atraía a muchos simpatizantes que querían reunirse regularmente para discutir planes e ideas. Del mismo modo, la organización neofascista Joven Europa tuvo siempre problemas para consolidarse en un espacio fijo dentro de la capital española, ya desde su fundación a principios de los años sesenta. Aunque pudo utilizar temporalmente un local en la calle Mayor, este espacio era demasiado pequeño para realizar muchas de las actividades que tenían planeadas. La incertidumbre y los problemas para encontrar un salón de actos en condiciones limitaron, pues, el alcance de muchas iniciativas de esta organización neofascista; y aunque su eventual fracaso no puede achacarse exclusivamente a la falta de un local, sí que tuvo un impacto nada desdeñable.

El estudio de esos espacios urbanos nos va a permitir también situar a la capital española, y al régimen de Franco, dentro del contexto más amplio de la historia contemporánea. En efecto, la mayor parte de los libros de historia del siglo XX tienden a ignorar la península Ibérica, que aparece normalmente como una mera nota a pie de página. Esta omisión es mucho más llamativa si tenemos en cuenta la trayectoria de la extrema derecha europea desde el final de la primera guerra mundial, y es que resulta muy difícil contar la historia del fascismo y del neofascismo sin considerar el rol desempeñado por España —especialmente durante los años de la dictadura de Franco—. En resumidas cuentas, lo que vamos a intentar hacer en estas páginas es entender los vínculos entre la capital española y el (neo)fascismo europeo.

Por ende, los personajes alrededor de los cuales gira este libro serán descritos como «(neo)fascistas», con el prefijo «neo» evidenciando que su proyecto político constituía una nueva forma de entender el paradigma del «fascismo clásico».1 Al mismo tiempo, y aunque este trabajo no ofrece una definición del término «neofascismo», sí que plantea que los actores que van a aparecer en estas páginas compartían una serie de características generales. Entre ellas estaba el ultranacionalismo, el anticomunismo visceral, el racismo (principalmente en forma de antisemitismo), el deseo de crear un Estado autoritario fuerte basado en los conceptos de ley y orden, la tendencia a encumbrar un liderazgo carismático, un sentido colectivo de crisis y decadencia nacional, una fascinación por un pasado glorioso, un rechazo al proceso parlamentario, una creencia en la superioridad europea, una defensa de los valores de la tradición, una justificación de la violencia y una confianza en la intuición, el instinto y lo irracional.

Además de «fascismo» y «neofascismo», utilizaré el término «extrema derecha» para designar a la familia política a la que se adscribían estos actores políticos. En otras palabras, el concepto de extrema derecha debe entenderse aquí como denominación general (o hiperónimo) que abarca a un grupo de actores y organizaciones relativamente heterogéneo, entre los que se hallaban, por ejemplo, los neofascistas. En todo caso, las categorizaciones aquí adoptadas tienen un cierto grado de flexibilidad, poniendo el foco principal en las personas, sus acciones y la circulación de ideas.

En cuanto a su estructura, este libro seguirá un orden cronológico centrado en los principales cambios que se produjeron en la relación que se estableció entre la extrema derecha y la capital española a lo largo de más de cuatro décadas. Al fin y al cabo, la labor del historiador, puesta en sus términos más sencillos, es la de analizar y tratar de entender las transformaciones a través de los años. En ese sentido, los primeros dos capítulos nos llevarán al inicio de los años cuarenta del siglo pasado, cuando el régimen de Franco, ansioso por dotar a Madrid de una nueva identidad más relacionada con la victoria en la guerra, tomó toda una serie de iniciativas que acabarían teniendo un gran impacto en el papel desempeñado por la capital española en el ámbito de la extrema derecha europea. Desde los cambios en el callejero hasta la visita de personalidades del fascismo internacional, pasando por la celebración de actos culturales de claro corte ultraderechista o nuevos planes urbanísticos, la idea era presentar a la capital española de otra manera frente al mundo.

De esta forma, veremos cómo las autoridades franquistas fueron tejiendo una especie de «red» dentro de la capital, entendida aquí como conjunto de relaciones que vinculaban a varios individuos y organizaciones, que a su vez actuaban de forma relativamente independiente: aunque preservaban su autonomía, en muchos casos eran conscientes de lo que estaban haciendo el resto de los integrantes de la red. En un primer momento, esos contactos se articularon alrededor de Falange y de ciertos personajes dentro del régimen, como el cuñado de Franco y ministro de Asuntos Exteriores entre 1940 y 1942, Ramón Serrano Suñer, o el embajador español en Roma entre 1942 y 1945, Raimundo Fernández-Cuesta; estos lograron entablar relaciones cercanas con las más altas esferas de los regímenes fascistas europeos, como por ejemplo el ministro de Asuntos Exteriores italiano, Galeazzo Ciano, o el líder de las SS, Heinrich Himmler —ambos pasaron por la capital en visita oficial durante ese primer período.

Aunque el régimen de Franco viró progresivamente hacia políticas más aliadófilas, especialmente a partir de la caída del régimen de Mussolini en el verano de 1943, lo cierto es que el ascenso de Madrid dentro del mundo de la extrema derecha siguió adelante. En efecto, ya en 1944 la capital española se había convertido en un hogar, a veces transitorio, para miles de criminales de guerra que huían del enjuiciamiento aliado. La derrota definitiva del Eje un año más tarde aceleró la llegada a Madrid de muchos de esos militantes que habían apoyado abiertamente la causa fascista; esa «diáspora» se produjo en un contexto internacional tremendamente difícil para ellos, con un continente mayormente ocupado por los ejércitos aliados, determinados a capturar y enjuiciar a los máximos representantes del Tercer Reich. En efecto, para llegar a Madrid los fascistas tuvieron que poner en pie una serie de estructuras que permitieran su paso de país en país y donde se pudiera obtener comida, alojamiento, papeles e incluso un trabajo temporal; dichas estructuras son llamadas ratlines o «rutas de escape», y constituyen el foco del tercer capítulo.

En ese sentido, el presente libro parte de la premisa de que la supervivencia y la posterior reanudación de las actividades (neo)fascistas se vio facilitada por la existencia de ese sistema de vías de escape concentrado en una serie de espacios de todo el mundo, desde El Cairo hasta Santiago de Chile, pasando por Roma, Buenos Aires, Lisboa y, por supuesto, Madrid. En estas ciudades, los fascistas que escaparon de la persecución aliada lograron construir comunidades de expatriados a través de interacciones regulares y la consiguiente transferencia de ideas, ampliando a su vez las estructuras de las rutas de escape. Por tanto, la red que las autoridades franquistas empezaron a tejer en 1939 se va haciendo cada vez más amplia y diversa, al integrar a muchos colaboracionistas con los regímenes fascistas de toda Europa que habían logrado huir de la persecución aliada y esconderse en la ciudad de Madrid. Gente como los fascistas belgas Léon Degrelle y Pierre Daye (también llamados en este libro «rexistas» por pertenecer al Partido Rexista, fundado en 1935 por el propio Degrelle y claramente influido por el régimen de Mussolini), los petainistas Georges Guilbaud y Christian Sarton du Jonchay (llamados así por su apoyo a la Francia de Vichy liderada por el mariscal Philippe Pétain), o Mario Roatta, jefe de los servicios de inteligencia italianos entre 1934 y 1935, y exgeneral del Corpo di Truppe Volontarie (la fuerza de combate que la Italia fascista envió a los sublevados contra la Segunda República española).

La experiencia de estos personajes en el exilio madrileño los lleva a extraer dos conclusiones principales. Por un lado, que tienen que repensar el fascismo para poder adaptarlo al nuevo contexto internacional que se iba delineando —sentando las bases ideológicas del proyecto político que será posteriormente conocido como «neofascismo»—. Por otro lado, que la única manera de reorganizar ese proyecto político es estableciendo una cooperación que trascienda las fronteras nacionales, es decir, transnacional. No debemos olvidar que la red creada a partir de 1945 fue inicialmente pequeña. Aunque no es posible dar datos exactos, sí que podemos deducir que en sus momentos de máximo apogeo esta pudo contar con varios centenares de miembros. Estos números son, qué duda cabe, bastante modestos, especialmente si los comparamos con otras redes existentes durante esos años —como por ejemplo las redes democristianas o comunistas—. Es por ello que sus integrantes entienden que es necesario dejar las diferencias nacionales aparte, y sumar a la «causa» al mayor número posible de miembros. Consecuentemente, a lo largo de este libro usaré el término «red transnacional (neo)fascista» para referirme al conjunto de relaciones establecidas entre estos fascistas de distintas proveniencias dentro de la ciudad de Madrid. Dichas relaciones se fortalecen gracias a las vías de escape que, a su vez, consolidan a Madrid no solo como refugio para los fascistas que huían de la justicia internacional, sino como una metrópolis en la que discutir nuevas ideas a la espera de una coyuntura más favorable.

Una coyuntura más favorable que llegará pocos años después, a finales de la década de 1940, como consecuencia del inicio de la guerra fría, y que será objeto de estudio en el capítulo 4. En efecto, el enfrentamiento entre los bloques occidental y oriental acabó por beneficiar a muchos de los integrantes de la red, ya que su arresto dejaba de ser la prioridad de unos aliados plenamente centrados en la lucha contra el comunismo. Es más, en el nuevo escenario internacional numerosos oficiales en Washington y Londres empezaron a ver a estos fascistas huidos como posibles socios. Es en ese momento cuando la red madrileña se transforma definitivamente: ante el relajamiento de los enjuiciamientos aliados el objetivo principal ya no es sobrevivir, sino aprovechar la coyuntura para volver a ser relevantes en el plano político. Y para ello, la capital de España aparece como un espacio urbano de gran utilidad desde el cual organizar ese retorno. 

Así pues, cuando el MSI decide aprovechar su creciente popularidad tras los buenos resultados cosechados en las elecciones generales italianas de 1948 para fundar sedes en el extranjero, no es casualidad que la primera sea establecida en Madrid. Además de tener buenos contactos dentro de la Administración, saben que en la capital española se están produciendo debates interesantes para el futuro de la extrema derecha europea. Un razonamiento similar lo hará el Movimiento Social Europeo (MSE), una alianza europea neofascista establecida en 1951 para promover el nacionalismo paneuropeo, y que también abrirá sede en Madrid en 1952. 

A pesar de la aparición de organizaciones con estructuras bien delineadas dentro de la red, conviene aclarar que, en líneas generales, esta última no tuvo nunca ni un organigrama fijo, ni una jerarquía clara, como era el caso de empresas o de partidos políticos. En otras palabras, el MSI poseía una estructura interna muy clara, pero la red de la que formaba parte seguía siendo fluida y, hasta cierto punto, inestable. Los lazos entre los distintos integrantes se desarrollaban, pues, de manera orgánica y se podían romper o transformar con relativa facilidad. Además de semiestructurada, la trama madrileña tenía un carácter transversal, ya que sus miembros provenían de distintas partes de la sociedad: policías, militares, diplomáticos, empresarios, abogados, etc. La imagen resultante es, por tanto, la de una red flexible que cambia con el tiempo y contiene un cierto grado de heterogeneidad.

No obstante la transversalidad y la inestabilidad dentro de la red, sí que existía un cierto sentido de comunidad y de pertenencia al mismo campo político. Como explicaremos en el capítulo 5, esa identidad común se apuntaló durante la década de los cincuenta gracias a la constante celebración de conmemoraciones, ritos y liturgias, siempre relacionados con el fascismo. Un claro ejemplo fueron las misas en memoria de Mussolini, Pétain o Hitler que tenían lugar en distintas iglesias de la capital y a las que acudían muchos miembros de la red, incluyendo destacadas autoridades del régimen de Franco, como Ramón Serrano Suñer o el alcalde de Madrid a la sazón, el pronazi José María de la Blanca Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde. Todo ello contribuye a dar la sensación de que, a pesar de la autonomía de los distintos participantes en la red, todos formaban parte de la misma familia política. Por otro lado, esos rituales aceleraban la transformación de Madrid no solo en la capital material del (neo)fascismo transnacional, sino también en su epicentro a nivel simbólico. 

El capítulo 6, por su parte, tendrá un carácter un tanto peculiar, ya que transportará al lector al otro lado del Atlántico. En concreto, seguiremos las vicisitudes de varios fascistas que se establecieron en Buenos Aires a mediados de los cuarenta gracias a las rutas de escape madrileñas. Ello nos permitirá entender lo mucho que la experiencia en la capital española les había marcado, hasta el punto de que la mayoría de sus relaciones personales en la ciudad porteña eran muy similares a las que habían tenido años antes en las calles de Madrid. Asimismo, la salida de Juan Domingo Perón del poder en 1955 va a poner a muchas de estas personas ante una disyuntiva vital; la marcha al exilio de uno de los principales patrocinadores de las ratlines hacía dudar a muchos sobre la conveniencia de permanecer en el país sin la protección de su máximo valedor. Así pues, personajes como el exembajador de la Rumanía fascista en España, Radu Ghenea, o Christian Sarton du Jonchay van a tomar la decisión de regresar a Madrid en esos años, fortaleciendo aún más el vínculo de ida y vuelta entre las dos ciudades.

El capítulo 7 se adentrará en la década de los sesenta, que consolidó de manera definitiva a Madrid como metrópolis (neo)fascista. En concreto, el auge de la capital estuvo motivado por la presencia de dos organizaciones transnacionales, ambas relacionadas con el proceso de descolonización. Por un lado, en la capital española se instala la denominada Organización del Ejército Secreto (OAS, Organisation de l’Armée Secrète, en francés), un grupo terrorista francés de extrema derecha dirigido por el general Raoul Salan para tratar de frenar la independencia de Argelia. No es baladí que la creación del grupo, que tendría un impacto enorme en el neofascismo de los años siguientes, y la residencia de muchos de sus miembros estuviera tan vinculada a la capital española. De hecho, la OAS nace en 1961 en el mismo hotel Princesa, muy cerca de la madrileña plaza de España. Por otro lado, tenemos la formación de la organización neofascista y paneuropea llamada Joven Europa (JE). Fundada en Bélgica por Jean Thiriart como respuesta a la descolonización del Congo, sus miembros fueron creando sedes en diversas ciudades del Viejo Continente. Como no podía ser de otra manera, Madrid acogió a una de las ramas más activas, que además permitió a una nueva generación de militantes que no había sufrido la guerra civil vivir su primera experiencia política. Muchos de esos jóvenes que habían sido socializados durante el primer franquismo con un cierto desencanto por la deriva conservadora de Falange se acabarán convirtiendo en eje central de la red durante las dos décadas siguientes: gente como Ángel Ricote, Bernardo Gil Mugarza o el periodista Vicente Talón.

Al mismo tiempo, este libro también se va a ocupar de personas que, aun no formando parte del núcleo central de la red, sí que gravitan alrededor de ella. Como relataremos en el capítulo 8, un buen ejemplo del peculiar rol desempeñado por estas figuras serán algunos de los dictadores sudamericanos establecidos en Madrid a principios de los años sesenta, como Fulgencio Batista, Ramfis Trujillo o Marcos Pérez Jiménez. Aunque ninguno de ellos era propiamente (neo)fascista, sus contactos regulares con elementos de la red dentro del Gobierno español, y con otros neofascistas residentes en Madrid, les hace formar parte de ese ambiente de extrema derecha copado por la red. Para empezar, su propia llegada a la capital fue gestionada por algunos de los representantes más importantes del régimen de Franco. 

Dentro de este grupo de personajes, el caso más interesante probablemente sea el del argentino Juan Domingo Perón. Así, no deja de ser paradójico que la persona que había coordinado una de las rutas de escape más importantes, acabara exiliado en la capital española. Además, sus numerosos contactos con la extrema derecha europea, especialmente Falange, la OAS y Joven Europa, tendrían de nuevo un gran impacto en la red establecida en Madrid. En efecto, muchos miembros de esas organizaciones van a adoptar algunas de las ideas clave del proyecto político peronista, especialmente el concepto de «Tercera Posición», que pasará a formar parte del núcleo duro del neofascismo paneuropeísta.

Por último, los capítulos 9 y 10 nos llevarán a los llamados «largos años setenta». Este período, que comenzó con el Mayo de 1968 y terminó con la victoria del PSOE en las elecciones de 1982, trajo importantes cambios para la red neofascista y la ciudad de Madrid. En primer lugar, Barcelona irrumpe como un nuevo espacio urbano de gran relevancia, gracias a la fundación del grupo de ideología nacionalsocialista Círculo Español de Amigos de Europa (CEDADE), y, posteriormente, del Partido Español Nacional Socialista (PENS) y del Frente Nacional de la Juventud, que iban a devolver a la Ciudad Condal al primer plano de las actividades de la extrema derecha europea. Sin embargo, el ascenso de Barcelona no implica un enfrentamiento o competición con la red transnacional madrileña. Más bien al contrario, los nuevos actores que operan en la capital catalana se afanan en establecer lazos con los grupos en Madrid, creando así una nueva dinámica dentro de la extrema derecha española.

Asimismo, en esos años muchos miembros de la red transnacional madrileña empiezan a percibir que el régimen de Franco da serios signos de flaqueza. El temor al final de la dictadura y el inicio de una nueva etapa democrática más acorde con el resto de la Europa occidental alertan a muchos neofascistas en Madrid. A pesar de que los militantes más veteranos empiezan a dar muestra de cansancio, la red se moviliza para impedir el cambio político, espoleada por la llegada de las nuevas generaciones y de algunos «camaradas» procedentes del extranjero, especialmente de Italia. El resultado va a ser la adopción de una nueva estrategia llamada el «juego de las partes»: mientras que partidos como Fuerza Nueva (FN) debían desempeñar un rol más institucional, grupos como el Frente de la Juventud (FdJ) —fundado en 1978 en el barrio de Salamanca— luchaban contra el crecimiento de la izquierda por las calles de Madrid con métodos violentos. En última instancia, la red de extrema derecha entrará en una espiral violenta que culminará en el llamado «terrorismo ultra».

El inicio de la década de los ochenta, punto final del libro, marca un cambio tanto para la ciudad de Madrid como para las redes de extrema derecha allí establecidas. A pesar de los esfuerzos realizados, el fracaso del golpe de Estado del 23F y la subsiguiente victoria del PSOE en las elecciones generales de 1982 convencen a los neofascistas de que el panorama ha cambiado. La intensificación de la presión policial, la caída de FN y la desaparición de algunos miembros cruciales de la red obligan a repensar la estrategia, inaugurando así un nuevo período que ya se sale de los objetivos del presente trabajo.