True as Steel1

 

Kris estaba sentada en el sótano, encorvada sobre la guitarra e intentando tocar el principio del «Iron Man» de Black Sabbath. Su madre la había apuntado a clases de guitarra con un chaval que trabajaba con su padre en la fábrica, pero tras seis semanas tocando «Estrellita dónde estás» en una acústica del JCPenney, Kris no sentía más que ganas de gritar. Por eso se escondió en el parque cuando en teoría debería haber estado en casa del señor McNutt, se había guardado el pago de 50 $ por las dos clases que se había saltado y, junto con todos sus ahorros, se había comprado por 160 $ una Fender Musicmaster rayada a más no poder y un amplificador Radio Shack cochambroso en una tienda de segunda mano. Luego le dijo a su madre que McNutt había intentado espiarla mientras orinaba, y de ahí que ahora, en vez de ir a clase, Kris se acurrucara en aquel sótano helado sin que le salieran los acordes de quintas.

Tenía las muñecas huesudas y frágiles. Las cuerdas de mi, si y sol le rasgaban las puntas de los dedos. Notaba las costillas doloridas allí donde apoyaba la Musicmaster. Cerró la mano como una garra en torno al mástil de la guitarra y presionó con el dolorido índice el la, con el corazón el re y con el anular el sol, rasgueó las cuerdas con la púa y, de repente, de su amplificador surgió el mismo sonido que había surgido del amplificador de Tony Iommi. El mismo acorde que 100 000 personas oyeron en Filadelfia sonó allí con ella, en su sótano.

Volvió a tocar el acorde. Era lo único que relucía en aquel sórdido sótano con su única bombilla de cuarenta vatios y ventanas mugrientas. Si Kris podía tocar suficientes acordes sin parar y en el orden correcto, podría aislarse de todo lo demás, de la nieve sucia que no se derretía jamás, de los armarios llenos de ropa de segunda mano, de las aulas sobrecalentadas del instituto Independence, del tostón de clases sobre el Congreso Continental, del comportamiento adecuado de una dama y los peligros de juntarse con malas influencias, y de cómo despejar la y de la equación, y de cuál es la tercera persona del plural del verbo chanter y qué simboliza el guante de béisbol de Holden Cauldield, qué simboliza la ballena, qué simboliza la luz verde y qué simboliza absolutamente todo lo que hay en el mundo, porque por lo visto nada es lo que parece y todo es un engaño.

Era demasiado difícil. Contar los trastes, aprenderse el orden de las cuerdas, tratar de recordar qué dedos iban en qué cuerdas y en qué orden, mirar de la libreta al diapasón y a su mano… Tardaba una hora en tocar un acorde. Joan Jett no se miraba los dedos ni una sola vez cuando tocaba «Do You Wanna Touch Me». Tony Iommi sí se miraba las manos, pero las movía tan rápido que parecían líquidas, nada que ver con los movimientos torpes y artríticos de Kris. Le picaba la piel, notaba un hormigueo en la cara y sentía el impulso de destrozar la guitarra contra el suelo.

En el sótano hacía un frío gélido. Veía cómo se le condensaba el aliento. Tenía las manos entumecidas en forma de garras. El helor subía del suelo de cemento y le convertía la sangre de los pies en aguanieve. Tenía las lumbares rellenas de arena.

No era capaz de hacerlo.

El agua borboteaba con fuerza por las cañerías mientras su madre fregaba los platos en el piso de arriba, al mismo tiempo que la voz de su padre atravesaba los tablones del suelo recitando una lista interminable de quejas. Unos descontrolados golpes amortiguados hacían caer el polvo del techo mientras sus hermanos rodaban por el sofá, atizándose para ver quién decidía qué poner en el televisor. Desde la cocina, su padre gritó:

—¡Como vaya, me vais a oír!

La casa era una enorme montaña negra que oprimía a Kris y la amenazaba con arrastrarla bajo tierra.

Kris colocó los dedos en el segundo traste, rasgueó las cuerdas y, cuando todavía vibraban y antes siquiera de poder pensárselo, deslizó la mano hacia el quinto traste, rozó las cuerdas dos veces y, al instante, volvió a deslizarla hacia el séptimo traste y tras rasguearlas dos veces, sin detenerse aunque le dolía la muñeca, la arrastró hacia el décimo, y luego hacia el duodécimo, apresurándose para seguir el ritmo del riff que tantas veces había oído en su cabeza, el riff que había oído sin descanso en el segundo disco de Sabbath, el riff que reproducía mentalmente cuando se dirigía hacia la casa de McNutt, sentada en la clase de álgebra o tumbada en la cama por la noche. El riff que decía que todos la subestimaban, que no sabían lo que tenía dentro y que ignoraban que podía destruirlos a todos.

Y de repente, por unos instantes, «Iron Man» inundó el sótano. La tocó para una audiencia inexistente, pero sonó igual que en el disco. La música resonaba en cada átomo de su ser. Podrías haberla abierto en canal, examinarla bajo el microscopio y Kris Pulaski habría sido «Iron Man» hasta la médula.

La muñeca izquierda le palpitaba de dolor, tenía los dedos en carne viva, la espalda dolorida y las puntas del pelo congeladas, y su madre no sonreía jamás, y su padre registraba su habitación una vez por semana, y su hermano mayor decía que iba a dejar la universidad para enrolarse en el ejército, y su hermano pequeño le robaba la ropa interior cuando no cerraba la puerta de su habitación, y aquello era demasiado difícil y todo el mundo se reiría de ella.

Pero era capaz de hacerlo.