El mutante solitario
(Preámbulo)

De niño, cuando llegaba Halloween, jamás me disfracé de ningún personaje conocido en la tradición infantil. Nunca compré un disfraz. En una Semana Santa, mi madre nos llevó a mi hermana y a mí a ver la vieja versión de Ben-Hur, y de inmediato quedé subyugado por ese príncipe hebreo que debe atravesar los infiernos para poder consumar su venganza. Y decidí ese 31 de octubre siguiente ser Judá Ben-Hur cuando es un galeote esclavizado en los barcos de guerra romanos.

—¿Y cómo hacemos ese disfraz? —preguntó mi mamá ya al borde del colapso.

—No te preocupes, yo me encargo —dije con cierta suficiencia.

Y rasgué una sudadera, rompí una camiseta vieja, me pinté de negro la cara y el pecho, y salí así, descalzo, a aguantar frío mientras timbraba de casa en casa. Cuando me preguntaban si estaba disfrazado de pordiosero, yo respondía con cierta ira contenida:

—Soy un príncipe judío que ha caído en desgracia.

Por esos mismos meses vi en una transmisión en blanco y negro en el canal Teletigre la película Barrabás, protagonizada por Anthony Quinn. Y al siguiente Halloween salí de nuevo como un harapiento mendicante que no estuviera pidiendo dulces, sino pan para poder alimentarse. Y cuando las señoras del barrio volvían a tratarme de mendigo, yo respondía, mirando hacia el cielo, las últimas palabras de Barrabás en la cruz:

—Qué oscuridad… Ofrezco mi sangre y mi espíritu…

La mayoría de esas amas de casa me daban algún caramelo de afán y me tiraban la puerta en las narices.

Al poco tiempo descubrí a David Carradine en el papel de Kung Fu y decidí ser el Pequeño Saltamontes. Otra vez me vestí con un pantalón raído, una camisa de orfanato, un sombrero sucio y salí a la calle con unas sandalias rotas. La vecina, haciendo cara de fastidio, me dijo en esa oportunidad:

—¿Otra vez disfrazado de gamín, Marito?

—No soy ningún gamín, señora Monroy… Soy un monje shaolín… Mis pies y mis manos son armas letales.

Y otra vez la puerta en las narices. Era horrible tener que lidiar con la falta de imaginación de los adultos. Ninguno se tomaba el tiempo de preguntar bien quién era el personaje, de soñar con él, de apreciarlo. En comparación con los otros disfraces comprados en tiendas y grandes almacenes, pareciera que mis trajes sombríos hechos en casa les molestaban bastante. Entonces decidí no volver a pedir dulces. Eso no era para mí. Yo era un mutante solitario. No tenía por qué hacer públicas mis metamorfosis. Fue entonces que apareció la biblioteca.

A los siete años enfermé gravemente de una peritonitis gangrenosa que me mantuvo varios meses en el hospital. Me desahuciaron, me dieron los santos óleos y todos esperaban una muerte inminente. En esas circunstancias fue que llegaron los primeros libros a mis manos. Los ogros de esos textos infantiles, los príncipes extraviados, los mensajeros que cruzaban varios países para salvar a alguien de la muerte fueron mis compañeros, mis amigos, aquellos con los que solía compartir mi tristeza y mi desesperanza. Más tarde, cuando salí de la clínica, empecé esa búsqueda insaciable de más historias que me acompañaran durante la recuperación. Fue de ese modo que los libros y yo entablamos una amistad inquebrantable. Fue así que el pequeño mutante devino lector.

No me inicié en la lectura con los textos canónicos, ni con los que estaban en los programas escolares, sino con aquellos que se fueron cruzando como mensajes que me enviaban de otro mundo. No siempre lo refinado y distinguido, lo reconocido y lo premiado por el establecimiento es lo que necesitamos en nuestro interior. Yo no me hice lector con un manual ni con un listado avalado por los académicos, sino que los libros fueron llegando a mis manos como mensajes que me iban ayudando a solucionar mis conflictos interiores, que me iluminaban, que me ayudaban a entenderme y a entender a los otros un poco mejor.

Dice Yuval Noah Harari en Sapiens que cuando nos enfrentamos a los neandertales hace miles de años, ellos, que eran altos, muy fuertes y atléticos, nos hicieron pedazos. El Homo sapiens tuvo que regresarse a África y quedarse allí confinado varios miles de años más. Y fue entonces que sucedió el milagro: algo en nuestro cerebro cambió, se modificó de un modo irreversible, y surgió el lenguaje, el mito, el poder de las palabras, la imaginación común. Cuando volvimos a viajar durante largas jornadas hacia Europa, donde las condiciones eran más benignas para la supervivencia, se presentó un segundo enfrentamiento con los neandertales, solo que esta vez, en primera línea, estaban los rapsodas, los aedos, los chamanes. Con los rostros pintados, invocando a nuestros espíritus protectores, danzábamos toda la noche alrededor a las hogueras encendidas. Seguramente los neandertales nos miraban estupefactos, sin entender qué diablos estábamos haciendo. Y nos lanzamos al ataque. Esta vez los derrotamos, los exterminamos como especie y nos apropiamos de sus territorios. Y así hicimos con otras especies de homínidos por todo el planeta. El Homo sapiens arrasó, invadió, expropió y asesinó todo lo que iba encontrando a su paso, hasta que se convirtió en el rey del planeta. ¿Su arma? La imaginación, los universos paralelos, las realidades intermedias, los seres feéricos, las hadas, las brujas, los gnomos, los ángeles, los espíritus viajeros, las almas de sus muertos.

El establecimiento suele oponer la razón a la imaginación, o cree que la razón es la verdadera inteligencia. Por eso admiramos a los que les va bien en matemáticas, en ciencias, a los que tienen una gran capacidad de abstracción o a los que juegan ajedrez. Antiguamente los titulares de prensa anunciaban las partidas mundiales de ajedrez como si ese año se supiera por fin quién iba a ser el hombre más inteligente de la Tierra. Es una falsa oposición. La razón sin imaginación solo es una repetición de fórmulas. Lo interesante de la ciencia está en su fuerza creativa, en su capacidad de innovación. Neil Armstrong pudo pisar la luna porque antes habían llegado a ella Julio Verne, H. G. Wells y Tintín.

Por eso siempre he considerado un error iniciar a alguien en la lectura por medio de argumentos inocuos: que da cultura, que mejora la ortografía, que nos hace críticos, que estimula otros aprendizajes. No creo en esas razones pedagógicas. Me parece, más bien, que la literatura pertenece a las artes mágicas, a los secretos dionisiacos por medio de los cuales los adeptos experimentaban transformaciones de gran intensidad. Ingresamos en un libro para encarnar en otros individuos, para meternos dentro de ellos y vivir sus vidas. Salimos de nosotros mismos en un proceso extático y luego poseemos los cuerpos de soldados que están en el fragor de la batalla, de prostitutas que esconden amores prohibidos, de asesinos que son buscados por toda la ciudad, de sacerdotes atormentados, de héroes, de místicos, de traidores, de seres de todos los pelambres que están esperando entre las páginas que nosotros nos atrevamos a invadirlos. Leemos para ser judíos, musulmanes, hindúes, ateos, cristianos, budistas. Leemos para ser europeos, africanos, chinos, maoríes, mexicanos, zulúes, inuit. Después, cuando regresamos a nuestros cuerpos y nuestras propias psiques, algo ha sucedido, ya no somos los mismos. El viaje nos ha enriquecido. Un lector es un ser anfibio, un vampiro que se alimenta de otros, un caníbal.

Creo firmemente lo que dice Patrick Harpur en El fuego secreto de los filósofos: el verdadero poder, la auténtica transmisión de sabiduría, sucede en los desplazamientos a otros orbes, a otros dominios, a otros reinos. Es un viaje caleidoscópico, multidimensional. Un lector es un aprendiz de brujo.

Durante miles de años la escritura fue un conocimiento reservado para algunos iniciados. No cualquiera podía leer esos signos y conectar con otras realidades. Porque en las letras, en las palabras y sus infinitas conjugaciones, estaba no solo el universo visible, sino también el invisible: las pasiones, los estados de ánimo, la alegría y la euforia, el odio, la venganza, e incluso el silencio está en el lenguaje. Es un poder tremendo. Por eso hemos escrito en las piedras, en tablillas de arcilla, en papeles de arroz, en las pieles de los animales, en los árboles, en papiros, en las paredes de las celdas, en nuestros propios cuerpos, en hojas de palma, en telas de paño y de algodón, y aún hoy sentimos la necesidad de escribir en los baños públicos, en los asientos de los buses y en los muros de todas las ciudades del planeta.

A lo largo de la Edad Media, por ejemplo, los libros se copiaban a mano en los monasterios, en sitios sagrados. La Modernidad empieza, de algún modo, con Gutenberg y la imprenta: el conocimiento para todos. Sin embargo, si el libro es un poder en sí mismo, la literatura es un doble poder porque esconde esos secretos que desdoblan al lector, que lo sacan de su yo, de su identidad, que lo obligan a entrar en un trance misterioso. La literatura es la pócima mágica, el alucinógeno escondido entre las otras sustancias. Si Gutenberg no hubiera construido la imprenta, un siglo y medio después la biblioteca del aldeano Alonso Quijano no hubiera existido. Quijano, quien de tanto leer libros de caballería andante, decide un día salir por la puerta de atrás de su granja convertido en uno de ellos: con casco, lanza, adarga, y un caballo famélico al que decide bautizar como Rocinante. La literatura es la piedra filosofal de los alquimistas, la que transmuta cualquier elemento en oro puro.

Me dediqué durante tres décadas a promover la lectura en bibliotecas públicas, en casas de la cultura, en colegios, en clubes de lectura y en prisiones, porque creo profundamente en el poder transformador de los libros. Algo sucede en la conciencia cuando nos llega el libro indicado, algo brota, nace, y nos encontramos de pronto pensando y sintiendo de otro modo, haciéndonos ciertas preguntas que antes no nos hacíamos. Creo en una emancipación por medio de la biblioteca. Es posible liberar a un pueblo solo a punta de hojas de papel.

A veces, en ciertos momentos precisos, los libros me llegaron como medicinas para curarme de mis tormentos interiores. La palabra sagrada en este caso es catarsis. Al comienzo, la religión, el arte y la medicina eran una sola disciplina. Por eso un chamán es un médico del cuerpo, del alma y un poeta consumado. De esa unión inicial, la literatura heredó un secreto que provenía inicialmente de la medicina, un secreto clínico: la sanación de las enfermedades del espíritu. ¿Cuántas veces no nos hemos curado de nuestras propias dolencias en los libros de Sábato, de Virginia Woolf, de Dumas o de Lovecraft? ¿Cuántos personajes no se suicidan o se hacen matar para que nosotros podamos continuar con nuestras vidas y rehacerlas de una manera más inteligente? ¿Cuántas veces no hemos buscado en las páginas de nuestros autores favoritos la receta para curarnos de nuestras depresiones más hondas, de nuestros duelos, de la soledad que a veces nos carcome hasta casi aniquilarnos?

Como un dato curioso, escribo este libro en medio de la pandemia. El virus COVID-19 se ha propagado por el planeta entero y nos hemos visto obligados a mantenernos en cuarentena. Los datos en las noticias son escalofriantes: muertos tirados en las calles de Guayaquil, sistemas de salud colapsados en Italia y España, fosas comunes en las afueras de Nueva York. El mundo entero está arrinconado, asustado, previendo lo peor. Sin contar con la debacle económica que seguirá a continuación, los millones de personas que perderán sus trabajos y que caerán en la franja de pobreza extrema. La infección es el primer campanazo de una debacle que hasta ahora comienza.

Empecé a leer en medio de una enfermedad y escribo este libro en medio de una virosis mundial. Leí mis primeros libros en la Clínica Nueva, viendo agonizar a mis vecinos, con la muerte recorriendo las habitaciones vecinas, escuchando a los familiares de los enfermos llorar, viendo a los encargados de los servicios funerarios entrar a sacar los cadáveres para empezar a preparar las honras fúnebres. Y escribo ahora sobre la lectura viendo por la televisión entierros masivos en fosas comunes, escuchando la lista internacional de contagiados y de muertos todos los días, enterándome de que colegas y compañeros de oficio murieron en cuidados intensivos después de batallar arduamente por sus vidas.

En medio de estos meses tan confusos y difíciles, las malas noticias abundan en todos los medios de comunicación del planeta: contagios, muertos por doquier, un maestro de escuela decapitado en París, un ataque terrorista en Viena, una mujer degollada en una iglesia, un hombre disfrazado en la noche de Halloween que salió con una espada a atacar transeúntes en las calles de Quebec, en Canadá. Para rematar, una guerra en Ucrania con bombardeos, cientos de miles de refugiados y plantas nucleares asediadas. El delirio impera en los cinco continentes. Nos encontramos atravesados por altos grados de perturbación psicológica. Pero cuando abro un buen libro, todo esto desaparece, me cambio de realidad, me fugo, me camuflo. Estoy y no estoy. Me afectan las circunstancias y no me afectan. Porque en secreto, sin que nadie se entere, yo en realidad he vivido varias semanas en la Rusia del siglo XIX, he viajado por el Tíbet en busca de un papiro antiguo y me he escondido en una cabaña en las montañas de los Alpes durante la Segunda Guerra Mundial. Mi cordura ha dependido hasta ahora de esos viajes por universos de papel.

Muchas personas consideran la llegada de una nueva vida como la máxima experiencia espiritual. Intento comprenderlo, pero me cuesta mucho. Reproducirse no es lo que nos hace humanos. Lo hacen los microorganismos, los peces, los insectos, los otros mamíferos. La vida biológica nunca me ha enternecido mayor cosa. En mi casa no tengo ni siquiera cactus porque se me mueren a las pocas semanas. Olvido regarlos, me aburre esa obligatoriedad a la que nos condenan los seres vivos. En cambio, una película, una pintura, una teoría matemática o una sinfonía me pueden conducir a las lágrimas con facilidad. Un cohete elevándose por el aire hacia la estratosfera, una exposición itinerante o una obra de teatro son la demostración de la inteligencia y la creatividad humanas. Me conmueve el artificio. Una despedida en la vida real me deja impávido, pero en una buena novela me puede estremecer hasta erizarme la piel.

Hay escenas maravillosas de lectores intensos que consideraron el libro como el centro fundamental de sus vidas. Vargas Llosa confiesa, por ejemplo, que el envenenamiento de Emma en Madame Bovary lo salvó en sus años de juventud de una depresión que lo hizo coquetear con el suicidio.

García Márquez, alguna vez, vio a Hemingway en París y lo saludó emocionado desde lejos. El norteamericano, que había estado en la Guerra Civil Española, hablaba algo de español y le gritó con la mano levantada: “Adiós, amigo”. Un tiempo después, Hemingway se suicidaría con su escopeta de cazar elefantes y García Márquez, al enterarse de la fatídica noticia, entraría en unos años de silencio y aislamiento espiritual.

Sábato vigilaba en París a los escritores surrealistas en los bares y las tabernas. Los leía con profunda admiración. Un día cualquiera abandonó su carrera como científico y se fue detrás de una ilusión que no lo dejaba dormir en paz: emularlos y convertirse él mismo en escritor.

Los libros que lee Karen Blixen la conducen a África, donde se transforma en Isak Dinesen, una mujer que aprende suajili, que no se siente extranjera entre los aborígenes (quienes la llaman “la hermana leona”) y que terminará escribiendo unos libros de una belleza lánguida y melancólica.

Borges se enamoró de una lectora única que poco a poco se convirtió en su amiga inseparable: María Kodama. El amor de ambos pasaba obligatoriamente por la biblioteca. Alguna vez, en Toledo, tuve la fortuna de conversar con ella y la escuché decir una frase memorable:

—Los libros son espacios sagrados y la biblioteca una deidad multiforme.

Hay una foto impactante de Gandhi siendo conducido a la cárcel por las autoridades británicas. Es invierno y se nota que el frío está arreciando. Él va con su escaso ropaje indio y unas sandalias trajinadas. Y lleva en sus brazos lo único que realmente le importa en esos momentos tan aciagos: una torre de libros para leer en prisión.

Álvaro Mutis, en la cárcel de Lecumberri en México, le pidió a su amiga Elena Poniatowska que por favor le llevara los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, para poder soportar la pena que le habían impuesto.

Malcolm Little era un malandro cualquiera hasta que lo capturaron y lo metieron a la cárcel. Y fue en ese lugar lóbrego y sombrío, entre rejas, que descubrió el poder de la lectura. Los libros lo convirtieron en otro sujeto. Cuando cumplió su condena y lo liberaron, salió a la calle transformado en Malcolm X, el líder del Black Power norteamericano.

Y así podríamos seguir citando infinidad de casos inolvidables de grandes lectores que consideraron la literatura como el motor secreto de sus vidas. La lectura nos modifica, nos transforma, nos otorga un poder incalculable. Leemos porque sabemos que un día moriremos, que somos finitos y que necesitamos un poco de trascendencia en medio de tanta banalidad y tanto sinsentido. Somos más que piel y huesos. Necesitamos estar por encima de nuestros fluidos, nuestros músculos y nuestras vísceras. Somos más que unos homínidos que se reproducen. El lenguaje es la prueba más elevada de nuestro parentesco con los dioses inmortales.

A comienzos de este 2022 apareció en los medios internacionales una fotografía extraordinaria de la guerra en Ucrania: el estudio del escritor Lev Shevchenko todo forrado de libros. La imagen muestra una de sus ventanas con los volúmenes arrumados contra el vidrio, como si estuviera protegiéndose de los bombardeos con textos de antropología, de filosofía y de las novelas que lo acompañaron a lo largo de su vida. La escena es muy poderosa porque no se trata solo de evitar que los vidrios se hagan pedazos, sino de oponerle la cultura a los tanques, los misiles y los aviones de combate. Se trata de una demostración de fe total en la poesía, en el lenguaje, en el pensamiento. Algo curioso es que los lomos de los libros miran hacia el estudio y eso significa que Shevchenko necesita todavía consultarlos y releerlos. La biblioteca es una trinchera que protege no solo nuestros cuerpos de amenazas externas, sino ante todo nuestra psique, la escasa lucidez que aún nos queda. Como la foto está tomada en invierno, un árbol cercano muestra sus ramas peladas y da la impresión de que las únicas hojas que reverdecen son las de la biblioteca de ese fulano que ha decidido morir entre lo que lo hizo más feliz en el mundo: sus libros.

La gente va y viene; los más cercanos nos hieren con facilidad; los que dicen querernos nos calumnian, nos olvidan o incluso nos odian después; las personas son volubles y están atravesadas por pasiones malsanas que no son de fiar. Pero los libros no: ellos, pase lo que pase, permanecen fieles a nuestro lado. Por eso elegirlos como sarcófago y morir junto a ellos es una idea magnífica.

Los libros siempre han sido mis mejores aliados, mis recetas infalibles, mis estimulantes cuando todo alrededor parecía apagarse o desaparecer. Y espero poder transmitirles ese secreto a los lectores: leemos para ser muchos, para multiplicarnos, para devenir multitud, y eso implica un agigantamiento, un fortalecimiento que nos puede salvar en grandes momentos de adversidad. Leemos para ser Carmen, Carlos y Leticia; para cruzar los desiertos africanos y los mares del sur; para vivir en callejones miserables en las favelas de Río de Janeiro y en los palacios más elegantes de Luxemburgo; para experimentar la cobardía, los celos, la locura, y, a su vez, la alegría, el heroísmo y la nobleza; leemos para hundirnos en las tinieblas espesas de nuestra desesperación y para rozar, aunque sea brevemente, los meandros sublimes de la jovialidad dionisíaca.

Aprender a leer literatura es comenzar a reinventar la realidad, a modificarla y a salir de ella también en excursiones por realidades paralelas. Es convertirse en un demiurgo. Casi nada. Por eso es tan peligrosa, por eso los libros se censuran, se queman, se esconden, se prohíben. Por eso a uno le enseñan a leer con argumentos falaces: porque tienen miedo de lo que uno pueda hacer con ese poder. Entrar en la literatura es ver gigantes donde los demás solo ven molinos de viento. El iniciado intuye mensajes que le son enviados en los poemas de Alejandra Pizarnik o de Roberto Juarroz, advertencias que le llegan en los versos de Kavafis, confirmaciones que están detrás de las palabras de Alfonsina Storni. Y eso convierte a ese aprendiz de brujo en alguien ingobernable, insumiso, en un anarquista furibundo, en una amenaza para los poderes del establecimiento. Leer es ya en sí mismo un acto de desobediencia frente a las políticas de la productividad capitalista. Y, por encima de todo, leer es una fuerza que significa emancipación, resistencia y resiliencia. No deseamos igual, no soñamos igual, no anhelamos lo mismo. Navegamos por aguas prohibidas, profundas y muchas veces turbulentas.

Justo cuando estaba cerrando este libro, en la FILBO 2022, el último domingo en la firma de libros, en medio de un invierno que no nos daba tregua, se me acercó el fotógrafo Luis Carlos Ayala y me entregó una fotografía suya en blanco y negro que me dejó sin aliento. La imagen mostraba una escena de las protestas masivas durante la pandemia en la localidad de Usme: un agente del ESMAD (la policía antidisturbios), con máscara y escudo, un tanto robótico, parece estar tomándose un breve descanso en medio del fragor de la batalla. La ciudad permite ver unos anuncios publicitarios de barriada humilde, unos techos destartalados y unas callejuelas sin pavimentar atravesadas por gases lacrimógenos. Un poste de la luz divide el cuadro en dos: de un lado está el policía con su traje de asesino mirando a la cámara de reojo, y del otro vemos a una bailarina encapuchada en trusa haciendo un paso de danza muy complejo. La imagen no puede ser más poderosa.

Busqué a Andrés Grillo, mi editor, que estaba sobre la tarima acompañándonos, y se la mostré enseguida. No tuve que explicarle nada. Él entendió de un solo vistazo y me dijo sonriendo:

—Esta es.

Se refería, por supuesto, a que acabábamos de encontrar la carátula para la primera edición de este libro. Necesitábamos una imagen que hablara del arte y la creación como resistencia civil. Si por un lado tenemos un establecimiento que cada día cree más en el capitalismo depredador, en la violencia, en la segregación y la exclusión, por el otro tenemos la danza, el cine, la escultura, los ilustradores gráficos, la literatura o la pintura como potencias de oposición a la barbarie. Un matón no tiene ninguna sofisticación. Un artista es un milagro de la naturaleza.

Para una edición definitiva incorporamos nuevos textos que hacen alusión a guiones, novelas gráficas y anotaciones para películas futuras. Y buscamos una nueva carátula que nos hablara del misterio que esconde el acto de leer. El lector es un fantasma, un ser encapuchado que permanece suspendido en medio de las tinieblas. Si la primera fotografía hacía énfasis en la acción, en cómo debemos crear más allá de lo patrocinado por el establecimiento, esta nueva y extraña imagen de Susana Carrié hace alusión al retraimiento, a cómo la lectura nos lanza hacia nuestro más profundo interior. Cuando estamos leyendo somos como crisálidas concentrando toda nuestra potencia en el centro de nosotros mismos. Afuera sólo hay bruma, una niebla espesa, y, en el corazón de ese gusano que somos, se está gestando una profunda transformación. Ya nos llegará el momento de florecer, de extender nuestras alas y conquistar la mejor versión de nosotros mismos.

Cuando le damos la vuelta al libro, vemos entonces la nueva contracarátula: la vida exterior, el bullicio de las calles, el gentío, la ciudad. Después de encerrarnos a leer, de alejarnos en silencio para iniciar la transmutación, debemos volver a la colectividad convertidos en mensajeros de nuevas formas de existencia. No leemos solo para nosotros mismos. Leemos para modificar también a los otros. El lector es una linterna que se enciende en medio de la oscuridad para iluminar el camino de la tribu.

La política y la religión no son de fiar. Los grandes discursos se cayeron. No hay nada ni nadie en quien podamos creer con los ojos cerrados. Perdimos los mapas y la brújula. No podemos confiar ya en los políticos de oficio porque cada uno tiene su agenda y no se comporta pensando en sus semejantes, con grandeza, sino en intereses inmediatistas y espurios. El poder sí corrompe, y mucho. Lo mismo sucede con las iglesias y sus sacerdotes y pastores denunciados por escándalos sexuales, dineros sucios y todo tipo de trapicheos de la peor calaña.

Solo nos quedan los libros, el pensamiento, el arte, la literatura, el teatro, la poesía, la filosofía. Desde este punto de vista, la librería es nuestro último lugar sagrado, el último templo que nos queda para ir en busca del sentido profundo de nuestra existencia. La librería es la última iglesia en medio de un caos generalizado y de guerras fratricidas que pronto nos conducirán al Armagedón final.

Leemos porque somos sensibles a un poder invisible que los libros nos transfieren. No creemos en la fuerza bruta, sino en aquella que viene del pensamiento y la creatividad. Las tanquetas y los bolillos, las pistolas y los fusiles, nos mantienen inmóviles en la prehistoria, donde primaba la ley del gorila más grande que se imponía a las malas. En cambio, los lápices, las cámaras de fotografía o los óleos nos lanzan hacia lo más excelso de nosotros mismos.

Leemos porque estamos hartos de un mundo agobiante que nos acorrala hasta asfixiarnos. Leemos porque no creemos en las balas ni el terror. Leemos porque no queremos hacer parte de la brutalidad general que vocifera sin argumento alguno. Leemos porque estamos seguros de que el salvajismo del sistema nos está conduciendo al abismo y necesitamos, ahora más que nunca, nuevas generaciones más humanas y empáticas. Leemos porque no aguantamos más a los capos con sus lugartenientes y sus pistoleros, sus fincas ostentosas, sus mansiones multimillonarias y sus amantes operadas.

Leemos como un gesto de protesta en contra de toda esa horda de políticos y militares que son analfabetas funcionales y corruptos, y que han sido cómplices de todas las masacres, los genocidios, los falsos positivos y los crímenes selectivos en contra de líderes y lideresas sociales. Todos ellos encarnan justo lo que no queremos ser. Leemos porque no creemos en las armas y no queremos tomar un fusil e irnos al monte, como tantas otras generaciones en el pasado que se perdieron en el maremágnum de la violencia y que terminaron pareciéndose a lo que tanto detestaban. También de ellos nos alejamos cada vez que abrimos un libro.

Estamos convencidos de que la bestia humana, ignorante y peligrosa, ha depredado este planeta hasta convertirlo en un cementerio y un estercolero. Y no queremos participar en esa espiral de horror. Por eso leemos desaforadamente: para intentar un cambio, un giro en la perspectiva, un ángulo inédito que nos ilumine el camino. Leemos para alejarnos del totalitarismo y de los discursos fanáticos. Creemos en la democracia participativa, en la igualdad, en los derechos humanos. Y, aunque suene ingenuo e idealista, creemos en la solidaridad, la camaradería y la colectividad. El otro no es para nosotros un contrincante, un enemigo ni un adversario. Si el capitalismo nos enseñó a competir, nosotros lo que anhelamos ahora es cooperar.

Y, finalmente, leemos también para modificarnos a nosotros mismos. Porque la literatura nos enseña a salir del yo y a ver el mundo desde los ojos de nuestros semejantes. De alguna manera, entonces, la lectura nos emancipa, nos libera del ego, de la importancia personal, y gracias a esa revolución interior e íntima es que nos permitimos soñar con una sublevación general. Por eso les anunciamos desde ahora a los “tortugones amoratados”, como los llamaba Cortázar, que se cuiden de nosotros. Porque la fuerza bruta puede ser muy contundente y letal, sin duda. Pero la inteligencia es la única que cambia la historia y que nos permite elevarnos sobre nuestra mísera condición humana.

Por eso seguiremos pintando y escribiendo poesía, seguiremos rodando cortos y documentales, seguiremos dibujando cómics y novelas gráficas, seguiremos danzando en mitad de las avenidas nuestros pasos de hip hop con rabia y euforia al mismo tiempo, seguiremos elevando por los aires nuestras letras de rap como lobos aullando en medio de noches invernales, seguiremos tomando fotografías en medio de las marchas y las protestas, seguiremos grafiteando los muros de Kaópolis para convertirla en un museo de nuestra propia desesperación, seguiremos tocando nuestras guitarras y nuestras baterías hasta altas horas de la noche, y entonaremos nuestras canciones como un himno que busca dejar testimonio antes de la caída definitiva en las tinieblas. Y, ante todo, seguiremos leyendo porque las páginas que amamos, en medio del infierno que vivimos día a día, son nuestra única redención posible.