CAPÍTULO 1

MI PADRE

Afirmo que parí a mi padre, porque lo busqué incansablemente durante veinte años hasta encontrarlo…

Quienes conocemos a Gustavo Petro, o lo hemos visto en su quehacer político, sabemos que no es un hombre especialmente expresivo y de emocionalidad rápida: son pocos los momentos en los que realmente actúa con espontaneidad. Sin embargo, el 7 de agosto de 2022, sobre las tres de la tarde, cuando caminaba hacia la Plaza de Bolívar —el lugar de su posesión como presidente de Colombia— y subió a la tarima donde empezaría el acto, su rostro expresaba una profunda emoción. Había buenas razones para emocionarse pues, aunque han sido muchas las cosas que en medio de la historia han pasado y muchos los que ya no están, el objetivo al fin se había cumplido: ver la esperanza y el regocijo de millones que le apostaron al cambio.

Ese día, su rostro tenía un gesto completamente diferente a los que le conozco. Había momentos en los que se le quebraba la voz y se le veía respirar profundo y tal vez querer gritar de alegría; sus ojos se aguaban con facilidad, como si a ellos asomara el llanto. Verlo así me conmovió, precisamente porque es un hombre adusto, serio, que siempre sabe dónde está parado y pocas veces se deja llevar por las emociones.

Mientras avanzaba la ceremonia de posesión, el tono de la luz se hizo más cálido, como si todo estuviese configurado para el momento. Hubo instantes de silencio casi mágico en toda la plaza, algo sencillamente deslumbrante. Momentos en los que yo creo que las emociones de las miles de personas que esperaban en la plaza, e inundaban la Carrera Séptima, se conjugaban. A pesar de que no podíamos ver a quienes estaban detrás, sí podíamos sentir el palpitar del pueblo, todos juntos, por fin, ante la llegada de un presidente que les representaba. Se escuchaban los cantos, los gritos de alegría, los aplausos, se escuchaban también los silencios interrumpidos apenas por el aleteo de las palomas.

Recuerdo que llegaron los congresistas que habían sido elegidos para acompañar al presidente electo desde el Palacio de San Carlos y tuvieron que permanecer de pie porque se habían acabado las sillas. Yo estaba sentada justo frente a la tarima, así que me levanté para no perderme un solo instante. Alguien me regaló un paquete de pañuelos. Sentía el llanto a flor de piel y saqué uno, mientras Roy Barreras, como presidente del Congreso, tomaba juramento al nuevo presidente de Colombia. De pronto, dijo:

—Llamo ahora a una hija de la izquierda, a una hija de esa historia que fue interrumpida por las balas asesinas, pero que gracias a que usted —Gustavo Petro— encarnó esa voluntad, hoy retorna el cauce… Senadora, María José Pizarro.

Subí al escenario absolutamente conmovida en ese momento mágico, un instante único lleno de cosas que son inexplicables, como cuando el artista capta la fugacidad con sensibilidad sublime: la imagen, el color, la luz, las expresiones de cada uno de los presentes… En ese momento, Gustavo aplaudía el llamado que me hacían y sus ojos expresaban felicidad. David Racero se veía también emocionado; vi a Roy, pero me fijé más en la mirada de Racero, tal vez porque nos conocemos y hemos sido, más que compañeros, amigos durante cuatro años. En aquel momento, Roy extendió ante mí la banda presidencial. Antes de ponérsela, lo primero que hice fue abrazar al nuevo presidente. No sé si eso era protocolario: abrazarlo con todo mi corazón, un abrazo profundo.

Muchas personas, incluso algunos medios de comunicación, me preguntaron luego qué le había dicho, pero la verdad no le dije nada, las palabras sobraban en aquel momento de júbilo durante el que solo podía escucharse a todo el pueblo gritar al unísono:

—¡Pizarro, Pizarro, Pizarro! —Mi apellido. El apellido de mi padre.

Carlos Pizarro Leongómez habría podido estar en ese lugar de no haber sido asesinado. Pensé en todo lo que habíamos tenido que trasegar a lo largo de tantos años, en quienes lucharon y ya no estaban para ver los sueños materializados. Pensé también en lo que había sido mi vida hasta ese momento, en nuestra vida desde que nos fuera arrebatada la suya.

Vinieron a mi memoria las imágenes de esa misma plaza llena de pueblo y dolor. Qué ironía que haya sido ese el mismo lugar en el que velaron a mi padre. Durante tres días de cámara ardiente, una fila inacabable de gente serpenteó por la Plaza de Bolívar para poder entrar al Capitolio y darle el último adiós a Pizarro, su comandante y su esperanza. Ese 7 de agosto, tres décadas después, el Bolívar de bronce fue testigo de una plaza nuevamente colmada de pueblo, pero ahora se trataba de un pueblo lleno de vida y de júbilo. La calidez del sol que nos acogió ese domingo hizo a un lado los días lluviosos de abril y dio paso a días de entera luz y de esperanza.

Gustavo estaba ahí y en él se condensaba la historia reciente de nuestra nación, la historia de ese pequeño gran grupo de hombres y mujeres con quienes crecí, a quienes he escuchado reír y llorar. Un grupo de hombres y mujeres de quienes he conocido sus amores y alegrías, sus luchas, triunfos y derrotas, acompañadas de inmensos dolores.

Aunque la paz les dejó una gran oportunidad, también significó para muchos un desarraigo muy profundo. El M-19 tiene su propia ideología y una forma de hacer política muy particular, diferentes a las de otras organizaciones, guerrilleras o políticas, dentro de la izquierda colombiana. Gustavo hace parte de esa corriente, compartimos esa historia y esa visión, y es por eso que me atrevo a afirmar que con Petro se cierra un ciclo y nace la posibilidad de una nueva Colombia, se abre el camino para que nuevas generaciones comencemos la reconstrucción y reconciliación real de nuestra Patria. Tuvieron que pasar treinta y dos años y, de repente, por fin las dos serpientes se encontraron. Como en las leyendas que hablan de dos cabezas de serpiente que se unen, ellas se unieron en ese momento para el surgimiento de una nueva nación.

Gustavo, con su sonrisa de felicidad, frente al ambiente, los silencios y la emoción de la gente. Allí estaba buena parte de los queridos viejos y viejas del M-19, y frente a ellos entendí lo que significa el júbilo, esa mezcla a partes iguales de tristeza, emoción, melancolía, gozo… todo al mismo tiempo, todas las emociones juntas y condensadas en un solo espacio. Entonces le puse la banda y lo abracé nuevamente, lo abracé fuerte y él me dijo:

—Senadora María José Pizarro, nuestra senadora.

Por protocolo debía retirarme; cuando giré me encontré con su familia. Abracé a Verónica Alcocer, su compañera; le sonreí a Gabriel Borich, presidente de Chile y el más ovacionado de los dignatarios invitados; abracé a cada uno de los hijos del nuevo presidente y aunque no tengo una relación especial con ninguno de ellos, recuerdo haberle dicho a Sofía Petro que de alguna manera ellos estaban viviendo un momento que a nosotras nos fue negado.

—Yo hubiese querido acompañar a mi padre, como tú has podido acompañar al tuyo… —le dije.

Siempre me ha producido ternura ver a Sofía y a Antonella, porque mi hermana Claudia y yo teníamos sus mismas edades cuando mataron a nuestro padre. Sofía debe estar sobre los veinte y mi hermana tenía diecinueve años, Antonella tiene once años, entonces yo tenía doce. Las veo y nos veo, y no puedo evitar recordar tantas cosas. Durante la campaña, por ejemplo, yo las veía y me veía a mí misma haciendo campaña junto a mi padre.

Algunos pocos momentos, efímeros, apenas parpadeos. Como si la memoria tuviera ventanas cerradas y un día abrieras de golpe la persiana de una de ellas y aparecieran las imágenes. No es la cotidianidad, no es el recuerdo de un padre que llega a casa después de trabajar y se sienta a conversar, o un padre junto al que desayunas cada día, o con el que juegas cuando llega a casa después de su trabajo. No guardo uno solo de esos recuerdos con mi padre, pero sí atesoro instantes de extrema felicidad en los que se condensan miles de emociones, llenas de profundidad e intimidad, donde lo más importante era sentir al otro.

Recuerdo mucho sus manos, su calidez, su inconmensurable dulzura cuando estábamos juntos, recuerdo que llegaba a veces cansado, se acostaba y se quedaba inmóvil toda la noche, yo me recostaba en su pecho y eran esos los momentos más felices de mi vida. Hay una foto que nos tomaron, estábamos mi hermana Claudia, mi papá y yo; en esa fotografía estoy recostada sobre su hombro y tengo exactamente la expresión que refleja mi sensación de plenitud, casi éxtasis, de querer que ese momento no se acabe jamás. La nuestra no fue una relación construida en la cotidianidad, sino más bien un cúmulo sinfónico de instantes breves y sutiles, tan fugaces como intensos.

Uno de los primeros recuerdos, tal vez de los momentos más importantes, ocurre en La Habana, Cuba, cuando mi mamá y mi papá salieron de la cárcel tras la amnistía decretada por el presidente de entonces, Belisario Betancur, a finales de 1982. Tras su salida, viajé junto a mi madre desde Bogotá, pasando por Panamá hasta La Habana, en un avión que llevaba a unos pescadores que habían pasado un largo periodo en altamar. Nos reunimos en Santa María del Mar, a pasar el fin de año, una de las pocas navidades que estuvimos juntos.

Estábamos allí todos reunidos. Recuerdo especialmente a Jaime Bateman, a Álvaro Fayad, a Rafael Arteaga (quien estuvo al frente de la operación del robo de las armas del Cantón Norte en Bogotá y a quien desaparecieron forzadamente unos años después), también estaban sus compañeras e hijas. Al atardecer caminábamos por la playa con mis padres y, cuando oscurecía, a lo lejos se veían las lucecitas de los barcos y mi padre me contaba historias de piratas, historias mágicas de corsarios, de otro mundo.

Él era un gran nadador, por las mañanas nos íbamos a la playa y yo me agarraba de sus hombros y él me llevaba mar adentro y allí me mostraba los peces en el fondo, y luego me traía nadando de vuelta hasta la orilla. Le encantaba la ciencia ficción, me hablaba mucho de Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez; no me contaba los cuentos de la Caperucita Roja, o los cuentos tradicionales infantiles, no, él me hablaba de Remedios la Bella, aquella hermosa mujer a la que se la lleva el viento, de Mauricio Babilonia, sus mariposas amarillas y su amor contrariado, me contaba la historia del coronel Aureliano Buendía y su taller de alquimia, del patriarca José Arcadio Buendía y sus irrealizables empresas, de Melquíades, el gitano que trajo mil maravillas a Macondo… así que, yo de niña, pintaba los cuentos que me contaba en La Habana mi papá.

No tuve una infancia común y corriente. Mis padres eran revolucionarios, así que además de la política estaba la clandestinidad: tuve una infancia clandestina. Él disfrutaba en la intimidad, recuerdo su excesiva tranquilidad, su calidez, sentados juntos por ahí en algún lugar. Creo que era un hombre muy cuidador, me gustaba su cariño, a su lado me sentía en el mejor de los mundos, no importa cómo y dónde fuera.

Nunca supe qué preguntar cuando lo veía, pero sí recuerdo que jugábamos a las escondidas, al ajedrez o al Risk. Es la calidez de esos momentos lo que los ha hecho inolvidables. No tengo en la memoria ninguna conversación adulta, tan solo conservo las mil y una preguntas que me gustaría hacerle, y que vinieron a mi cabeza cuando él ya no estaba.

Por eso me dediqué a mi trabajo de reconstruir la memoria. Quería construir al padre, dar solución a cada una de esas preguntas que siendo niña nunca le pude hacer… ¿Qué se le pregunta a un padre que está en medio de la guerra y al que se lo ve tan poco? Cuando lo encuentras solo quieres abrazarlo, atesorar el instante sin recriminarle nada, pero sabes que ese momento acabará y tú no podrás siquiera decidir cuándo ni cómo.

El cuento del Zorro y el Principito define lo que sentía. Cuando el Zorro le pide al Principito que lo domestique, el Principito llega tarde y el Zorro le dice que debe acudir siempre a la misma hora:

Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, a partir de las tres empezaré a ser feliz. A medida que se acerque la hora me sentiré más feliz. Y a las cuatro, me agitaré y me inquietaré; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes en cualquier momento, no sabré nunca a qué hora vestirme el corazón... Los ritos son necesarios.

Era un poco eso. Jamás había una hora o un día fijos para la llegada de mi padre, la mayoría de las veces ni siquiera sabía que iba a verlo; de repente abrían una puerta y aparecía él y entonces ahí, en ese momento, emergían todas las emociones. No sabía muy bien qué preguntar, o qué decir. Quedaba en estado de shock, pletórica de alegría, e intentaba detener el tiempo y fijar en mi memoria cada instante de su presencia.

Mi papá me decía: Mi niña o mi niñita. Recuerdo la última vez que me llamó así, la última vez que le vi. Fuimos a una cena en un restaurante que quedaba justo detrás de Casa Medina, se llamaba Tamarindo. Ese restaurante pertenecía a un amigo de mi mamá y de Carmen Lidia Cáceres, la compañera de Álvaro Fayad. Lo habían cerrado justamente para esa cena, a la que llegaron amigos que mi padre no veía hacía mucho tiempo, gente que había sido muy cercana a su historia pero que debido a las vicisitudes de la guerra no había visto en años.

Había mucha gente y él llegó tarde —como todos los políticos que suelen llegar tarde— y recuerdo que vestía una camisa blanca. Claudia, mi hermana mayor e hija de crianza de mi padre, una persona muy importante en nuestra historia y una de las personas trascendentales en mi vida, le dijo cuando lo vio entrar:

—Carlos, no estás usando el chaleco antibalas.

—Si me matan, me meten un tiro en la cabeza y el chaleco antibalas no me sirve de nada.

Yo creo que en ese momento él vio la reacción de mi hermana y la mía, nuestra impresión frente a su respuesta. Por esa época todo el mundo decía:

—Van a matar a Carlos, lo van a matar…

Por eso no me gustaba cuando durante la campaña presidencial de Gustavo la gente decía:

—Van a matar a Petro.

—¡No lo digan! —reclamaba yo, pues esa frase era para mí un mal presagio.

Aquel día, seguramente mi padre vio el gesto que hicimos ante su respuesta y se sentó con nosotras:

A mí me van a matar muy pronto, hijas… por favor, nunca me olviden.

Yo estudiaba en el Liceo Francés Louis Pasteur, de Bogotá, y era una mañana lluviosa, una de esas mañanas grises típicas de la capital, que desde entonces son lúgubres para mí. Tenía un examen de matemáticas —nunca fui muy buena para las matemáticas— y pedía: que algo pase, que pase algo… como Felipe, el personaje de Mafalda, que siempre imagina catástrofes que le impiden llegar al colegio.

En aquel entonces, por razones de seguridad, yo tenía otro apellido, no me llamaba María José Pizarro, me llamaba María José Barón, que es el apellido del papá de mi hermana mayor. Estaba en pleno examen cuando tocaron a la puerta y monsieur Morales, director del colegio, dijo:

—¡Busco a María José Pizarro!

Me asusté terriblemente porque sabía que si me llamaban por mi nombre verdadero algo malo pasaba, pues nadie sabía que yo era la hija de Carlos Pizarro, absolutamente nadie. El profesor dijo:

—Aquí no hay ninguna María José Pizarro, hay una María José Barón.

En ese momento me sacaron de la clase. Bajamos hacia la oficina de monsieur Morales y cuando se abrió la puerta vi a mi mamá y a Carmen Lidia llorando muchísimo. Ahí supe, sin que mediara palabra, que a mi papá lo habían matado, exactamente 48 días después de firmar la paz.

Lloré, quise gritar, todo mi mundo se derrumbó y me sentí profundamente sola. Todo lo que era hermoso y cálido en la vida se fue por mucho tiempo, en aquel momento pensé que para siempre.

Mi mamá dice que yo gemía, lloraba y golpeaba las paredes de la rectoría repitiendo: «¡No, mi papá no, mi papá, … papá!». Salimos del colegio y nos fuimos en un carro hacia la Clínica Nacional de Previsión, allí lo habían trasladado después de que le dispararan quince tiros en la cabeza con una mini Ingram dentro de un avión de Avianca, mientras volaba de Bogotá hacia Barranquilla en plena campaña por la Presidencia de la República. Efectivamente, el chaleco antibalas no había servido de nada.

Mientras íbamos hacia la clínica escuchábamos la radio, y ya cuando estacionábamos Yamid Amad, quien cubría la noticia, dijo que mi padre había muerto a causa de la gravedad de sus heridas.

En la entrada había mucha gente agrupada y no podíamos pasar. Mi mamá le repetía al portero que éramos familiares, pero no nos permitía el paso. De repente, Ernesto Samper y Horacio Serpa, quienes estaban por allí, nos escucharon y abrieron espacio para que pudiéramos ingresar. Ya en el interior subimos por una rampa que tenía un vidrio redondo. En el suelo de piedra, los goterones de sangre parecían indicar el camino hasta donde lo tenían. Mi papá murió, no lo alcancé a ver nunca más, en ese momento se fue para siempre.

De nuevo se hace silencio a mi alrededor, se apaga mi mente, entro en estado de shock. En aquel momento caí en un mutismo que duró muchos años, como si me hubieran arrancado el alma, como si me hubieran apagado la capacidad para la alegría.

Yo no entendía nada, tenía doce años ¿por qué, si se había firmado la paz, lo habían asesinado?, ¿por qué, si se suponía que la paz significaba que por fin íbamos a poder estar juntos, por fin íbamos a vivir la cotidianidad, la vida normal del papá que llega a casa después del trabajo? ¿Por qué lo habían matado? Para mí, la paz firmada fue dolorosa y con ella llegaron los tiempos más tristes de mi vida, pero lo más dramático es que hoy tengo plena conciencia de que eso le ha sucedido a miles de personas en este país.

A partir de ese momento, la gente hablaba de él pero nadie respondía mis preguntas y yo no sabía muy bien qué preguntar, cómo preguntar, cómo plantear mis inquietudes. No había quien pudiera decirme cómo era él exactamente; siempre faltaba algo en las descripciones que de él hacían y lo peor: nadie me podía explicar lo que yo estaba sintiendo. No había quien respondiera mis preguntas porque mis preguntas solamente las podía responder él.

Hubo un tiempo largo en la casa durante el que mi mamá no habló de él. Nadie lo hacía. El dolor nos invadió y logró silenciarnos, nos quitó la posibilidad de decir lo que sentíamos. Nadie hablaba, ni mi abuelita materna Chelín, ni mi mamá, ni mi hermana. Y yo cubierta por ese enorme silencio, un terrible y doloroso silencio que envolvió mis doce años.

Con el paso del tiempo la familia empezó a hablar de él poco a poco. Mi mamá contaba anécdotas, yo escuchaba e intentaba descubrir quién era el hombre a quien llamaba papá. Pero seguía sin comprender ¿por qué, si le habían dicho a la paz, lo habían asesinado? Sabía que mi padre había sido un insurgente y un revolucionario, también estaba claro que al firmar la paz había entrado a la vida civil y a la política: se había convertido en un candidato presidencial. Y, a pesar de su gesto de paz, lo habían matado. Asesinado cobardemente, por la espalda, a traición. Hablaban de mi padre los amigos y compañeros, la familia, los periodistas, las noticias, la gente en las calles. Aun así, empecé a darme cuenta que no lo había conocido y me frustraba tremendamente ser hija de semejante hombre y no haber tenido la oportunidad de conocerlo.

Lo más lindo de mi padre eran sus ojos color miel. Creo que en eso coincidimos mi hermana María del Mar, mi hija Aluna y yo: tenemos su color de ojos. Su mirada era muy profunda, como si al mirarte pudiera tocar tu espíritu, conocer cada rincón de tu ser. Su cabello era muy oscuro y ensortijado, su perfil parecía esculpido en piedra antigua. El tono de su piel era como el mío, bastante pálido y con muchos lunares. Tenía la costumbre de relamer su labio inferior mientras hablaba y sus manos dibujaban las palabras en el aire. Su sonrisa era hermosamente amplia, seductora.

Era extremadamente cálido con los demás y la gente lo tocaba como para saber si era cierto que existía. Yo he dicho muchas veces que él era como el caballero del sombrero blanco, al que todo mundo ve pasar, un ser rodeado de un aura especial que permanece en tu memoria, pero del que nadie sabe a ciencia cierta cuál es su pensamiento. A la larga, en la memoria de la gente quedó Carlos Pizarro como una estrella fugaz, y nadie pudo nunca decirme qué pensaba, cual era exactamente su ideología, aunque todos recuerdan la sensación que les produjo.

Mi padre tocaba el alma y eso es lo que yo sentía cuando estaba a su lado, que acariciaba mi alma.

Aún lo siento, de maneras diferentes según la época. Cuando lo mataron, en todos esos años de silencio, hablaba con él, le contaba mis cosas, le pedía que me protegiera y buscaba su orientación. Ya cuando vino toda la etapa de construir la memoria, de parir a mi padre —y afirmo que yo parí a mi papá porque lo busqué incansablemente durante veinte años hasta encontrarlo—, se lo entregué a la gente y al país. En ese momento él volvió a estar presente en la memoria colectiva de Colombia, porque la nueva generación comenzaba a archivar su historia, una historia anulada por los vencedores, quienes han intentado suprimir la verdad y la justicia. He hecho un esfuerzo inmenso durante la mitad de mi vida para que Carlos Pizarro no sea olvidado por su pueblo, ese al que amó y por el cual entregó la suya.

Han sido veinte años recorriendo sus pasos, veinte años en los que he vivido momentos sublimes en los que sentí que él estaba presente, instantes trascendentales. En 2016 viajamos a Yarumales, una vereda cercana a Corinto, en el Cauca, lugar en el que el M-19, en 1984, liderado por mi padre, libró una de sus batallas más emblemáticas, cuando el campamento en tregua fue atacado por el ejército en pleno cese al fuego.

Viajé en busca de su historia en Yarumales y, junto a más de cien personas, acudimos a las puertas del Cauca y subimos en chivas hasta el lugar de aquella confrontación que duró 26 días. Había visitado en libros y periódicos y escuchado en relatos orales, arrancados a las decenas de personas que entrevisté, los detalles de ese episodio ambientado por la niebla de las montañas, enterrado en las trincheras y sacudido por el fuego de los morteros mil veces, pero jamás pensé que fuera posible llegar hasta el lugar de los hechos. Con cada paso mi alma era barro, entre más subía, más sentía la presencia de mi padre. Los Mayores indígenas caminaban detrás de mí recogiendo mi alma y fundiéndola en el agua de las lagunas sagradas, cerrando los ciclos de la memoria y abriéndolos para la vida. Tanto trabajo, tanto caminar, tanta dignidad, tanta lucha, por ese solo instante había valido la pena dejarse la piel y las manos reconstruyendo su memoria: mi padre estaba más presente allí que en cualquier otro lugar.

He pasado más de veinte años reconstruyendo el camino hacia mi nombre y mi identidad, desde que, a mis veinte, nació Maya, mi hija mayor. Por eso también su nacimiento es tan importante para mí, porque marca simbólicamente el nacimiento de mi búsqueda. Antes de ese momento mi vida había sido confusa, me costaba hallarme, no lograba encontrarme y cuando ya me iba volando, insustancial, cuando me dejaba ir en mi ser interno, sin peso, llegó mi hija y me puso nuevamente aquí en la tierra y empecé a reconstruir al hombre que fue mi padre, a reconstruirme como mujer y a sanar.

Lo logré justo en 2016, durante el viaje a Yarumales, cuando sale a la luz pública el documental ‘Pizarro’. En 2017 me encuentro nuevamente con Gustavo Petro y conversamos, porque en ese momento ya era decisión tomada que me lanzaría al Congreso e iniciaría mi campaña. Había entendido apenas unos meses antes que ahora se trataba de recorrer mi propio camino, el camino de María José.

De vez en cuando, en mi mente, regreso al recuerdo de la foto en la playa de La Habana, escogida como afiche del documental, y siento de nuevo el calor, el olor que te invade cuando vas a tierra caliente, llegas a una casa, o un apartamento, abres las ventanas y dices: ya estamos aquí. Cualquier extranjero que nos escuche decir esto posiblemente se quede sin entender, pero ese momento tiene un olor húmedo y particular, uno de mis recuerdos más felices.

En mis primeros años, recuerdo ver a mi papá y a mi mamá en la cárcel. En Cuba disfrutamos en libertad, sin guardias y sin rejas. Ahí estaban todos los del M-19: Jaime Bateman se paraba en la entrada del cuarto y reía a carcajadas con los brazos abiertos como si fuera a salir volando. Todos juntos en una casa: Iván Marino, Álvaro Fayad, todos vivos y nosotros los niños jugando por ahí. No teníamos más de cinco años. Si hoy me sentaran en una sala con ellos, les haría veintiocho mil preguntas.

La verdad es que yo quisiera que mi papá me contara cada detalle de su vida y me dijera dónde estuvo y cómo vivió cada instante. ¿Por qué? Pues sencillamente porque yo he dedicado veinte años de mi vida a recorrer cada lugar y cada paso que dio. He estado en gran parte de esos lugares sin saber qué pasó allí realmente: aunque sé lo qué sucedió en términos históricos, no puedo saber lo que él sentía mientras estaba allí.

Dentro de mí y en mi corazón siempre han permanecido abiertas las preguntas que formulaba la niña: ¿Por qué tanta ausencia? ¿Por qué no estuvo presente? ¿Por qué tuvo hijos en medio de la guerra? ¿Por qué fue más importante intentar cambiar las cosas que permanecer al lado de su familia? ¿Por qué se fue a la guerra?

Pero las preguntas de la mujer adulta son otras completamente diferentes. Quisiera sostener con él una larga conversación, como las páginas de este libro, y poder hacerle preguntas sencillas sobre sus percepciones, preguntas sutiles sobre sus vivencias y también las grandes preguntas que abarquen una reflexión sobre cada época, sobre los grandes momentos de la historia de nuestro país. Quisiera conocer su relato, contado directamente por él, no a través de las palabras de los demás, que son las que he tenido que escuchar. Quisiera saber si él era como yo soy, si nos parecemos en nuestra forma de ser y estar en el mundo… quisiera comprender mejor el porqué de sus decisiones, el motor de cada uno de sus pasos.

Lo cierto es que el curso del tiempo es inclemente y la memoria, si no se cuida, si no se alimenta y se guarda, va desapareciendo. De ella se desvanecen los detalles y solo quedan las sensaciones y emociones, pues el corazón es profundamente leal.

En los años de búsqueda y reconstrucción de esa memoria, he recuperado objetos que andaban desperdigados por ahí, pues mi padre no fue un hombre apegado a las posesiones materiales y cuando murió no dejó absolutamente nada. Siempre tuvimos en casa las cartas, cientos de cartas que nos envió durante los años de prisión y de clandestinidad. Guardo una camiseta que le regalaron en campaña y que ya está bastante deteriorada por el paso de los años. Un oso de peluche que me regaló en una navidad en Cuba, al que llamé a mis nueve años Mixpapá, en su honor, y que ha pasado primero a las manos de Maya, mi hija mayor, y luego a las de Aluna, la más pequeña.

Lo primero que me entregaron fue su sombrero blanco. Lo habíamos llevado a la Quinta de Bolívar el día de su entierro y un par de años después nos preguntaron si lo queríamos de vuelta, pues no sabían qué hacer con él. Aún lo conservo como una de mis posesiones más preciadas. Años más tarde, un compañero muy querido, Jairo, quien estuvo con él desde los tiempos de las FARC, me entregó su pipa. Luego, Gerardo Ardila, otro compañero, me dió los zapatos que mi padre había utilizado en campaña y que él mismo le había regalado antes de morir, pues calzaban lo mismo. Después, Jorge Iván Ospina me envió la bandera en la que mi padre envolvió su pistola 9 milímetros el 8 de marzo de 1990, cuando el M-19 dejó las armas para siempre. Cuando inauguré la exposición “Ya Vuelvo”, en el Museo Nacional, me contactó un general venezolano que había supervisado la dejación de armas en Santo Domingo, Cauca, y a quien mi padre le había regalado la correa y la funda del arma que siempre llevaba en la cintura.

Así que después de andar, buscar y rebuscar, puedo afirmar que mi padre fue un hombre de muy escasas posesiones. Todo lo que tenía lo regalaba; si le regalaban unos pantalones nuevos, a los veinte minutos pasaba un compañero vestido con ellos. Siempre se vestía con ropa prestada, además, cabe recordar que él solo estuvo en la vida civil y en la paz durante cuarenta y ocho días.

Siempre me he preguntado qué cargaría en su morral durante esos diecisiete años que estuvo en la guerrilla, a lo largo de esos treinta y un mil kilómetros de la geografía colombiana que recorrió a pie.

Aún conservo varios de sus libros, entre ellos: Azteca, de Gary Jennings y, El Ascenso del Hombre, de Jacob Bronowski, ambos de una hermosa profundidad, sencillamente increíbles. En la colección también hay varios de ciencia ficción de Isaac Asimov y las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury. La ciencia ficción estaba dentro de sus géneros más recomendados y, por supuesto, los libros de piratas como el Corsario Negro, de Emilio Salgari. El último libro que dejó por ahí fue La Tentación de Cristo, de Nikos Kazantzakis.

En esos momentos de silencio quisiera contarle lo que he hecho. La bellísima carta con la que empieza este libro fue una de las que me escribió y ha sido para mí una suerte de bitácora del viaje que ha sido mi vida. Lecciones para nunca errar el camino, algo así como el mapa del tesoro. En algún aparte me escribe:

Sé sabia amor mío. Ser sabio es conocer en cada época todo lo que ella nos depara, vivir apasionadamente cada camino y cada extravío, saber siempre que el saber es un árbol infinito donde siempre se escala, ser sabia, mi niñita, es saber gozar de las cosas pequeñas de la vida y saber estar siempre al lado de los ideales justos… Ama con todo el amor de la vida cuando el amor te asalte. Sé apasionada. Haz de cada época de tu vida una leyenda. Mi niña, dejaré dormir todas mis angustias el día que podamos sentarnos en un sitio cualquiera a reírnos de esta vida que nos ha tocado en suerte a cada uno. Sé feliz, mi amor.

Ojalá pudiera contarle que cada época de mi vida ha encerrado un desafío y un logro y que ha sido, a su manera, una leyenda. Quisiera decirle que hoy soy una mujer feliz, pero también que supiera todo lo que me ha costado, pues no ha sido fácil llegar hasta donde estoy. Me gustaría contarle que entiendo profundamente su vida, sus soledades, sus temores, sus dolores, pero también sus alegrías, amores y compromisos. Lo entiendo porque de alguna manera los he vivido. En resumen, me gustaría que mi padre también me conociera a mí, me viera y me leyera.

Quisiera que mi padre estuviera orgulloso de mí, porque los esfuerzos para llegar hasta aquí han sido enormes. Hay personas que creen que ocupo el lugar en el que estoy solo por ser hija de Carlos Pizarro; por supuesto que ser su hija es un inmenso privilegio, pero también ha sido terriblemente difícil, me ha costado mucho, he tenido que luchar, establecer compromisos y hacer enormes sacrificios individuales; me ha tocado remar en contra de la corriente y muy poca gente conoce de verdad mi historia de vida. Han sido años difíciles, de grandes necesidades, de inmensos sacrificios y profundas soledades. Las circunstancias de mi infancia hicieron que me convirtiera en una persona de escasos amigos y tengo pocos e intento cuidarles y serles leal. Sin embargo, soy una mujer cálida y me gusta que las personas se sientan bienvenidas a mi vida pero no todo el mundo entra al espacio íntimo, sencillamente porque siempre hemos tenido que cuidar ese espacio privado para que nunca más vuelvan a intentar arruinarlo.

Mi padre siempre buscó cuidarnos, jamás dañarnos. Nunca nos metió dentro de una cueva, él quería que nosotras supiéramos y tuviéramos plena conciencia de lo que hacía y de por qué lo hacía: jamás nos ocultó nada. Siempre supe por qué luchaban mis padres, qué metas perseguían, siempre supe por qué estaban en la guerra. Me hicieron parte de ellos a pesar de las circunstancias de sus vidas.

Cuando me preguntaban en el colegio qué hacían mis padres, a veces yo respondía que mi papá era diplomático y mi mamá diseñadora textil, y que por esa razón viajaban tanto. Lo cierto es que pocas veces estaban cerca. Mis padres jamás podían asistir a una reunión en el colegio y muchas veces sentíamos temor de que alguien más supiera cómo era nuestra casa y quién estaba dentro de ella. A nuestra casa nunca podían entrar personas con las que no existiera una estrecha confianza, pero eso no impidió que estuviéramos al tanto de lo que pasaba afuera pues leíamos los periódicos, escuchábamos las noticias, sabíamos qué decían de nuestros padres, y ellos compartían con nosotras sus discusiones políticas cada vez que podían.

Nunca empuñe o toqué un arma. Aunque estaban cerca, se trataba para mí de algo parecido a la espada de un samurái o de un gran rey: no cualquiera tiene el derecho o el honor de tocarlas. Igual que el bastón del guardia indígena: lo ves, pero jamás, por respeto, te atreves a tocarlo. Y, precisamente, la relación de mis padres con las armas era diferente, no les rendían culto, no ocurría, como muchas veces ocurre en nuestro país, que se le entrega un arma a un niño o a un joven y se le dice: coja mijo, aprenda. Eso nunca ocurrió, ni se permitió la reverencia o la apología a las armas, porque el camino de las armas no era importante, sencillamente se trataba de una vía que, de no alcanzar su objetivo político, debía abandonarse. Lo que sí se reverenciaba eran las ideas.

Yo vi las armas de mi papá, por supuesto, o las de mi tía: tres de mis cinco tíos fueron guerrilleros. Pero mi casa era la casa de las abuelas y allí jamás se permitieron las armas. He visto los horrores de la guerra y es por eso que siento repulsión y prevención frente a las armas. Puedo afirmar que no existe en mí ningún tipo de atracción por esos instrumentos; es más, me producen temor. No quiero armas en mi vida, ni en mi entorno. Cuando era niña, estuvieron allí pero no quería tocarlas, no me sentía emocionada frente a ellas. Me acuerdo de las heridas de mi padre, de sus cicatrices dejadas por las balas. Las armas en nuestro país están relacionadas con la muerte, el horror y el dolor y, a mi padre, estoy segura, no le habría gustado que nosotras siguiéramos el camino de la guerra pues para él fue importante que entendiéramos los dolores que produce.

En medio de esta vida política que he escogido, en la que hay una presencia constante de personas a mi alrededor, en medio del agite y de los azares, de las presiones externas, existen momentos de silencio. Por ejemplo, en los aviones. Me gusta viajar porque dentro de un avión se está como en una cápsula de silencio. Allí no son frecuentes las conversaciones, y por lo general nadie te dice nada, o te dicen muy poco. Amo leer en los aviones y pienso en mis hijas y en mis constantes ausencias, escucho música y hasta me doy el espacio para llorar con alguna película o un libro. Siempre, cuando viajo a la costa, calculo y repaso la muerte de mi papá. Lo mataron a los cuatro o cinco minutos del despegue, entonces miro por la ventana, para ver exactamente dónde estaba, intento adivinar qué paisaje estaría mirando. Hoy sé que estaba más o menos sobrevolando Cota, ese pequeño municipio de la Sabana en el que pasé mi adolescencia. Desde el aire puedo ver El Majuy, esa montaña en la que crecí y caminé de arriba abajo durante años, esa montaña a la que dicen las leyendas muiscas iba a meditar Bachué. Mirando esa montaña perdió la conciencia mi padre.

Pienso en ese instante y me digo en mi ser interno: ¡Qué mierda que lo hayan matado! No sé cómo alguien pudo tomar la decisión de matar a un ser humano tan bello. Mi padre era como el Quijote: creía en un montón de valores que no se correspondían con aquel mundo en que vivía. Fue un hombre que creyó en una cantidad de conceptos éticos y de valores humanos en un mundo donde esos valores ya no eran importantes.

Él hablaba del honor, del respeto al enemigo, del valor en la palabra empeñada —como los viejos nuestros que no tenían más contrato y garantía que su palabra—, hablaba del amor y la solidaridad como estándar supremo del hombre y nada de eso existe ya en este mundo. Son valores que ya no importan ni definen el comportamiento de nuestras sociedades, la palabra ya no importa, tampoco el honor de los tiempos antiguos.

Él amaba las historias de la mitología griega y hablaba de Prometeo, quien había tenido la osadía de robar el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. Decía que los humanos teníamos que ser un poco como Prometeo, debíamos tener grandeza, imaginar y construir un mundo basado en los grandes principios que ha creado la humanidad; en sus palabras: Hombres que eran capaces de desafiar el destino, hombres como Prometeo, que desafiaban a los dioses y el destino para cumplir con lo que creía era su responsabilidad en la tierra y asumían esa responsabilidad a fondo.

Si estás en una posición desde la que puedes transformar la vida de millones, debes tener ese principio de grandeza. Si no hay grandeza, ¿mereces realmente condensar en ti las aspiraciones de millones? Mi padre expresaba esa grandeza. Creo que, por eso, él encarna también la metáfora del Quijote.

Si pudiera definir a mi padre en una palabra lo definiría como Rebelde, amante de la paz y la justicia social, un rebelde integral. Carlos Pizarro nació en una familia perteneciente a la oligarquía colombiana. En la época en la que nació mi padre, mi abuelo era vice almirante de la armada y comandante de la Base Naval de Cartagena. También fue miembro de la Junta Interamericana de Defensa, Agregado Naval de la Embajada de Colombia en Washington y Comandante General de las Fuerzas Armadas. Mi abuela, por su lado, venía de toda una familia de militares, mi bisabuelo fue edecán de López Pumarejo, y sus primos, generales de ejército.

Mi padre se rebeló ante las comodidades de su propia clase y se fue a la guerrilla. No era un hombre de origen campesino que buscaba la dignidad, como Pancho Villa, representante de la gente del campo que lucha por el derecho a la tierra, por decirlo de alguna manera. Mi padre era, tal vez, más parecido a Simón Bolívar, venía de un mundo de privilegios, sus compañeros de universidad fueron Ernesto Samper y Noemí Sanín, entre muchos otros. Él se rebeló contra esos privilegios y se fue a la guerrilla. Cuando sintió que la guerra y la lucha armada ya no tenían sentido, siendo jefe militar del M-19, se rebeló otra vez porque entendió que ese no era el camino y tomó el sendero de la paz, es decir, asumió la paz como destino.

Era una persona que no tomaba el camino trazado, que era capaz de renunciar a las cosas materiales y a los privilegios de su clase, una persona a quien las posesiones le importaban un carajo. En los tiempos de la paz fuimos a ver su cama, era una cama vieja que estaba amarrada con cabuya y a la que se le caían constantemente las tablas, así que, aburrido, bajó el colchón y prefirió dormir en el piso. Lo que yo he encontrado de él en estos años son pequeños y sencillos objetos que la gente ha guardado como un tesoro, pero no se trata de cosas que él atesorara, guardara o poseyera. Jamás tuvo casa, finca o un apartamento. Nada, absolutamente nada. Su legado es inmaterial. Para decirlo mejor: no recibí nada por herencia, cada éxito ha sido obtenido a pulso y he tenido que ganarme hasta el derecho de ser hija de mi padre. Tuve que iniciar un proceso judicial que duró alrededor de cinco años para recuperar mi identidad. Enfrenté a algunos en mi familia, quienes no estaban de acuerdo con que se entablara una demanda ante la justicia por su magnicidio. Y tras la insólita oposición de un familiar, debí exhumar el cadáver de mi padre para realizar las pruebas de ADN que me permitieron demostrar que era hija de Carlos Pizarro, a pesar de que siempre lo había sido, hasta que una vez más, a mis treinta y dos años, pude llamarme María José Pizarro Rodríguez. Hoy llevo con muchísimo honor su apellido.

Mi abuelo materno me llamaba, cuando aún no había cumplido los dos años: María Berraca, porque decía que yo era como un ciclón en Cuba. Después me llamaron sencillamente “María” y por muchos años fui “María”. En esa época no me identificaba a mí misma como “María José”. Ya en los tiempos de la construcción de la memoria fui “María José”, o “Josesita”, pero tenía otro apellido, es decir, respondía formalmente a otro nombre: María José Barón.

Hoy soy María José Pizarro, la mujer que quiero ser. Ya soy todas: la hija, la mamá, la compañera. En las calles y regiones me dicen con cariño de muchas maneras: “Pizarrito”, “La Pizarro”, “Majo”, “Mayo” en la costa; “Mária” en Antioquia; pero ya soy por fin María José Pizarro Rodríguez.

A veces quisiera escuchar la voz de mi papá llamándome: Mi niñita. Tal vez por eso a mis hijas a veces les digo “mi niña” o “mi niñita”, cumpliendo ese otro pedazo de la carta de mi padre:

Mi niña, yo no te he podido dar toda la ternura que mi vida había acumulado para alimentarte y recrearme. Tengo atrasadas un sinfín de caricias que solo tú, mi hija, podrías despertar y debías recibir. Las guardo en mí. De pronto algún día podrán florecer en tus manos o en las de tus hijos.

Y ese es el amor más inmenso que habita en mí: el amor hacia mis hijas; tal vez porque tiene un origen profundo: el amor que no nos pudimos dar con Carlos Pizarro Leongómez, mi padre.