UN 11-M SIN MUERTOS
Cuando se analiza la historia de la moción de censura contra Rajoy en 2018, la sibilina actuación de la izquierda y la estúpida pasividad de la derecha que la sufrió recuerdan inevitablemente la masacre del 11-M de 2004 y su descarada manipulación en la calle y en los medios para impedir que el candidato del PP, que también era Rajoy, llegara al poder tras las elecciones. En el libro Los años perdidos de Mariano Rajoy1 he contado con detalle aquel endiablado suceso, y a sus copiosos datos me remito. Pero todo en la moción de censura, cambiando la calle por los juzgados, lo recuerda: la manipulación mediática y la complicidad de la derecha con su ruina son idénticas; y el éxito de una conspiración abocada al fracaso cuenta siempre con la eficaz ayuda de la víctima: el PP.
Esa política de pasividad ante la agresión la viviseccionó Cristina Losada en «El PP y el síndrome de la mujer maltratada», en fecha tan lejana como el 14 de junio de 2006:
Hasta ahora el PP se ha comportado como si viviera bajo el síndrome de la mujer maltratada. Como si sufriera ese proceso patológico de adaptación a las agresiones, por el cual la mujer soporta la violencia de su pareja con la esperanza de librarse de males mayores. Y no es así, sino todo lo contrario. Ni en la violencia contra las mujeres, ni en la política. La pasividad y la evasión conducen al peor de los destinos. Nada excita más el sadismo de quienes disfrutan acosando y pegando al indefenso que este se esconda para ver si no le pillan. Nada les pone más que sentir que la víctima se rebaja. Y en esta historia, no está en peligro la vida, pero sí la libertad. La de todos. Bien vale la causa que le manchen a uno el traje. (…)
El problema del PP es que esto no acaba de empezar. Y que, cuando empezó, no hizo nada. Mejor dicho, lo hizo todo mal. La escalada de agresiones verbales debía de haberles puesto sobre aviso, pues tras el trueno viene siempre la descarga, o sea, la paliza. Pero si les quemaban, pintaban o apedreaban las sedes cuando lo del Prestige y lo de Irak, quitaban el rótulo y pasaban a una especie de clandestinidad. La noche del 13-M, cuando vieron rodeadas cientos de sus sedes, algunos, en el interior, se echaron a llorar. Ya era tarde. Los que afrontaron conatos de agresión no recibieron el respaldo activo de su partido. Si hubo denuncias, nunca más se supo de ellas. En suma, el PP ha dado la impresión de ir plegando velas ante las intimidaciones, de aceptarlas como una cruz que le ha tocado llevar. No, mejor no enrarecer más el ambiente. No, mejor no enfadarlos más. No, mejor pasar desapercibidos. Entonces, aún podía justificarse la actitud. Estaban en el Gobierno. Pero ya no hay escapatoria que valga. Es que van a por ti. Y a por más2.
En realidad, como en 2004, fueron a por todo. Y Rajoy y los suyos les dejaron llevárselo. Por supuesto, ya que aún no habían destruido las matemáticas, la aritmética parlamentaria hacía factible la llamada «moción de censura constructiva», que es la fórmula constitucional española, copiada de la alemana, para desalojar del poder a un Gobierno en circunstancias excepcionales y sustituirlo por otro con la misma u otra mayoría parlamentaria. No es una moción de castigo ni de condena, sino de sustitución urgente del Gobierno por un motivo inesperado. De hecho, ni siquiera se utilizó tras el golpe de Estado del 23-F de 1981, porque la mayoría parlamentaria de Suárez apoyaba a su sucesor e iba a votarlo cuando entró aquel gorila pistola en mano y disparando al techo. El triunfo del Parlamento, en el que no se reparó entonces lo bastante, consistió precisamente, tras el susto, en votar con normalidad.
Pero conviene recordar cómo una fórmula constitucional como la de la moción ha sido bastardeada deliberadamente por tres partidos políticos: PSOE, Alianza Popular y Podemos. El primero fue el PSOE, en la moción que presentó en 1980 contra Adolfo Suárez, que les había ganado por segunda vez las elecciones en 1979. Las excusas iban desde la gestión económica hasta la inestabilidad interna de UCD, pero su verdadero fin era presentar a Felipe González como candidato frente a un Suárez al que se quiso debilitar. La moción no ganó, porque los socialdemócratas de Francisco Fernández Ordóñez no se pasaron al PSOE —lo harían dos años después—, pero suele decirse que funcionó. Yo creo que su efecto último fue convencer a los golpistas de acelerar el golpe de 1981, para el que Alfonso Armada se había entrevistado ya con Enrique Múgica, encargado de Defensa en el PSOE, siendo Antoni Siurana, alcalde socialista de Lérida, el anfitrión. Los hechos prueban que la moción no debilitó a Suárez sino al sistema y favoreció el golpe, del que el PSOE, como coinciden tantos autores en la abundante literatura sobre el asunto, estaba al tanto. González era vicepresidente en la lista del fallido Gobierno Armada.
Todavía fue más lejos en la perversión de la fórmula constitucional de censura constructiva la de Antonio Hernández Mancha, recién elegido presidente de Alianza Popular en un congreso democrático, sin precedentes en la derecha. Para compensar que no era diputado y no podía enfrentarse en las Cortes a González, y con un objetivo no político sino demoscópico (porque las encuestas mostraban que, fuera de Andalucía, nadie lo conocía), en 1987 urdió un ardid publicitario contra un González con 184 escaños detrás. El desarrollo de la moción fue tan desafortunado que, en efecto, se le conoció demasiado, pero más sus defectos que sus virtudes, que las tenía. Al año, lo había sustituido Aznar.
Pero el colmo de lo grotesco y de la perversión del sentido constitucional de la moción de censura corrió a cargo de Pablo Iglesias, que presentó otra contra Rajoy en junio de 2017. Podría verse hoy como el prólogo de la de Sánchez en 2018 o como un acto más en los preparativos del golpe de Estado de octubre de ese año en Cataluña, pero la verdad es más modesta. Era solo un plan de imagen de Iglesias para reforzar a Podemos frente al PSOE como alternativa al PP, tras haber fracasado el sorpasso en las urnas. También quiso reforzar su liderazgo (nunca le era bastante) en una formación que, ante el ilegal referéndum catalán, empezaba a descomponerse desde Errejón hasta los anticapitalistas. Pero Iglesias vivía un momento de euforia, tras unirse a Irene Montero y alojar a su excamarada Tania Sánchez detrás de la columna. La novia defendió la moción del novio, un ridículo alegato escolar que, por razones incomprensibles, divirtió a la prensa, que declaró oradora a la párvula. Mientras, Ábalos despachó al aspirante con la abstención del PSOE, y Rajoy se divirtió con él, en plan charlotada. Nadie vio que los apoyos de Bildu, ERC y Compromís a Iglesias, si se unían al PNV y el PSOE, sumaban una mayoría letal.
Había un hecho objetivo en la derecha: la decadencia electoral del PP desde las europeas de 2014, agravada por el ascenso en las encuestas de Ciudadanos, cuyo líder Albert Rivera capitalizaba el desencanto de los votantes del PP por la actuación de Rajoy en el golpe de Estado catalán. El problema de fondo era la vuelta a la secretaría general del PSOE de Pedro Sánchez, expulsado un año antes por buscar una mayoría Frankenstein con comunistas y separatistas, ETA incluida, que le llevara a la Moncloa, ya que por sí mismo se había revelado como el peor candidato de la historia del PSOE. Sin embargo, a Rajoy solo le importaba que Ciudadanos lo mandase a casa. Y su único seguro de vivienda era el PNV, que apoyaba a Rajoy a falta de otro mejor. Es decir, de alguien menos antinacionalista, que bien podría ser el PSOE de Pedro Sánchez.
Pero la excusa utilizada para presentar la moción de censura, la sentencia del caso Gürtel, reveló muchas más cosas y más graves que los escasos escaños del PP, cuyo jefe, tras perder millones de votos, seguía tan fresco, bamboleándose en el machito. La moción demostró la corrupción institucional de algunos miembros de la Justicia, como explicamos en este capítulo, la incompetencia de la dirección del PP, que tanto presumía de experiencia en la gestión del Estado, y la nula entidad moral de un líder, Mariano Rajoy, cuyo retrato final fue un escaño vacío. Y en él, un bolso ajeno, el de su vicepresidenta y presidenta de la Generalidad de Cataluña tras el golpe, responsabilidad de la que desertó apenas asumirla. De la bolsa de Gürtel al bolso de Soraya: ese era el balance de un PP hecho pedazos y de una derecha obligada a reconstruirse, pero cuya ruina dejaba a España en manos de sus peores enemigos.
En realidad, de creer la propia versión de la izquierda, la moción de censura empezó el 6 de noviembre de 2007, bajo el gobierno de Zapatero y en plena demolición del legado de Aznar, cuando un modesto funcionario del Ayuntamiento de Majadahonda denunció a su jefe, que acababa de despedirlo. Se llamaba José Luis Peñas, y su jefe, Francisco Correa, fue el bautista involuntario del caso tras la versión alemana de su apellido por algún policía políglota (Gürtel, significa «correa» en alemán). No era la primera vez que alguien que cobraba por trabajos ilegales para un partido lo denunciaba al dejar de cobrar. Fue el caso del chileno Van Schouwen, contable de Filesa, una firma del PSC que blanqueaba el dinero negro que los bancos dieron a los socialistas para financiar el referéndum de 1986 sobre la OTAN. No cobraba mucho, un millón de pesetas al año, pero para el que deja de cobrar, un poco lo es todo. El Van Schouwen del PP denunció a Correa, apodado «Don Vito», por los delitos que durante muchos años había perpetrado él mismo a su servicio: blanqueo de capitales, delitos fiscales y societarios, falsedad documental y extorsiones a funcionarios públicos para conseguir concesiones. Lo habitual, cabría decir, en las zahúrdas financieras de cualquier partido político. Y de muchísima menor entidad que las hazañas saqueadoras de dinero público del PSOE andaluz o de Jordi Pujol.
José Luis Peñas, que, como digo, llevaba toda la vida en el PP, y parte de ella delinquiendo, fue a la UDEF (Unidad de Delitos Económicos y Fiscales) y a la UDYCO (Unidad contra la Delincuencia y el Crimen Organizado) de la Policía Nacional, dos policías políticas del zapaterismo, y fue a «tirar de la manta», como tantos mayordomos y menordomos políticos han hecho contra sus amos. Creyó que podía derribar a Correa y a su jefe, Aznar, que ni se enteró de la denuncia. No imaginó que la víctima acabaría siendo alguien que no pintaba nada en aquel PP de Aznar y Cascos. Hizo falta la babilónica capacidad de corrupción de parte de la administración de justicia y la complacencia con ella del PP para sentar en el banquillo y condenar en efigie a quien, como mucho, tenía una lejanísima responsabilidad moral.
Graciano Palomo rehace en el mejor capítulo de La larga marcha3 el itinerario abracadabrante de la denuncia y la condena de Rajoy. Al denunciante Peñas le cayeron cuatro años y nueve meses; y a Correa y los demás, el doble o el triple de las condenas habituales a los etarras más sanguinarios. Pero ya digo que, de por medio, se cruzó la corrupción judicial, en la figura de Baltasar Garzón. Y, a partir de ahí, cualquier irregularidad, sin rechazar el delito directo, como veremos, era no solo posible sino segura. Durante dos años, el Ministerio del Interior al cargo de Rubalcaba investigó el caso, a través de las llamadas «cloacas policiales». Al frente, el comisario Juan Antonio González, JAG, el policía de confianza del ministro Rubalcaba. Al lado, José Manuel Villarejo, poli de confianza de PP y PSOE. Y junto a él, José Luis Olivera, afectísimo a Villarejo, con su leal adjunto, Manuel Morocho. Un juez condenado por prevaricación, un ministro que permitió que sus subordinados espiaran a la oposición y colaboraran con ETA en el caso Faisán, y un elenco de policías a los que la grabación de Villarejo en el restaurante Rianxo de Madrid en 2009 retrató como banda de hampones: ellos forjaron el caso Gürtel.
La técnica policial no hubiera servido de nada sin un juez instructor capaz de entender la naturaleza política del caso, que era desprestigiar al Gobierno del PP. Así que el grupo de Interior llamó a Garzón para ofrecerle la instrucción. Palomo aporta testimonios suficientes para concluir que a Garzón no le cayó por sorteo el caso, sino que se amañó la adjudicación. Peor: que él ya estaba instruyendo el caso antes de que le tocara. Y lo demostró un hecho que le costó el cargo al ministro de Justicia, acabó con la carrera de Garzón y debió conducir al archivo de tan viciadas diligencias: el espionaje a los abogados de los detenidos, organizado por el juez y por el Gobierno.
Al delito se unió pronto la chapuza. A la irregularidad del Gobierno al buscar a Garzón como juez instructor, metiendo el caso en el reparto con la excusa de una remota conexión del abogado de Correa con otro caso, se añadiría la desaparición de las pruebas de la denuncia, el pendrive con el testimonio de Peñas, el testiculum primigenium del caso. No sabemos cuándo se produjo ese extravío ni cómo. Lo cierto es que el 6 de febrero de 2009 Garzón ordenó la detención de seis personas e imputó a otras treinta por el caso Gürtel. Caza menor, a la que trató como a peligrosos etarras. O a los ciervos de la finca Cabeza Prieta, a los que, según foto publicada después, daba patadas para comprobar su muerte. Como Fujimori a los terroristas del MRTA, en la escalera de la embajada del Japón.
Cronológicamente, esa cacería animal se produjo al día siguiente de la cacería política. Y es que inmediatamente después de ordenar prisión sin fianza para Correa, para un primo suyo llamado Antoine Sánchez y para Pablo Crespo, exsecretario de organización del PP gallego, Garzón quiso celebrarlo por todo lo alto. Y se citó con el ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, para ir de cacería a Cabeza Prieta, finca cercana a Torres, Jaén, su pueblo natal. Bermejo acudió con su señora, Garzón con su Dolores Delgado, y también JAG, el policía del caso y hombre de Rubalcaba. Para burla de Montesquieu, allí se turnaron abatiendo ciervos el Poder Legislativo y el Ejecutivo, invitados por el Judicial; juerga, salvo para los ciervos, que pagaba cierto millonario farmacéutico de Barcelona. Una mezcla insuperable de lo privado y lo público, para irrisión de lo legal.
Tan escandalosa mezcolanza de poderes e intereses suscitó el empeño lógico del PP de abatir el caso instruido entre cartuchos. Y en ello se centró la denuncia de la portavoz parlamentaria del PP Soraya Sáenz de Santamaría, que no era enemiga por principio de las relaciones políticamente interesadas. De hecho, su marido acababa de incorporarse a Telefónica. Pero hizo una defensa, por seguir con lo cinegético, de fogueo. Se centró en acusar al ministro de Justicia de cazar sin licencia, junto al juez instructor y al policía de la UDEF. Y el ministro Bermejo, rebautizado «el Furtivo», cayó. Antes, tuvo una intervención chulesca que todo el Grupo Parlamentario Socialista ovacionó puesto en pie. Pero, cumplidas las honras fúnebres parlamentarias, el mismo grupo, también en pleno, vació el hemiciclo y dejó a Bermejo elegíacamente solo. Entonces, dimitió.
Garzón tomó la denuncia de la cacería en la finca de su amigo como una ofensa personal. Y con pleno conocimiento de las fiscales del caso, Myriam Segura y Concepción Sabadell4 (que, años después, reapareció en el caso de la cacería política del hermano de Ayuso), decidió intervenir las conversaciones de los abogados de aquellos que acababa de encarcelar. La corrupción procedimental de Garzón brindó a Ignacio Peláez, abogado de uno de los acusados, José Luis Ulibarri, la ocasión de denunciarlo ante el Supremo, junto a las dos fiscales y al agente Morocho, que fue el que perpetró técnicamente el delito. Cuando la denuncia llegó al Supremo, Morocho y las fiscales le echaron la culpa a Garzón, que fue expulsado de la carrera por prevaricación. Pero el fiscal general del Estado a propuesta del PP, Eduardo Torres-Dulce —cinéfilo notorio y notorio amigo del ministro de Justicia y fiscal Ruiz-Gallardón— no expulsó a las fiscales que habían confesado su delito y sabían que espiar a los abogados es algo prohibido en cualquier Estado de derecho, por torcido que esté. Peor: les permitió seguir en el caso, haciendo lo que venían haciendo, con fuerzas renovadas por el alivio: perseguir al PP, que no al delito. Mayor delito habían cometido ellas, y el PP se lo perdonó.
El de la confesada corrupción de las fiscales y la condena del juez instructor era el momento para que el PP y, en términos generales, la derecha judicial, devolviera el caso a sus inicios, sin las irregularidades con que la policía de Rubalcaba, el juez instructor Garzón y el ministro Bermejo habían empedrado la denuncia, la instrucción y, como remate, la intervención de las conversaciones abogado-cliente por Garzón. Pero Torres-Dulce, que no quiso investigar como se debía el vagón del 11-M que encontró Libertad Digital y que ponía en solfa la instrucción del caso, no lo hizo. Dejó tranquilamente que las fiscales, tras confesar su delito, aunque achacándoselo al juez, continuaran en el mismo caso. Y cuando, pese a tan clamorosas ilegalidades, el caso llegó a juicio, otra criatura judicial de Gallardón, Carlos Lesmes, presidente del CGPJ, permitió la recusación de dos jueces supuestamente favorables al PP, Enrique López y Concepción Espejel, mientras admitía en el tribunal al juez José Ricardo de Prada, íntimo amigo de Garzón y públicamente identificado con el entorno etarra en sus denuncias a la política antiterrorista del PP.
Ni la más descarada conspiración de sus enemigos superó, por tanto, la colaboración con ellos de los amigos y deudos de Rajoy. Y, encima, lamentaban, gemebundos, en privado y ante periodistas, la evidente indefensión en que la instrucción del caso y la composición del tribunal dejaban al PP. ¡La indefensión que ellos habían propiciado! Pero ojo: todo fue aprobado por el propio Rajoy, hijo de juez, porque «no le gustaba recusar jueces». Como si todos los jueces fueran iguales y como si la recusación no sirviera para algo en un Estado de derecho. El de Garzón es un caso pasmoso de corrupción que perjudica al supuesto corruptor: el PP.
No se trataba de un acto de virtud en el que, como en el caso de Sócrates o el de Tomás Moro, la conciencia obliga a la observancia de la ley y le cuesta la cabeza al virtuoso. De serlo, el PP habría impulsado la independencia del Poder Judicial, como prometía el programa electoral de 2011 que cosechó la mayoría absoluta y que Gallardón, flamante ministro de Justicia, anunció así en la comisión de Justicia: «Vamos a acabar con el obsceno espectáculo de ver a políticos nombrar a los jueces que pueden juzgar a esos políticos». Poco después, Rajoy se desdijo y Gallardón tragó con la excusa de un lío, olvidado ya, sobre las cuotas de jueces del Constitucional. El desprecio a los electores y a la independencia judicial acabaron costándole el Gobierno. Y a Rajoy siguió dándole igual.
La actuación del tribunal que juzgó el caso Gürtel fue tan escandalosa que solo la costumbre de sufrir y callar explica la parálisis de sus víctimas: Rajoy, su Gobierno y el PP. Admitir la recusación de López y Espejel y no recusar a De Prada ya eran letales. Pero el momento más humillante de este juicio prejuzgado fue cuando llamaron como testigo a Rajoy, que no estaba imputado en el caso. Hasta le negaron la posibilidad de declarar por videoconferencia como cualquier etarra sanguinario. Y Rajoy se sentó mansamente en el banquillo. Para negarlo todo, pero se sentó. Condena mediática asegurada.
Entonces se produjo un fenómeno de justicia poético-jurídica que pudo salvar el caso, devolviéndolo a los corrales o a una instancia menos politizada. Los tres jueces eran: el presidente Ángel Hurtado, amigo de Rajoy; José Ricardo de Prada, enemigo jurado del PP, y Julio de Diego, de carácter débil y bajo la influencia de De Prada. Pero De Diego se durmió de manera reiterada en el juicio. Y un abogado de los condenados (a sentencias muy superiores a las de los peores etarras) lo denunció, y la prensa demostró gráficamente la dormición. Eso obligaba a Hurtado a anular la decisión, ya que uno de los decisores estaba roque, y no una vez o dos sino, como probó el abogado, en muchas ocasiones.
Pues bien, el presidente Hurtado rechazó el recurso asegurando que él no había notado tan reiterada somnolencia. El abogado presentó filmaciones que acreditaban la indefensión de su pupilo y justificaban los apodos de «el Dormilón» o «juez durmiente» que la prensa puso a De Diego, en homenaje al enanito de Blancanieves. Hurtado las rechazó y el PP calló. Hurtado incluso hizo ponente de la sentencia a De Prada, que añadió la famosa «morcilla» a la sentencia, embutido que Hurtado y Dormilón paladearon antes de engullirlo, satisfechos.
Estas son las famosas «morcillas», porque hubo más de una, sobre la credibilidad de Rajoy, expresada por De Prada en la sentencia de la AN de 17 de mayo de 2018:
Como prueba testifical relevante, el MF señala que algunas de las personas que aparecen como perceptoras de algunos cobros: Jaime Ignacio del Burgo, Santiago Abascal y Luis Fraga, han reconocido haber recibido esas cantidades. Sin embargo, lo han negado otros testigos comparecientes: Srs. Arenas, Álvarez Cascos, García-Escudero, Rajoy, etc., que afirman la falta de credibilidad de dichos papeles y niegan la existencia una Caja B en el partido. Sin embargo, el MF rebate la veracidad de dichos testimonios, al indicar —argumentación que comparte el tribunal, que debemos tomar en consideración, a la hora de valorar estas testificales— lo que significaría reconocer haber recibido estas cantidades, en cuanto que supondría reconocer la percepción de pagos opacos para la Hacienda Pública, que si bien entiende que no son delictivos, pudieran ser considerados por los testigos como merecedores de un reproche social, como también que en caso de reconocer estas percepciones vendrían a admitir la existencia de una «Caja B» en el seno de una formación política a la que pertenecen o han pertenecido; por lo que se pone en cuestión la credibilidad de estos testigos, cuyo testimonio no aparece como suficiente verosímil para rebatir la contundente prueba existente sobre la Caja B del partido. En palabras del MF: «No son suficientemente creíbles estos testigos para rebatir dicha contundente prueba».
Vamos, que el juez da por indiscutible una mera hipótesis fiscal. Otra morcilla anterior acusa al PP de financiación ilegal, pero solo como «contexto».
También otras cantidades sirvieron para directamente pagar gastos electorales o similares del Partido Popular, o fueron a parar como donaciones finalistas a la llamada «Caja B» del partido, consistente en una estructura financiera y contable paralela a la oficial, existente al menos desde el año 1989, cuyas partidas se anotaban informalmente, en ocasiones en simples hojas manuscritas como las correspondientes al acusado Bárcenas, en las que se hacían constar ingresos y gastos del partido o en otros casos cantidades entregadas a personas miembros relevantes del partido, si bien estos últimos aspectos que se describen lo son únicamente para precisar el contexto en el que se imbrican los hechos objeto de este enjuiciamiento, pero quedando fuera de su ámbito de conocimiento.
Evidentemente, De Prada escribe a coces, como su íntimo Garzón, al que le corrigen a veces las faltas de ortografía, aunque no las suficientes para borrarlas del texto original de sus sentencias. Pero el problema no es el cómo sino el qué, la clara arbitrariedad del ponente, condonada por Hurtado y Dormilón, en sus conclusiones. Cuando Rajoy ya había caído y Sánchez había sido entronizado con un discurso sobre la corrupción del PP y de Rajoy, llegó la resolución del Supremo sobre el recurso a la sentencia. Y negó las afirmaciones de De Prada, rematadas por Garzón en La Sexta, que legitimaron la moción. El texto es irritado e inequívoco. Parece un capón a Hurtado:
No puede afirmarse la autoría del Partido Popular como autor de delitos de corrupción y prevaricación irregular, cuando esta posibilidad de que fuera destinatario de sobornos no fue objeto de acusación, al no solicitarse su condena en tal sentido y haber sido traído al proceso como partícipe a título lucrativo que presupone que el beneficiario no solo no participó en el delito sino que desconoció su comisión. Es una condena a la restitución de lo recibido a título gratuito. Basta con constatar que se ha producido una recepción y que no responde a título oneroso para que proceda la condena a la devolución. Tal consecuencia no implica reproche culpabilístico, para esa condena a la restitución no es necesaria ni una gota de culpabilidad. Ni siquiera conocimiento.
(…) En definitiva, efectivamente no es dable afirmar que el Partido Popular delinquiera, cuando no ha sido enjuiciado por responsabilidad penal en este proceso.
Se condenaba al PP… que no era enjuiciado en ese caso. O sea, que De Prada y el tribunal habían faltado a la verdad. Pero ¿qué más daba ya? A burro muerto, la cebada al rabo.