La farmacopea de la abuela

 

 

 

Podría tratarse de una moda —si las modas no fuesen efímeras—, en lugar de esta búsqueda constante al hilo de la tradición que, a pesar de su deslumbrante aparición durante la última década, en realidad nunca ha dejado de existir.

Hoy en día se habla de viejos remedios, se redescubre —o se cree redescubrir— el valor de las terapias naturales, de los fármacos vegetales en relación con la vida humana, la eficacia del contacto directo con la tierra y sus criaturas como punto de enlace entre el hombre y la naturaleza, tratando de recuperar el «paraíso terrenal» al que, a pesar de todos los pesares, los seres humanos creen tener derecho.

Durante muchos años, a los pobladores de este planeta se les ha convencido de que únicamente los maravillosos descubrimientos de la química y la biología podían asegurar la supervivencia de la especie, gracias a diferentes métodos: el bagaje ancestral de supersticiones y miedos, las sencillas recetas de la farmacopea casera (inútiles cuando no perjudiciales) o la serena sabiduría de los hombres humildes que acompasaban el ritmo de sus vidas con el del mundo vegetal y animal, de los que extraían consejos y enseñanzas. Ya murieron los viejos hechiceros que conservaban una salud y longevidad envidiables sin saber nada de penicilina ni de antibióticos; desapareció el campesino que cura su ganado confiando en las medicinas que la naturaleza le proporciona. En el altar de la frágil salud de los hombres del siglo XX se amontonan tubos de píldoras y cajas de comprimidos de todos los colores, seductores, reconfortantes y con frecuencia... inútiles.

Mientras, en un rincón perdido del campo, alguien que nada sabe de los últimos descubrimientos de la medicina sigue combatiendo sus resfriados y bronquitis a base de tisanas calientes y compresas de harina de lino. Alguna que otra abuelita de la vieja guardia, logró sobrevivir a la furia de la modernidad y no ha dejado de preparar en familia su mermelada de fresa y de calentar su infusión de violetas para sus nietecitos, atacados por una tos pertinaz.

Y, lo que son las cosas, la infusión surte efecto.

En nuestras ciudades, al límite de la congestión, sólo los últimos sabios, los animales domésticos, buscan con obstinación la curación de sus pequeños males entre la hierba cada vez más escasa de los jardines.

Y también ellos se curan.

Así que, de manera inesperada, se produce el gran retorno.

 

 

La tradición popular

 

¿Quién sintió por primera vez la necesidad de difundir este inmenso y olvidado patrimonio que nos proporciona la tradición? Ciertas personas (muy pocas al principio) intoxicadas de civilización, desilusionadas por el progreso, que empezaron a pensar que se estaban alejando demasiado de la vida natural, que el entusiasmo por la nueva medicina no carecía de peligros, que los alimentos en lata perdían su sabor.

De esta manera, se comenzó a revalorizar la comida tradicional, la medicina vegetal y los remedios caseros que resuelven los problemas de la vida doméstica. De ahí se desencadenó la recuperación de todas aquellas hierbas que habían formado parte, durante siglos, del bagaje cultural y tradicional de los pueblos. Remedios y recetas que —con las variantes propias de cada caso— se pueden encontrar en diferentes pueblos de todo el mundo, como prueba de que, cuando el hombre confía en la naturaleza, reencuentra la unidad y la homogeneidad, más allá de toda diferencia social o racial.

Pero, si ha sido posible volver a atraer la atención de la opinión pública hacia este patrimonio tan vasto, es porque la presencia de esta tradición ha seguido fluyendo (aunque a través de canales reducidos) de generación en generación. Alguien se ha encargado de custodiar celosamente esta enorme reserva de conocimientos específicos y de sentido común, hasta el punto de que ha sido posible recuperarla en muy pocos años, de forma económica y al mismo tiempo ventajosa.

Las viejas recetas de la farmacopea casera, los remedios inmediatos y seguros para las decenas de pequeños achaques de la salud, los sencillos trucos de la vida doméstica han encontrado en la generación de nuestras abuelas las más fieles vestales.

Han sido cien años, no más (incluso tal vez menos) en los que este saber tan útil ha estado en el umbral de la desaparición; a las olvidadas viejecitas de nuestra infancia hay que atribuirles todo el mérito de haber mantenido viva esta tradición, y no sólo porque hayan sido las últimas «manipuladoras» de esta ciencia casera, sino porque en sus densos cuadernos de elegante caligrafía han anotado con diligencia (como si presintieran que, en un futuro no tan lejano sus nietos iban a desempolvarlas) las recetas «secretas», los remedios «cúralo-todo», los consejos y las indicaciones transmitidas por madres y abuelas tan diligentes como ellas. Sin estos cuadernillos amarillentos, forrados con papel de flores y adornados, pensamientos íntimos y sistemas infalibles para combatir la jaqueca (todo lo que hoy en día quiere hacerse pasar por el último grito en medicina) se habrían perdido por completo. Y es que, ¿por qué motivo tantas cosas buenas, probadas y aprobadas por generaciones enteras, han podido llegar a caer en un olvido tan contumaz?

En cualquier caso, obedece a numerosas y complejas causas, relacionadas con la evolución general que ha marcado siempre a la humanidad, creando una zanja infranqueable entre una y otra generación.

En realidad, parecía que todo aquello que nuestros abuelos sabían de forma intuitiva y natural yacía en el olvido. Aquel sereno fluir de la vida de acuerdo con el ritmo universal, la confianza instintiva en la tierra y sus productos para que el organismo mantuviera su equilibrio fisiológico, se veían superados por las vitaminas en píldoras y las hormonas sintéticas, a pesar de que eran los mismos remedios que habían dado fama a Hipócrates, Paracelso o tantos otros nombres que nos habían precedido en la búsqueda del equilibrio psicofísico, un equilibrio que permitiera que el organismo gozase de una salud perfecta. Unas manos bastas e inexpertas habían destruido e inutilizado estos remedios, hasta el punto de no caer en la cuenta de que también formaban parte del pensamiento humano. Y es que el arte de nuestras abuelas no había surgido de la nada, sino que se basaba en recetas antiquísimas, cuya indiscutible eficacia nadie sabía quién había descubierto; con toda seguridad, sus métodos se remontaban a viejas creencias y mitos nacidos de los resultados alcanzados.

Queda por preguntarse qué razones arrojaron al olvido esta fuente inagotable de sabiduría popular, cómo pudo producirse ese repentino repudio a las tradiciones, que habían sobrevivido intactas el paso de los siglos.

La irrupción del consumismo fue sin duda la responsable principal de la desaparición de este bagaje tradicional. La obsesión por ir a la última en todo, la invasión de máquinas y utensilios eléctricos, destruyeron todo vestigio de sabiduría y sentido común.

¿Quién iba a elegir lavar la colada con cenizas frente a los relucientes botones de la lavadora automática (a pesar de que esta destruye en poco tiempo los tejidos más resistentes y ningún producto de los que lavan «más blanco» podrá dar jamás a la lencería el perfume y blancura de las coladas secadas al sol de otros tiempos)? Los carísimos frasquitos que ofrecen perfumes sintéticos tal vez puedan preferirse a las bolsitas de gasa llenas de flores de lavanda suavemente olorosa que se colocaban por toda la casa, en todos los rincones, en todos los cajones (y es que no hay que olvidar que la lavanda antes hay que buscarla, desecarla, prepararla).

Lo mismo ocurrió con la medicina popular. No se encuentra con facilidad un matojo de malva o de flores de manzanilla para combatir el insomnio, mientras que cualquier farmacia nos proporciona píldoras de colores y pastillas milagrosas que prometen curaciones inmediatas y noches de sueño profundo.

Luego, de repente, algo empezó a torcerse: los milagros al alcance de todos suscitaron alguna que otra sospecha, y volvieron a recuperarse los consejos de la abuela.

Montaigne, a quien nadie podrá negarle su sentido común, decía: «Hemos abandonado la naturaleza y aun así querríamos aprender su lección, la que nos conduciría de forma tan segura y tan dichosa... Si el hombre fuera sensato, pagaría el precio de cada cosa en función de su utilidad y de la necesidad que esta tuviera para su vida».

 

 

La vuelta a las hierbas

 

Quizá lo que pasa es que el hombre está recuperando la sensatez. ¿Cuál puede ser la razón del retorno a las hierbas medicinales?

Vivimos en un siglo marcado por la ciencia y el mecanicismo; cada siglo, es verdad, tiene sus propios dioses: el nuestro eleva la ciencia y la técnica a la categoría de ideal supremo, de motor de cualquier acción humana.

La medicina escudriña minuciosamente el cuerpo humano con ayuda de instrumentos electrónicos, tratando de ocuparse de sus órganos de manera selectiva en cuanto realidad física autónoma, desprendida e independiente del conjunto del que forma parte. Paralelamente, la química y la farmacología no escapan a esta actitud, de forma que, mientras aquella nos proporciona un número inagotable de productos milagrosos para cualquier necesidad doméstica, esta recurre a fármacos de complicada fórmula obtenidos mediante sofisticadas síntesis de laboratorio. Esto se traduce en un sinfín de productos para limpiar, abrillantar, lavar y desincrustar ante los cuales la capacidad de elección de una persona sensata corre el riesgo de embotarse, hasta el punto de verse abocado a decidirse por uno u otro en función de los martillazos que le asesta la publicidad, a los que no puede sustraerse. La consecuencia es una invasión irracional y aberrante de medicamentos que en ocasiones pueden resultar útiles, pero que con frecuencia son más perjudiciales que beneficiosos, especialmente para problemas leves.

Sin embargo, como ya hemos dicho, hay quien empieza a evadirse de esta «sociedad en píldoras» de origen eminentemente consumista. Miramos a nuestro alrededor y nos percatamos de que la naturaleza está dispuesta a proporcionarnos remedios eficaces contra los achaques humanos y, sobre todo, para prevenirlos.

El interés renovado hacia los tratamientos con hierbas y otros remedios de tipo natural para las necesidades caseras ha sido demostrado de modo convincente en congresos, exposiciones y debates al más alto nivel, así como en artículos al respecto. El uso de plantas oficinales pone en práctica nuevas estrategias de tratamiento que, aun sin constituir en ningún caso una novedad, se nos antojan el «último grito» en el campo de la medicina aplicada, al tiempo que inauguran terapias que poseen, por lo demás, efectos psicológicos muy notables.

En cualquier caso, sería absurdo pensar que las hierbas son la panacea para curar todos los males o que podemos combatir todos los trastornos y enfermedades con los remedios de la abuela. Si así lo hiciéramos, demostraríamos una gran falta de sentido común, que es justo lo contrario de lo que propugnaban nuestras abuelas, para quienes sus curas y remedios se subordinaban, ante todo, a la experiencia práctica y a los resultados efectivos que conseguían con ellos.

Ciertas enfermedades (aún más, la mayoría de ellas) son competencia de la medicina oficial: la penicilina y los antibióticos son hallazgos valiosos e insustituibles para tratar muchas alteraciones orgánicas graves, en los estados patológicos irreversibles. Pero de ahí a engullir antibióticos, psicofármacos y sedantes como si fueran caramelos inocuos hay un abismo.

Los pequeños achaques —como dolor de cabeza persistente, indigestiones, hinchazones de las extremidades o resfriados— no requieren, en la mayor parte de los casos, los remedios drásticos a los que estamos acostumbrados, tan acostumbrados que algunos incluso ya no nos hacen efecto. Es más, los medicamentos químicos alteran a la larga el equilibrio general del organismo, provocando reacciones negativas que en ocasiones resultan difíciles de controlar.

De ahí la utilidad de conocer todas las recetas que eran patrimonio de nuestras abuelas y bisabuelas, recetas que tienen la ventaja de curar ciertos achaques, de hacer desaparecer muchos trastornos, de prevenir los inevitables malestares a los que estamos más o menos expuestos, sin dañar el cuerpo.

 

 

Terminología

 

Así pues, debemos retroceder en el tiempo para descubrir de dónde viene la ciencia de nuestras abuelas, de quién proceden los consejos sobre el mejor modo de alimentarnos y de qué fuentes tradicionales se derivan las creencias sobre la causa de las enfermedades y la mejor manera de vencerlas sin contravenir a la naturaleza. La patología popular no contemplaba demasiadas causas de enfermedad: el sol y la luna, la sangre, los humores, los dientes y las lombrices.

El aire —como en el caso del «golpe de aire»— puede crear una serie interminable de malestares y trastornos, que dan pie a neuralgias en varios puntos del cuerpo (ojos, dientes, garganta, oídos), así como resfriados, bronquitis, tos, dolores reumáticos, etcétera.

El sol es responsable de insolaciones, enrojecimientos e inflamaciones cutáneas, así como de colapsos (al igual que ocurre con el aire frío), mientras que a la luna se le imputan ciertos caracteres extravagantes: el hipocondrismo y las manifestaciones morbosas en general.

Por su parte, la sangre provoca ciertas enfermedades de la piel. Por medio de ella se manifiestan las amenorreas, clorosis, cloritis pálidas y anemias; si la sangre es demasiado espesa, provoca dolores uterinos y dismenorrea en la mujer, así como, en general, congestiones pulmonares, ataques de apoplejía, oftalmias, congestiones y cefaleas.

A los humores se deben (nuestras abuelas conocían cuatro) hinchazones, catarros, corizas, supuraciones y tumores fluctuantes.

Las lombrices son la causa de muchas enfermedades, sobre todo infantiles, y no sólo intestinales; los dientes, por último, pueden provocar fiebre, catarros de diversas clases y otros inconvenientes.

Examinadas a la luz de los más modernos conocimientos de nuestra época, ¿cuántas de estas «creencias» resultan erróneas? En realidad, no muchas, y hasta la medicina oficial empieza a tomarlas ya en cuenta, aunque todavía manteniendo ciertas reservas.

Junto a las causas es bueno citar los remedios: sangrías, cataplasmas, tisanas, decocciones, tinturas y, además, baños medicamentosos, vinos medicinales, licores de hierbas, ungüentos, infusiones, etc.

Todos estos sistemas de curación obedecen, como es obvio, al ritual concreto que corresponde a las exigencias naturales de la cura, y que por supuesto no tiene nada de empírico. Hay excepciones, pero en general se puede decir que la preparación de estos remedios naturales sigue unas reglas prácticamente inmutables.

 

Cataplasma

 

Es el remedio típico de aplicación local que se emplea para curar las afecciones de la piel, hinchazones, contusiones, heridas, llagas, úlceras o dolores reumáticos.

Para preparar la cataplasma, se majan las hierbas frescas y se vierte el jugo sobre un pañuelo que se aplicará sobre la parte afectada. También se puede hervir la hierba en un poco de leche y, una vez que esta se haya evaporado, se extiende el ungüento tibio sobre el pañuelo. En ciertos casos, puede usarse vinagre en lugar de leche.

La cataplasma también puede prepararse con harina de semillas de lino, arcilla (menos corriente) u otras sustancias dotadas de propiedades terapéuticas.

 

Decocción

 

Se obtiene al hacer hervir durante mucho tiempo en agua las raíces, la corteza, las ramas o las semillas de una planta.

Tanto la madera como las raíces deben ser majadas o raspadas, desmenuzadas y trituradas antes de ponerlas a hervir. A continuación, se ponen a macerar en agua fría durante 12 horas.

La ebullición a fuego lento puede tener una duración que va de 20 minutos a varias horas, en función de las indicaciones: por lo general, la decocción se cuela enseguida con un colador normal, o se filtra con un pedazo de tela que estrujaremos después para recuperar al máximo el jugo.

 

Elixir (o licor)

 

Es un preparado de jarabe de una o varias plantas y medicinales aromáticas con alcohol. Pueden prepararse los elixires con las tinturas de plantas añadiendo azúcar y agua.

 

Infusión

 

Es la preparación más sencilla para obtener una bebida más ligera que la decocción, pero igualmente eficaz. Para la infusión se utilizan hojas, flores, raíces u otras partes de las plantas. El conjunto se reduce a trocitos, se vierte en agua hirviendo y se deja macerar unos minutos, o más. Taparemos el recipiente mientras el vegetal permanece en infusión. Para colar o filtrar el líquido, se puede usar un colador normal o un trozo de tela.

En ocasiones, para obtener una infusión se emplea, en lugar de agua, vino, vinagre o alcohol.

Para aprovechar todos los principios activos que contiene la infusión, hay que estrujar el residuo que queda tras filtrarla.

 

Jarabe (o sacarolito)

 

Es una solución de agua y azúcar en la que se disuelven extractos de plantas medicinales o aromáticas.

 

Maceración

 

Para extraer todos los principios medicamentosos de una o varias plantas, se vierten estas en una dosis establecida previamente de agua fría, alcohol, vinagre o vino, y se dejan macerar durante unas horas, o incluso días o semanas. También en este caso, tras colar o filtrar el líquido, hay que estrujar los restos que hayan quedado en el colador o el trozo de tela.

 

 

Es una infusión que se puede aromatizar con un trocito de corteza de limón o naranja, unos clavos o un pedacito de canela en rama.

 

Tintura

 

Es la maceración en frío de hojas y otras partes de una planta en alcohol de 60° o 70°.

La operación se puede llevar a cabo de dos maneras. La primera consiste en verter en una botella alcohol de la graduación indicada y poner a macerar la planta medicinal desmenuzada en trozos pequeños, durante 4 o 5 días; se pasa entonces el líquido a través de un papel de filtro y se guarda en una botellita cuyo tapón, a ser posible, tenga un cuentagotas.

La otra opción es dividir la dosis de alcohol en dos partes. En la primera se pone a macerar el fármaco durante 4 o 5 días. Se filtra el líquido, se vierte en una botellita y el residuo de la maceración se pone de nuevo en infusión en la segunda parte de la dosis de alcohol. Transcurridos otros 4 o 5 días, se filtra también este segundo líquido y se añade al primero.

Las tinturas se administran a gotitas y se diluyen en un poco de agua, o bien se aplican sobre un terroncito de azúcar.

 

Ungüento

 

Se prepara mezclando hierbas o jugos de hierbas u otras sustancias medicamentosas con grasas, lanolina o sebo.

Esta preparación es de carácter improvisado y debe utilizarse en el curso de pocos días.

 

Vino medicinal

 

Se hace macerar en vino las hierbas elegidas —desmenuzadas o trituradas— y se dejan reposar durante un tiempo. A continuación, filtraremos el vino y lo conservaremos en una botella.

Para la preparación de este tipo de medicamento se aconseja utilizar siempre un vino de primera calidad.

 

 

Recolección, desecación y conservación

 

Hemos visto cuáles eran los remedios de la medicina popular, remedios que se demostraban siempre útiles y beneficiosos y que, por lo demás, aún hoy se utilizan en los pueblos donde, por diversas razones, nuestra aséptica civilización no ha penetrado todavía por completo. Algunos son de una eficacia segura, hasta el punto de que incluso hoy en día la medicina oficial recurre a ellos, haciendo de tripas corazón, como un pariente rico que se decide a pedirle un favor a su primo pobre.

También en la farmacopea casera, a la que nuestras abuelas se aferraban con obstinada firmeza, había unas reglas, principios y modalidades de uso a los que era necesario atenerse.

Entre multitud de recetas, notas y consejos, en el recetario de la abuela aparecían con frecuencia algunas de las plantas más conocidas: se diría que, por ejemplo, la manzanilla, la malva o el ajo tenían por sí solos el poder de mejorar (si no de curar) como mínimo el 50 % de las enfermedades que asolaban a la humanidad... ¡y tal vez era cierto!

La infusión de manzanilla, por evocar un remedio universal, ha permanecido en plena forma hasta nuestros días y no sólo para combatir el insomnio, los dolores de estómago o las digestiones difíciles, sino como un óptimo método para aclarar el pelo, al que confiere reflejos dorados sin resecarlo o restarle vigor (cosa que sí ocurre con los tintes modernos).

En cuanto se manifestaban los primeros síntomas de tos y de catarro, se recurría a las clásicas cataplasmas de harina de semillas de lino y a la obligación taxativa de guardar cama cubiertos con chales y bordados, sin poder sacar ni la punta de la nariz.

Había que sudar para hacer salir del cuerpo enfermo todos los «humores» malignos y, para ello, se le propinaban al paciente bebidas y tisanas calientes, y ¡pobre del que se le ocurriera sorber una gota de líquido poco menos que hirviendo si la fiebre aparecía! Se recurría, sobre todo, a la leche, que tenía la función de alimentar al enfermo, a la espera de los huevos frescos del día con los que se recuperaría durante la convalecencia.

La miel era otro de los productos naturales sobre cuyas múltiples y demostradas propiedades nadie discutía, y junto al limón (el cítrico por excelencia de nuestras abuelas), aparecía en innumerables preparaciones, óptimas desde todos los puntos de vista, sin excluir el sabor.

El limón, por su parte, era muy apreciado como reconstituyente y digestivo. Recordemos que nuestras abuelas preparaban limonadas utilizando sabiamente la pulpa, las semillas y la cáscara del fruto, sin desperdiciar nada del cítrico, el cual posee entero unas virtudes beneficiosas, tónicas y reconstituyentes bastante superiores al simple zumo exprimido.

Se cortaban uno o dos limones en grandes rodajas o en trozos y se ponían a hervir en suficiente agua durante 10 o 15 minutos, como mínimo. Luego se pasaba el agua por el colador y se ingería, aún hirviendo, endulzada con azúcar o miel. Esta es la única manera de aprovechar racionalmente todas las cualidades del limón, sin echarlas a perder.

Uñeros, forúnculos o pequeños abscesos podían reblandecerse mediante la aplicación de continuas compresas empapadas en decocciones o infusiones adecuadas. Se consideraba perjudicial para el estado de salud general que todo el pus «volviera» a la sangre (como solía decirse), con la absorción consiguiente del forúnculo o el uñero. Así pues, nuestras abuelas habrían recelado de los antibióticos y de la penicilina que solemos emplear para hacer bajar las inflamaciones. Y, en realidad, salvo casos concretos, no se equivocarían.

La tierra arcillosa de cierto tipo y calidad era bastante apreciada para resolver algunos malestares internos o como tratamiento de «belleza» contra ciertas dermatosis locales. Este remedio —que, a simple vista, puede parecer anacrónico— se inspira en realidad en una tradición popular muy antigua: se remonta incluso a los pueblos primitivos y, atravesando los siglos, ha llegado a nuestros días en forma de baños de barro que han merecido la aprobación de la ciencia oficial. Baños terapéuticos, baños de arena o compresas de arcilla caliente y fría son aún hoy de uso común, si bien en los días felices de nuestras abuelas estas prácticas se conocían mejor, incluso en la simple farmacopea familiar, y se aplicaban con sentido común y de manera regular.

Si, con el tiempo, el pequeño malestar estacional se convertía en una enfermedad más grave de los pulmones o bronquios, se consideraban imprescindibles los baños de arena. Para ello se confiaba —cuando era posible— en el médico, quien, debido a que atesoraba una larga experiencia práctica al respecto, solía aprobar ese tratamiento.

Para que las distintas preparaciones de hierbas, harinas o arcillas resultaran especialmente eficaces, había que seguir cierta praxis que contemplaba desde la recogida del material (hierbas, hojas, tierra) hasta su desecación y conservación.

 

 

La recolección de las hierbas

por Candida Pialorsi Falsina

 

Achicoria, lirio, lúpulo, malva, manzanilla, pervinca, violeta tricolor: todos estos nombres nos resultan familiares. Por tanto, es natural que nos preguntemos si no sería preferible que nosotros mismos recolectáramos esas hierbas, en lugar de dirigirnos al herbolario. En teoría, diríamos que sí, dado que la planta fresca siempre está más activa que la seca, ya que los aceites balsámicos están íntegros, los principios activos no se han oxidado y el proceso de deshidratación aún no se ha iniciado. Pero, realmente, casi diremos que no, por las siguientes razones: los prados cercanos a carreteras asfaltadas «inhalan» constantemente los gases que emiten los tubos de escape de los coches, que poseen un generoso contenido en plomo. Los campos, por su parte, son tratados con pesticidas, cuyos residuos en ocasiones se acumulan en la propia constitución orgánica de la planta. De este modo, los principios activos de la planta se ven alterados, tanto cuantitativa como cualitativamente, por el uso de abonos químicos. No se trata de un comentario realizado a la ligera: al contrario, se trata de una reflexión muy consciente acerca de la realidad que nos rodea, que hay que tener en cuenta para poder determinar cuáles son los suelos adecuados y los parajes más indicados en los que aún se pueda recolectar esas hierbas que deben permanecer como un regalo de la madre naturaleza.

Por tanto, no se recomienda en absoluto ir recogiendo achicoria por las zanjas que discurren junto a las carreteras, ni tampoco verbasco (cuya belleza y luminosidad parece invitarnos a recolectarlo sin dilaciones). Cuidado también con recoger hierbas en prados irrigados con aguas que puedan ser tóxicas.

Los mejores lugares para buscar hierbas son las montañas, los terrenos silvestres muy aislados, las pequeñas islas y las costas mediterráneas, alejadas del tráfico rodado.

No creemos oportuno hablar aquí de los problemas de radiaciones, dado que excede nuestras posibilidades de defensa, así como los de la lluvia ácida. Por desgracia, también las plantas y las hierbas padecen una contaminación atmosférica que ha adquirido una dimensión universal. No podemos más que esperar que el sentido común se imponga sobre la especulación, de manera que el panorama mejore. Por el contrario, sí podemos defendernos de pesticidas y abonos químicos: así, ya hay países que han promulgado leyes para controlar la calidad de las hierbas comercializadas, lo que les permite volver a tomar con total tranquilidad sus tisanas.

Con todo esto, tenemos que ir acostumbrándonos a prescindir de las infusiones preparadas con flores de malva recogidas con nuestras propias manos.

Si tenemos la posibilidad de acceder a los parajes adecuados que hemos señalado anteriormente, debemos ser capaces de saber recolectar las plantas de la manera correcta. Ante todo, la primera vez es necesario hacerse acompañar por un recolector experimentado, para no cometer errores de bulto que podrían resultar letales. Nos haremos además con un manual ilustrado y claro en el que figuren las hierbas en sus sucesivas fases de desarrollo (antes, durante y después de la floración). Buscaremos información sobre cuál es la época adecuada para la recolección. Respetaremos al máximo el medio ambiente, con el fin de no empobrecer el patrimonio floral de la zona, lo que imposibilitaría recolecciones posteriores. Emplearemos herramientas adecuadas para la recogida (navajitas afiladas, unas buenas tijeras para no dañar la planta...). Por último, respetaremos en la medida de lo posible las yemas y evitaremos la recogida de raíces de plantitas en pleno proceso de crecimiento.

Las hierbas recolectadas se guardarán con cuidado en bolsas de plástico, en cuyo fondo habremos dispuesto antes unas hojas de papel doblado y humedecido. Así, mantendremos las plantas en un buen nivel de humedad. Una vez de vuelta en casa, sacaremos de inmediato las hierbas de las bolsas y las lavaremos con cuidado, para que no pierdan sus valiosas propiedades.

Podemos tener el placer de utilizar una hierba saludable y fresca incluso si vivimos en la ciudad: una maceta en la terraza o el alféizar de una ventana nos permitirá cultivar menta, perifollo, hisopo, tomillo, hierba luisa, salvia, mejorana, romero, albahaca, artemisa, estragón y, siempre que empleemos unos contenedores adecuados, berro.

Estas hierbas pueden cultivarse con humus orgánico y no tratarlas con abonos químicos líquidos ni sólidos, así como tampoco con antiparasitarios. De este modo, podremos disfrutar preparándonos, por ejemplo, una tisana digestiva con las hojitas frescas de poleo recolectada en nuestro «huerto ecológico familiar».

En conclusión, vayamos con toda confianza a nuestro herbolario para hacernos con cualquier hierba que necesitemos, pero al mismo tiempo, y si vivimos en un lugar adecuado, no perdamos la oportunidad de convertirnos en unos expertos «herboristas recolectores» como en los viejos tiempos. Volver a casa con una bolsita de flores de perpetua amarilla o de romero, recolectadas en las costas rocosas de nuestro Mediterráneo, no nos servirá sólo para enriquecer nuestra «farmacia verde», con los beneficios subsiguientes para el hígado, sino que también será un placer para las visitas, ya que durante días y días un delicioso perfume balsámico inundará todos los rincones de nuestra casa.