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Vida y milagros de una fracasada

Me gustaría poder decir que soy una triunfadora. Ya sabéis, una de esas mujeres, seguras de sí mismas, que son capaces de subirse a unos tacones kilométricos y enfrentarse a todo lo que se les ponga por delante sin perder una pizca de ese glamur, casi innato, que forma parte de ellas. Pero está claro que ese no es mi caso. De hecho, me considero más bien una especie de víctima de las circunstancias que intenta sobrevivir en una ciudad donde el clima es del todo impredecible, cada cual va a lo suyo y existen aún leyes que impiden acceder al parlamento con armadura. Y no, eso último no es coña.

Hay muchas cosas que he aprendido de esta ciudad, aunque trataré de ser breve y exponer las cinco que, a mi juicio, deberías saber si tienes previsto mudarte a Londres:

Uno: Es mejor que descartes la idea de que jamás de los jamases meterás en tu saludable cuerpo uno de esos Fish and Chips tan célebres —o lo que es lo mismo, pescado frito con patatas—, porque lo más probable es que acabes consumiéndolo en algún momento, ya sea en Piccadilly Circus, en el zoo viendo a los leones o en el puestecito que cada mañana se plantará delante de la puerta de tu trabajo, inundando el aire de fragantes aromas que prometerán no dejar indiferente a tu colesterol.

Dos: Piénsatelo dos veces antes de coger un tricitaxi. A ver, que sí, que todos sabemos que son un medio de transporte muy de moda, muy verde y ecológico. Pero depende de adónde quieras ir, te arriesgarás a respirar los humos de todos los autobuses que estén en un radio de un kilómetro, y encima exigirán que pagues un riñón por dejarte los pulmones hechos un potaje.

Tres: Hacerte la fotito de marras, esa que crees tan graciosa, con un Guardia de la Reina en el palacio de Buckingham no es siempre una buena idea. Ya sabes, esos oficiales con enormes sombreros de pelo negro que están ahí de pie, totalmente inmóviles. En serio, hay a quienes les fascina la idea de hacer un rato el payaso junto al pobre soldado, en plan: «¡Mirad, estoy a punto de meter el dedo en su nariz y no intenta asesinarme!», pero después de más de siete horas sin mover un solo músculo, ten la seguridad de que se estará acordando de todos los ancestros del dueño de ese dedo.

Cuatro: Las tarjetas de felicitación. No sé si ya te lo han dicho alguna vez, pero si hay algo que un londinense se toma igual de en serio que la puntualidad, eso es la socorrida tarjetita de felicitación. Da lo mismo si te ha costado únicamente un par de peniques, si está cubierta de purpurina o de unicornios con mirada psicópata que son un pecado para el buen gusto, ni se te ocurra aparecer en un cumpleaños, boda o a cualquier otra celebración sin una dichosa tarjeta si no quieres convertirte automáticamente en una paria social.

Y cinco: Acostúmbrate desde ya mismo a la moqueta, porque aquí encontrarás ese peludo depósito de polvo y ácaros hasta en el cuarto de baño. Y no es una forma de hablar: está en todas partes. Es como La invasión de los Ultracuerpos, pero en plan tranquilo. De modo que vas a toparte con ellas en restaurantes, en la oficina postal, en el trabajo y, obviamente, en tu apartamento.

A pesar de estos cinco puntos, insisto en dejar claro que me encanta vivir en Londres, pasar la tarde en sus museos, visitar la torre del Big Ben, en plan turista, o ir de compras a Covent Garden.

En Londres encuentras gente de todo tipo: punks, roqueros, milenials… Todos van a lo suyo, nadie los mira y nadie te mira. Lo que en mi caso es de agradecer, teniendo en cuenta que llevo toda una vida conviviendo con el amasijo de rizos anaranjados que crece sin control sobre mi cabeza, con la única virtud de desgreñarse cuando menos lo necesito, haciendo que vaya por el mundo como si acabara de salir de un After Hour. Y es que mis rizos son del tipo que todo el mundo admira, pero que nadie en su sano juicio querría ver en su propia cabeza.

A ver, tampoco es que les preste demasiada atención. ¿Quién tiene tiempo para eso en esta ciudad? La verdad es que me las apaño bastante bien con un par de horquillas y un coletero, que son dos de las mejores ideas que ha tenido el Homo sapiens desde que inventó la pizza de atún. Una pena que a nadie le diera por inventar algo que borre definitivamente las pecas. A esas no hay manera de esconderlas en una bolsita o debajo de una gruesa capa de maquillaje. Las muy jodidas son demasiadas para que pueda disimularlas y se exhiben sin pudor, como una sonrosada ristra de pequeños puntitos que se extienden por las mejillas hasta la nariz, donde acaban montando una pequeña fiesta. Mi padre insiste en que son monísimas; yo, sin embargo, las detesto. Lo que demuestra, una vez más, que en la vida todo es cuestión de gustos.

En fin, antes de nada, quiero contaros cómo llegué aquí, a Londres, y al apartamento de sesenta metros cuadrados que comparto con una camarera un poco chalada, llamada Charlize. De modo que empezaré por presentarme: me llamo Mar Farré, soy natural de Barcelona, la mayor de tres hermanas, Isabel y Claudia, mido uno sesenta, peso cincuenta y seis kilos (aunque cuando me preguntan aseguro que son cincuenta y dos) y tengo los ojos verdes. Pero no penséis que me refiero a un verde de los que tiran para atrás ni nada de eso —ni pestañas interminables, ni motitas doradas, ni pimientos en vinagre—. Así que supongo que no hay nada destacable en mi rostro, ninguna cualidad de esas que llaman la atención a primera vista, salvo mi boca de labios grandes y gruesos. Y mis pecas, por supuesto.

Decir que tuve una adolescencia un poco atípica sería quedarse corta. Es lo que tiene crecer con una madre algo neurótica que detesta más de lo que le gustaría admitir que las cosas y las personas no sean tan perfectas como se esfuerza en serlo ella misma. Supongo que la pobrecilla pasó media vida convencida de que, como fue modelo allá por el Cretáceo, yo estaba genéticamente programada para seguir sus pasos. Y aunque mi metro sesenta de estatura y mi alergia a practicar cualquier deporte (principalmente los que comportan sudar) pusieran claramente en duda tal hipótesis, me doblegué a sus deseos y traté de conseguirlo durante algún tiempo.

De modo que al cumplir los veintidós dejé atrás mi amada Barcelona y me trasladé a Birmingham, donde me presenté al casting de una conocida marca de lencería que prefiero no mencionar. Naturalmente, no me dieron el trabajo, aunque tampoco puedo decir que me sorprendiera después de ver a las chicas de piernas interminables y cuerpos de infarto que se presentaron al mismo casting que yo aquel día. Si bien, tuve la cuestionable suerte de que me seleccionaran para rodar un par de anuncios publicitarios durante aquel mismo año (uno de compresas extraabsorbentes y otro de pasta de dientes hiperfluorada), por los que me pagaron algo más de doscientas libras. Circunstancia que no hizo muy feliz a mamá. De hecho, creo que lo más memorable que hice tras aquello fue perder a mi novio Carlos.

Permitidme un instante para dar un suspiro. La ocasión lo merece. Carlos era un chico guapo y atlético, aunque no demasiado inteligente, al que las chicas no le quitaban el ojo de encima. Mi hermana Claudia solía decirme que no me daba cuenta de la suerte que tenía de salir con él, porque el chico estaba cañón. Y debía de estar en lo cierto, porque la muy viva no se lo pensó dos veces antes de meterse con él en su cama. Bueno, sería más exacto decir en mi cama. Aunque supongo que el dónde carece de importancia en este asunto. Cosas que pasan: un día regresas a casa de tus padres por vacaciones, encuentras a tu hermana junto a tu chico jugando a los papás y a las mamás en tu dormitorio, y al otro vuelves a Londres con un novio de menos y el corazón roto en mil pedazos.

Por partida doble.

De modo que, apenas con veintitrés años ya había renunciado a la idea de regresar algún día a Barcelona, de enamorarme de nuevo y de convertirme en la gran modelo que mamá tenía en mente. Siendo sincera conmigo misma, era consciente de que ni siquiera llegaría a ser una mediocre, que mis días como modelo estaban destinados a evaporarse incluso antes de empezar. Así que un día decidí plantarle cara al asunto y despedirme del cuento de hadas, dejar de creer en las chicas que logran sus objetivos como por arte de magia, en las dietas milagrosas y en los unicornios que expulsan arcoíris por el trasero. Obviamente, no iba a pasarme la vida pensando en que quizá mi gran oportunidad estaba a la vuelta de la esquina, porque estaba claro que aquello no iba a suceder ni en dos vidas. Ningún cazatalentos con dos dedos de frente iba a fijarse en la chica pecosa con pelos raros y boca de pez, habiendo tantas carpas brillantes en el acuario.

Me costó, pero finalmente lo acepté. Por otra parte, había llegado un punto en que me daba cuenta de que la obsesión de mi madre por mí y por mi carrera había ido disminuyendo con el paso de los años. Quizá la razón fuera que por aquellos días mamá tenía un nuevo objetivo en mente: mi hermana Claudia. Circunstancia que acabó siendo la causa de que dejara de prestar atención a mi ya fracasada carrera.

De manera que, dos años después, el día de mi vigésimo quinto cumpleaños, me encontré a mí misma hecha un mar de lágrimas mientras veía Bajo el sol de la Toscana, postrada en el sofá, ahogando mis insignificantes miserias en un litro de helado de vainilla.

De pronto quería ser como Frances, la preciosa protagonista de la película que, tras un desengaño amoroso, decide romper con todo y empezar de nuevo en un apartado rincón de Italia. ¿Por qué yo no podía hacer lo mismo? ¿Qué me lo impedía? ¿Qué me impedía construir mi propia historia desde cero, empacar unos sueños que no eran míos y empezar a cuidar de mí misma? Algo que jamás había hecho, ya que por aquel entonces era gracias a mis padres que se sufragaban los gastos de mi apartamento, las letras de un coche que normalmente estaba aparcado en el garaje y la academia de idiomas donde perfeccionaba mi inglés.

¡Incluso habían pagado el helado que me estaba zampando!

¿Era posible ser más parásito?

Sí, creo que ya conocéis la respuesta. Así que, de la noche a la mañana, decidí que aquello iba a cambiar, que tenía que hacer algo para tomar las riendas de mi vida, ahora que a nadie parecía importarle lo que yo hiciera con ella, y empezar a tomar decisiones. Perspectiva que, además, me producía cosquillas en el estómago.

Así que supongo que puede decirse que aquella película, de alguna manera, acabó con mi miedo a cerrar una etapa y abrir otra nueva. Pero sobre todo me dio las energías necesarias para buscar un trabajo de verdad; uno de esos que llenan tu nevera cada quince días y te permiten comprar las braguitas a juego con el sujetador, sin tener que esperar al mes siguiente.

Como si el universo hubiese estado esperando a que yo tomara la decisión, al cabo de unos días surgió la oportunidad de trabajar en Houses and Lives, una importante inmobiliaria, situada en el centro de Londres, de la que todo el mundo hablaba por aquel entonces. Así que, muy animada, acepté el trabajo.

Lo que significa que ahora vivo en un pequeño piso en Londres y que vendo casas. Pero no casas corrientes, sino de alto standing, con mucho glamur, clase y todo eso. Resumiéndolo en un periquete: que enseño viviendas que en la vida podré permitirme con mi sueldo. Lo que es un verdadero asco, si te paras a pensarlo.

Sin embargo, durante estos últimos años he ido desarrollado una vena nega-positiva muy curiosa. Se trata de una ideología a la que he bautizado con el nombre de «Filosofía Farré», en la que lo malo no es tan malo, y no todo lo bueno es tan bueno como parece. Por ejemplo, lo de trabajar en House and Lives. Estaremos de acuerdo en que vender casas tiene algunos inconvenientes: los madrugones, buscar clientes, estudiar el mercado… Pero también tiene sus cosas buenas, como poder comprar esos conjuntitos de Victoria’s Secret que tanto me gustan y destinar un buen pellizco del salario a mi pequeño rincón de lectura, donde las novelas románticas aumentan cada mes en las estanterías. Sin embargo, lo más importante es que sabía que aceptar este trabajo me permitiría interactuar con otras personas y con otro entorno. Y eso para mí, en mi situación, era como estar mirando hacia un horizonte presto a ser descubierto. Por primera vez tenía la oportunidad de ser quien quisiera, aunque después de pasar veinticinco años bajo la sombra de mamá no tuviera muy claro lo que deseaba realmente, o cuál iba a ser mi papel en aquella nueva etapa de mi vida.

¡Mi vida!

La sola palabra me suena a gloria. ¡Adiós a los caprichos de mamá, al cabrito de Carlos y a la traidora de mi hermana! Mi vida es solo mía, aunque eso signifique no tener a quien culpar cada vez que meto la pata, o que mi cuenta bancaria se llene a fin de mes de números rojos si no llevo cuidado con los gastos.

Por lo demás, soy una mujer como tú o como cualquier otra, con mis miedos y mis complejos, que no son pocos. Sin ir más lejos, he de confesar que me paso el día contando las calorías de todo lo que engullo para tratar de mantener a raya la longitud de mi trasero que, de un tiempo a esta parte, muestra una embarazosa tendencia a aumentar de tamaño. Me cuesta asumir que ya no tengo la talla treinta y seis, aunque cuando voy a comprar unos jeans de esos sin licra no tenga más remedio que aceptarlo. Ya me entendéis, es eso o llevarlos más apretados que un gorro de natación.

Mi otro gran secreto es que me aterra la soledad. Y no me refiero únicamente a tener novio o casarme, sino a vivir en una ciudad como Londres. Aquí está de moda lo de ser un single, todo el mundo va a lo suyo y a nadie le importa lo que hace el vecino, por lo que me espanta terminar convirtiéndome en una de esas locas que viven en una casa con la única compañía de cien gatos. Si eso ocurriera, mamá no volvería a mirarme a la cara. Me convertiría en la gran decepción de la familia. Y es por esa razón que siempre le miento sobre lo bien que me va en esta ciudad. Algo que, por supuesto, ella no acaba de creer.

Algo nuevo, para variar

El molesto riiin, riiin del teléfono comienza a sonar sobre la mesita de noche. Después de mis horribles últimos quince días, lo único que me apetece es abrazarme a la almohada y enterrar el rostro en ella hasta asfixiarme o desaparecer. De manera que pulso el botón del volumen, lo pongo en silencio y me acurruco bajo la manta, suave y calentita, esperando a que en algún momento quienquiera que sea que está tratando de tocarme los ovarios se dé por vencido.

Cuando el silencio vuelve a reinar en el dormitorio, cierro los ojos y me dejo caer en un agradable duermevela.

Estoy empezando a sentirme en la gloria cuando mi móvil, al que parece importarle un bledo mi paz interior, empieza a vibrar sobre el mueble.

¡Mierda! Levanto la vista y lo miro con disgusto antes de descolgar.

—Dígame.

La voz de mi madre suena al otro lado del auricular. Hace medio siglo que no la veo, aunque nos llamamos de tanto en tanto para saber qué tal nos va todo; pero sobre todo qué tal me va a mí. Mamá piensa que soy una perdedora, que estoy echando mi vida por el retrete y que poco puedo hacer ya para remediarlo, aunque tiene la amabilidad de no mencionarlo a no ser que lo crea totalmente necesario.

—No mamá, es obvio que no estoy durmiendo —respondo a su pregunta.

—¿Está Ryan contigo en casa?

—No, no está aquí. —Y por lo que a mí respecta, no va a estarlo ni ahora ni nunca, evito contestar—. Estoy segura de que te dije que lo habíamos dejado la última vez que hablé contigo.

—¿Sí? No lo recuerdo. ¿Cuándo fue eso?

—Hace diez días —digo echando una mirada hacia su lado de la cama, ahora vacío.

—¿Y aún no lo habéis arreglado?

—No. Y no creo que vayamos a hacerlo por ahora.

—Oh, Mar, no lo entiendo —se lamenta—. Ryan es un chico estupendo.

—Lo dices porque no has vivido con él —resoplo.

—¿Sabes lo difícil que te será encontrar a otro hombre como él?

Bien, justo lo que necesitaba oír para darme cuenta de que mi vida amorosa es un puto desastre. ¡Gracias, mamá, ahora estoy preparada para la mierda que me depare el futuro!

—Tienes razón, mamá, ya no existen hombres como él. Tendrían que tener un máster en Capullería Cuántica para estar a su altura, y ya no imparten esa materia en la universidad.

—No digas bobadas, Mar. En serio, no entiendo por qué te haces esto a ti misma. Siempre que las cosas empiezan a irte bien, vas y la pifias.

—¿Y por qué crees que es solo culpa mía? —Resoplo.

—¿Pretendes que crea lo contrario?

Arrugo el ceño.

—Soy tu hija. Deberías confiar un poco más en mí.

—Lo haré el día que decidas comportarte como una adulta y empieces a poner tu vida en orden.

—Oooh, te aseguro que ya está muy ordenada, mamá. Lo único que me queda por hacer, es poner mi nombre por orden alfabético. —Respiro hondo—. En fin, ¿qué es lo que ocurre?

—Tengo algo que contarte.

—Estupendo —respondo frotándome los ojos—. ¿Qué te parece si te llamo dentro de un rato, después de que me dé una ducha, y hablamos?

—Mejor no.

Mi boca se abre para soltar un bostezo.

—Ahora mismo no creo estar en condiciones de mantener una conversación. Necesito refrescarme un poco.

—¿Crees que te habría llamado de no estar totalmente desesperada?

Estiro los brazos sobre la cabeza y vuelvo a bostezar.

—Está bien, tú ganas, ¿qué es lo que ocurre?

—Tu padre va a dejarme.

Como si alguien hubiese pulsado un resorte, mi cerebro se despeja de golpe.

—¿Cómo? ¿Por qué piensas eso? ¿Te lo ha dicho él?

—No, no me lo ha dicho. Al menos, no directamente.

—Entonces, ¿de dónde sacas esa idea?

—Ayer, mientras cenábamos en la terraza del hotel, me dijo que teníamos que hablar. ¿Entiendes lo que eso significa?

Mi sensación de pánico se disipa un poco. Mamá no es de esas personas que saben gestionar sus asuntos emocionales. De hecho, estoy segura de que se le dan mejor los míos.

—Los matrimonios hablan, mamá, no es nada del otro mundo. Seguro que estás sacándolo de contexto. Lo que deberías hacer es relajarte un poco y disfrutar de vuestras vacaciones.

—¿Sacándolo de contexto? —refunfuña—. Y ahora también me dirás que es normal que le haya pedido a su abogada que esté presente.

La voz de mamá vuelve a hincar las muelas en mi materia gris. La situación parece realmente seria. De pronto acuden a mi cabeza todas sus discusiones, las vacaciones por separado, los largos silencios y calladas broncas. Su matrimonio ha pasado por innumerables baches a lo largo de los años, es obvio, pero esto es completamente nuevo.

—Me resulta difícil imaginar que papá esté pensando en abandonarlo todo y largarse, mamá. Quizá, que vuestra abogada esté allí, en Australia, es solo fruto de la casualidad.

—No es Ramona quien está aquí. Tu padre ha contratado a una tal Belinda Hamaqui. Se trata de una abogada local, Mar. Una que no conocemos de nada.

Trato de mantener la calma, a pesar de que no se me ocurre nada útil que decir. Siempre he pensado que si no puedes aportar nada significativo a una conversación, es mejor que cierres el pico y te mantengas callada. Sin embargo, dudo mucho que este sea el mejor momento para aplicar dicha teoría. Mayormente tras oír cómo mi madre, rota de dolor, comienza a llorar.

—Es mejor que te calmes —le pido frotándome los ojos, incapaz de asimilar que es mamá, la mujer perfecta, la que está sollozando al otro lado de la línea—. Así no conseguirás nada. Creo que lo más inteligente es que trates de hablar con papá de este asunto antes de que esa abogada se presente en vuestro hotel.

—No estoy segura de que hacerlo vaya a solucionar esta vez las cosas.

—Quizá esté enfadado por algo que has hecho o dicho.

—¿Enfadado? ¿Qué quieres decir? ¡La enfadada debería ser yo! ¡Es a mí a quien ha chafado las vacaciones! Dime tú si no había peor momento para mandarlo todo a hacer puñetas —lloriquea—. ¡Si al menos estuviera aquí Claudia!

Desvío la mirada hacia el retrato familiar que descansa sobre mi mesita de noche y contemplo el emoticono adhesivo que pegué en el lugar donde antes estaba la cabeza de la megafantástica Claudia. Porque claro, tienes una hermana que es una auténtica hipócrita, pero continúa siendo tu hermana, a pesar de todo. Así que va tu madre y te regala un retratito para que no te olvides de ella y del resto de la familia. De modo que lo pones en tu dormitorio, donde puedas verlo bien, esperando levantarte una mañana y descubrir que realmente tu hermana, la misma que te quitó el novio hace unos años, no es tan perfecta como has creído toda la vida.

El colmo es que deduzco que mamá no se habría dignado a llamarme de haber podido contactar con su querida hija mediana, quien se encuentra en estos momentos en Budapest, rodando un anuncio para una marca de perfumes.

A decir verdad, no es que mi hermana no sea una chica lista, lo que ocurre es que está en esa difícil etapa de «Tienes que parecerte a mamá a toda costa». A veces me da miedo cuando la miro, porque es como si me viera a mí misma años atrás —mucho menos zorra, por supuesto—, tratando por todos los medios de complacer a mi madre. La gran diferencia entre ella y yo es, obviamente, que Claudia lo ha conseguido.

Suspiro para mis adentros.

—Estoy convencida de que, de estar ahí contigo, Claudia te diría lo mismo que yo —le aseguro—. A lo mejor se trata de algún otro asunto. Piénsalo bien, papá no es un hombre que haga las cosas sin pensar, lo medita todo muy bien antes de mover un solo dedo.

—Eso es lo que yo creía, pero el otro día leí un artículo sobre lo mucho que los hombres cambian a partir de cierta edad.

—Mamá, papá tiene cincuenta y nueve años. Creo que hace ya tiempo que superó la dichosa crisis de los cuarenta. —Inspiro el aire profundamente—. No merece la pena que discutáis sin antes saber lo que ocurre realmente. ¿No es lo que siempre dices, que es mejor evitar derrochar energías en algo hasta conocer su verdadera importancia?

Ojeo la fotografía familiar mientras mi madre guarda silencio. Sigo creyendo que le habría ido mejor hablar con Claudia de todo esto. Dar consejos no es lo mío. Nunca lo ha sido y ni siquiera me gusta. Pero en este momento no se me ocurre nada mejor.

—Vale. Puede que tengas razón —acepta a media voz.

—Ya verás como todo se soluciona. —Me echo hacia atrás, apoyo la espalda contra el cabecero y fijo la vista en mis pies descalzos.

Mamá, después de una breve pausa, suelta un suspiro. Es entonces, claro está, cuando formula la «pregunta» que he estado tratando de evitar los últimos seis meses.

—¿Cuándo tienes previsto regresar a casa?

Me río entre dientes, invadida por el deseo de arrojar el teléfono contra el armario.

—De momento tengo demasiado trabajo. Quizá a principios de mayo. Puede que en junio.

—¡No puedo creerlo!

—¿El qué? —La pregunta sobra, pero la formulo de todas formas.

—Se suponía que llegarías a principios de abril.

—Ya…

—No necesito recordarte que se trata de la boda de tu hermana.

¡Lo sabía! ¿Por qué tiene que sacar ese tema justo ahora, cuando las cosas van de mal en peor?

—Lo siento, mamá, pero tenía previsto hacerme la cirugía plástica y mudarme al Caribe.

—No seas niña, Mar. No tiene gracia.

—¡Vamos! Mi hermana ni se dará cuenta de que no estoy. Seguro que estará demasiado atacada de los nervios, tratando de que todo esté perfecto, para percatarse de mi ausencia.

—¿No estarás enfadada porque no te ha pedido que seas una de sus damas de honor?

—¿Qué? —Abro la boca—. No, ¡ni hablar! ¿Qué te hace pensar eso?

—Entonces, no entiendo por qué te niegas a ir a esa boda.

—¿En serio me lo preguntas? —Trago saliva—. Mamá, Claudia está a punto de casarse con Carlos.

Sí, como ya he dicho antes, ahí va mi primer fiasco emocional: Carlos López, un chico majo, pero idiota, sin nada en la cabeza salvo zamparse seis natillas de chocolate al día, sin cuchara, y jugar con la Play. Me cuesta creer que ese grandísimo idiota esté a punto de casarse con mi hermana, tenga ahora un máster en Económicas y sea el gerente de una empresa de transportes.

—Ya sé que tú y Carlos estuvisteis saliendo una temporada, pero ese no es motivo para que no quieras estar junto a tu familia en un día tan señalado. Además, aquello ocurrió hace siglos. ¿Quién se va a acordar?

—Tres años, mamá, estuvimos saliendo tres años. Y me gustaría poder decir lo contrario, pero aún no he olvidado el día en que regresé a casa y los encontré pegados como un caramelo de café a una muela.

—Ay, hija, ¿tanto te cuesta perdonar?

—Quizá lo haría de no haberme prometido con él tres meses antes de que aquello sucediera.

Mamá se queda en silencio cinco segundos. Es la primera vez que hablo de esto con ella. A los veintiuno jamás se me habría ocurrido decirle que Carlos y yo habíamos pasado la noche en el asiento trasero del coche de su padre, y que aquel verano que se suponía que estaba en un curso de modelaje, en realidad estaba con él en Madrid. Mucho menos lo del compromiso.

—¿Por qué no me lo contaste?

—¿Bromeas? Me habrías encerrado en casa hasta cumplir los treinta.

—Vale, seguramente tengas razón. Pero no voy a exonerarte de acudir a la boda por ese motivo. Claudia es también mi hija, y tu hermana, y no quiero ni imaginar lo que dirá el resto de la familia si no te presentas. Así que es mejor que nos comportemos como personas adultas y tratemos de que todo sea perfecto el día de la ceremonia. Si quieres, todavía estoy a tiempo de convencerla para que te pida que seas su dama de honor.

—Si lo hace, me suicido.

—Oh. ¡Eres imposible!

—Seguro que serás capaz de superarlo.

Mamá hace una breve pausa, antes de volver a hablar.

—No puedo creer que me hagas esto.

—Estupendo… —mascullo en voz baja, sospechando lo que viene a continuación.

—Después de todo lo que he hecho por ti…

—No empieces otra vez con eso, mamá.

—¡Lo mucho que me he desvivido por las dos!

—Mamá…

—En serio, Mar, siempre creí que lograrías grandes cosas. Agoté mis energías y puse en riesgo la estabilidad económica de esta familia para apoyarte. Así que creo que ir a esa boda es lo mínimo que puedes hacer por mí. No creo que esté pidiéndote la luna.

Aunque soy plenamente consciente de que no soy la culpable de que mi madre depositara un hilarante chorro de disparatadas esperanzas en mí, saberlo no lo hace más fácil, sino todo lo contrario. La verdad es que cuando saca ese condenado tema a relucir, se me hace difícil mirarme en el espejo y no sentirme como un piojo.

Comienzo a arrepentirme de haber descolgado el teléfono. De haber sido algo más lista lo habría arrojado directamente al retrete.

Sí, exactamente ahí: junto a mi vida.

Mamá vuelve a la carga.

—Sin mencionar que, probablemente, después de todos estos años, Carlos ni se acordará de ti.

¡Bien, genial! Como si lo de ir a esa boda no fuera ya suficiente martirio, acabo de enterarme de que mi propia madre está convencida de que he significado poca cosa para mis ex. Eso, o cree que follo peor que una monja en viernes santo. Mira tú por dónde, quizá deba enviarles un retratito a todos los tíos con los que me acuesto, por lo de que no me olviden. Fijo que les parezco más importante, o una loca de remate. Al caso es lo mismo. Lo importante es que te recuerden.

—Por Dios, mamá —digo situándome una mano en la frente, tratando de poner mis ideas en orden—. Está bien, iré a esa estúpida boda si es lo que quieres, y si prometes no mencionar otra vez a ese cretino.

—¡Ni que acabaras de romper con él!

—¡Mamá!

—Vale, de acuerdo, ya dejo el tema. —Hace una pausa—. Además, todavía hay otro asunto del que quería hablarte.

—¿Qué otro asunto?

—Tu dormitorio.

—¿Qué ocurre con mi cuarto?

—Con tu cuarto nada. A decir verdad, ni siquiera continúa estando en el mismo lugar. —Tose repetidamente—. Tu padre y yo donamos los muebles a beneficencia el año pasado y lo transformamos en un vestidor.

—¿Y me lo dices ahora?

—No tenía ni idea de que estuvieras pensando en volver a casa.

—Eso no tiene nada que ver. Había cosas personales en ese dormitorio.

—Bueno, podías haberlo dicho.

—Vale, muy bien, déjalo. Ya hablaremos de esto en otro momento. Ahora tengo que levantarme o llegaré tarde al trabajo.

—¿Vas a ver a Ryan?

He aquí mi cuarto fiasco personal. El segundo fue Nicolás, con el que duré doce horas, que es justo el tiempo que tardé en descubrir que tenía novia. El tercero se llamaba Pedro, que fue un visto y no visto. Sin embargo, con el cuarto creí que sería distinto. Creo que puede decirse que conectamos desde el primer momento. Él parecía un hombre tan amable, atento y servicial, que incluso llegué a entregarle una copia de las llaves de mi casa.

—Es probable.

—Deberías poner más de tu parte.

—Chorradas.

—Bien, está claro que hoy no estás de humor.

—Eso parece.

—Estoy segura de que si le das algo más de tiempo, las cosas volverán a su cauce.

—Quizá deberías decírselo al pendón verbenero con el que está saliendo.

—Oh, vamos, seguro que es de las que no saben hacer la «O» con un canuto.

Contengo una carcajada.

—¿He dicho algo gracioso? —me pregunta.

—Algo me dice que es una experta en hacer cosas con los canutos, mamá.

—¿A qué te refieres? ¿Es una broma?

—Por supuesto. —Resoplo con hastío.

—Mar, a veces no tengo ni idea de lo que estás hablando.

—Sí, lo imagino.

—Deberías hacer algo con tu vida.

—Ya lo hago.

—¿Vender casas?

—¿Sabes la pasta que se gana?

—Deberías buscarte un hombre que te proporcione lo que necesitas.

—¿Dinero?

—¿Y qué si es así? No veo que hay de malo en eso. ¿Es que quieres seguir vendiendo casas el resto de tu vida?

—Lo dices como si fuera algo horrible.

—No me malinterpretes. Puede que trabajar en esa inmobiliaria haya sido algo positivo para ti. Pero no creo que alargarlo vaya a hacerte ningún bien. Ya tienes veintisiete años, suficiente para que empieces a plantearte tu futuro.

No puedo reprimir un suspiro.

—Y lo hago, pero en ese futuro no está Ryan.

—Vale, pues olvídate de él. —Luego pregunta de golpe—: ¿Te he dicho que el hijo de los Pérez estará en la boda?

¡No puedo creérmelo!

—¿Cuál de sus hijos, el que mastica la comida sin cerrar la boca o el que lleva años tratando de encontrar petróleo dentro de su nariz?

—El mayor.

—Ah, bien, si ese llegara a tragarse una mosca, tendría más cerebro en el estómago que en la cabeza.

—¿Es que todo tiene que parecerte siempre tan malo?

Aunque tengo la respuesta perfecta a la pregunta de mamá, prefiero guardármela para mí misma.

—¿Sabes, mamá? Me encantaría seguir hablando contigo de mi vida y todo eso, pero si no me levanto ahora mismo, llegaré tarde al trabajo.

—Está bien.

—¿Volverás a llamarme cuando sepas algo del asunto de papá?

—Claro.

Tras despedirme de mamá, cuelgo el teléfono, abandono la cama y arrastro los pies hasta el cuarto de baño. Todo este asunto de papá me ha quitado el sueño y necesito pensar en lo que voy a hacer si al final mamá está en lo cierto. Ninguna de sus broncas había llegado nunca tan lejos, y no tengo claro si lo normal en estos casos es que los hijos se posicionen a favor de uno o de los dos padres. A decir verdad, en este momento, ni siquiera sé a quién debería apoyar.

—¡Menudo desastre!

Nunca, en ninguna circunstancia, los he imaginado a cada uno por su lado. Pensé que después de veintiocho años de matrimonio la separación no estaba dentro de sus planes. Se supone que los años fortalecen las relaciones, y no al contrario. Al menos es lo que todo el mundo dice.

Mi cuerpo se estremece bajo el pijama.

Aunque, siendo honesta conmigo misma, cuando miro atrás, en realidad me sorprende que papá haya tardado tanto en explotar. A veces el carácter de mamá resulta difícil de sobrellevar, por no decir imposible, y sospecho que él, como cualquier otra persona, tiene su propio límite.

—¡Espabila, Mar! —me digo abofeteándome las mejillas. No es momento de darle vueltas a todo eso ahora. No, cuando mis propios problemas están esperándome con la escopeta cargada en el interior de uno de los despachos de Houses and Lives. El peor de ellos se llama Ryan, y está a punto de hacerse con el dudoso honor de convertirse en el mayor idiota que ha pisado la faz de la Tierra desde que se construyeron las pirámides.

Se me escapa una risa aguda al pensar en ello.

Supongo que todos pasamos por algún momento en nuestras vidas en el que nos gustaría meter la cabeza en un oscuro pozo de ignorancia y desaparecer. Pues bien, yo hace dos semanas que atravieso mi propio período avestruz. O sea, no es que esté furiosa. Bueno, quizá un poco. Aunque supongo que es más el miedo al qué dirán que a la ruptura en sí. Y no sé muy bien por qué me ocurre esto, pero la cosa es que Ryan se estuvo burlando de mí a mis espaldas durante semanas, y ni por esas he sido capaz de romper a llorar. Ni siquiera he soltado un mínimo lloriqueo por lo de mantener las apariencias y que todos piensen que lo ocurrido de verdad me afecta. En fin, quizá sea que lo mío no tiene remedio, o que no todas las rupturas son iguales. El caso es que desde entonces me siento liberada.

Quién sabe, puede que el problema, después de todo, sea yo. Suspiro al mirarme en el espejo del cuarto de baño. Porque, para qué negarlo, soy algo así como un Grinch en pleno agosto; no acabo de encajar. Incluso Claudia me dijo una vez que era más fría que el culo de un pingüino, y que mi vida iba a convertirse en un verdadero asco si no me lanzaba y empezaba a ser más espontánea.

¡Espontánea! ¿Qué se supone que significa eso? ¿Tirarse a todo bicho viviente? Ni siquiera estoy segura de que esa palabra esté en mi vocabulario. En mi léxico hay palabras más sensatas, como «normalidad», «seguridad» y «rutina». De estas tres cosas, la rutina es la que más valoro. Prueba de ello es que de lunes a viernes empiezo siempre poniéndome los pantis por la misma pierna, la derecha, sujeto mi pelo en una coleta, justo por debajo de la nuca, y me maquillo exactamente igual que el día anterior, antes de salir de mi apartamento para coger el metro a eso de las ocho y sentarme al final del vagón, desde donde puedo observarlo todo mientras finjo estar encantada con mi vida de mierda. A las ocho y media, cuando llego a mi parada, me detengo un segundo en la cafetería del señor Donovan, dentro de la misma estación, compro un café con leche para llevar, una botellita de agua, que meto en el bolso, y un bizcochito que siempre acabo zampándome antes de llegar a la oficina, por aquello de que no me vean comiendo porquerías. La verdad, prefiero ahorrarme el típico «¡He ahí la razón de ese culo!», que de seguro pasa por la cabeza de quienes te miran mientras tú estás ahí, tan tranquila, zampando a dos carrillos. Todos lo hacemos en algún momento, ya sea consciente o inconscientemente, es la mayor enfermedad de este siglo, juzgar a los demás por lo que comen, beben, dicen, poseen, llevan puesto o por su sexualidad, entre otras muchas cosas.

De modo que sí, lo admito, soy una obsesa del control. Porque de eso se trata ¿no? De que todo continúe según lo que imaginas que debería ser tu vida. Y ahora lo de Ryan ha roto ese equilibrio. Admito que a veces pienso que mi obsesión por tenerlo todo bajo control se debe a que pasé mi adolescencia tratando de ser alguien que no era, y ahora que tengo una vida real y tangible, me niego a que eso cambie. Es como si la rutina me aportara la tranquilidad que necesito.

Un mal día lo tiene cualquiera

Una hora y media más tarde, cuando atravieso las puertas de Houses and Lives, advierto que varios integrantes del departamento de contabilidad apartan los ojos de sus monitores para mirarme. Aunque sus rostros no reflejan nada en particular, no puedo evitar pensar que debajo de toda esa fachada de «Nos importa una mierda lo que hagas con tu vida», se estarán preguntando el verdadero motivo por el que Ryan y yo rompimos después de casi un año y medio juntos.

A decir verdad, tras quince días siendo el chisme favorito de la empresa, creo que acabaré por acostumbrarme a ser el tema de conversación del año. Al fin y al cabo, es algo con lo que no me queda más remedio que convivir. Ya sabéis, como en un velatorio, donde todo el mundo te mira con lástima, pero no hay manera de evitarlo. Así que es cuestión de sonreír, como si todo me importase un comino, coger carrerilla y encerrarme en mi despacho antes de que a alguien se le ocurra la brillante idea de preguntarme por el tema.

—¡Eh, Mar! —Tras el mostrador de recepción, Emily, quien se encarga de dar la bienvenida a los clientes, me hace un gesto con la mano tratando de llamar mi atención.

Lo reconozco: la odio. Y mira que no soy de odiar sin motivo. Pero el asunto es que hace dos semanas que Emily se acuesta con mi ex. Sí, el mismo tipo que dejé hace ahora dos semanas. Lo que no significa que sufra algún tipo de dilema existencial después de haberlos pillado follando como conejos sobre la mesa del despacho de mi novio, a pesar de que dicha traición me sentó como una patada en los ovarios. Al final he llegado a la conclusión de que lo mejor es pasar página y comportarme como si la cosa no fuera conmigo. Algo que por lo visto se me da genial, a juzgar por mi currículum amoroso. Con mis parejas siempre es lo mismo, es como si las hormonas me empujaran una y otra vez a una relación amor-cuernos-indiferencia, de la que siempre salgo escaldada. En ocasiones me pregunto si en verdad es cuestión de mala suerte, o si es que poseo alguna especie de radar superespecializado en localizar capullos con los que acabo yéndome a la cama.

—¿Qué ocurre? —pregunto a la secretaria folladora de exnovios mientras trato de contener el impulso de derramarle el café sobre su preciosa blusa roja.

—Un cliente preguntó por ti esta mañana. —Unos ricitos ondean graciosamente sobre su frente, pequeña, lisa y sin imperfecciones, cuando gira la cabeza hacia los dos sofás que constituyen la sala de espera. A veces me pregunto por qué demonios no tendrá la piel, pestañas y el cabello como el resto de los seres humanos. Eso lo haría todo más fácil.

—¿Dijo si estaba interesado en alguna propiedad en concreto?

—No. —Sonríe.

—¿Dejó algún número de contacto?

—Hummm, no. Creo que no. —Sonríe una vez más.

Resoplo bajito, armándome de paciencia.

—¿Sabes qué quería?

Emily encoge sus diminutos hombros.

—Puedes preguntárselo tú misma. Le dije que podía esperar en tu despacho.

Mi boca se abre y la contemplo con los ojos muy abiertos.

—¿Quieres decir que está aquí?

—Sí.

¡Joder!

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —exclamo, intentando no gritar.

Perder un cliente es algo que en este momento no puedo permitirme, de manera que aseguro el bolso alrededor del hombro y me dirijo a toda prisa hacia mi pequeño despacho, ubicado al otro lado del edificio, en la misma planta que el de Ryan. Cuestión que carece de importancia, pues cada vez que paso por delante de su puerta, lo hago sin desviar la vista del frente. Mi trato hacia él se ha convertido en algo estrictamente profesional. Lo que quiere decir que no me interesa su estado de ánimo, si está enfermo, triste, o si ha decidido usar la grapadora para graparse la polla al escritorio. Lo que haga o deje de hacer con su vida —o con su polla— me trae sin cuidado. Lo detesto por muchas razones, ahora mismo no me daría la vida para enumerarlas todas, pero sobre todo porque el muy cretino fue contando por la oficina que la culpa de lo que pasó con Emily es mía, porque soy una zorra fría, neurótica y frígida.

¿Zorra y frígida? ¿Quién ha dicho que los hombres no tienen sentido del humor? Mi ex desde luego sí que lo tiene. A raudales. «¡No es lo que parece!», eso es lo que me dijo cuando le pesqué cepillándose a la secretaria en el despacho. Pero bueno, así es la vida, el pobrecito debió de tropezar y acabó metiendo por accidente sus tristes diez centímetros de pene en la vagina de la secretaria. ¿A quién no le ha ocurrido alguna vez? Es que es de lo más normal. Pasa en las mejores familias.

Lo dicho: ¡Viva la imaginación!

No obstante, antes de nada debo confesar que en ningún momento he desarrollado tipo alguno de sentimiento de culpa o de tristeza tras lo ocurrido. Así que ni esa excusa ni ninguna otra podrían haberme hecho creer que yo era la única culpable, y que aquel incidente no era más que un breve desliz sin importancia. Mayormente, tras enterarme de que la preciosa Emily es la sobrina del señor Harrison, uno de los socios mayoritarios de la empresa, y que no era la primera vez que esos dos tonteaban a mis espaldas.

Así que cada día me esfuerzo muchísimo por no llamar a esa puerta y mandar a mi ex a hacer puñetas. Primeramente, porque está claro que no va a servirme de mucho. Lo segundo es que no estoy segura de que realmente sus cuernos me hayan jodido hasta el punto de querer arriesgarme a liarla en el trabajo. Evidentemente, me han hecho daño, decir lo contrario sería engañarme a mí misma, pero no creo que pueda decir que Ryan me haya roto el corazón. Lo que me lleva a preguntarme si realmente él tenía algo de razón al llamarme zorra frígida.

Sí, lo sé, la cosa tiene su gracia, además de cierta incoherencia. Pero así es Ryan: tonto del culo.

Lo más extraño del asunto es que la semana después de que él decidiera «regalarme» un par de cuernos bien puestos, empecé a ponerme los pantis por la pierna izquierda, cambié de marca de rímel y me compré unos zapatos con dos centímetros más de tacón. Lo que me causó una inexplicable sensación de bienestar.

Al principio, cuando empecé a hacer todas esas cosas, sentí que eran un poco absurdas. Pero he llegado a la conclusión de que algunas mujeres llegamos a hacer cosas muy extrañas cuando algo o alguien nos daña la autoestima; algunas nos teñimos el pelo, otras nos lo cortamos a lo Meg Ryan, y las más valientes pasan de asuntos capilares y se apuntan a un gimnasio.

Se me escapa una risita floja al pensarlo.

Lo peor que puede sucederme en esta vida es eso último. La sola palabra «deporte» me provoca urticaria por todo el cuerpo. Ir al gimnasio es para mí una pesadilla, me aterra no saber qué mallas ponerme o cómo entrar y salir de las duchas sin que alguna de las aspirantes a modelos que abundan en los vestuarios haga un peritaje mental de mi estado físico. La verdad, puedo ahorrárselo:

Estoy flaca: no.

Tengo trasero: más del que me gustaría.

¿Tetuda?: lo normal.

¿Peso?: paso palabra.

Puede decirse que soy de las que tienen una silueta de reloj de arena, con una piel bien cuidada, tirando a normalita, una cintura estrecha y curvas donde hay que tenerlas. O sea, que no es que mi cuerpo tenga algún defecto o problema en concreto. Así que, por mi parte, lo único que necesito para sentirme mejor son esos maravillosos quince centímetros de tacón y tirarme dos semanas en el sofá, atiborrándome de chocolate.

Tras mi pequeña carrera, apoyo una mano en el picaporte y trato de recuperar el aliento frente a mi despacho. Me ha llevado solo tres minutos atravesar de parte a parte el edificio y me encuentro exhausta. Solo espero que el esfuerzo haya merecido la pena, pienso al sentir el acelerado tamborileo de mis latidos en los oídos.

Compruebo el contenido del vaso, constatando que la totalidad del café continúa en el interior, y abro la puerta con lentitud.

Mi mirada se clava en la formidable espalda del hombre que está sentado frente a mi mesa, y mi mente calcula en una milésima de segundo la distancia que hay entre sus hombros, los cuales sobresalen un palmo por cada lado de la butaca.

Concediéndome medio segundo para inspirar una necesaria bocanada de aire, entorno los párpados, echo los hombros hacia atrás y saco pecho, decidida a representar mi papel de agente inmobiliario a la perfección.

—Buenos días —saludo con tono formal.

Él se vuelve hacia mí y unos fascinantes ojos oscuros y misteriosos recorren mi rostro con lentitud. Se trata de un hombre alto, varonil e increíblemente guapo. De hecho, puede que sea el tipo más atractivo que he tenido el placer de tener sentado frente a mi mesa. Realmente parece uno de esos dioses griegos del sexo, herederos de un físico sobrenatural, que protagonizan las novelas románticas que tanto me gustan.

Mis labios esbozan una sonrisa tensa al imaginarlo en dicho contexto. Sin embargo, este dios griego es real; lo dice su traje, que posiblemente cueste lo que mi sueldo de seis meses, al igual que su corbata de seda o los gemelos de oro que gritan a los cuatro vientos la palabra «Tíffany’s». Lo que significa que es uno de esos especímenes masculinos que normalmente no están a tu alcance, a menos que tengas a tu disposición un patrimonio en condiciones, o muchas ganas de convertirte en el polvo de una noche.

Para bien o para mal, no pertenezco a ninguna de esas dos categorías. Y eso no significa que sea algo bueno.

Vamos, Mar, ¡reacciona!, me animo a mí misma a salir de mi aturdimiento. Paso una mano por mis cabellos, verificando que todos los pelos están en su sitio, circunstancia que evidentemente no es así, y vuelvo a proyectar las tetas hacia delante como si estuviera a punto de lanzar dos misiles. Porque claro, una es mujer y le gusta hacerse notar. Principalmente cuando entra en tu oficina un maromo de esos a los que lamerías hasta las uñas de los pies.

Doy un empujoncito a la puerta y la cierro a mi espalda.

—¿Es usted Mar Farré?

Aunque nadie podría decir que mi despacho es pequeño, me sería imposible no oler el fresco aroma a colonia que brota por encima del cuello de su camisa. Huele a Oud y a madera de Sándalo. Un olor agradable y masculino, pero sobre todo lujoso.

—Así es —respondo situándome un rebelde mechón de pelo tras la oreja—. Y usted es…

—Corban Caristeas.

¡Mierda! Recuerdo de sopetón el e-mail que recibí dos semanas atrás, justo el día en que pillé a Ryan poniéndome los cuernos con Emily. Corban Caristeas es un magnate griego, dueño de una plataforma petrolífera, que está buscando una propiedad en las afueras de Londres, y yo una idiota tan cabreada con Ryan que ni siquiera me acordé de responder a su correo.

—Por su expresión, deduzco que leyó mi mensaje.

Después de colgar el bolso en el respaldo de mi butaca y dejar el vaso de café a un lado, sobre el escritorio, tomo asiento.

—Sí, así es —admito.

—Entonces, ¿debo suponer que mi encargo no le parece lo suficientemente interesante?

—¿Disculpe?

—Para llamarme.

—Sí… Bueno, no es eso exactamente… —Me quedo paralizada, incapaz de pensar una respuesta coherente—. Es que…

—¿Sí? —Su boca se tuerce en una especie de media sonrisa—. ¿Sabía que hay quien dice que un «es que» es la antesala de una excusa?

El sonido cálido de su voz capta al instante toda mi atención. Posee una voz gruesa y potente, con uno de esos tonos líquidos y sensuales que se te meten bajo la piel en cuanto los oyes. Charlize, mi compañera de piso, diría que es de esos tonos capaces de empaparte las bragas. Y a decir verdad, tampoco es que yo vaya a quitarle la razón.

¡Joder, Mar! ¡Tienes que estar de coña!

Mi mente rebobina con rapidez. No puedo creer que tal idea haya desfilado por mi cabeza. Ni por un momento. En serio, no soy de las personas que van por ahí teniendo pensamientos húmedos fuera del dormitorio. La verdad es que tampoco los tengo dentro. Menos aún a estas horas de la mañana, sin tan siquiera un café en el cuerpo. Y sin embargo, ahí me tenéis, con veintisiete años y roja como un tomate.

—Tuve que encargarme de algunos asuntos.

—Supongo que esos asuntos no le impedirán realizar su trabajo, ahora que por fin nos conocemos —sugiere con tranquilidad.

—Por supuesto. —Mi ceño se contrae—. Sé que no tengo excusa, y que mi deber era darle una respuesta. Créame si le digo que lo habría hecho de haber podido.

Él levanta las cejas y me mira con escepticismo.

—Fue un error que no volverá a suceder —agrego, como una niña a la que alguien está regañando por haberse ensuciado las rodillas.

—Está bien. Creo que podré darle otra oportunidad.

—Gracias. —Suspiro con genuino alivio, notando cómo mis pecas, más iluminadas que un semáforo en rojo, regresan a su tono original—. Prometo no defraudarle.

—Nadie lo hace.

Abro los ojos y pestañeo tres veces. Ni una menos.

—¿De verdad?

—¿Usted qué cree?

¡Maldita sea! ¡Me dan ganas de taparme la boca con cinta adhesiva! Por lo general no soy una mujer tan curiosa, ni tengo la necesidad de hacer preguntas incómodas a los clientes. Aunque supongo que hoy no es el mejor día. Quizá porque la llamada que hizo mamá esta mañana me ha dejado totalmente desubicada, y en lo único en lo que puedo pensar es en que nada será ya igual.

Aferro las manos a los reposabrazos de mi butaca y esbozo una sonrisa, manteniendo la compostura.

—¿Sabe exactamente lo que está buscando? —pregunto.

—Yo diría que sí.

Nos quedamos en silencio un largo instante. De pronto, tengo la impresión de que está tratando de tomarme el pelo. Y eso, en mi propio despacho, me cabrea un poco.

—Eh…, me ayudaría mucho si me explicara lo que tiene usted en mente —sugiero.

—Claro —responde con suficiencia—. En este momento poseo dos propiedades, ambas de diseño contemporáneo. Sin embargo, llevo algún tiempo buscando una de esas casitas de estilo victoriano que aún quedan en Inglaterra. Algo con su propia historia, muebles, una biblioteca…, esas cosas.

—Una propiedad como la que usted dice podría alcanzar un precio altísimo en el mercado.

—Soy muy consciente de ello.

—En ese caso, ¿de qué cantidad estaríamos hablando? —pregunto mientras enciendo el portátil para empezar a tomar notas.

—Sin límite.

Aparto los ojos de la pantalla del ordenador para mirarlo.

—¿Está hablando en serio?

—Completamente —reitera con seriedad.

Me hormiguean las mejillas al imaginar lo tonta que debo parecerle en este momento. Sin embargo, la mayoría de los hombres que conozco no son como él. La mayoría de los hombres que conozco tienen que mirar lo que llevan en la cartera antes de entrar en una hamburguesería. De manera que es normal que tampoco yo actúe como lo hago habitualmente.

A pesar de lo cohibida que me siento en este momento, tecleo rápidamente su respuesta en el buscador de la web de la empresa.

—Esto puede tardar un poco.

—No se preocupe, no tengo prisa.

Mientras espero pacientemente a que la página se cargue, con los ojos clavados en la pantalla, alargo los dedos para agarrar el café que he dejado sobre la mesa.

Entonces, mi mano choca accidentalmente contra el envase de cartón reciclable.

Cuando el vaso vuelca y el café se derrama sobre la mesa, despego los ojos del ordenador y me incorporo de un salto.

Las piernas se me aflojan al observar cómo la bebida, que todavía desprende volutas de vapor, arruina una docena de documentos y dosieres. Problema que pierde importancia en comparación con el arroyo negruzco que, sobre la mesa, avanza hacia los elegantísimos pantalones de mi cliente.

¡Esto no puede estar pasando!

—¡Joderrrrrr! —Lanzo un chillido mientras me quito la chaqueta a la velocidad de la luz. Lo hago con tanta rapidez y tan poca destreza, que cuando un botón del escote de mi blusa sale despedido por los aires, dejando a la vista una generosa porción de carne y sujetador, no me detengo para averiguar dónde habrá caído. De hecho, ese es el menor de mis problemas ahora mismo. Mi única prioridad es formar un ovillo con la americana, rodear a toda prisa el escritorio y detener el líquido antes de que acabe precipitándose sobre las piernas de Caristeas.

Estoy a solo una milésima de lograr mi objetivo, cuando mi pie tropieza accidentalmente con la pata de la mesa y me precipito sin remedio sobre el fabuloso cuerpo de mi cliente.

¡Y entonces, se desencadena el desastre!

Un segundo después me veo a mí misma ahí, con las tetas aplastadas contra su marmoleo torso, sujetando la chaqueta con la mano entre sus piernas mientras la butaca se desliza a través del despacho sobre sus estridentes ruedecillas, como si estuviésemos jugando al trenecito chucu-chú. Por fortuna, antes de que la silla acabe estampada contra la pared, lo que ocasionaría que yo terminara completamente tumbada sobre el increíble espécimen humano que tengo debajo, consigo apoyar la mano que aún me queda libre en el respaldo de la silla y clavar firmemente un pie en el suelo.

¡Cristo!

El alivio inunda mi estómago durante un nanosegundo, que es el tiempo que tarda en sobrevenir el segundo desastre, que ocurre cuando la butaca de piel se detiene abruptamente y se tumba hacia atrás, arrastrándome a mí con ella. En ese instante, la posibilidad de que todo esto acabe en un simple susto se desvanece ante mis ojos.

¡No, no, no!, grito mentalmente mientras lucho por recuperar el equilibrio. Estoy en esas cuando, sin saber cómo, logro subir una rodilla en el asiento, junto a su cadera, y detengo la caída al tiempo que él, por puro instinto, alza los brazos para sujetarme por los hombros, consiguiendo amortiguar el golpe.

La estrategia, aunque efectiva, consigue que mis tetas, esas que asoman ahora mismo por la camisa, acaben a unos pocos centímetros de su cara.

Lo miro.

Me mira.

El corazón se me detiene.

Todo, de hecho.

¡Cooooño! ¡¿Pero esto qué es lo que es?!

Sin duda, esto no es lo que vaticinaba hoy mi horóscopo. No, lo que mi horóscopo predecía era algo así como que debía echar la lotería, porque probablemente me haría rica pronto, no que me tirase sobre el de la pasta.

El pánico se apodera de mi cuerpo al contemplar la conmoción en el rostro de mi cliente.

Vamos, muévete, me suplico en silencio, muerta de la vergüenza. No puedo creer que esto esté sucediéndome.

¡A !

¡A la Mar Farré a la que nunca le pasa nada!

¡No puedo creerlo!

¡Se acabó!

Seguro que de esta me despiden.

¡Despedida!

La palabra, terrible donde las haya, resuena una y otra vez en el interior de mi cabeza, machacando la materia gris. Ya puedo ir planteándome la idea de ir a pedir trabajo en otra inmobiliaria. Eso, si es que nadie llega a enterarse de este humillante episodio de mi vida.

Estoy en esos pensamientos cuando noto un ligero temblor en las comisuras de su boca.

¿Se está riendo?, me pregunto un segundo antes de darme cuenta de que contra mi mano, que aún está sujetando la chaqueta, la dureza de su erección comienza a hacerse patente.

Mejor dicho, palpable. Porque, vamos, palparlo, lo palpo con toda claridad.

¡Madre del amor hermoso! ¡Pero si tendría que estar muerta para no notarlo!

Me tiemblan las manos mientras lo miro petrificada.

Si alguien entrara por la puerta en este preciso momento y me pillara encima de mi cliente, con medio sostén fuera y una mano en sus partes, que ahora además están erectas…

Como si algún poder divino oyera mis pensamientos, la puerta se abre y aparece la peor de mis pesadillas, hecha realidad.

—Oye, Mar, necesito el dosier de la casa de… ¡JODER! —Los ojillos castaños de Ryan se abren de par en par y su mandíbula cae hacia abajo, como si de pronto la tuviese dislocada, al ver la escenita que tenemos aquí montada. Tanto es así, que si abre un centímetro más la boca, sospecho que voy a tener que recoger sus perfectos dientes liverpoolienses de la moqueta.

Obviamente, sé que lo correcto sería tratar de explicarle que esto no es lo que parece, que lo que tiene delante no es más que el fruto de un accidente. Algo que suena a topicazo, pero que en este caso es completamente cierto. Pero no lo hago. Quizá sea porque nunca antes he tenido el placer de verlo tan confundido como en este momento. Lo que dispara mi adrenalina por las nubes. Circunstancia que da paso a una confianza en mí misma que creía haber perdido después de pillarlo in fraganti con Emily.

Sí, tengo que ser sincera, la satisfacción que me produce verlo ahí parado, con cara de acelga cocida, no tiene precio.

¡Chúpate esa, picha corta!

—Ryan, sería todo un detalle que la próxima vez que necesites entrar en mi despacho, llamaras antes a la puerta —le indico sin mover un solo músculo.

La nuez de su cuello se desplaza de arriba abajo como si de pronto tuviera vida propia.

Más allá de lo incómodo que pueda resultarme la situación, a todas luces fortuita, admito que me siento estupendamente, casi como una supermujer. Y es que estoy convencida de que todas hemos soñado alguna vez, en mayor o menor medida, con vengarnos de algún ex bastante capullo que nos ha herido, aunque rara vez tengamos el valor o la oportunidad de hacerlo. Esa es la parte buena del asunto, evidentemente. La mala es que esto puede representar el final de mi futuro en la empresa. Lo que viene a ser un marrón chungo de la muerte, vamos. Muy pero que muy chungo.

Lo curioso de todo esto es que ser consciente de eso no hace que modifique mi aptitud hacia Ryan o hacia lo que pueda estar pasando ahora mismo por su cabeza de chorlito. La verdad es que me importa un pimiento. Lo último que haría sería preocuparme por cómo se siente el muy gilipollas. Las últimas dos semanas han sido un verdadero calvario para mí, de modo que no está mal que experimente lo que se siente en sus propias carnes.

—Lo siento —dice antes de dar marcha atrás y salir del despacho.

Cuando la puerta se cierra, mis labios esbozan una sonrisa. Sin embargo, un segundo después, al tomar conciencia de dónde estoy y de lo que estoy haciendo, mi ánimo decae. Es entonces, cuando bajo la vista y miro a Caristeas, que caigo en la cuenta de que continúo subida en su regazo.

—¡Porras! —Doy un brinco y me incorporo de un salto, con tan mala suerte que el tacón de mi zapato oscila hacia un lado al pisar el suelo. Antes de que me dé cuenta de lo que ocurre, Caristeas rodea con sus grandes manos mi cintura, evitando que caiga al suelo.

—Yo… —Hago una pausa para tomar aire. El calor de sus dedos traspasa mi blusa, abrasándome cada centímetro de piel—. Supongo que se habrá dado cuenta de que ha sido un accidente, que el tobillo se me ha torcido. Como lo de antes… cuando me he caído sobre usted.

—Es usted un cúmulo de sorpresas… Y de accidentes.

—Pues no. La verdad es que no suelo ser propensa a que me ocurran estas cosas.

—Nadie lo diría.

—Pues es cierto.

—Si llego a saber que pensaba echarse sobre mí en cuanto nos conociéramos, no le habría enviado un e-mail, habría venido directamente a verla.

—Ya le he dicho que ha sido un accidente. —Las mejillas se me inflaman como dos tomates rojos sobre las brasas.

—Claro. —Sonríe maliciosamente.

Haciendo gala de un autocontrol que parece desvanecerse por momentos, enderezo la espalda y fijo la mirada en mi malograda chaqueta, que continúa hecha un guiñapo en su entrepierna.

¡Doscientas libras a la mierda!

—Siento lo de su chaqueta —se lamenta él.

—No importa. Es solo una prenda vieja.

Ya, claro, solo una prenda vieja. ¡No me lo creo ni yo! Y no es únicamente porque me costara un riñón y parte del otro, sino porque será un milagro volver a encontrar una americana capaz de taparme el culo, sin que me haga parecer al mismo tiempo una mesa de camilla. Cosas que pasan cuando tienes una silueta como la mía, que es bonita y todo eso, pero un inconveniente a la hora de encontrar ropa que no parezca confeccionada para mujeres palo, sin curvas ni culo.

—Si me disculpa, iré a buscar algo para limpiar este desastre.

—Por supuesto.

Le dedico una sonrisa antes de abandonar la oficina a toda prisa para dirigirme al cuarto de la limpieza. O eso era lo que tenía previsto en un principio, ya que al momento paso este de largo y me escabullo por la puerta de los lavabos de señoras, donde podré tomarme un instante para tranquilizarme.

Me llevo la mano a la frente y me observo en el espejo. Mis mejillas están tremendamente coloradas y calientes, casi como si acabara de correr una maratón, y varios mechones han logrado escaparse de la coleta. Rápidamente, me apresuro a sujetarlos con las horquillas. Abro el grifo del lavabo, ahueco la mano y tomo dos largos sorbos de agua fría.

Pero ¿qué coño estás haciendo?

Inclino la cabeza hacia atrás, clavo los ojos en el techo e inspiro profundamente.

Aunque no es la primera vez que lo hago, lo de salir huyendo de una situación incómoda, creo que esta vez debería de haberme tragado el miedo y ser un poco más profesional. Al fin al cabo, es por eso por lo que me pagan.

Respiro lentamente y empiezo a masajearme el cuello, tratando de hallar mi equilibrio interior, tal como indicaba La guía definitiva del buen comercial que compré el año pasado en unos grandes almacenes. Una pena que un libro que se autodenomina a sí mismo «definitivo», con casi cuatrocientas páginas, no explicase nada sobre cómo aguantar a un compañero de trabajo idiota, o qué hacer en el caso de tener las hormonas más animadas que un babuino en celo.

Después de dos minutos, cuando la nuca empieza a dolerme de tanta fricción, vuelvo a fijar la mirada en mi escote.

¡Me cago en to lo que se menea!

Cierro rápidamente mi camisa, tratando de disimular la ausencia del botón.

En ocasiones como esta es cuando me gustaría tener el poder de ser invisible ¿Quién no ha soñado alguna vez con algo así, con largarse al otro extremo del planeta con solo chasquear los dedos?

Bueno, es imposible. Pero soñar no cuesta dinero.

Tú puedes, Mar, tú puedes. Cierro los ojos un instante para centrarme en mi respiración. Por algún motivo, siempre he pensado que soy mi mejor coach. Os lo digo en serio, un día de estos incluso comenzaré a pagarme por mis servicios. Como si fuera un autónomo o algo así.

Cuando por el rabillo del ojo advierto que la puerta de los lavabos se abre a mi izquierda, levanto la mirada y descubro a Emily. Sus ojos de tiburón sediento de sangre se detienen en mi blusa con una curiosidad ladina. Entonces, durante un brevísimo segundo, vuelve a mi mente la imagen de Ryan entre sus piernas.

—¿Va todo bien? —pregunta.

—Todo lo bien que puede ir —respondo tajante.

—Tienes mala cara.

—Deja de preocuparte por mí, Emily. Solo se me ha perdido un botón, no es que sea el fin del mundo.

La cosa es que estoy deseando decirle todo lo contrario:

«¡Oh, sí, Emily! ¡Me va todo de coña! El único problema es que tú te acuestas con mi exnovio, el de los diez centímetros, y en mi despacho hay sentado un dios griego del sexo que hace que me tiemblen hasta los huesos».

—Yo… —titubea, provocando que el cuerpo entero se me ponga en tensión ante la turbadora posibilidad de que Emily esté intentando entablar una conversación conmigo—, hace días que quiero hablar contigo.

¡Cachis! ¡Lo sabía!

—Pues este no es un buen momento.

Emily escudriña mi rostro, como tratando de adivinar si estoy hablando en serio.

—Sé que no debe de ser fácil para ti. Pero te estás equivocando.

—¿Podrías ser más concreta?

—Tengo la impresión de que me culpas de lo que pasó con Ryan —responde.

¿Culparla, yo? No, qué va. En realidad, yo no culpo a Emily de nada. A quien culpo es al destino, que es un hijo de puta empeñado en hundirme en la miseria de mis errores.

—En serio, Emily, te aseguro que ahora mismo no tengo el chocho para farolillos. —Tenso la mandíbula.

—¿Qué significa eso?

—¿Qué narices importa?

Cuando Emily, con un gesto de aflicción en el rostro, sitúa una mano en mi hombro, me retiro un paso de ella.

—Solo quiero que sepas que lo siento —dice.

¡Estoy de los nervios y me sale ahora con que lo siente! ¿Se puede ser más falsa? En serio, o cierra esa boca de buzón de correos ahora mismo, o corro el riesgo de llevar a cabo mi primer secretaricidio.

—Un poco tarde para eso, ¿no crees? —Me giro hacia ella y mi mirada viaja hasta las oscuras profundidades de su escote talla ciento diez, copa D, que continuamente insiste en calzar dentro de un sujetador dos tallas más pequeño. A veces temo que uno de estos días esos dos balones aerostáticos se escaparán de su ceñida prisión, y Emily acabará saltándole un ojo con una teta a algún pobre infeliz. A decir verdad, espero estar presente cuando ocurra. Aunque un poco lejos. Por lo de la onda expansiva, ya me entendéis.

—Lo digo de veras, Mar. Me gustaría que dejaras de pensar en lo ocurrido.

¡Pues sí que estamos optimistas hoy!

—¿Y qué quieres que te diga, que voy a olvidarme de todo de buenas a primeras, y que vamos a ser grandes amigos los tres? Vamos, Emily, ¡ni tú puedes ser tan ingenua!

—Estas cosas suceden todos los días.

—Si esa es tu justificación, admite que no es muy buena.

—¿Quién dice que deba justificarme contigo?

—Entonces, no entiendo por qué estamos hablando en el cuarto de baño.

—¿Crees que no sé lo que te pasa? —dice, interponiéndose entre yo y la puerta.

—Ilumíname.

—Pasa que continúas coladita por Ryan.

Mis ojos se abren de la impresión. No es más tonta porque no practica.

—¿Y esa es la única conclusión que sacas después de machacarte la cabecita durante quince días?

—Acéptalo de una vez.

—¿El qué?

—Que él me prefiere a mí.

—Eso está claro. Ryan es un chimpancé al que le gusta babear por dos tetas siliconadas.

Los ojos de Emily se achican hasta convertirse en dos rendijas.

Vale, está claro que el odio es mutuo.

—¿Insinúas que me he puesto tetas? —dice situando una mano en la cadera.

—Eso, o lo tuyo son unas amígdalas de campeonato, nena. —La aparto a un lado y abro la puerta de los aseos—. Yo de ti me las haría mirar. Pero por alguien que no trabaje en esta oficina. Ya sabes, un doctor.

—¡Vete a la mierda, Mar Farré! —la oigo gritar a mi espalda.

Me dirijo de nuevo al despacho, esta vez con una sonrisa en los labios. El sonido de mis tacones es amortiguado por la moqueta del pasillo, y aun así continúa causándome esa sensación de poder femenino, tan sublime, a la que espero acabar acostumbrándome pronto. Es lo que tienen los tacones y callarle la bocaza a la nueva novia de tu ex, que te levanta el ánimo. El hecho de que piense que mi cabreo se debe exclusivamente a que sigo enamorada de él, demuestra el poco cerebro que tiene.

¿En qué demonios piensa la gente últimamente?

Me aclaro la garganta mientras me preparo para enfrentarme de nuevo a Caristeas.

No voy a dejar que me impresione otra vez. Es solo un cliente. Lo que ha pasado antes no tiene importancia. Los nervios me la han jugado, eso es todo.

De camino a mi despacho, entro un instante en el cuarto de la limpieza y pulso el interruptor varias veces hasta que finalmente recuerdo que la bombilla lleva más de una semana fundida. Nadie se ha molestado en cambiarla, de modo que abro la puerta para que pase algo de luz, me pongo a cuatro patas y busco a tientas un rollo de papel de los que la chica de la limpieza suele esconder en la estantería de abajo, imaginando que nadie en la oficina los va a descubrir.

—¡Aquí estás! —En cuanto doy con él, me levanto del suelo, sacudo enérgicamente mis rodillas con las palmas de las manos, eliminando el polvo adherido a los pantis, y me doy la vuelta para regresar al despacho.

De pronto, el hercúleo torso de Ryan se interpone en mi campo de visión.

—¡Joder! —Doy un brinco al verlo ahí de pie, impidiéndome el paso mientras contempla mi trasero desde la puerta.

—¿Disfrutando de las vistas?

—Humm.

—¿Vas a dejarme pasar?

—Quizá lo haga, después de que me cuentes qué se supone que estás haciendo.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Joder, Mar, ¡deja de hacerte la tonta conmigo!

Furiosa, levanto la vista hacia él.

—¡Esto es lo que me faltaba!

—Dime, ¿qué estabas haciendo con ese tipo en tu despacho? —insiste en saber.

—Es bastante obvio, ¿no te parece?

—No me tomes el pelo.

—Mira, Ryan, no creo que lo que haga o deje de hacer sea ya asunto tuyo.

—¿Qué quieres decir? —Me lanza una mirada reprobatoria.

—Lo que has oído, que es mejor que dejes de meter las narices en mi vida y te preocupes un poco más de la tuya. Eso es justo lo que yo estoy haciendo.

—No entiendo cuál es tu problema.

—Pues está muy claro. El problema es que me cambiaste por otra, ¿recuerdas? Eso te quita el derecho a decirme lo que debo hacer y con quién.

—¿Y eso es motivo para que pierdas la cabeza?

Lo miro boquiabierta.

—¿Crees que lo de antes, en el despacho, era por ti?

—¿Y por quién si no?

Su petulancia me asombra.

—Cielo Santo, cuánto ingenuo anda suelto hoy por la oficina… —mascullo entre dientes.

—¿Sabes, Mar? Estás muy rara últimamente.

—Y qué es lo que te parece tan raro, que me esté tirando a un tío en mi despacho, o que no lo hiciera contigo.

—Bueno, te vendría bien admitir que mientras duró lo nuestro no te mostraste nunca tan efusiva como hace un rato.

—Ya, es que desde que me pusiste los cuernos soy la reina de la efusividad. Mira tú por dónde, es lo que tiene el postefecto Ryan-pollas, que te das cuenta de que existen tíos mejores en el mundo —respondo con cinismo.

—Por el amor de Dios, mírate, ¡vas enseñándolo todo!

Deslizo la vista hasta mi blusa y sujeto con una mano el escote abierto.

—Creo que ya tienes tu ración de pechuga por hoy.

—No seas cría, Mar. No voy a ver nada que no haya visto antes.

—No me lo recuerdes.

—¿Tanto te molesta?

—Lo que realmente me molesta es haber malgastado contigo un año y medio de mi vida.

—¡Fantástico! ¡Muy bien! ¿Y por eso ahora tratas de acostarte con todos los clientes?

—Únicamente con los que estén buenos.

Los ojos de Ryan se oscurecen, llenos de ira.

—¿Qué coño haces? —gruño cuando me agarra de la muñeca y tira de mí, empujándome contra la pared del pasillo. El estómago se me contrae al notar su aliento, rozándome el pescuezo. Lo cierto es que me pone los pelos de punta. Antes me gustaba tenerlo cerca, no voy a negarlo, el sexo con él no era del todo malo y me agradaba la sensación de notar la tibieza de otra persona en mi cama al despertar por las mañanas, pero ahora es distinto. Ahora apesta. No literalmente, claro, estoy hablando de su personalidad. El tío da verdadero asco.

—Puede que me equivocara contigo. Quizá tendría que haberme dejado de gilipolleces cursis y haberte dado algo más de caña. ¿Eso es lo que te gusta, Mar? ¿Te gusta el sexo sucio y morboso?

—¿Cómo dices? —Mis ojos se abren de par en par y el rollo de papel cae de mi mano.

—Que si tan falta estás, podría hacerte un día de estos un favor. Ya sabes, por los viejos tiempos.

Mitad ofendida, mitad cabreada, alzo la mano que aún me queda libre y le doy un tortazo más monumental que la plaza de toros de Barcelona.

Ryan se queda un instante callado, como si no se acabara de creer que le he atizado un buen guantazo. Y aunque lo cierto es que siento unas ganas locas de arrearle otro, mejor me aguanto. Después de todo, Ryan no es más que un infeliz con un serio problema. Aunque no creo que nadie sepa exactamente cuál es. Ni siquiera él mismo.

—¿Ya te has cansado de follar con tu amiguita?

—No metas a Emily en esto.

Me echo a reír.

—¡Cielo santo, eres más corto que el cuello de una almeja! Me pregunto qué narices vi en ti.

Ryan aprieta los dedos alrededor de mi muñeca.

—Espero que continúes pensando lo mismo después de que le cuente a Harrison lo que he visto hace un rato.

Me muerdo la lengua para no mandarlo a tomar por donde amargan los pepinos.

—¡Suéltame! —Agito violentamente el brazo hasta que logro quitármelo de encima.

—Todavía estamos a tiempo de hacerlo, ¿sabes? En mi oficina.

—¡Menudo cretino! —Doy un paso, alejándome de él, y me agacho para recoger el rollo del suelo.

—¿Eso quiere decir que no?

La rabia vuelve a apoderarse de mí y me dirijo hacia él con paso firme.

—¿Qué haces? ¿Te has vuelto loca?

—¡Un cretino y un patético, eso es lo que eres! —exclamo golpeándole una y otra vez con el rollo de papel mientras él trata de protegerse la coronilla con los antebrazos—. ¡Y no vuelvas a mirarme el trasero, si no quieres que se lo cuente al pendón de tu novia!

Ryan se queda ahí de pie, quieto en el mismo sitio, mientras yo me alejo por el corredor con lo que queda del malogrado rollo debajo del brazo. Cuando vuelvo a entrar en mi despacho, no puedo evitar cerrar la puerta con más fuerza de la necesaria.

—Siento la espera —le digo a Caristeas, sin poder dejar de pensar en la amenaza de Ryan. Ni siquiera se me ocurre qué voy a decirle a Harrison si finalmente la lleva a cabo. El día está convirtiéndose en un verdadero desastre, y si todo este mal entendido termina saliendo a la luz, seguro que mi vergüenza va a ser brutal. Más aún si tenemos en cuenta que la última vez que despidieron a un empleado fue porque alguien lo pilló falsificando su mísera comisión de vendedor. De modo que ponerle las tetas a un cliente en el rostro se lleva el primer premio.

Así que, mira tú por dónde, ¡por fin voy a ser la mejor en algo!

—Me temo que no podrá hacer mucho para arreglar lo del café —señala él.

Desvío los ojos hacia el borrón que se distingue sobre el escritorio, y me quedo mirando la forma en que se alarga hasta adquirir el aspecto de un enorme, sexual y prometedor aparato reproductor.

Dios santo, estoy convirtiéndome en una pervertida. ¡Literalmente!

—No he encontrado nada para limpiarlo —invento mientras oculto el rollo de papel detrás de la espalda, lo dejo caer al suelo y lo empujo bajo la mesa con la punta del tacón.

—¿Se encuentra bien?

—¿Qué?

—He oído voces ahí afuera.

—Oh, sí… No era nada importante. Discutía con un compañero.

—¿Algún problema?

—No, ninguno. Únicamente se trataba de diferencia de opiniones.

—¿Y bien?

—No creo que lo resolvamos pronto.

—Lo lamento.

—Y yo. —Suspiro—. En fin, será mejor que olvidemos eso por el momento y nos ocupemos del asunto de la villa —respondo, cambiando rápidamente de tema.

Cuando sus profundos ojos me recorren como un niño a un chupa-chups de nata con fresa, lo que en cierto modo resulta halagador, pero también inquietante, mis mejillas alcanzan temperaturas extremas. Tan altas, que casi creo notar el pálpito furioso de cada una de mis pecas a través de la fina piel de las mejillas.

Los muslos me tiemblan ligeramente dentro de la falda. Los deslizo bajo el escritorio y centro toda mi atención en la lista de propiedades que ocupa la pantalla de mi portátil.

Tranquila, Mar, tú puedes.

—¡Aquí está! —Pulso la casilla de imprimir en cuanto el documento se abre—. En este momento disponemos de una propiedad magnífica en las afueras de Wisley, en Surrey, que creo que le gustará. Es una preciosa villa de seis dormitorios con vistas a la montaña. Por lo que dice en el expediente, cuenta con un bonito invernadero y una biblioteca muy completa, tal como solicita usted. Parece un lugar muy pintoresco y en perfectas condiciones. Aunque, obviamente, un poco antiguo.

—¿La ha visto?

—No. No he visitado personalmente la casa, si es a lo que se refiere —respondo—. Pero, si realmente le interesa el precio, podría darle una cita para mostrársela.

—El precio no es problema.

—Yo diría que cuatro millones de libras esterlinas no es una inversión que alguien deba tomarse a la ligera.

—Nunca me tomo mis inversiones a la ligera.

Pestañeo y le lanzo una rápida mirada en busca de cualquier rastro de humor, sin hallarlo.

—Entiendo.

—Además, hace tiempo que buscaba un lugar así —añade.

—En ese caso, estoy segura de que le va a encantar la casa. Los jardines son muy espaciosos, está bien comunicada y totalmente preparada para albergar a una gran familia.

—Créame, una familia no es algo que esté dentro de mis planes a corto plazo.

Por un instante me quedo atrapada en el brillo magnético de su mirada, fascinada por la seguridad en sí mismo que manifiesta.

—¿Ocurre algo? —me pregunta.

—En absoluto —respondo cerrando la boca mientras diez docenas de preguntas pasan raudas por mi mente. ¿Estará comprometido? ¿Será gay? ¿Hetero? ¿Tendrá una amante? ¿Varias?

El ritmo cardiaco aumenta en el interior de mi pecho al pensarlo, y cambio las piernas de posición, tratando de acomodar mejor el trasero en la butaca. Luego, agarro los folios de la impresora y estudio las fotografías que acompañan al documento.

—Parece un poco fría —comenta él, de pronto.

—¿Cómo dice? —Abro los ojos sin saber si he oído bien.

—La casa. —Los ojos oscuros de Corban se iluminan maliciosamente.

¡Tierra, trágame!

Me río, ruborizada hasta la raíz del cabello, mientras una gota de sudor frío se abre paso entre mis pechos.

—Eso es porque lleva mucho tiempo deshabitada. Ya sabe, el calor del hogar y todo eso. No sé, quizá debería enseñarle algo un poco más contemporáneo.

Él niega con la cabeza.

—En general, me gustan las cosas con carácter.

—En ese caso, Caver House está hecha a su medida —concluyo introduciendo el dosier en una carpeta nueva, que después sitúo frente a él—. Si está interesado, podría darle una cita para la semana que viene.

—¿Y por qué no mañana?

—Hoy es viernes, la oficina permanece cerrada el fin de semana. Además, no tenía previsto…

—¿Qué tal hoy?

—¿Hoy?

—¿Tiene alguna otra cita?

—A las tres.

—Anúlela —ordena con voz suave.

—No puedo hacer eso —argumento, atónita—. Compréndalo, me es imposible cancelar una cita con un cliente sin que haya una buena razón.

—Yo diría que doscientas mil libras son una razón de peso.

Me quedo sin respiración.

—¿Doscientas mil libras?

—Esa sería su comisión.

—¡Ha perdido la cabeza! —digo, incrédula.

Por primera vez desde que entró en mi despacho, Caristeas sonríe ampliamente.

—Quiero que entienda una cosa, señorita Farré. Cuando quiero algo, trato de hacer todo lo que está en mis manos para conseguirlo lo antes posible. No soy un hombre al que le guste esperar. Cuando lo hago, corro el riesgo de perder el interés.

Se me perla la frente de sudor. Por un instante he tenido la impresión de que no estaba hablando únicamente de la casa. Aun así, sonrío débilmente.

¡Doscientas mil libras esterlinas!

Obviamente, y aunque esa es una propuesta que he pasado media vida esperando oír, no tengo ni la más remota idea de las condiciones a las que tendría que avenirme si termino aceptando ese dinero. He estado el tiempo suficiente en este trabajo para saber que puede que eso comporte estar las veinticuatro horas del día a su entera disposición, seleccionar el personal de servicio o supervisar una reforma durante algún tiempo. Sin embargo, también sé que me llevaría más de media vida ahorrar la comisión que él me ofrece. La idea es tentadora, y aunque lo cierto es que no tengo ningún plan de futuro a largo plazo, ese dinero me ofrecería la oportunidad de tomarme un año sabático en algún país exótico. Quizá cambiar de trabajo. Uno que esté bien lejos de mi ex.

Aprieto con los dedos el puente de mi nariz, barajando un instante mis opciones. Siendo realistas, no creo que tenga muchas. Podría negarme y arriesgarme a que busque a otro agente inmobiliario, tal vez Ryan, o aceptar su propuesta. Así de sencillo.

—Está bien. De acuerdo, creo que podré llamar a mi cliente y aplazar la visita hasta el lunes. Seguro que él lo entenderá.

—Ha tomado la decisión correcta. —Cuando sus sensuales labios se curvan hacia arriba, me doy cuenta de que su mirada está apuntando directamente hacia mi escote.

¡Cielo santo!

Los oídos me pitan como una caravana de coches un domingo por la tarde al recordar que la puntilla del sostén continúa estando a la vista.

Sin perder un segundo, abro el cajón de mi mesa y rebusco en el interior hasta dar con el imperdible sujeto a la tarjeta de empleado que nunca utilizo.

Una mueca de desesperación se refleja en mi rostro mientras mis torpes dedos luchan con el alfiler, tratando de prenderlo en el escote lo más rápidamente posible. Una vez lo consigo, yergo la espalda, saco del cajón una tarjeta de visita y se la entrego.

—La casa está a una hora de camino. ¿Le parece bien que vayamos ahora?

—Estupendo —responde.

—Muy bien, entonces continuaremos hablando sobre los detalles en el camino.

Él asiente con la cabeza y se inclina para coger la carpeta que he dejado sobre la mesa.

Me siento como si de pronto me hubiesen quitado un peso de encima. Conseguir a un cliente como Caristeas es un gran punto a mi favor, y después de lo sucedido en mi despacho me harán falta muchos puntos para que el señor Harrison perdone mi metedura de pata.

—Uffff, espero que hoy no me despidan. —Resoplo con alivio.

—¿Perdón?

—¿Qué?

¡Mierda! ¿Lo he dicho en voz alta?

Lo miro, consciente de mi desliz.

—Acaba de decir que van a despedirla.

—¿Eso he dicho?

—Sí.

—En realidad, lo que quiero decir es que no nos ha ido tan mal. Después de lo que ha ocurrido hace un rato, puede que únicamente reciba una amonestación. —Hasta mis rodillas se sonrojan con violencia al mencionarlo.

—Espero que no —dice volviéndose hacia mí—. De ser así, me vería obligado a hacer algo.

—Algo, ¿como qué?

—Como comprar la empresa.

—Sí, claro… —Suelto una carcajada—. Comprar la empresa, qué gracioso.

—Sí que lo sería, porque no tengo ni idea de cómo dirigir una inmobiliaria.

La sonrisa se esfuma de mis labios.

—¿Está hablando en serio?

—Por supuesto.

Cuando entiendo que no se trata de ninguna broma, la saliva se me va por otro lado, provocándome un repentino ataque de tos.

—¿Se encuentra bien?

Sííñggg… —ronqueo—. Perfefftamente.

Nerviosa, saco el botellín de agua de dentro del bolso, doy un par de sorbos, me llevo una mano a la boca e inspiro profundamente.

Justo entonces suena mi móvil, pero al comprobar que se trata de mi jefe, pongo el aparato en silencio y vuelvo a guardarlo. Prefiero hablar con él más tarde, cuando Caristeas no pueda presenciar mi bochornosa suspensión de empleo y sueldo. A continuación, meto en el bolso mi agenda y un bolígrafo y abandono el despacho, preparada para cuando Harrison decida volver a llamar.

De camino a la sala de visitas de nuestra planta, me concentro en actuar con naturalidad. Sin embargo, y aunque sé que debería evitarlo, los estrógenos y la progesterona, esas jodidas hormonas femeninas, producto de cientos de años de evolución reproductiva, se sublevan a mi dominio y comienzan a empujar mis caderas de un lado para el otro, balanceándolas de manera sensual cuando pasamos frente al departamento de contabilidad.

Una vez más, como viene siendo habitual, un par de rostros se vuelven para mirarme. Lo que logra que detenga mi paseíllo a lo Instinto Básico y vuelva a embutirme en mi perfecto y aburrido traje de mujer formal.

—Muy bonito —dice entonces Caristeas, atrayendo mi atención.

—¿El qué?

—Las vistas —responde apartando la mirada de mi trasero.

Ni siquiera me molesto en abrir la boca. Me consta que no está hablando de la maldita panorámica que se observa a través de las ventanas. Principalmente, porque dan a un edificio de aparcamientos más viejo que las alpargatas de Cristo.

—¿Es española? —pregunta cuando nos detenemos frente al ascensor.

—De Barcelona.

—Magnífica ciudad.

—¿La conoce? —digo echando un vistazo sobre su hombro, hacia la recepción, para averiguar si Emily nos está mirando. Cuando compruebo que, como de costumbre, está distraída con sus propias cosas, mis hombros se relajan un poco.

—Hace tiempo conocí a una muchacha en una cafetería cercana a Las Ramblas —oigo que me dice.

Mi mirada regresa rápidamente a su rostro.

—No me diga.

—Las españolas son mujeres muy ardientes, ¿no está de acuerdo conmigo? —añade.

—Lo lamento, pero no entiendo a qué se refiere con… ardientes.

—Ya sabe, en la intimidad.

Su mirada se clava en la mía.

—No se puede generalizar; cada mujer es un mundo.

—Y cada hombre.

—Cierto.

—Pero es que esa manera en la que se entregan las españolas cuando…

—¡Ya lo he captado! —le corto rápidamente—. No es necesario que continúe ensalzando nuestras virtudes.

Mis dedos se revuelven nerviosamente. Si en este momento me pusieran un termómetro en la boca, estallaría en tantos pedazos que me inscribirían en El libro de los records Guinnes como la mejor revienta termómetros del planeta. No recuerdo haber estado nunca tan excitada. Ni siquiera estoy segura de conocer el significado de esa palabra. O tal vez sí; tal vez si la busco en el diccionario la encuentre junto al nombre de Corban Caristeas. Puede que también en la S, junto a las palabras «sexo», «sexy» o «sexual».

Trago saliva.

—Solo por curiosidad, ¿tiene la costumbre de hablar así con las mujeres que acaba de conocer?

—Solo con las que trato de impresionar.

Abro la boca, asombrada por su franqueza.

—Creo que le hará falta algo más interesante que recitarme sus experiencias con el sexo opuesto para impresionarme.

—Tomo nota.

Vamos, ¿por qué tardará tanto en subir?

Luchando por librarme de un ataque de nervios que parece cada vez más próximo, vuelvo a apretar el botón con desesperación, suplicando que el ascensor llegue de una puñetera vez.

Un pánico paralizador me inunda cuando finalmente las puertas se abren y el gran jefe, el señor Harrison, abandona la cabina y colisiona accidentalmente contra mi hombro.

—Oh… —Vuelve el rostro hacia nosotros, pero al ver que es conmigo con quien ha tropezado, cierra la boca y se traga una disculpa. Lo cierto es que su trato hacia mí ha cambiado mucho desde lo ocurrido con Ryan. Tanto es así, que a veces pienso que me culpa de que esos dos anden todo el día por ahí, enrollándose por los rincones de la oficina, como si los hoteles no existieran.

—Estaba buscándote, Mar. —Harrison tose, se rasca la barriga por debajo de la corbata y pone en mis manos varias carpetas—. Si no estás demasiado ocupada, me gustaría hablar contigo ahora.

Las piernas me tiemblan ante dicha perspectiva, y sitúo una mano delante de las carpetas, tratando de impedir que estas resbalen y se escurran hacia delante.

—¿Podríamos dejarlo para más tarde? Ahora mismo me pilla un poco ocupada. —Desvío brevemente la mirada hacia Caristeas, dándole a entender a mi jefe que no estoy sola.

—Esto es importante.

—Sin duda, pero estábamos a punto de ir a ver…

—Ryan me llamó hace un rato —me interrumpe situándose frente a mí, dándole al mismo tiempo la espalda a Caristeas—. Parecía muy enfadado y nervioso, hablaba deprisa y no pude entender la mitad de lo que decía, aunque creo que estaba relacionado contigo.

—¿Conmigo?

—¿Qué pasa con vosotros?

—Yo… nada… no… —El calor asciende por mis mejillas mientras el mundo a mi alrededor se vuelve cada vez más negro.

¡Dios mío! Tenía que haberme figurado que Ryan llamaría a mi jefe en cuanto tuviera la mínima oportunidad y le contaría lo ocurrido. Mi ex siempre ha sido un cretino, un narcisista y un trepa. Pero es evidente que eso no es lo peor, lo peor es que yo tardara tanto tiempo en darme cuenta. Ahora, incluso me pregunto en qué narices estaba pensando cuando acepté salir con él.

—Puedo explicarlo.

—Eso es exactamente lo que espero.

Mi lengua, que de pronto parece pesar una tonelada, se queda inmóvil.

—Disculpe. Creo que no ha oído a la señorita Farré —interrumpe de repente Corban, agarra las carpetas de mis manos y vuelve a ponerlas en las manos del señor Harrison—. Ya le ha dicho que está ocupada.

¡Arrea!

Me quedo pasmada, contemplando cómo ambos hombres se observan durante un largo momento, como en aquel documental del National Geographic que vi hace unos días, en el que dos arces se estudiaban mutuamente antes de entrechocar las cornamentas.

—Disculpe, ¿nos conocemos? —inquiere mi jefe con recelo.

—El señor Caristeas ha tenido la gentileza de hacernos hoy una visita —me apresuro a decir.

Harrison se queda mirando a mi cliente. Luego, abre los ojos como platos.

—¿Caristeas? —dice, colocándose mejor la corbata—. ¿Corban Caristeas?

—Sí. —Arqueo una ceja, asombrada ante su repentino cambio de actitud.

—¡Vaya! ¿Por qué no me lo has dicho antes, Mar? —El sudor perla al instante su frente—. Y, dígame, ¿está interesado en alguna propiedad?

Corban, calcando mi gesto, arquea la ceja.

—En realidad sí. La señorita Farré ha conseguido tentarme lo suficiente para querer verla de inmediato.

—El señor Caristeas está interesado en Caver House —le digo.

—¿Ese vejestorio?

Harrison lanza un bufido.

—Yo no creo que esa casa esté tan mal. El lugar es bonito y, además, tiene posibilidades —subrayo.

Mi jefe me contempla como si acabara de enterarse de que he contraído el tifus.

—¿No estarás hablando en serio?

Lo miro, asombrada ante la evidente hostilidad que demuestra hacia mí. Este es uno de esos momentos en los que daría lo que fuera por poder meterme en la cabeza de un hombre y saber qué está pensando, lo que tiene en mente. Aunque no vaya a gustarme demasiado.

—Mire, no niego que Caver House es una propiedad magnífica, tal como Mar comenta —le dice Harrison a Corban—, pero estoy seguro de que tenemos opciones más interesantes que esa vieja casa para ofrecerle.

Abro la boca y miro a mi jefe.

¡Alucino pepinillos! No puedo creer que esté tratando de levantarme el cliente ante mis propias narices. Es como si de pronto joderme la vida se hubiese convertido en el deporte favorito de cualquiera que se apellide Harrison.

Respiro hondo y procuro hacer como si no me importara mientras me esfuerzo en sonreír amablemente. A estas alturas, lo único que espero es que a Ryan no le haya dado tiempo de contarle su propia versión de los hechos, con pelos y señales. Conozco al señor Harrison desde hace tiempo, y he tenido siempre la suficiente confianza con él para saber que el asunto no va a gustarle un pelo. Está demasiado chapado a la antigua, y continúa enfadado conmigo porque no le dije nada cuando pillé a Ryan con su sobrina. Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Cómo puedes decirle a tu jefe y mentor, la persona que más te ha apoyado dentro de la empresa, que su sobrina no es la santita que él suponía?

—No me diga. —Caristeas hace una pausa dramática, atrayendo de nuevo mi atención hacia la conversación que ambos hombres sostienen.

—¡Desde luego! —El rostro de mi jefe se ilumina—. Si quiere acompañarme a mi despacho, estaré encantado de mostrarle alguna de esas opciones.

Cuando Harrison apoya una mano en el hombro de Corban, saltándose todas las normas habidas y por haber que atañen al espacio vital del cliente, me quedo paralizada. El estómago se me encoge, temiéndome lo peor al ver la expresión que pone Caristeas al ver la mano de mi jefe situada en su omóplato. Por fortuna, Harrison, captando la señal de advertencia, se apresura a retirar los dedos.

Mi estómago vuelve a ocupar su lugar.

—Quizá otro día —responde Caristeas de forma abrupta. Luego mueve la mano y me hace un gesto para que le acompañe.

—¿A dónde crees que vas? —pregunta mi jefe cuando hago lo que Caristeas me indica.

—Bueno… Yo… Se supone que…

—No dispongo de todo el día, señorita Farré —me presiona Corban con impaciencia.

—Discúlpeme, pero debo marcharme —me excuso entrando a toda prisa en el ascensor. Harrison sigue de pie, sin apartar los ojos de mí, hasta que al fin las puertas se cierran por completo. Al instante, más tranquila, mis pulmones dejan escapar el aire. Cuando Caristeas carraspea a mi lado, caigo en la cuenta de que está conmigo en el ascensor.

—Tiene que disculpar a mi jefe —alego con expresión amable—. A veces tiende a ser un pelín exasperante.

—¿No me diga? —Aunque podría tratarse de una pregunta, no tengo que ser muy lista para sospechar que no espera una respuesta. Así que entrelazo los dedos, esforzándome en mantener la boca cerrada mientras pienso en lo diminuta que me siento a su lado, en la asfixiante ratonera en la que parece haberse convertido el ascensor. Los nervios me pellizcan la boca del estómago mientras los botoncillos de la cabina van iluminándose con cada planta que descendemos. Cuando llegamos al sótano, donde está el aparcamiento, Corban se sitúa a mi espalda.

—Usted primero —me indica, posando los dedos en la parte posterior de mi brazo y empujándome suavemente. Una gota de cálido sudor se precipita rápidamente por mi canalillo al notar que sus dedos van deslizándose hacia la curva de mi espalda mientras ambos cruzamos el estacionamiento.

Cuando nos detenemos junto a una fantástica limusina de color negro, que ocupa casi cuatro plazas del garaje, abre la puerta trasera y me invita a entrar.

Me doy media vuelta y miro a Caristeas de frente.

—Quizá deberíamos ir en uno de los coches de la empresa.

—¿Este no le parece suficiente? —pregunta muy serio.

—¿Qué? ¡No! Quiero decir que sí. Claro que es suficiente. —Trato de ser educada—. Es solo que es un coche enorme.

¿Un coche enorme? ¿En serio? ¡Menuda idiotez!

—No veo el problema.

Simulo un suspiro, intuyendo que no me queda más remedio que aceptar su ofrecimiento, subo al coche y me acomodo en el asiento de atrás. Visiblemente satisfecho, Caristeas me lanza una mirada antes de cerrar la puerta. No sé explicar exactamente la razón, pero su gesto me indica que no es un hombre que esté acostumbrado a que le lleven la contraria. Es poderoso, en todos los aspectos, y da la sensación de ser muy consciente de ello. Quizá soy la única mujer a la que eso le parece sexy. En ese aspecto tengo el cerebro hecho papilla. Siempre he fantaseado con tener un novio como él: rico y guapo. Alguien a quien mamá no ponga pegas. Un tipo que pague siempre la cuenta y no mire cuánto lleva en la cartera antes de entrar en una joyería. Si eso ocurriera en algún improbable universo paralelo, mi madre me levantaría un altar.

Mis pensamientos se detienen tras cinco minutos.

—¡Las llaves! —exclamo—. He olvidado cogerlas.

—¿Las de la casa?

—Están en la oficina.

—Puedo pedirle a mi chófer que dé la vuelta y regrese.

Tras meditar un instante, hago un gesto negativo con la cabeza. Lo último que me apetece en el mundo es tropezarme otra vez con mi jefe. Ya he tenido suficiente con dos Harrison por hoy. No quiero enfrentarme a más problemas con los que corra el riesgo de no saber lidiar.

—No será necesario. Creo recordar que, según el dosier de la propiedad, Barry Thorne, el administrador, se aloja allí de momento.

—¿Quiere decir que la casa tiene un inquilino?

—No exactamente. Thorne se hospeda en las habitaciones que antes estaban destinadas al servicio, hasta que se formalice la venta.

—Entiendo.

Corban y yo cruzamos una mirada.

—Quiero darle las gracias por lo de antes, en la oficina —digo despacio—. Harrison puede resultar un poco agresivo, incluso ofensivo a veces. Sobre todo cuando algo le interesa de verdad. Pero no es un mal tipo.

—¿Está intentando justificarlo? —pregunta.

—Solo quiero que entienda que no es una mala persona.

—¿Eso es importante?

—Pues sí —respondo con el ceño fruncido, tratando de comprender el sentido de sus palabras—. La verdad es que siempre se ha portado bien conmigo.

—No es lo que he visto hace un rato.

Me lo quedo mirando e inspiro con resignación.

—No, supongo que no.

Él menea la cabeza.

—¿Y qué es lo que ha cambiado?

Carraspeo.

—Me temo que ahora existen algunas… circunstancias incómodas que atañen a su familia.

—¿Han estado juntos?

—¿Harrison y yo? —Se me escapa la risa con solo pensarlo. No puedo ni imaginar una posibilidad más remota—. Desde luego que no.

—Bueno, no es la primera vez que esas cosas ocurren en el trabajo.

—Ya. Pero no es mi caso —respondo tajante, dando por finalizado el tema.

—Qué interesante… —murmura.

Pestañeo.

—¿Qué es lo que le parece tan interesante?

—Usted —responde lánguidamente—. Es una mujer misteriosa.

Genial. Pues no sé lo que tengo yo de misterioso, aparte de la marca del sujetador que llevo puesto, que lo compre en los chinos y cualquiera sabe quién es el fabricante. Eso sí que es todo un misterio.

Transcurridos unos minutos, cuando pasamos junto a Wellington Arch, Caristeas pulsa el botón azul que está junto a su brazo y baja el vidrio que nos separa del conductor.

Me quedo en silencio cuando una nuca de cabellos dorados emerge tras el cristal. Aunque el chófer no se vuelve en ningún momento para mirarnos, advierto que dos ojazos, de un tono celeste desvaído, nos contemplan desde el retrovisor.

—Será mejor que le diga al chófer a qué dirección exactamente ha de dirigirse —sugiere Caristeas.

La limusina es tan larga y el conductor se encuentra tan lejos de nosotros, que mi primera reacción es inclinarme hacia delante para indicarle en voz alta la dirección.

Y, entonces, apenas impulso el cuerpo al frente, sobreviene el cataclismo.

¡Me cago en mi puta vida!

Contengo el aire y un sudor frío perla mi frente cuando un agudo pinchazo me invade de pronto la mitad del pecho. No puedo respirar. Algo no va bien.

¿Y si se trata del corazón?, me pregunto. ¿Y si es un infarto?

Pestañeo un par de veces, pálida como la harina.

Dios mío… ¡Es un infarto, Mar! ¡Un infarto! Dios mío, a mis veintisiete años y ya tengo la patata echa un desastre. La culpa la tiene tanta comida basura. Debería de haber practicado algún deporte cuando tuve ocasión. Y mírame ahora, ¡a punto de morir en una limusina!

Un profundo terror enturbia mi visión.

¡Cuenta hasta tres y respira, Mar! ¡Respira!

—Respire. —Corban se acerca e introduce una enorme mano en mi escote.

Sí, hombre, sí. Si respirar es justo lo que estaba tratando de hacer cuando a míster oportuno se le ha ocurrido meter la mano entre mis tetas ¡No me fastidies! ¿Es que no había mejor momento para tirar la caña?

Una sensación de alivio me inunda el pecho cuando el dolor remite de pronto. Levanto la vista y me percato de que él continúa observando mis senos con mucho interés. Es entonces cuando me viene a la mente la pregunta del millón: ¿qué demonios se supone que tiene que hacer una chica como yo, soltera y sin compromiso, en una situación como esta? A veces creo que los hombres deberían venir con un manual de instrucciones, al igual que las tostadoras o la televisión. Un esquema preciso que nos informe de qué botón está en rojo o cuál en verde, o cuándo es el momento idóneo de pasar a la acción. Si fuera así, las mujeres nos ahorraríamos un montón de quebraderos de cabeza.

Me esfuerzo en no pegar un grito cuando la mano de Caristeas profundiza, sin miramientos, aún más entre mis senos. Una descarga eléctrica sacude mi columna vertebral a la velocidad de un rayo e inclino la cabeza hacia atrás. Madre mía, nunca he hecho el amor en una limusina. Me pregunto cómo será la experiencia, especulo con la mirada fija en el techo.

Rápidamente, mi cabeza empieza a darle vueltas a cosas tan trascendentales como tratar de recordar las braguitas que me he puesto esta mañana, o cuándo fue la última vez que me depilé las ingles.

¿Fue hace tres días, o hace una semana?

¡Al cuerno con las bragas! Caristeas me está metiendo mano en las tetas, y eso en mi tierra significa algo. A ver, en resumen: teta + mano + chico + chica, igual a tema. ¡Pero si es de primero de álgebra! Una regla y un principio que todo Cristo debería conocer. Así que, supongo yo, lo mejor es que cuente hasta diez y haga algo al respecto. Algo como, por ejemplo, comerle la boca como si no existiera un mañana.

—¡Aquí está! —Suelta un ligero gruñido y, antes de que pueda darme cuenta de lo que sucede, Caristeas saca la mano de mis tetas y sitúa frente a mi rostro el pequeño imperdible con el que un rato antes subsané el problema de mi blusa.

Un calor intenso sube por mi cuerpo y me inunda la cara.

—¡Madre mía! —emito un leve gemido que rompe el denso silencio.

¡Y yo creyendo que un dios griego del sexo había sucumbido a mi sublime belleza zanahórica! ¡Menuda inocente que estoy hecha!

—Será mejor que cuando vuelva a ponérselo se asegure de que está bien cerrado. —Sitúa el imperdible en mi mano.

—Está bien —murmuro.

¿Y qué demuestra esto? Pues que es mejor pensar bien las cosas antes mover un dedo. Porque, menudo papelón que hubiese hecho, si voy y termino arrojándome a sus brazos sin avisar. La cara de pan de quilo que se le habría quedado al pobre. Y todo por culpa de un mísero imperdible.

Se produce un incómodo silencio mientras lo prendo de nuevo en el escote.

—¿Se encuentra bien? —me pregunta.

—Por supuesto.

«¡Mentira cochina! Hasta un ciego se habría dado cuenta que en la vida he sentido más ganas de salir corriendo de ningún sitio como en este instante. Pero, naturalmente, voy a negarlo hasta que reconstruyan el Coloso de Rodas. Lo único que me falta para que el día esté completito es que Corban crea que, además de tonta, voy más salida que el pico de una mesa.

Tras indicarle la dirección al chófer, echo el cuerpo hacia atrás y me acomodo mejor en el asiento. El suave cuero cruje bajo mi trasero. Miro hacia Caristeas. Él me devuelve la mirada. Ni idea de cómo se las apañará la gente para no sentirse como un búfalo americano en una cristalería.

Respiro hondo.

De camino a Caver House, me sumo en el silencio y paso una media hora reorganizando mi agenda y llamando a los clientes para darles una nueva cita. Una vez he acabado, meto la agenda en el bolso y lo sitúo sobre mis rodillas. Al cabo de un rato advierto que Corban, con un codo ligeramente recostado en el respaldo del asiento, me está observando con atención mientras sus dedos acarician distraídamente la piel del asiento.

Obligándome a mí misma a mantener la calma, entrecruzo las piernas y me quedo ahí sentada, sumida en mis pensamientos. No hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que todas esas miradas y posturas son solo un juego. En realidad, no he creído nunca tener una habilidad especial para el flirteo. Sin embargo, me pregunto si seré capaz de estar a la altura. Seguirle el juego podría no ser la mejor idea, incluso ser un error. Pero, por otro lado, no puedo dejar de preguntarme si sería la manera de demostrar a Ryan y al mundo entero que no soy la mujer fría que todos piensan. Pero, sobre todo, estaría bien demostrármelo a mí misma. Por una vez me gustaría ser más atrevida, loca y menos mojigata. Quizá ese es el cambio que necesito en mi vida: dejar de ser el culo del dichoso pingüino al que mi hermana se refería.

Con lentitud, deslizo el bolso disimuladamente por encima de mis piernas, arrastrando la falda un poco más arriba, hasta que mis muslos aparecen como por arte de magia. Durante un momento finjo no darme cuenta. Sin embargo, transcurrido un minuto, comienzo a sentirme bastante ridícula en mi patético papel a lo Nueve semanas y media. De manera que agarro el bajo de la falda y tiro de él, situándolo otra vez en su sitio.

—¿Ocurre algo? —Mira hacia mí un momento.

—Nada.

—¿Está segura?

—Claro.

Es entonces, cuando termino de cerrar la boca, que mi estómago ruge. Pero no sutilmente, no; ruge como un león en mitad del Serengueti.

Lo miro de reojo mientras noto el cosquilleo de una gota de sudor que recorre mi sien.

¡Ay Dios!, que no lo haya oído.

—Podemos comer algo antes de visitar la propiedad.

¡Mierda!

—Sería estupendo. —Un calor sofocante me sube por el cuello hasta las mejillas, donde se mezcla con mis pecas. Al instante, cuando advierto la proximidad de otra contracción del estómago, hago lo primero que se me ocurre: seguir hablando. Lo que sea con tal de silenciar a La Bestia.

—¿Y qué tal se lleva lo de ser el dueño de una plataforma petrolífera en el Pacífico? —Joderrrrr. ¿Primero me levanto las faldas y ahora le pregunto si se siente guay siendo rico? ¿Por qué demonios lo he hecho?—. Bueno, no es que me interese particularmente ese tema. Solo es por lo de, ya sabe, mantener una conversación.

Corban esboza media sonrisa.

—En realidad, solo la he visitado un par de veces desde que la compré.

—¿Y cómo sabe que todo marcha bien?

—Tengo personas de plena confianza que se encargan de eso.

—¿Se refiere a que tiene amigos trabajando allí?

—Más bien, personas a las que pago muy bien para evitar que haya problemas.

—¿Y si los hay?

—Ya le he dicho que pago para que no los haya —afirma él, impávido, confirmando con sus palabras mis sospechas: Corban es un hombre al que nadie parece estar dispuesto a desobedecer. Lo tiene todo bajo control. Guapísimo, perfecto y con poder. Lo que, según la teoría Farré, significa que lo más probable es que sea otro «demasiado bueno para ser cierto». ¿Me pregunto cuál será su defecto? Siempre hay uno, ya sea que le gusta hurgarse la nariz cuando nadie le mira, masticar sin cerrar la boca u orinar en contra del viento. Os aseguro que es cuestión de tiempo que lo saque a relucir.

Trago saliva, humedezco mi boca y estiro las piernas.

—¿Está casado? —Soy una mujer del siglo veintiuno, puedo hacer esta clase de preguntas sin sentirme ridícula al mismo tiempo.

—No.

—Tiene novia.

—No.

—¿Alguien especial en su vida?

—No.

—Ah, bien… —respondo mecánicamente.

—¿Le parece bien?

El corazón me da un respingo del susto.

—Sí… No, bueno, ser soltero está de moda.

—¿Y puedo preguntar por qué le interesa?

—¿Qué?

—Saber si continúo soltero.

Me entra la risa tonta. Esto va de mal en peor. En las comedias románticas no pasa. En esas películas te preguntan si estás casado, respondes a la cuestión que la chica te plantea, y fin de la historia. Pero por lo visto en la vida real es distinto. En la vida real va el macizorro de turno y te pregunta por qué te interesa tanto saber si continúa estando en el mercado.

¡Me cago en la leche! ¡Cuánto daño ha hecho Hollywood!

—Me resulta difícil de creer que un hombre como usted lo esté, simplemente eso —digo, obligándome a sonreír—. Quiero decir que, bueno, seguro que conoce a más de un centenar de mujeres.

—¿Un centenar? —responde con media sonrisa.

—Es una forma de hablar. —Carraspeo.

—Hace unos meses rompí con Rosalin, una modelo canadiense. Desde entonces no ha habido nada serio.

—¿La quería?

—¿A Rosalin? —Sus ojos se posan en los míos—. No soy el tipo de hombre que se enamora, si es lo que está tratando de averiguar. Ya sabe a qué me refiero.

—Pues la verdad es que no, no lo sé. —Lo sepa o no, no tengo la menor intención de dialogar sobre ese tema con Corban ni con nadie. Preferiría cortarme un dedo antes de admitir que, en realidad, no creo ni una mijita en el amor. Ni a primera, ni a segunda vista. He tenido demasiadas decepciones para creer en eso del «tú y yo hasta que la muerte nos separe». Existe el sexo; el bueno y no tan bueno. Pero más allá de eso no creo que haya nada especial.

En fin, que no creo en los topicazos. Ya sabéis, en las miraditas, roces inesperados y todas esas chorradas de princesitas. En las novelas todo eso está muy bien, pero en la realidad a la mayoría de los tíos con los te acuestas los conoces en el trabajo, de copas o en el supermercado. Entonces ¿qué probabilidad hay de que uno de ellos sea el hombre de tu vida? Pues os lo voy a decir: una entre más de siete mil millones. Sí, esa es la cantidad aproximada de personas que habitan este planeta. Así que, resumiéndolo en pocas palabras, o eres una viajera de narices, o lo llevas crudo.

—¿Y usted?

—Y yo ¿qué?

—No he visto un anillo en su dedo.

—Oh —respondo mirando mi dedo—. Sigo soltera. Muy muy soltera. Completamente, de hecho.

—Ya veo.

Estoy a punto de decir algo cuando advierto que la limusina se echa a un lado y se detiene cerca de Banfield Road.

—¿Por qué nos detenemos? Aún no hemos llegado —comento, tratando de ver algo a través de los cristales tintados.

—Ha dicho que tenía hambre.

—Es cierto, pero no he visto que le dijera nada al conductor.

—No es necesario, después de su accidente con el imperdible, decidí dejar abierto el sistema de comunicación interno.

Trago saliva.

—¿Eso significa que su chófer ha estado escuchando todo lo que decíamos?

—Sí.

Mi rostro adquiere un tono más rojo que un osito de gominola con sabor a fresa.

¡Tu puta estampa! ¡Mundo, deja de girar, que me bajo aquí mismo!

—¿Ocurre algo?

—Podría haber avisado de que él oía nuestra conversación.

—¿Por qué motivo?

—Pues… —digo nerviosa—, imagine por un instante que… que… bueno… usted y yo…

—¿Qué? ¿Qué tengo que imaginar?

—Pues… —carraspeo—. Ya sabe, los dos aquí solos, en la limusina…, su mano… —Me muerdo la lengua justo a tiempo de impedir que la palabra «teta» emerja de mi boca.

Él encoge el ceño como si estuviera contemplando a una especie de psicópata.

—Nada —me retracto, roja como un tomate.

Corban me vuelve loca. Literalmente. Hay momentos en los que creo que está tirándome los tejos y otros en los que parece no entender nada de lo que digo. Lo que me lleva a pensar: ¿dónde coño se habrán metido los hombres normales? ¿Es que migran como las grullas?

—Si hace que se sienta mejor, interrumpiré la comunicación con el chófer.

—No pasa nada. —Me esfuerzo en sonreír. Lo último que me apetece es que piense que soy una loca de atar. Puedo superarlo.

Corban baja la ventanilla, y aparece como por arte de magia una bandeja con donuts de todos los sabores, cuatro vasos grandes de cartón, de los de llevar, y un par de cruasanes.

—¿Café o té? —Pregunta.

—Prefiero el café.

—Me lo figuro —Los labios de Corban esbozan una sonrisa al recordar, probablemente, el bochornoso episodio ocurrido en mi despacho.

Me muerdo el labio inferior, muerta de la vergüenza, y agarro el vaso que él me entrega.

Después de terminar el dulce y dar buena cuenta del café, mi estómago deja de quejarse y se queda callado como un pavo en acción de gracias. Lo que es de agradecer, porque no sé de nada menos atractivo que los ruidos corporales de dudosa índole. Sobre todo cuando estás sentada en un coche con un hombre que parece estar diseñado para hacer que las mujeres se vuelvan locas de deseo.

Cuando finalmente llegamos a nuestro destino, desciendo del vehículo sin esperar a que Caristeas abra mi puerta. Es la primera vez que veo personalmente la villa y estoy deseando saber a qué me enfrento. Hasta el momento, solo la conocía gracias a las fotografías que su actual dueño proporcionó cuando solicitó que nos hiciésemos cargo de la venta. En ellas se apreciaba una hermosa construcción de dos plantas forrada de ladrillo rojo, con dos grandes buganvillas en la parte delantera y un precioso tejado de pizarra sobre el que destacaban las bocas de tres oscuras chimeneas.

Nada qué ver con lo que tengo delante: la fachada, tapizada de viejas ventanas, no se asemeja mucho a la imagen de las fotos, y las buganvillas están más peladas que mi cartera a fin de mes. Eso sin mencionar que, en líneas generales, la casa necesita muchos arreglos. Algo que el propietario olvidó mencionar.

—Creí que estaba en mejores condiciones.

—Puede que el interior sea distinto —responde Corban.

Rezo por ello, porque lo cierto es que veo peligrar mi fantástica comisión. Es por eso por lo que no me gusta olvidar que si algo parece demasiado bueno para ser verdad, es que es demasiado bueno para ser verdad. Por supuesto. Y no me refiero solo al tema de la comisión; mi vida entera es un desastre en ese aspecto. Cuando conocí a Ryan, sin ir más lejos, pensé que era el hombre perfecto, comprometido al ciento por ciento con su trabajo, guapo y lleno de ambiciones. Actitudes que me parecieron fantásticas en un primer momento, pero que acabaron estallándome en la cara. A menudo pienso que es mi karma, que por mucho que me esfuerce acabaré estrellándome siempre contra la misma piedra, que en mi caso es un enorme monolito como los de Stonehenge.

Tras golpear la puerta con los nudillos, a falta de un timbre que funcione, nos abre el administrador. Es un hombre alto, de unos cuarenta o cuarenta y dos años, de cabellos oscuros y cejas pobladas.

—¿Sí?

—¿Señor Thorne?

—¿Quién lo pregunta?

—Soy Mar Farré, de la inmobiliaria.

—El señor O’Rourke no me avisó de que vendrían a ver la casa.

—Lo lamento, pero lo cierto es que no estaba previsto —digo—. Sé que es un poco precipitado, y entendería que no pudiese atendernos hoy.

—No, no. Está bien —dice, apartándose a un lado—. Pero tendrán que esperar a que abra las contraventanas de los dormitorios de arriba. Mientras tanto, pueden echar una ojeada a la planta baja. De momento es el único lugar de la casa con luz suficiente.

—Gracias —decimos al unísono.

El corazón me late con fuerza y suelto el aire despacio cuando finalmente franqueamos el umbral de la puerta. El interior está lleno de polvo, y los muebles, espejos y demás enseres permanecen ocultos bajo viejas sábanas amarillentas. La tarima parece estar en buen estado, gracias a Dios, las lámparas cuelgan de los cables del techo y las paredes no han perdido del todo su color original. Resumiéndolo de alguna forma: que la casa continúa en pie, aunque no sabría decir si por mucho más tiempo.

Corban se ríe por lo bajo.

—¡Es un desastre! —Reprimo las ganas de echarme a llorar.

—Yo prefiero verla como un diamante en bruto.

Me vuelvo para mirarlo sorprendida.

—Cuatro millones de libras —le recuerdo—. ¿Lo dice en serio?

Sus ojos oscuros escudriñan el vestíbulo.

—Como mucho tres quinientos. Ni una libra más —dice con una determinación rotunda.

Me vuelvo despacio y avanzo hacia el salón, donde encuentro más de lo mismo: más polvo, más sábanas y más olor a convento franciscano. Cuando noto que Caristeas se detiene a mi espalda para echar un vistazo, los hombros se me tensan.

—No está mal —dice.

—Por lo menos es luminosa —señalo soltando el aire cuando pasa por mi lado—. Quizá la planta superior esté en mejores condiciones.

Corban se detiene frente a la chimenea, pasa una mano por la repisa y sonríe de lado al retirar el polvo con los dedos.

—Es una optimista.

Lo cierto es que no, no me siento nada optimista. Es más, estoy tan desanimada que casi me arrepiento de no haberle mostrado alguna otra propiedad.

—Puede que no sea lo que está buscando.

—Es posible —admite acercándose a mí—, aunque prefiero ser yo quien decida eso.

Siento que mi ánimo mejora ligeramente al oír sus palabras. Tal vez, después de todo, vaya a quedársela, pienso procurando estar atenta a todo lo que él hace o dice.

Corban avanza hacia la próxima habitación, la cocina, que resulta ser una estancia grande, con salida a un pequeño patio con porche, que cuenta con el privilegio de tener encimeras de granito, lo que representa una gran ventaja a la hora de vender cualquier propiedad.

—Qué interesante —comenta observando las paredes, cubiertas por completo de antiguos azulejos blancos.

—Posiblemente sean los originales.

—Eso parece —contesta.

—Podría cambiarlos.

Corban hace un movimiento negativo con la cabeza.

—Creo que lo dejaré como está.

—Le gustan las cosas con carácter —recuerdo en voz alta.

—Sí, eso es. —Sonríe—. Pero lo mejor es el tamaño de este sitio, ¿no cree?

—Lo cierto es que estoy bastante sorprendida, sobre todo después de haber visto el salón. Además de estar completamente equipada, los electrodomésticos se ven nuevos. —Cierro los ojos y cambio a modo «vendedor experimentado»—. Ya casi puedo imaginármelo aquí, disfrutando al caer la tarde, preparando unas galletas.

Exhalo lentamente y abro los párpados.

Él arquea una ceja.

—Espero que pasar la tarde pegada a un horno no sea su concepto de diversión.

—Bueno… —Suelto una risita nerviosa—. No he dicho en ningún momento que lo sea.

—Eso espero.

—Hornear galletas está bien, pero no tanto.

—No me diga…

—Mi idea de pasar un buen rato se parece más a una velada romántica en algún restaurante bonito, puede que de alta cocina, junto a un hombre interesante, flores frescas en la mesa, el olor de la brisa marina… Ya sabe, ese tipo de cosas.

—Eso suena de maravilla. Aunque reconozco que soy más de los que prefieren la comida italiana y el buen vino.

—Bien… —Noto cómo los músculos de mi cuello se tensan ante la expectación.

¡Dilo, maldita sea, dilo!, aguardo impaciente mientras me muerdo el labio inferior hasta que comienza a dolerme. Para ser sincera, no se me ocurre una puta buena idea en este momento. Es evidente que estoy un poquitín oxidada en lo relativo a hombres o a tirar los tejos, porque ¿qué más tiene que hacer una chica hoy en día para que la inviten a cenar? ¿Enviárselo por WhatsApp?

Vale, bien, Mar, déjate de chorradas, piensa rápido y haz algo de una maldita vez, me aconseja en un tono autoritario ese hemisferio de mi cerebro donde por lo visto las neuronas se han quedado en aquello de las flores y las abejas. En fin, puede que esperar a que él se decida no sea la mejor idea del mundo. Quizá Caristeas sea de los que necesitan un empujoncito extra.

En un nanosegundo mi mente se llena de ideas y palabras inconexas: cita, rollo, intereses en común, restaurante italiano, pasta, prosciutto, gatitos… (borrar los gatitos)…

Inspiro profundamente y me preparo para dar el siguiente paso.

—¡Hace mucho tiempo que no disfruto de un buen salami!

Al ver su cara de pasmo, me apresuro a añadir:

—Quiero decir, que hace mucho que no ceno en un restaurante italiano. Y eso que me encanta la comida. Sobre todo el salami. Ya sabe, esa especie de barra gruesa de carne.

—Se refiere al embutido —contesta él.

Cierro la boca, tratando de salir de mi estupor, y asiento firmemente con la cabeza.

Dios mío… ¡No puedo creer que haya sido capaz de soltarle una cosa así a la cara! ¿Barra gruesa de carne? ¿En serio?

El estómago se me encoge y el corazón, desatado, me late a mil por hora. Está perfectamente claro que empiezo a tener un grave problema: cualquier cosa que digo parece contener un trasfondo sexual.

Cuando advierto que él está tratando de contener la risa, achico los ojos y le echo una mirada asesina a través de las rendijas de mis párpados.

¡Me siento la tía más gilipollas del planeta!

—Me alegro de que lo encuentre tan gracioso.

Para mi desolación, no deja de reír durante un buen rato.

—Lo siento —dice cuando logra recuperar el control.

—Ya… —respondo en tono acusador.

—¿Puedo hacer algo para que me perdone?

—No sé. —Me encojo de hombros.

—Permítame, al menos, que la invite a cenar mañana.

Me lo quedo mirando como un pasmarote, tratando de asimilar lo que acaba de sugerir.

—¿Qué?

—Prometo portarme bien —añade con una sonrisa—. Y bien, ¿qué responde?

Pero… ¿Qué pretendes que responda, alma de cántaro? Madre mía, ¡Voy a cenar con Corban Caristeas! ¡Yo, Mar Farré, la de los labios de pez y rizos zanahóricos!

—Está bien —acepto con un suspiro, tratando de no poner de manifiesto las ansias vivas que me comen por dentro. Lo que es todo un desafío en estos momentos, porque de lo que tengo ganas ahora mismo es de morderme los nudillos y ponerme a bailar por sevillanas.

Cuando un breve golpe en el marco de la puerta interrumpe mis gloriosos pensamientos, el corazón se me detiene. Levanto la vista y clavo la mirada en el señor Thorne, quien desde el umbral nos hace un gesto para que le sigamos.

—Ya pueden ver la planta superior —nos indica Thorne.

—Sí, claro. Gracias —susurro al pasar junto a él.

Caristeas y yo inspeccionamos durante un buen rato el interior de las habitaciones, los tres cuartos de baño completos y los armarios empotrados, que son, posiblemente, la única reforma que se ha efectuado durante los últimos años en la casa. No obstante, a él parece no importarle mucho esa circunstancia, y se dedica a mirar a su alrededor, completamente concentrado, como si estuviera reflexionando sobre todo lo que ve. Cuando llegamos al dormitorio principal decido sentarme en un taburete que hay junto a la cama y permanecer en silencio, tratando de no interrumpirle.

—Me gusta —dice transcurridos unos minutos.

—¿En serio?

—Creo que tiene posibilidades.

—¿Eso quiere decir que está pensando en comprarla?

—Correcto.

¡Madre mía! Abro los ojos, sin poder creer lo que escuchan mis oídos.

—Entonces, ¿va a reformarla?

—Es una posibilidad.

—Eso es…, estupendo.

—Venga a ver esto.

Me sobresalto cuando Corban me agarra por la muñeca y tira de mí hacia el balcón.

—¿Qué le parece? —dice señalando hacia el prado que rodea la casa.

La vista desde el balcón es increíble. El pasto es tan verde y brillante, que casi crees oler su frescura, y está salpicado de árboles fuertes de copas frondosas. Al fondo todo se hace más espeso, más verde aún, si es que eso es posible, y da paso a un bosque que parece no tener fin. El paisaje transmite tantísima paz, tanta armonía, que durante un instante cierro los ojos, como si de alguna manera pudiese atrapar toda esa belleza en mis retinas, e inspiro profundamente.

—Es por esto que pienso comprarla.

—Lo entiendo perfectamente. Es precioso.

—Cierto, y un buen sitio para construir un campo de golf.

Abro los ojos y giro la cabeza hacia él, desconcertada.

—¿Está pensando en construir un campo de golf? ¿Aquí?

—No creo que tenga problemas para hacerme con estas tierras una vez que adquiera la propiedad.

Estoy a punto de decir que sería un sacrilegio convertir toda esa naturaleza en un asco de campo de golf, cuando de pronto él comenta:

—Creo que va siendo hora de que nos vayamos.

¿Qué diablos?

—Pero… todavía no ha visto el resto de la casa —objeto—. Aún quedan las dependencias del servicio, el desván y la biblioteca.

—Quizá otro día, hoy tengo cosas importantes que hacer —dice echando un vistazo a su reloj de pulsera.

De pronto tengo unas ganas locas de pedirle que la anule, al igual que él me lo pidió a mí horas antes en mi despacho. Sin embargo, por alguna razón que no acabo de comprender, me trago las palabras y asiento con la cabeza.

De regreso al coche, soy incapaz de pensar en otra cosa que no sea en ir a la peluquería para que algún portento en cuestiones capilares me arregle estos pelos. Seguro que me cuesta un dineral, pero no me importa demasiado; la noche de mañana merece que saque lo mejor de mí. Me pregunto dónde me llevará. Quizá cenemos en el Heinz Beck, situado en el hotel Lanesborough. Un hombre con la fortuna de Caristeas puede permitírselo.

Para cuando la limusina se pone en marcha, mi mente es ya un torbellino de pensamientos que van y vienen dentro de mi cabeza como en un tornado. Me siento aturdida, como quien entra en una boca de metro y no tiene claro en qué parada bajar. No he estado tan nerviosa por una cita en mi vida, y comienzo a lamentar haber aceptado. Quizá estoy actuando demasiado a la ligera. Posiblemente habría sido mejor detenerme un momento a pensar en lo que estoy haciendo. No precipitar las cosas.

Mis pensamientos se detienen bruscamente cuando la mano fría de Corban se sitúa en mi rodilla. Reteniendo una bocanada de aire en los pulmones, me quedo mirando esos grandes dedos sobre mi articulación. El pulso retumba descontroladamente en mis oídos y desvió la mirada hacia su rostro, esperando encontrar algún gesto de complicidad, algo que haga este instante único.

Para mi propia decepción, me quedo de una pieza al comprender que ni siquiera se ha dado cuenta de dónde tiene puesta la puta mano.

Aunque mi ánimo acaba aplastado contra el suelo de la limusina, un instante después, cuando Corban aparta la mano de mi rodilla para acariciarme la mejilla, sonrío sin poder evitarlo.