Diez aÑos antes

El primer encuentro con ellos fue en la víspera de mi noveno cumpleaños, o tal vez a los pocos días de la fecha. Recuerdo que era una noche de primavera y que se notaba la llegada tímida del calor en el zumbido de los insectos recién despiertos. Hasta ese momento, había crecido sin conocer el peligro, bajo el cuidado de mis hermanos y rodeado de criados, maestros y otros adultos benevolentes. Contaba a la vez con la compasión de todos por ser huérfano de ambos padres y la suerte de que mi familia estuviese bien posicionada, por lo cual nunca me faltó nada. Todos los cuentos que me contaban tenían finales felices; era, probablemente, el único habitante de los Dominios del Este que desconocía por completo la existencia de los monstruos.

La mayor parte de la gente, aun sabiendo que estos seres están entre nosotros, se los imagina extraños y fácilmente distinguibles, muy diferentes a los ciudadanos decentes.

La mayor parte de la gente no se topa con ellos poco antes de cumplir nueve años.

Era entonces una noche de primavera y yo estaba a salvo en la antigua residencia de Holbeinsberg, rodeado de tierras que han pertenecido a mi familia desde hace varios siglos. Therese y Johann bebían y fumaban junto a la ventana del salón. Arrullado por su conversación, me había acurrucado en un sofá cerca de la chimenea para leer, a la luz de las llamas, uno de los antiguos libros de la biblioteca de mi madre, a la que los mellizos me habían dado permiso para entrar hacía apenas un año. Era mi ascenso de libros de cuentos a las historias de mayores, las novelas de aventuras y las leyendas ilustradas, los volúmenes caros de cubiertas bellamente decoradas. Pasaba las páginas con reverencia. Las disfrutaba despacio, como si cada uno de aquellos libros fuese el último bombón de la caja.

Me faltaba menos de un capítulo para el final cuando Johann se interrumpió en mitad de una frase que no quería que oyese y, con la petulancia de los adultos que creen erróneamente que los niños prestan alguna atención a sus asuntos, hizo sonar la campanilla. La anciana Fräulein Lilla, que también había sido niñera de mis hermanos años atrás, hacía varias horas que se había ido a dormir, así que fue Annika, una de las criadas, la que acudió.

—¿Se puede saber qué hace el niño todavía despierto? —preguntó Johann, airado. Y cuando me puse en pie con el libro bajo el brazo, añadió—: Deja eso aquí, Hugo. No es momento de leer.

Lo conocía demasiado bien como para discutir. Intercambiamos deseos de buenas noches y abandoné la calidez luminosa del salón para recorrer el pasillo de madera oscura, escoltado por Annika, que se aseguró de que me lavase, me pusiera el pijama y estuviese acostado antes de marcharse con la lámpara.

Dejó la puerta de mi dormitorio abierta, lo cual me permitía percibir las voces de mis hermanos aunque no entendiese lo que decían. No me hacía falta. Aguardé hasta que, una pequeña eternidad después, por fin callaron; aceché los crujidos del suelo bajo sus pasos, el trajín del agua y las indicaciones a los criados, las buenas noches y, por fin, el chasquido de las puertas al cerrarse.

Esperé a que la casa quedase en silencio antes de apartar las mantas y plantar los pies descalzos en la alfombra.

Estaba despejado como si fuese mediodía en lugar de casi medianoche; la intriga había ahuyentado al miedo. Solo podía pensar en el libro sobre la mesita de café del salón.

En el exterior soplaba el viento contra los cristales de las ventanas, que temblaban mientras avanzaba despacio por el pasillo, alerta por si alguno de los mellizos salía de su dormitorio. Logré llegar al vestíbulo, pero antes de entrar en el salón oí, para mi horror, un entrechocar de copas y el refunfuñar en voz baja de Annika. Había terminado de recoger el comedor y venía hacia mí, por lo que tuve que batirme en retirada. El pasillo carecía de escondites, así que entré apresuradamente en la cocina; resbalé sobre las baldosas claras, corrí hasta la puerta abierta de la despensa y me escurrí dentro.

Aquella puerta y yo éramos viejos conocidos. Pude cerrarla sin hacer ni un solo ruido.

Al otro lado, la criada irrumpió en la cocina con mucha menos discreción. Contuve el aliento mientras ella iba de acá para allá, canturreando, hasta que terminó de limpiar y ordenar. Se acercó a la despensa, sin saber que yo estaba agazapado dentro, inmóvil como una estatua, y dio la vuelta a la llave en la cerradura.

No me atreví a llamarla, descubrir mi presencia hubiese sido admitir el crimen de haberme levantado a deshora. Valoré mis posibilidades mientras veía desaparecer por debajo de la puerta el resplandor de la lámpara que ella se llevaba consigo. El silencio invadió la cocina. Solo el viento continuaba haciéndose notar: llamaba al ventanuco de la despensa, que se encontraba sobre los estantes de madera anclados a la pared.

Me encaramé a ellos con cuidado, como hacía para alcanzar las latas de dulces que la cocinera guardaba en lo alto, siempre temeroso de que la estructura colapsase bajo mi peso, que nunca ha sido poco. Trepé hasta aferrar el marco del ventanuco con los dedos. Abrirlo fue sencillo. Auparme requirió todas mis fuerzas; solo lo logré espoleado por el miedo a dejarme caer y provocar el estruendo del contenido de la despensa precipitándose al suelo conmigo.

Salí con dificultad por el ventanuco. Sacar las piernas primero me permitió aferrarme al alféizar durante el tiempo que me aguantaron los brazos antes de precipitarme de la forma más indigna al suelo; me magullé las rodillas y la barbilla, desafortunadamente; me choqué contra una valla de madera con la que el jardinero había separado los arbustos del camino. Me sumí durante unos instantes en una espiral de oscuridad. Las ramas habían arañado la piel de mis mejillas y brazos, me corría la sangre por el rostro.

En otras circunstancias habría gritado. Sin embargo, el miedo me obligó a callar.

Había alguien más en el jardín.

No lo había visto aún, pero notaba su presencia amenazadora. Se había acercado a mí al verme colgando de la ventana, de espaldas, completamente vulnerable, y se había detenido en cuanto me incorporé. Estaba entre la maleza, vigilándome. Aún no se había decidido a atacar, pero estaba a punto.

Un jabalí, pensé. La posibilidad de encontrarme con uno de ellos era la principal razón por la que tenía prohibido adentrarme solo en el bosque; Fräulein Lilla me había advertido de su fiereza, de sus cráneos tan duros que no sentían los palos, de los mortales colmillos, de la determinación furiosa con la que atacaban hasta vencer o morir. Lo utilizaba para asustarme y que no me adentrase en el bosque sin permiso. «La próxima vez, te encontrará un jabalí antes que yo, y entonces no volveremos a ver nunca al pequeño Hugo».

No, me corregí, porque el miedo me susurraba que la criatura que me daba caza era un depredador. Un lobo.

Un sonido casi imperceptible, un chasquido, un paso lento y controlado, y mi atención se clavó en un punto concreto de la oscuridad. Pude entrever un resplandor: una pupila que reflejaba la luz de la alcoba de mi hermana. El cazador era grande, del tamaño de una persona.

Un oso.

Estaba a unos diez pasos de mí.

Aunque, por lo general, los osos se alimentan de insectos y frutos, en mi cabeza resonaban historias sobre algunos de ellos, más pesados que tres hombres juntos, que en raras ocasiones habían atacado a las ovejas y luchado contra los mastines que las protegían.

Mis pensamientos volaban a una velocidad desconocida para mí. Mi mente le ordenaba a mi cuerpo que permaneciese inmóvil, los osos detectan mejor el movimiento que la quietud, pero a la vez yo calculaba cuánto tardaría en llegar al árbol que crecía junto a mi ventana, gracias a cuyas ramas en más de una ocasión me había colado en la casa. El oso era, sin lugar a dudas, más rápido que yo, pero estaba dispuesto a arriesgarme solo por salir de aquella situación.

Y entonces el oso susurró: «No voy a hacerte daño».

No le creí, ¿cómo iba a hacerlo?, si al inclinarse hacia mí para hablar lo alcanzó la claridad lejana de las lámparas de la casa y le vi las fauces, el largo y horrible pelo, los ojos pequeños y mezquinos. Quise gritar, aunque eso pudiese provocarlo; quise huir, aun estando seguro de que me atraparía; quise quedarme donde estaba, aunque fuese a matarme.

Lancé un vistazo hacia mi árbol. Eché a correr casi sin darme cuenta, el mundo a mi alrededor se desplazaba con celeridad. El oso también se movió. Lo distinguí no sé cómo, sin mirarlo. Grité de pavor.

Los perros de la casa empezaron a ladrar. Una ventana se abrió de golpe. Una detonación, una ráfaga de aire, una quemadura en la mejilla.

Alcé la mirada. Mi hermano Johann se asomaba a la ventana. Tenía un viejo fusil Werndl-Holub en una mano y su puntería legendaria en la mirada. Va a disparar, pensé y temí que me diese a mí, sin entender que ya había sucedido, él había disparado y la bala había pasado rozándome la cara, y el oso estaba herido. Entonces Johann dio un segundo tiro y un tercero. Me lancé al suelo. Miré hacia atrás. El oso cayó, el oso estaba muerto. El oso había desaparecido.

En su lugar, un hombre flaco y hundido.

Therese salió de casa con su andar lento y seguro: llevaba puestas sus botas negras de caza bajo el camisón. Me lanzó una mirada de pasada, certificando que estaba vivo, antes de inspeccionar al monstruo. Fräulein Lilla apareció con una manta de lana alrededor de los hombros y agachó las cansadas rodillas sobre mí, al grito de «¡Está herido! ¡Está sangrando!». Me llevó dentro.

La casa estuvo en vela hasta bien entrada la madrugada. Recuerdo que bebí algo, leche o caldo, y me dejaron junto a la chimenea, aunque no fui capaz de abrir el libro otra vez. Miraba el ir y venir de Therese y, más tarde, a Johann limpiando el fusil.

—¿No te dio miedo darme a mí? —pregunté.

—Las ganas que le tenía a esa bestia me hicieron infalible —me dijo, con esa sonrisa de medio lado que deja escapar tan pocas veces.

Cada persona tiene fuerzas que la mueven, y aquella noche entendí que el odio era una de las que impulsaban a mi hermano. No me atreví a preguntarle si detestaba a aquel monstruo por ser monstruo o por haber supuesto una amenaza para mí, pero aquellas dudas se quedaron grabadas en mí como el surco de la bala en mi mejilla, y escribí al respecto, varios años después, al menos un relato y más de una docena de poemas.