Número 17 de Fenchurch Street. Londres, 11 de octubre de 1940.
Parecía un ciudadano más hurgando entre los escombros. Pero la verdad es que no lo era.
Yo no buscaba nada que salvar después de otra noche demencial. Trataba de hallar algo en concreto. Algo que mi instinto me decía que encontraría tarde o temprano.
Removí piedras y gruesos trozos de madera con mis propias manos, y de pronto escuché el sonido del motor de un coche al acercarse. Miré por encima del hombro. Sentí cómo la sangre se atascaba en mis venas cuando vi cómo del vehículo salía una joven a la que conocía muy bien.
Estaba a punto de esconderme tras una muralla de escombros cuando, de pronto, un resplandor rojizo llamó mi atención.
Me arrastré por los restos de lo que quedaba de mi antiguo hogar y lo vi.
Y supe que, a pesar de estar medio roto, cubierto de polvo, de no parecer más que una baratija ostentosa, había encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando.
Sin dudar, lo metí en mi viejo abrigo.
Entonces, ella me vio.
—¿Señor Martin?
Me giré y, por primera vez en mucho tiempo, le devolví la mirada.
Ya no le tenía miedo.
Con lo que escondía en mi bolsillo, ya no.