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Amarina nunca había visto los puentes de cerca. A pesar de sus recorridos anuales por la ciudad, nunca había estado en la zona este; solo había visto los puentes desde lo alto de su torre, desde el cielo, sin estar segura de que fueran reales. En aquel instante se encontraba en la base del puente Alado, y pasó los dedos por una junta en la que se unían dos piezas de mármol frío que conformaban los gigantescos cimientos.

Y llamó la atención de alguien.

—Venga, andando —le dijo un hombre maleducado que se había asomado a la puerta de uno de los sucios edificios de piedra blanca que había encajados entre los pilares del puente. Vació un cubo en la alcantarilla—. Aquí no queremos chiflados.

Le pareció un comentario algo antipático para alguien cuyo único delito había sido tocar un puente, pero Amarina obedeció y siguió caminando para evitar que volviera a decirle algo. A esas horas había muchísima gente por las calles. Todo el mundo le daba miedo. Los esquivaba cuando podía y se calaba la capucha para taparse la cara, contenta de ser tan pequeña.

Varios edificios altos y estrechos se alzaban juntos, como si se apoyaran los unos en los otros, y de vez en cuando se podía entrever el río entre ellos. En cada cruce, las calles se bifurcaban en varias direcciones, multiplicando las posibilidades. Decidió no perder el río de vista porque sospechaba que, de lo contrario, se desorientaría y se agobiaría. Pero era difícil no desviarse por algunas de esas calles que se alejaban o se adentraban en la oscuridad y que tantos secretos prometían.

El río la llevó al siguiente mastodonte de su lista, el puente de los Monstruos. Para entonces, Amarina ya iba fijándose más en los detalles; incluso se atrevía a mirar a la gente a la cara. Algunos iban a toda prisa, como a hurtadillas; otros estaban agotados, doloridos; y otros le parecían vacíos e inexpresivos. Los edificios —muchos de piedra blanca, algunos de tablones de madera, todos bañados por la luz amarilla y alzándose hacia las sombras— también la impresionaron, por su aspecto ruinoso y destartalado.

Fue una equivocación lo que la llevó hasta el extraño local en el que contaban historias bajo el puente de los Monstruos, aunque Leck también tuvo algo que ver. Para evitar cruzarse con dos hombretones corpulentos, se introdujo en un callejón sin mirar, pero se vio atrapada cuando los hombres giraron también por ese mismo callejón. Podría haberse abierto paso entre ellos para salir de allí, pero no sin llamar la atención, de modo que siguió caminando, fingiendo que sabía a dónde iba. Por desgracia, el callejón no tenía salida; terminaba de repente en un muro de piedra con una puerta, custodiada por un hombre y una mujer.

—¿Y bien? —le dijo el hombre cuando Amarina se quedó allí plantada, confundida—. ¿Qué quieres? ¿Entras o te vas?

—Me voy —dijo Amarina en un susurro.

—Muy bien —dijo el hombre—. Vete.

Al darse la vuelta para obedecer, los hombres que la habían seguido se toparon con ella y siguieron de largo. La puerta se abrió para dejarlos entrar, luego se cerró y volvió a abrirse para que saliera un grupito de jóvenes alegres. Del interior surgió una voz: una vibración profunda y ronca, indescifrable pero melódica, la clase de voz con la que imaginaba que hablaría un viejo árbol marchito. A juzgar por su tono, parecía que estaba contando un cuento.

Y entonces pronunció una palabra que Amarina entendió: «Leck».

—Quiero entrar —le dijo al hombre. Lo había decidido en una fracción de segundo.

El hombre se encogió de hombros; no pareció importarle, siempre y cuando no se quedara allí.

Y así fue como Amarina se adentró por primera vez en un local de relatos, siguiendo el nombre de Leck.

El local era una especie de taberna, con mesas y sillas de madera pesada y una barra. La estancia estaba iluminada por un centenar de lámparas y repleta de hombres y mujeres, de pie, sentados, moviéndose, vestidos con ropa sencilla, bebiendo copas. Amarina sintió tal alivio al ver que el lugar en el que había entrado no era más que una simple taberna que hasta sintió un escalofrío.

Toda la sala le prestaba atención a un hombre que se había subido a la barra para contar un relato. Tenía una cara asimétrica y la piel picada, aunque, por alguna razón, se le iba volviendo más bonita conforme hablaba. Amarina reconoció la historia que estaba contando, pero al principio no se fio de aquel hombre, no porque le pareciera extraño algo del relato, sino porque tenía un ojo oscuro y otro azul pálido y brillante. ¿Cuál sería su gracia? ¿Una voz encantadora? ¿O sería algo más siniestro, algo que cautivaba a la sala entera?

Amarina multiplicó cuatrocientos cincuenta y siete por doscientos veintiocho sin motivo aparente, solo para ver cómo se sentía después. Le llevó un minuto. Ciento cuatro mil ciento noventa y seis. Pero no sintió ningún vacío ni ninguna niebla alrededor de los números; no le dio la sensación de que su control mental sobre los números fuera superior a su control mental sobre cualquier otra cosa. Solo se trataba de una voz encantadora.

Amarina se vio obligada a acercarse a la barra a causa de la aglomeración que se había formado en la entrada. Una mujer se plantó ante ella de repente y le preguntó qué quería.

—Sidra —respondió, tratando de elegir algo que no llamara la atención, ya que suponía que no pedir nada no resultaría muy normal.

Pero se topó con un problema, porque seguro que la mujer esperaría que le pagara por la sidra, ¿no? Amarina no recordaba la última vez que había llevado dinero encima. A una reina no le hacía falta llevar dinero.

Un hombre que estaba a su lado eructó mientras trataba de recoger con unos dedos muy torpes unas monedas esparcidas por la barra. Sin pensarlo, Amarina apoyó el brazo en la barra y dejó que la manga ancha que llevaba cubriera dos de las monedas que tenía más cerca. Luego introdujo los dedos de la otra mano bajo la manga y se hizo con ellas. Al instante, se las guardó en el bolsillo y volvió a colocar la mano vacía e inocente sobre la barra. Cuando miró a su alrededor, tratando de parecer despreocupada, captó los ojos de un joven que la miraba con una leve sonrisa en la cara. Estaba apoyado en una parte de la barra que formaba un ángulo recto con la suya, desde donde tenía unas vistas perfectas de ella, de sus vecinos y —suponía ella— del hurto que acababa de cometer.

Amarina apartó la mirada para ignorar aquella sonrisa. Cuando la camarera le trajo la sidra, Amarina dejó las monedas en el mostrador y decidió confiar en que fuera la cantidad correcta. La mujer recogió las monedas y le devolvió una más pequeña. Con la moneda y el vaso en mano, Amarina se escabulló de la barra y se dirigió a un rincón más oscuro del fondo, desde donde tenía mejores vistas y menos gente se podía fijar en ella.

Allí podía bajar la guardia y escuchar el relato. Era uno que había oído muchas veces y que incluso ella misma había contado. Era la historia de cómo su propio padre había llegado a la corte de Montmar de niño, y no era ningún cuento; era una historia real. Llegó mendigando, con un parche en el ojo, sin decir ni una sola palabra sobre quién era o de dónde venía. Había cautivado al rey y a la reina con cuentos que se inventaba él mismo, sobre unas tierras donde los animales eran de colores intensos y los edificios eran anchos y altos como montañas, y donde ejércitos gloriosos surgían de las rocas. Nadie sabía quiénes eran sus padres ni por qué llevaba un parche en el ojo, ni por qué contaba esos relatos, pero le tomaron cariño. El rey y la reina, que no tenían descendencia, lo adoptaron como si fuera su propio hijo. Cuando Leck cumplió dieciséis años, el rey, puesto que no tenía familia viva, lo nombró su heredero.

Días después, el rey y la reina murieron a causa de una misteriosa enfermedad sobre la que nadie de la corte pareció sospechar. Los consejeros del antiguo rey se arrojaron al río, ya que Leck era capaz de lograr que la gente hiciera ese tipo de cosas, o podía empujarlos él mismo al río y luego convencer a los testigos de que lo que habían visto no era lo que había sucedido en realidad. Que había sido un suicidio, y no un asesinato. Y así comenzó el reinado de Leck, y los treinta y cinco años de devastación mental que supuso.

Amarina había escuchado esa historia antes a modo de explicación. Nunca la había oído narrada como un cuento, un cuento en el que la soledad y la bondad del rey y la reina, y su amor por un niño, cobraban vida, junto con unos consejeros, sabios, preocupados y consagrados a sus monarcas. El narrador mezclaba la realidad con la ficción: parte de su descripción de Leck era fiel, pero Amarina sabía que otras partes no lo eran. Leck no había sido una persona que se riera a carcajadas, lanzara miradas perversas y se frotara las manos con maldad, como aseguraba el cuentacuentos. Era más simple. Hablaba sin aspavientos, reaccionaba sin aspavientos y cometía actos violentos con una gran precisión pero sin aspavientos. Hacía siempre lo que tuviera que hacer para que todo saliera a su manera, pero sin perder jamás la compostura.

Mi padre, pensó Amarina. Entonces rebuscó la moneda en el bolsillo de repente, avergonzada de sí misma por haber robado. Y en ese momento recordó que también había robado la capucha que llevaba puesta. Yo también me adueño de todo lo que quiero. ¿Lo habré sacado de él?

El joven que la había pescado robando no dejaba de distraerla. Parecía no parar quieto; se movía de aquí para allá, abriéndose paso entre la gente. Era fácil seguirle la pista, ya que resultaba una de las personas más llamativas de la sala. Tenía ciertas características leonitas, pero no parecía del todo de Leonidia.

Los leonitas, casi sin excepción, tenían un pelo oscuro muy característico, los ojos grises y una boca atractiva, como Celestio o como Po; además, llevaban pendientes y anillos de oro, ya fueran hombres o mujeres, nobles o ciudadanos corrientes. Amarina había heredado el pelo oscuro y los ojos grises de Cinericia, y parte del aspecto leonita, aunque no resultara tan llamativo en ella como en los demás. En cualquier caso, ella parecía más leonita que aquel joven.

El chico tenía el pelo castaño como la arena mojada, con las puntas aclaradas por el sol, y la piel cubierta de pecas. Sus rasgos, aunque bastante atractivos, no parecían leonitas del todo, pero no cabía duda de que el oro que brillaba en sus orejas y en sus dedos era característico de los leonitas. Tenía unos ojos de un color morado asombroso, excepcional, que delataban de inmediato que no era una persona corriente. Y luego, cuando uno lo miraba el tiempo necesario como para acostumbrarse a la incongruencia de su aspecto, podía notar que, por supuesto, el morado de sus ojos era de dos tonos diferentes. Era un graceling. Y también era leonita, aunque no de nacimiento.

Amarina se preguntó cuál sería su gracia.

Entonces, cuando el joven pasó junto a un hombre que estaba bebiendo un trago de una copa, Amarina lo vio introducir la mano en el bolsillo del hombre, sacar algo y metérselo bajo el brazo, tan rápido que Amarina se quedó asombrada. El chico alzó la mirada y se cruzó con la de Amarina, de modo que se dio cuenta de que lo había visto todo. Esa vez no le dedicó una expresión divertida; en su rostro solo había frialdad y algo de insolencia, y tenía las cejas alzadas en lo que parecía un indicio de amenaza.

El joven le dio la espalda y fue hacia la puerta, donde apoyó una mano en el hombro de un muchacho de pelo oscuro y alborotado que, al parecer, era su amigo, ya que los dos se marcharon de allí juntos. A Amarina se le metió entre ceja y ceja averiguar hacia dónde iban, así que abandonó la sidra y los siguió, pero, cuando salió al callejón, ya no estaban.

Sin saber qué hora era, volvió al castillo, pero se detuvo al pie del puente levadizo. Había estado en ese mismo lugar antes, casi ocho años atrás. Sus pies parecían tener memoria propia y querían llevarla a la zona oeste de la ciudad, por donde había ido con su madre la noche de su huida; querían seguir el río hacia el oeste, abandonar la ciudad y cruzar los valles hasta la llanura que había antes de llegar al bosque. Amarina quería volver al lugar donde su padre había disparado a su madre por la espalda, desde el caballo, en la nieve, mientras su madre intentaba huir. Amarina no lo había presenciado; se había escondido en el bosque, tal y como Cinericia le había ordenado. Pero Po y Katsa lo habían visto todo. A veces Po se lo describía, en voz baja, tomándola de las manos. Lo había imaginado tantas veces que parecía un recuerdo, pero no lo era. Ella no había estado allí, no había gritado del modo en que imaginaba que lo habría hecho. No se había interpuesto entre la flecha y su madre, ni la había apartado de la trayectoria del disparo, ni había matado a su padre a tiempo lanzándole un puñal.

Un reloj dio las dos y devolvió a Amarina a la realidad. En el oeste no había nada para ella, salvo una caminata larga y complicada, y recuerdos que veía con nitidez incluso desde la distancia. Se obligó a cruzar el puente levadizo.

Llegó a la cama agotada y sin dejar de bostezar, pero no conseguía dormir. Al principio no lograba entender por qué, pero luego lo entendió: las calles repletas de gente, las sombras de los edificios y los puentes, el sonido de los relatos, el sabor de la sidra y el miedo que había impregnado toda su aventura. La vida de la ciudad nocturna palpitaba en su interior.