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La reina Amarina nunca había tenido intención de contar tantas mentiras a tantas personas.

Todo empezó en el Tribunal Supremo, con el caso del loco y las sandías. El hombre en cuestión, Ivan, vivía junto al río Valle, en la zona este de la ciudad, cerca de los muelles de mercancías. A un lado de su casa tenía un vecino que se dedicaba a tallar y esculpir lápidas, y al otro tenía el huerto de sandías de otro vecino. De algún modo, al amparo de la oscuridad de la noche, Ivan se las había ingeniado para intercambiar todas las sandías del huerto por lápidas, y todas las lápidas del solar del tallador por sandías. Después había colado por debajo de la puerta de sus dos vecinos un mensaje con instrucciones crípticas, con la intención de que ambos emprendieran una caza del tesoro para recuperar los objetos perdidos, lo cual fue una tontería en un caso e innecesario en el otro, ya que el agricultor no sabía leer y el tallador podía ver sus lápidas desde la puerta de casa sin problema, plantadas en el campo de sandías dos solares más allá del suyo. Ambos habían averiguado quién era el culpable al instante, ya que estaban acostumbrados a las travesuras de Ivan. Tan solo hacía un mes desde que Ivan le había robado una vaca a un vecino y la había subido a lo alto de la tienda de velas de otro, donde se había quedado mugiendo apenada hasta que alguien subió al tejado a ordeñarla. El pobre animal tuvo que vivir en el tejado durante varios días. Fue la vaca más elevada y probablemente la más desconcertada de todo el reino mientras los pocos vecinos que no eran analfabetos trataban de descifrar las pistas que les había dejado Ivan para construir una polea con una cuerda para bajar al animal. Ivan era ingeniero de profesión.

De hecho, Ivan era el ingeniero que había diseñado los tres puentes de la ciudad durante el reinado de Leck.

Sentada a la mesa presidencial del Tribunal Supremo, Amarina estaba un poco enfadada con sus consejeros, cuyo cometido consistía en decidir qué juicios merecían el tiempo de la reina. Le daba la sensación de que siempre hacían lo mismo, que la llamaban para que se hiciera cargo de los casos más tontos y que se la llevaban a toda prisa de vuelta a su despacho en cuanto surgía algo interesante.

—Este caso no parece más que una denuncia por alteración del orden, ¿no? —les dijo a los cuatro hombres que tenía a la izquierda y a los cuatro que tenía a la derecha; los ocho jueces que la ayudaban cuando Amarina estaba presente en la mesa del Tribunal Supremo y que se encargaban de los casos cuando no lo estaba—. Si es así, dejaré que os ocupéis vosotros de ello.

—Huesos… —le dijo el juez Quall, sentado a su derecha.

—¿Qué?

El juez Quall fulminó a Amarina con la mirada y luego hizo lo mismo con ambas partes del juicio, que seguían esperando un veredicto.

—Cualquiera que hable de huesos durante el juicio recibirá una sanción —dijo con severidad—. No quiero ni oír la palabra. ¿Queda claro?

—Lord Quall —le dijo Amarina, examinándolo con los ojos entrecerrados—. ¿De qué demonios estáis hablando?

—Majestad, hace poco, en un juicio de divorcio, por algún motivo que desconozco, el acusado no dejaba de farfullar sobre unos huesos, como si estuviera mal de la cabeza, ¡y no pienso volver a tolerarlo! ¡Fue muy inquietante!

—Pero vos soléis juzgar casos de asesinato. Seguro que estáis acostumbrado a que os hablen de huesos.

—¡Esto es un juicio sobre sandías! ¡Las sandías son seres invertebrados! —exclamó Quall.

—Vale, de acuerdo —respondió Amarina, frotándose la cara, tratando de desprenderse de la expresión de incredulidad que se le había quedado—. No hablaremos de…

Quall se estremeció.

Huesos, concluyó Amarina mentalmente. Están todos locos.

—Además de los hallazgos de mis consejeros —dijo en alto, mientras se levantaba para retirarse—, la corte correrá con los gastos necesarios para enseñar a leer a los vecinos de la calle de Ivan. ¿Entendido?

La única respuesta que recibieron sus palabras fue un silencio tan profundo que la dejó perpleja. Los jueces la miraron sobresaltados. Amarina repasó lo que acababa de decir: que enseñarían a la gente a leer. No era algo tan raro, ¿no?

—Majestad —intervino Quall—, está en vuestro poder dictar tal sentencia…

Cada una de sus palabras implicaba que acababa de cometer una estupidez. ¿Por qué tenía que ser tan condescendiente con ella? Sabía de sobra que tenía el poder de decidir lo que le viniera en gana, al igual que sabía que podía destituir a cualquier juez que quisiera de su cargo en el Tribunal Supremo. El agricultor de sandías también la estaba mirando con una expresión de auténtica perplejidad. Detrás de él, un grupo de caras con expresiones divertidas hizo que Amarina se sonrojara.

Qué típico de este tribunal que todos se comporten como si estuvieran locos y que, cuando yo actúo de un modo de lo más razonable, me hagan sentir como si la chalada fuera yo.

—Encargaos de ello —le ordenó a Quall, y luego se dio la vuelta para escapar de allí. Al pasar junto a la salida, detrás del estrado, se obligó a erguir los pequeños hombros y a aparentar orgullo, aunque no lo sintiera en lo más mínimo.

En su despacho, en la torre redonda, las ventanas estaban abiertas y la luz comenzaba a cambiar con el atardecer. Y sus consejeros no estaban contentos.

—Nuestros recursos no son ilimitados, majestad —le dijo Thiel, con el pelo y los ojos grises como el acero, de pie frente a su escritorio como un glaciar—. Una vez que se hace pública una sentencia como la que habéis dictado, es muy complicado revertirla.

—Pero, Thiel, ¿por qué deberíamos revertirla? ¿Acaso no debería preocuparnos que haya gente que no sepa leer en una calle de la zona este de la ciudad?

—Siempre habrá alguien en esta ciudad que no sepa leer, majestad. No se trata de un asunto que requiera la intervención directa de la Corona. ¡Acabáis de crear un precedente que da a entender que la corte educará a cualquier ciudadano que se presente ante vos y que afirme ser analfabeto!

—Así es como deberían ser las cosas para mis ciudadanos. Mi padre se encargó de privarles de una educación durante treinta y cinco años. ¡La Corona es responsable de su analfabetismo!

—Pero no contamos con el tiempo ni los medios para resolver este asunto de manera individualizada. No sois una maestra; sois la reina de Montmar. Lo que la gente necesita ahora de vos es que os comportéis como tal para que sientan que se hallan en buenas manos.

—En cualquier caso —lo interrumpió Runnemood, uno de sus consejeros, que se había sentado en el alféizar de una de las ventanas—, casi todo el mundo sabe leer. Majestad, ¿habéis pensado que es posible que aquellos que no saben no quieran aprender? La gente que vive en la calle de Ivan tiene negocios y familias a las que alimentar. ¿Cuándo van a tener tiempo para las clases?

—¿Y cómo lo voy a saber yo? —exclamó Amarina—. ¿Qué sé yo de la gente y de sus negocios?

En ocasiones se sentía perdida detrás de aquel escritorio en medio de la sala, un escritorio que era demasiado grande para lo pequeña que era ella. Oía todas las palabras que sus consejeros, por discreción, no decían en alto: que había hecho el ridículo; que había demostrado que la reina era demasiado joven, tonta e ingenua para el puesto que ocupaba. En aquel instante, le había parecido una sentencia contundente. ¿Tan terrible era su intuición?

—No pasa nada, Amarina —le dijo Thiel empleando un tono más gentil—. Lo superaremos.

Era muy amable por su parte llamarla por su nombre y no por su título. El glaciar se mostraba dispuesto a retroceder. Amarina miró a los ojos a su primer consejero y vio que estaba preocupado y nervioso por si se había excedido al echarle la reprimenda.

—No volveré a hacer nada semejante sin consultarlo antes con vosotros —dijo la reina en voz baja.

—Muy bien —respondió Thiel, aliviado—. ¿Veis? Habéis tomado una decisión muy sabia. La sabiduría es una cualidad digna de una buena reina, majestad.

Thiel la retuvo tras varias torres de papeles durante más o menos una hora. Runnemood se paseaba por delante de las ventanas, asombrándose al ver la luz rosácea mientras se balanceaba sobre los talones y distrayéndola con historias sobre gente analfabeta que era felicísima. Al final, por suerte para Amarina, Runnemood se marchó para asistir a una especie de reunión nocturna con varios nobles de la ciudad. Era un hombre agradable a la vista y un consejero imprescindible, ya que era el mejor a la hora de ahuyentar a los ministros y a los nobles que querían ponerle la cabeza como un bombo a Amarina con peticiones, quejas y reverencias. Pero eso se debía a que él también tenía mucha labia y era muy insistente. Su hermano menor, Rood, también era uno de los consejeros de Amarina. Tanto los dos hermanos como Thiel y Darby —su secretario y cuarto consejero— tenían unos sesenta años, aunque Runnemood no los aparentaba. Los demás, sí. Los cuatro habían sido consejeros de Leck.

—¿No nos falta personal? —le preguntó Amarina a Thiel—. No recuerdo haber visto a Rood hoy.

—Está descansando —respondió Thiel—. Y Darby no se encuentra bien.

—Ah… —Amarina comprendió lo que le quería decir su consejero: Rood estaba sufriendo otra de sus crisis nerviosas y Darby estaba borracho.

Apoyó la frente en el escritorio durante un instante porque temía no poder contener una carcajada. ¿Qué pensaría su tío, el rey de Leonidia, del estado en el que se hallaban sus consejeros? El rey Auror había elegido a aquellos hombres para que fueran el equipo de su sobrina porque consideraba que, gracias a su experiencia, serían los que mejor conocerían lo que necesitaba el reino para recuperarse. ¿Le habría sorprendido su comportamiento de hoy? ¿O serían los consejeros de Auror igual de pintorescos? Quizá la situación fuera la misma en los siete reinos.

Y puede que no importara. Amarina no podía quejarse de la productividad de sus consejeros, salvo quizá por el hecho de que eran demasiado productivos. Prueba de ello eran los papeles que se apilaban en su escritorio cada día, a cada hora: documentos de recaudación de impuestos, sentencias judiciales, propuestas de penas de prisión, leyes promulgadas, fueros de los pueblos… Había tantos papeles que su olor le impregnaba hasta los dedos, y los ojos le lagrimeaban solo de ver las hojas, e incluso a veces le palpitaba la cabeza.

—Sandías… —dijo Amarina, mirando hacia la superficie del escritorio.

—¿Qué, majestad? —preguntó Thiel.

Amarina se frotó las pesadas trenzas que tenía enrolladas alrededor de la cabeza y se irguió.

—No sabía que hubiera campos de sandías en la ciudad. ¿Podemos ir a ver uno durante el próximo recorrido anual?

—Tenemos intención de que coincida con la visita que os hará vuestro tío en invierno, majestad. No soy ningún experto en sandías, pero no creo que sean especialmente impresionantes en enero.

—¿Y no podemos salir ahora?

—Majestad, estamos a mediados de agosto. ¿De dónde podríamos sacar tiempo para hacer algo así en agosto?

El cielo que rodeaba la torre era del color del interior de una sandía. El inmenso reloj que estaba apoyado contra la pared marcaba con su tictac el paso de la tarde y, en lo alto, a través del techo de cristal, la luz se volvía de un morado cada vez más oscuro. Una estrella brillaba en el firmamento.

—Ay, Thiel —suspiró Amarina—. Será mejor que te vayas.

—De acuerdo, majestad —respondió Thiel—, pero primero me gustaría hablar con vos sobre vuestro matrimonio.

—No.

—Tenéis dieciocho años, majestad, y no tenéis ningún heredero. Algunos de los seis monarcas tienen hijos solteros, entre los que se incluyen dos de vuestros primos…

—Thiel, como vuelvas a hacerme una lista de príncipes, te voy a tirar tinta encima. Y como se te ocurra susurrar siquiera los nombres de mis primos…

—Majestad —la interrumpió Thiel, impasible—, mi intención no es enfadaros, pero no podemos ignorar la realidad. Habéis entablado una buena relación con vuestro primo Celestio durante sus visitas como embajador. Cuando el rey Auror venga este invierno, seguramente traerá al príncipe Celestio. Antes de que llegue ese día, tendremos que mantener esta conversación.

—No —replicó Amarina, apretando la pluma con fuerza—. No hay ninguna conversación que mantener.

—Sí la hay, y la mantendremos —contestó Thiel con firmeza.

Si se fijaba, Amarina aún podía ver las marcas de las cicatrices en las mejillas de su consejero.

—Hay algo de lo que sí me gustaría hablarte —le dijo—. ¿Te acuerdas de aquella vez que viniste a los aposentos de mi madre para decirle algo a mi padre que hizo que se pusiera como un basilisco y te llevara con él abajo por la puerta oculta?

Fue como si hubiera apagado una vela de un soplido. Thiel, alto, delgado y confundido, se quedó allí plantado. Después hasta la confusión desapareció de su rostro y se desvaneció la luz de sus ojos. Se alisó la pechera de la camisa —que ya estaba impecable—, mirándola fijamente y tirando de ella, como si tener buen aspecto fuera muy importante en ese momento. Después se despidió en silencio con una reverencia, se dio la vuelta y salió del despacho.

Cuando se quedó sola, Amarina repasó varias hojas de papel, firmó algunos documentos, estornudó a causa del polvo que levantó e intentó convencerse a sí misma, sin éxito, de que no tenía de qué avergonzarse. Lo había hecho a propósito. Sabía de sobra que Thiel no sería capaz de soportar aquella pregunta. De hecho, casi todos los hombres que trabajaban para ella y que habían estado al servicio de Leck —desde sus consejeros hasta los ministros, pasando por los empleados y su guardia personal— se estremecían o se venían abajo cuando les hablaba del reinado del antiguo monarca. Amarina empleaba aquella arma siempre que alguno de ellos la presionaba demasiado, ya que era la única que funcionaba. Sospechaba que Thiel tardaría bastante en volver a sacar el tema del matrimonio.

Sus consejeros eran tan resueltos y obstinados que a veces se olvidaban de ella. Por eso la asustaba tanto el tema del matrimonio: los temas que empezaban como meras conversaciones entre sus consejeros parecían convertirse en decisiones establecidas antes siquiera de que la joven reina hubiera sido capaz de entenderlas y de formarse una opinión al respecto. Había sucedido con la ley que ofrecía un indulto general a todos los crímenes cometidos durante el reinado de Leck. Había sucedido con la nueva cláusula que se había añadido al fuero, que permitía que los pueblos se liberaran de los nobles que los gobernaban y que pudieran gobernarse a sí mismos. Había sucedido con una sugerencia —¡una simple sugerencia!— de cerrar de manera permanente los antiguos aposentos de Leck, destruir las jaulas de sus animales del jardín trasero y quemar todas sus pertenencias.

Y no era que Amarina se opusiera a cualquiera de esas medidas, ni tampoco que lamentara que se hubieran aprobado una vez se calmaban las cosas y por fin comprendía sus implicaciones. Lo que pasaba era que no sabía cuál era su opinión. Necesitaba más tiempo que sus consejeros; no podía seguirles el ritmo y le frustraba echar la vista atrás y darse cuenta de que había dejado que la presionaran para tomar alguna decisión.

—Está todo pensado, majestad —le decían—. Es lo propio de una ideología progresista. Hacéis bien en impulsarla.

—Pero…

—Majestad —le había dicho Thiel con un tono amable—, estamos intentando ayudar al pueblo a deshacerse del hechizo de Leck para que puedan seguir con sus vidas. ¿Lo entendéis? Si no lo hacemos, la gente empezará a obsesionarse con sus propias historias perturbadoras. ¿Habéis hablado con vuestro tío de este asunto?

Sí que había hablado con él. El tío de Amarina había recorrido medio mundo por ella tras la muerte de Leck. El rey Auror había redactado las nuevas leyes de Montmar, había formado los ministerios y los tribunales, había escogido a los administradores y, cuando estuvo todo listo, había dejado el reino en manos de Amarina, que tan solo tenía diez años. El rey de Leonidia se había encargado de que incineraran el cadáver de Leck y había estado de luto por el asesinato de su propia hermana, la madre de Amarina. Auror había logrado poner orden en el caos de Montmar.

—Leck sigue metido en la cabeza de muchas personas —le había dicho a Amarina—. Su gracia era una enfermedad que aún perdura; es una pesadilla, y deberás ayudar a tu pueblo a olvidarla.

Pero ¿cómo era posible olvidar? ¿Cómo iba a olvidar ella a su propio padre? ¿Cómo iba a olvidar que había matado a su madre? ¿Cómo iba a olvidar todas las veces que se había introducido en su mente?

Amarina soltó la pluma y se acercó con cautela a la ventana que daba al este. Apoyó la mano en el marco para no perder el equilibrio y la sien en el cristal, y cerró los ojos hasta que el vértigo desapareció. A los pies de la torre, el río Valle marcaba el límite septentrional de la ciudad. Al abrir los ojos, recorrió con la mirada la ribera sur hacia el este, pasando los tres puentes y la zona en la que intuía que estaban los muelles de la plata y los de la madera, el pescado y las mercancías.

—Un campo de sandías… —suspiró, aunque estaba demasiado lejos y oscuro como para verlo.

El río Valle, al pasar junto a las murallas septentrionales del castillo, fluía despacio y era tan ancho como una bahía. En el terreno pantanoso de la otra orilla no había construcciones; nadie viajaba por allí, salvo quienes vivían en el norte de Montmar, pero, aun así, por algún motivo inexplicable, su padre había construido los tres puentes, más altos y majestuosos de lo que debería ser cualquier puente. Los suelos del puente Alado, el que quedaba más cerca de allí, eran de mármol blanco y azul; parecían nubes. El puente de los Monstruos, el más alto de los tres, tenía una pasarela que se alzaba a la misma altura que el arco más elevado de la construcción. El puente Invernal, hecho de espejos, era muy difícil de distinguir del cielo durante el día y, por la noche, resplandecía con la luz de las estrellas, del agua y de la ciudad. Bajo la luz del atardecer, los puentes no eran más que formas moradas y escarlatas. No parecían reales; daba la impresión de que estaban vivos. Eran unas criaturas enormes y esbeltas que se extendían hacia el norte sobre el resplandor del agua, hacia una tierra en la que no había nada.

La sensación de vértigo volvió a apoderarse de ella. Su padre le había contado una historia sobre otra ciudad resplandeciente que también tenía puentes y un río que se precipitaba desde lo alto de un acantilado hasta llegar al mar. Amarina se había reído al oír hablar de ese río volador. Por aquel entonces tenía cinco o seis años. Se había sentado en el regazo de su padre mientras le contaba la historia.

Leck, que torturó animales. Leck, que hizo desaparecer a las niñas y a otros cientos de personas. Leck, que se obsesionó conmigo y me persiguió por todo el mundo. ¿Por qué me obligo a acercarme a estas ventanas cuando sé que me dan demasiado vértigo como para ver algo? ¿Qué es lo que intento ver?

Esa noche entró en el recibidor de sus aposentos, giró a la derecha para ir a la sala de estar y se encontró a Helda haciendo punto en el sofá. Zorro, la joven sirviente, estaba limpiando las ventanas.

Helda, que era el ama de llaves, la sirvienta y la jefa de espías de Amarina, metió la mano en el bolsillo y le entregó dos cartas a la joven reina.

—Tomad, querida. Llamaré para que os sirvan la cena —le dijo mientras se levantaba, se arreglaba el cabello cano y salía de la habitación.

—¡Vaya! —Amarina se sonrojó de placer—. ¡Dos cartas!

Rompió los sencillos sellos de lacre y echó un vistazo al interior de los sobres. Ambas cartas estaban cifradas y escritas a mano. Amarina reconoció al instante la caligrafía descuidada de lady Katsa de Mediaterra, y la letra cuidadosa y firme del príncipe Po de Leonidia, el hermano menor de Celestio; ambos eran los dos hijos solteros del rey Auror que podrían ser unos maridos espantosos para Amarina. Tan espantosos que resultaría hasta cómico.

Se acurrucó en un rincón del sofá y primero leyó la carta de Po. Su primo había perdido la vista hacía varios años. No podía leer las palabras escritas en un papel porque, aunque la parte de su gracia que le permitía percibir el mundo físico a su alrededor compensaba la ceguera en muchos aspectos, tenía problemas a la hora de distinguir las diferencias en las superficies planas. Tampoco podía percibir los colores. Escribía letras grandes con un trozo de grafito afilado porque el grafito resultaba más fácil de manejar que la tinta, y se guiaba con una regla para saber dónde escribir, ya que no veía lo que iba escribiendo. También utilizaba un pequeño juego de letras de madera que podía ir cambiando de sitio para tener una referencia y no confundirse con los códigos.

En la carta le decía que se encontraba al norte de Septéntrea, armando jaleo. Amarina pasó a leer la carta de Katsa. La noble de Mediaterra era una luchadora sin igual y, además, su gracia le otorgaba habilidades de supervivencia. Había estado en los reinos de Solánea, Merídea y Cefírea, donde también había armado jaleo. A eso se dedicaban los dos gracelings, junto con un reducido grupo de amigos: causaban grandes revuelos mediante sobornos, coacciones, sabotajes y rebeliones organizadas para impedir la mala conducta de los monarcas más corruptos del mundo.

«El rey Drowden de Septéntrea ha apresado a sus nobles sin ninguna clase de criterio y los está ejecutando porque sabe que algunos son traidores, pero no sabe quiénes —le contaba Po en su carta—. Vamos a liberarlos. Giddon y yo hemos estado enseñando a sus súbditos a pelear. Va a estallar una revolución, prima».

Ambas cartas terminaban igual. Hacía meses que Katsa y Po no se veían; y había pasado más de un año desde la última vez que Amarina los había visto. Ambos tenían intención de viajar a Montmar en cuanto se lo permitiera el trabajo y quedarse allí todo el tiempo que les fuera posible.

Amarina estaba tan contenta que se acurrucó en el sofá y abrazó un cojín durante un minuto entero.

En el otro extremo de la sala, Zorro había logrado escalar hasta lo más alto del ventanal agarrándose con las manos y los pies al marco. Encaramada allí arriba, frotaba con fuerza su propio reflejo para dejar el cristal reluciente. Llevaba puesta una falda pantalón azul que iba a juego con los colores del despacho de Amarina, donde había azul por todas partes, desde la moqueta hasta los techos de color azul medianoche con estrellas doradas y rojas, pasando por las paredes azules y doradas. La corona real descansaba sobre un cojín de terciopelo, y siempre estaba en aquella habitación, salvo cuando Amarina la llevaba puesta. Un tapiz en el que se veía un magnífico caballo, azul como el cielo y de ojos verdes, ocultaba la puerta secreta que antaño descendía hasta los aposentos de Leck, antes de que la hubieran tapiado.

Zorro era una graceling. Tenía un ojo de color gris pálido y el otro gris oscuro. Era tan guapa y elegante que resultaba asombroso, con esa melena roja y esos rasgos marcados. Su gracia era un tanto extraña: la audacia. Pero no era una audacia imprudente, sino tan solo la ausencia del miedo, esa sensación tan desagradable. De hecho, Zorro tenía lo que Amarina consideraba una capacidad casi matemática para calcular las consecuencias físicas de cualquier acto. Zorro sabía mejor que nadie qué era probable que sucediera si resbalaba y se caía por una ventana. Era todo ese conocimiento, y no la sensación de miedo, lo que la volvía precavida.

Amarina creía que una gracia como aquella no estaba aprovechada en una sirvienta de la corte, pero, tras la muerte de Leck, los gracelings de Montmar ya no pertenecían a la Corona; podían dedicarse a lo que quisieran. Y a Zorro parecía gustarle hacer trabajos extraños en las plantas superiores de la zona norte del castillo, aunque Helda le había propuesto alguna que otra vez ponerla a prueba como espía.

—Zorro, ¿vives en el castillo? —le preguntó Amarina.

—No, majestad —respondió Zorro desde lo alto—. Vivo en la zona este de la ciudad.

—Trabajas a horas extrañas, ¿no?

—Me viene bien, majestad —contestó Zorro—. A veces trabajo durante toda la noche.

—¿Y cómo entras y sales del castillo a unas horas tan raras? ¿Te dan problemas los guardias de las puertas?

—La verdad es que para salir nunca me dan problemas. Le permiten el paso a cualquiera, majestad. Pero, para entrar en el castillo por la noche, les enseño una pulsera que me entregó Helda y, para que me deje pasar el guardia leonita que hay ante vuestra puerta, le vuelvo a enseñar la pulsera y le digo la contraseña.

—¿La contraseña?

—Cambia todos los días, majestad.

—¿Y cómo sabes cuál es la contraseña?

—Helda nos la esconde cada día de la semana en un sitio diferente, majestad.

—Ah, ¿y cuál es la de hoy?

—«Tortitas de chocolate», majestad —respondió Zorro.

Amarina se tumbó en el sofá durante un buen rato mientras le daba vueltas a todo el tema de las contraseñas. Todas las mañanas, a la hora del desayuno, Helda le pedía a Amarina que le dijera una o varias palabras que sirvieran de clave para todas las notas cifradas que tendrían que intercambiar a lo largo del día. Las que había escogido la mañana anterior habían sido «tortitas de chocolate».

—¿Cuál fue la contraseña de ayer?

—Caramelo salado.

Esas habían sido las palabras que había escogido Amarina hacía dos días.

—Qué contraseñas tan ricas —respondió Amarina distraída, mientras una idea comenzaba a formársele en la mente.

—Ya, las contraseñas de Helda siempre acaban dándome hambre —dijo Zorro.

Al borde del sofá había una capucha de un azul tan intenso como la tela de los cojines. Sin duda, era la capucha de Zorro. Amarina ya la había visto llevar prendas tan sencillas como esa. Era mucho más sobria que cualquiera de los abrigos de Amarina.

—¿Cada cuánto tiempo crees que cambian al guardia leonita de la puerta? —le preguntó Amarina a Zorro.

—A cada hora en punto, majestad —respondió Zorro.

—¡A cada hora! Eso son muchas veces.

—Sí, majestad —respondió la sirvienta con indiferencia—. Supongo que cada guardia ve solo lo que pasa durante una pequeña parte de la noche.

Zorro había vuelto al suelo y estaba inclinada sobre un cubo lleno de espuma, dándole la espalda a la reina.

Amarina agarró la capucha, se la escondió bajó el brazo y salió de la habitación.

Amarina ya había visto a espías entrar en sus aposentos por las noches, encapuchados, agazapados e irreconocibles hasta que se quitaban las prendas con las que se cubrían. La guardia leonita —un regalo del rey Auror— custodiaba tanto las puertas principales del castillo como la puerta de los aposentos de Amarina, y lo hacía con discreción. Los guardias no estaban obligados a responder a las preguntas de nadie más que de Amarina y de Helda, ni siquiera a las de la guardia de Montmar, que era el ejército y las fuerzas del orden oficiales del reino. Aquello les permitía a los espías de Amarina campar a sus anchas sin que la administración fuera consciente de sus movimientos. Era una medida peculiar que había tomado Auror para proteger la privacidad de su sobrina. De hecho, el monarca de Leonidia había hecho algo parecido en su reino.

La pulsera no supondría ningún problema, ya que la que Helda les entregaba a sus espías era un simple cordón de cuero del que colgaba una réplica del anillo de Cinericia. Era un anillo con un diseño leonita: de oro, con incrustaciones de piedras diminutas y relucientes de color gris intenso. Todos los anillos que llevaban los leonitas representaban a un miembro de su familia, y ese era el anillo que había llevado Cinericia por su hija. Amarina tenía el original guardado en el arcón de madera que había pertenecido a su madre, en el dormitorio, junto al resto de los anillos de Cinericia.

Le resultaba extrañamente conmovedor llevar ese anillo atado alrededor de la muñeca. Su madre se lo había mostrado en muchas ocasiones y le había explicado que había escogido aquellas piedras porque eran del mismo color que los ojos de Amarina. Se apretó la muñeca contra el cuerpo y se preguntó qué pensaría su madre de lo que estaba a punto de hacer.

Bueno, mamá y yo también salimos a hurtadillas del castillo en una ocasión. Aunque no así, sino por las ventanas. Y por un buen motivo. Estaba intentando protegerme de mi padre. Me salvó. Me dijo que me adelantara y ella se quedó a atrás. Y murió. Mamá, no estoy segura de por qué voy a hacer esto. Siento que me falta algo. ¿No lo ves? Me paso los días en esta torre tras montañas de papeles. Tiene que haber algo más ahí fuera. Lo entiendes, ¿no?

Escabullirse era como una mentira. Al igual que disfrazarse. Pasada la medianoche, vestida con unos pantalones oscuros y la capucha de Zorro, la reina salió a hurtadillas de sus aposentos y se adentró en un mundo de relatos y mentiras.