PRÓLOGO

Cuando agarra a mamá de la muñeca y tira de ella hacia el tapiz de la pared de esa manera, debe de dolerle. Mamá no grita. Intenta ocultarle su dolor, pero me mira a mí y me muestra todo lo que siente con el rostro. Si padre sabe que le duele y que me lo está haciendo ver, le arrebatará la sensación de dolor y la sustituirá por alguna otra cosa.

Le dirá: «Querida, no pasa nada. No te duele. No tienes miedo», y veré la duda en la cara de mamá, el comienzo de su confusión. Padre le dirá: «Mira a nuestra preciosa hijita. Mira esta preciosa habitación. Qué felices somos. No pasa nada; todo va bien. Ven conmigo, querida». Y mamá se quedará mirándolo, desconcertada, y luego me mirará a mí, su preciosa hijita en esta preciosa habitación, y se le suavizará la expresión, se le quedará la mirada vacía y sonreirá por lo felices que somos. Yo también sonreiré, porque mi mente es igual de débil que la de mamá. Les diré: «¡Divertíos! Volved pronto». Entonces padre sacará las llaves de la puerta que oculta el tapiz y mamá la atravesará. Thiel, que seguirá plantado en medio de la habitación, preocupado y desconcertado, saldrá corriendo tras ella, y padre los seguirá.

Cuando padre eche el cerrojo, me quedaré allí tratando de recordar lo que estaba haciendo antes de que sucediera todo. Antes de que Thiel, el primer consejero de padre, un hombre muy alto, entrara en los aposentos de mamá buscando a padre. Antes de que Thiel, con los puños apretados y temblorosos en los costados, intentara decirle a padre algo que le ha enfadado, algo que le ha hecho levantarse de la mesa, desparramar los papeles, tirar la pluma y decir: «Thiel, eres un necio. Ni siquiera sabes tomar decisiones sensatas. Ven con nosotros ahora mismo. Te voy a enseñar lo que pasa cuando piensas por ti mismo». Y entonces ha cruzado la habitación en dirección al sofá y ha agarrado a mamá por la muñeca tan rápido que mamá ha soltado un grito ahogado y ha dejado caer el bordado, pero no ha chillado.

—¡Volved pronto! —digo alegre mientras la puerta oculta se cierra tras ellos.

Me quedo allí inmóvil, mirando los ojos tristes del caballo azul del tapiz. Al otro lado de las ventanas veo ráfagas de nieve. Intento recordar qué estaba haciendo antes de que todos se marcharan.

¿Qué acaba de pasar? ¿Por qué no recuerdo lo que acaba de pasar? ¿Por qué me siento tan…?

Números.

Mamá dice que, cuando estoy confundida o no logro recordar algo, debo hacer cuentas, porque los números son como un ancla. Me ha escrito problemas para que recurra a ellos en esos momentos. Los tengo aquí, junto a los papeles que padre estaba escribiendo con esa letra que tiene, tan rara y exagerada.

Divide mil cincuenta y ocho entre cuarenta y seis.

Podría resolverlo por escrito en dos segundos, pero mamá siempre me dice que lo haga mentalmente. «Deja la mente en blanco y piensa solo en los números —me dice—. Imagina que estás sola con los números en una habitación vacía». Me ha enseñado trucos. Por ejemplo, cuarenta y seis es casi cincuenta, y mil cincuenta y ocho es solo un poco más que mil. Mil entre cincuenta es justo veinte. Empiezo por ahí y voy solucionando el resto. Un minuto después, he descubierto que mil cincuenta y ocho entre cuarenta y seis es veintitrés.

Hago otra. Dos mil ochocientos cincuenta entre setenta y cinco es treinta y ocho.

Otra. Mil seiscientos entre treinta y dos es cincuenta.

Mamá ha escogido buenos números. Noto que afectan a mi memoria y desarrollan una historia, porque padre tiene cincuenta años, y mamá, treinta y dos. Llevan casados catorce años, y yo tengo nueve y medio. Mamá era una princesa leonita. Padre visitó el reino insular de Leonidia y la eligió cuando ella tenía solo dieciocho años. La trajo aquí y nunca ha vuelto. Echa de menos su hogar, a su padre, a sus hermanos y hermanas… Sobre todo a su hermano Auror, el rey. A veces dice que me quiere enviar allí, donde estaré a salvo, y yo le tapo la boca y me aferro a su ropa y me abrazo a ella porque no pienso abandonarla.

¿No estoy a salvo aquí?

Los números y la historia me están despejando la cabeza, y ahora siento como si me estuviera cayendo.

Respira.

Padre es el rey de Montmar. Nadie sabe que tiene los ojos de dos colores diferentes, la peculiaridad que distingue a los gracelings; nadie se lo pregunta, porque su gracia es un don terrible que oculta bajo un parche en el ojo. Cuando habla, sus palabras nublan la mente de la gente para que crean todo lo que dice. Por lo general, miente. Por eso, mientras estoy aquí sentada, tengo los números claros, pero el resto de la mente confusa. Padre acaba de decir algunas de sus mentiras.

Ahora entiendo por qué estoy en esta habitación sola. Padre se ha llevado a mamá y a Thiel a sus aposentos y le está haciendo algo horrible a Thiel para que aprenda a ser obediente y no vuelva a acudir a él con noticias que lo enfaden. No sé cómo lo estará castigando exactamente; padre nunca me muestra las cosas que hace, y mamá nunca recuerda lo suficiente como para contármelo. Me ha prohibido que intente seguir a padre allí abajo bajo ningún concepto. Dice que, cuando se me ocurra bajar, trate de apartar la idea y hacer más cuentas. Dice que, si desobedezco, me enviará a Leonidia.

Yo lo intento. De verdad que sí. Pero no soporto quedarme a solas con los números en una habitación vacía, y de repente me pongo a gritar.

Antes de que me dé cuenta de lo que hago, estoy tirando los papeles de padre al fuego. Corro hacia la mesa, me apodero de ellos a puñados, tropiezo con la alfombra, los arrojo a las llamas y grito mientras veo desaparecer la extraña y bella caligrafía de padre. Quiero gritar hasta que se desvanezcan. Tropiezo con el bordado de mamá, esas sábanas con alegres y coloridas hileras de estrellas, lunas, castillos, flores, llaves y velas. Odio ese bordado. Es un trocito de felicidad falsa, y padre trata de convencer a mamá para que crea que es auténtica. Lo echo también al fuego.

Cuando padre irrumpe por la puerta oculta, sigo de pie gritando como una posesa, en mitad de la habitación apestosa por el humo de la seda. Un trozo de alfombra se está quemando. Lo apaga a pisotones. Me agarra por los hombros y me sacude tan fuerte que me muerdo sin querer la lengua.

—¡Amarina! —me dice, asustado de verdad—. ¿Te has vuelto loca? ¡Podrías asfixiarte entre todo este humo!

—¡Te odio! —le grito, y le escupo sangre a la cara.

Su respuesta me asombra: un destello atraviesa su único ojo y se echa a reír.

—No me odias —me dice—. Me quieres, y yo te quiero a ti.

—Te odio —repito, pero ahora vacilo; estoy confundida.

—Me quieres —contesta mientras me abraza—. Eres mi hijita maravillosa y fuerte a la que tanto quiero, y algún día serás reina. ¿No te gustaría ser reina?

Padre, arrodillado en el suelo ante mí entre todo el humo, sigue envolviéndome en sus brazos, tan grandes, tan reconfortantes… Los abrazos de padre son cálidos y agradables, aunque la camisa le huele raro, como a dulce y a podrido.

—¿Reina de todo Montmar? —pregunto, asombrada. Noto las palabras espesas en la boca. Me duele la lengua. No recuerdo por qué.

—Algún día serás reina —repite padre—. Te enseñaré todo lo importante para que estés preparada. Tendrás que esforzarte, mi querida Amarina. No cuentas con todas mis ventajas. Pero yo te moldearé, ¿de acuerdo?

—Sí, padre.

—Y nunca debes desobedecerme, nunca. La próxima vez que destruyas mis documentos, le cortaré un dedo a tu madre.

Al oír esas palabras me quedo perpleja.

—¿Qué? ¡Padre, no!

—Y a la próxima —añade—, te entregaré el puñal y le cortarás un dedo tú misma.

Siento que me caigo de nuevo. Estoy sola en el cielo con las palabras que acaba de pronunciar padre; caigo en picado hacia la comprensión.

—No —digo, segura de mí misma—. No puedes obligarme a hacer tal cosa.

—Creo que eres consciente de que sí podría —me asegura, manteniéndome pegada a él mientras me sujeta por encima de los codos—. Eres mi niñita testaruda y pertinaz, y creo que sabes todo lo que soy capaz de hacer. ¿Nos hacemos una promesa, mi niña? ¿Prometemos ser sinceros el uno con el otro a partir de ahora? Te convertiré en la reina más radiante.

—No puedes obligarme a hacerle daño a mamá —insisto.

Padre levanta una mano y me cruza la cara. Me quedo ciega, sin aliento, y me caería al suelo si no fuera por padre, que me sostiene.

—Puedo obligar a cualquiera a hacer lo que me venga en gana —me dice con total tranquilidad.

—A mí no puedes obligarme a hacerle daño a mamá —le grito una vez más. Tengo la cara cubierta de mocos y lágrimas, y me escuece—. Algún día seré lo bastante mayor como para matarte.

Padre se ríe de nuevo.

—Ay, tesoro —me dice, obligándome a soportar su abrazo—. Eres tan perfecta. Serás mi obra maestra.

Cuando mamá y Thiel entran por la puerta oculta, padre me está murmurando algo y yo tengo la mejilla apoyada en su hombro, cómoda y segura en sus brazos, preguntándome por qué la habitación huele a humo y por qué me duele tanto la nariz.

—¿Amarina? —me llama mamá, asustada. Alzo la cara hacia ella, que abre los ojos de par en par, se acerca a mí y me aparta de padre—. ¿Qué le has hecho? Le has pegado. Eres un animal. Te voy a matar.

—Querida, no seas tonta —responde padre, de pie, cerniéndose sobre nosotros. Mamá y yo somos tan pequeñas, tan pequeñas abrazadas la una a la otra, y estoy confundida porque mamá está enfadada con padre—. Yo no le he pegado. Has sido tú.

—Yo no le he hecho nada —contesta mamá.

—Intenté detenerte —prosigue padre—, pero no pude, y le pegaste.

—Nunca vas a lograr convencerme de eso —dice mamá. Habla con claridad y oigo su preciosa voz en el interior de su pecho, donde tengo pegada la oreja.

—Interesante —dice padre. Nos estudia con la mirada durante un momento, con la cabeza inclinada, y luego le dice a mamá—: Amarina está en una edad estupenda. Es hora de que ella y yo empecemos a conocernos mejor. Voy a empezar a darle clases particulares.

Mamá se gira para colocarse entre padre y yo. Sus brazos me rodean como barras de hierro.

—No, me niego —le asegura a padre—. Vete. Sal de aquí.

—Esto no podría ser más fascinante, de verdad —dice padre—. ¿Y si te dijera que Thiel le ha pegado?

—Le has pegado tú —insiste mamá—, y ahora te vas a ir de aquí.

—¡Excelente! —exclama padre antes de acercarse a mamá. De repente, sin previo aviso, le da un puñetazo en la cara a mamá, que se desploma en el suelo, y yo vuelvo a caer, pero esta vez de verdad; caigo con mamá—. Tomaos vuestro tiempo para limpiaros, si queréis —sugiere padre mientras se acerca a nosotras y nos empuja con la punta del pie—. Tengo que reflexionar sobre unos asuntos. Continuaremos esta conversación más tarde.

Padre se marcha. Thiel está arrodillado, inclinado sobre nosotras. Nos caen lágrimas ensangrentadas de los cortes que parece que le acaban de hacer en ambas mejillas.

—Cinericia —dice—. Cinericia, lo siento. Princesa Amarina, perdonadme.

—No le has pegado tú, Thiel —dice mi madre con dificultad, como si le costara hablar. Se levanta y tira de mí para sentarme en su regazo, mecerme y susurrarme palabras reconfortantes. Me aferro a ella, sin dejar de llorar. Hay sangre por todas partes—. Ayúdala, Thiel, ¿quieres?

Las manos firmes y suaves de Thiel me tocan la nariz, las mejillas y la mandíbula mientras me inspecciona la cara con los ojos llorosos.

—No tiene nada roto. Dejadme que os examine a vos, Cinericia. De verdad, os ruego que me perdonéis.

Estamos los tres acurrucados en el suelo, llorando juntos. Las palabras que mamá me murmura lo son todo para mí. Cuando vuelve a hablarle a Thiel, parece muy cansada.

—No es culpa tuya, Thiel, y no le has pegado tú. Todo esto es obra de Leck. Amarina —me dice mamá—, ¿sientes la mente despejada?

—Sí, mamá —susurro—. Me ha pegado padre, y luego te ha pegado a ti. Quiere convertirme en la reina perfecta.

—Necesito que seas fuerte, Amarina—dice mamá—. Más fuerte que nunca, porque las cosas van a ir a peor.