—Majestad —dijo Thiel con firmeza a la mañana siguiente—. ¿Estáis prestando atención siquiera?
Lo cierto era que no. Amarina estaba tratando de encontrar una forma casual de abordar un tema inabordable. ¿Cómo se encuentra todo el mundo hoy? ¿Habéis dormido bien? ¿Alguien echa de menos alguna gárgola?
—Por supuesto que estoy prestando atención —espetó la reina.
—Me atrevería a decir que, si os pidiera que describierais los últimos cinco documentos que habéis firmado, majestad, os quedaríais en blanco.
Lo que Thiel no entendía era que ese tipo de trabajo no requería atención.
—Tres fueros para tres pueblos costeros —contestó Amarina—, un encargo para que instalen una nueva puerta en la cámara del tesoro real y una carta para mi tío, el rey de Leonidia, para pedirle que lo acompañe el príncipe Celestio cuando venga.
Thiel carraspeó con timidez.
—Supongo que me equivocaba, majestad. Lo que me ha hecho dudar ha sido veros firmar el último documento sin vacilar.
—¿Por qué iba a vacilar? Me cae bien Celestio.
—Ah, ¿sí? —dijo Thiel, y luego él mismo vaciló—. ¿En serio? —añadió.
Amarina notó que Thiel estaba encantado, de modo que empezó a arrepentirse de haberle dado alas a su imaginación, porque eso era lo que estaba haciendo.
—Thiel, ¿es que tus espías no sirven para nada? Celestio prefiere a los hombres, no a las mujeres, y desde luego no a mí. ¿Entiendes? Lo peor es que es un hombre práctico, así que incluso puede que aceptara casarse conmigo si se lo pidiéramos. A lo mejor a ti te parecería bien, pero a mí no.
—Ah —contestó Thiel sin ocultar su decepción—. Pues sí que es un dato relevante, majestad, si es que es cierto, claro. ¿Estáis segura?
—Thiel —dijo Amarina con impaciencia—, no lo mantiene en secreto. Incluso Auror lo sabe desde hace poco. ¿No te has preguntado por qué no ha sugerido nunca Auror que nos casemos?
—Bueno… —empezó a decir Thiel, pero luego se contuvo y dejó el tema. Era consciente de que Amarina respondería con crueldad si se empeñaba en seguir con ese tema—. ¿Revisamos hoy los resultados del censo, majestad?
—Sí, por favor.
A Amarina le gustaba revisar los resultados del censo del reino con Thiel. Runnemood se ocupaba de recopilar la información, pero Darby preparaba los informes, que estaban organizados de manera ordenada por distritos, e incluían mapas y estadísticas de alfabetización, empleo y habitantes, entre otras cosas. A Thiel se le daba bien responder a las preguntas que formulaba Amarina; Thiel lo sabía todo. Y aquella tarea era de las pocas cosas que hacían sentir a Amarina que estaba al mando de su reino.
Aquella noche y las dos siguientes, volvió a salir para visitar las dos tabernas que conocía y escuchar más relatos. A menudo trataban sobre Leck: Leck torturando a las pequeñas mascotas que tenía en el jardín trasero haciéndoles tajos; los sirvientes del castillo de Leck de aquí para allá con heridas en la piel; la muerte de Leck a causa de la daga de Katsa. Por lo visto al público nocturno le gustaban los relatos sangrientos. Pero era más que eso; entre un relato macabro y otro, Amarina se percató de que solían contar otro tipo de historias, en las que no corría la sangre. Siempre comenzaban del modo en el que suelen comenzar las historias: quizá con dos personas que se enamoran o un niño o una niña muy inteligente que intenta resolver un misterio. Pero, justo cuando uno creía saber hacia dónde iba la cuestión, terminaba de manera abrupta, cuando los amantes o el niño desaparecían sin explicación alguna y para siempre.
Relatos inacabados. ¿Por qué acudía la gente a escucharlos? ¿Por qué elegían escuchar lo mismo una y otra vez, si siempre acababan topándose con la misma pregunta sin respuesta?
¿Qué había pasado con toda la gente que Leck había hecho desaparecer? ¿Cómo habían acabado sus historias? Leck había raptado —y probablemente asesinado— a cientos de personas, niños y adultos, mujeres y hombres. Amarina no sabía nada al respecto, y sus consejeros nunca habían podido ofrecerle respuestas, y parecía que la gente de la ciudad tampoco tenía la menor idea. De repente, a Amarina no le bastaba con saber que se habían desvanecido. Quería saber el resto de su historia, porque la gente que acudía a aquellos locales era su pueblo, y estaba claro que ellos querían saberlo. Amarina quería averiguarlo para poder contárselo.
También empezó a formularse otras preguntas. Ahora que se fijaba, se percató de que faltaban tres gárgolas más en la muralla este, además de la que había visto que se llevaban. ¿Por qué ninguno de sus consejeros le había dicho nada sobre aquellos robos?
—Majestad —dijo Thiel muy serio una mañana, en el despacho de Amarina—, no firméis eso.
Amarina parpadeó.
—¿Qué?
—Este fuero, majestad —dijo Thiel—. Acabo de pasarme quince minutos explicándoos por qué no debéis firmarlo, y ahí estáis con una pluma en la mano. ¿Dónde tenéis la cabeza?
—Ah —dijo Amarina. Soltó la pluma y suspiró—. Sí, te he oído. Lord Danhole…
—Danzhol —la corrigió Thiel.
—Un tal lord Danzhol, que gobierna un pueblo del centro de Montmar, se opone a que le arrebaten la soberanía. Y tú opinas que debería concederle una audiencia antes de tomar una decisión.
—Me temo que está en su derecho, majestad. Tenéis que oír lo que ha de decir. También me temo…
—Ya —lo interrumpió Amarina, distraída—. Me has dicho que también desea casarse conmigo. Muy bien.
—¡Majestad! —exclamó Thiel, y luego agachó la cabeza para estudiar el rostro de Amarina antes de añadir con un tono amable—: Majestad, os lo pregunto por segunda vez: ¿dónde tenéis la cabeza?
—En las gárgolas, Thiel —contestó Amarina, frotándose las sienes.
—¿Las gárgolas? ¿A qué os referís, majestad?
—Las de la muralla este, Thiel. He oído a los empleados de las oficinas del piso inferior mencionar que han desaparecido cuatro gárgolas de la muralla este —mintió Amarina—. ¿Por qué nadie me ha informado?
—¿¡Que han desaparecido!? —dijo Thiel—. ¿Y a dónde han ido, majestad?
—¿Y qué sé yo? ¿A dónde suelen ir las gárgolas?
—Dudo mucho de que sea cierto, majestad. Estoy seguro de que habéis oído mal.
—Ve a preguntarles —le pidió Amarina—. O encárgate de que alguien vaya a comprobarlo. Estoy segura de lo que he oído.
Thiel se marchó. Volvió un rato después con Darby, que estaba rebuscando, frenético, entre una pila de papeles que llevaba en la mano.
—Según los registros de la decoración del castillo, faltan cuatro gárgolas de la muralla este, majestad —explicó Darby a toda prisa mientras leía los documentos—. Pero cuando digo que faltan me refiero a que nunca han estado allí.
—¡¿Que qué?! —exclamó Amarina, que sabía perfectamente que al menos una de ellas había estado en la muralla hacía tan solo unas noches—. ¿Nunca hemos tenido ahí cuatro gárgolas?
—El rey Leck no llegó a encargar esas cuatro, majestad. Dejó esos huecos vacíos.
Lo que había visto Amarina eran varias zonas deterioradas de la muralla donde parecía que había habido algo de piedra y que lo habían arrancado; es decir, gárgolas.
—¿Estás seguro de que esos registros son correctos? ¿De cuándo son?
—Del comienzo de vuestro reinado, majestad —contestó Darby—. Se hicieron registros del estado de cada parte del castillo. Yo mismo los supervisé, a petición de vuestro tío, el rey Auror.
Parecía un asunto extraño e insignificante sobre el que mentir, y no era lo bastante relevante como para que importara si Darby se había equivocado en los registros. Y, sin embargo, la inquietaba. El modo en que Darby la miraba y parpadeaba con esos ojos dispares —uno amarillo y el otro verde—, eficientes y seguros, mientras le ofrecía unos datos incorrectos, la inquietaba. De repente empezó a repasar todo lo que Darby le había dicho durante esos últimos días, y se preguntó si era la clase de persona que mentía.
Pero entonces se contuvo, porque sabía que tan solo sospechaba de él porque estaba intranquila en general, y que estaba intranquila porque aquellos días todo lo que ocurría parecía planeado para confundirla. Como el laberinto que había descubierto la noche anterior mientras buscaba una ruta nueva y menos transitada desde sus aposentos —que se encontraban en el extremo norte del castillo— hasta la torre de entrada, en la muralla sur del castillo. Los techos de cristal de los pasillos de la última planta la ponían nerviosa por la posibilidad de que los guardias que patrullaban por encima la vieran. De modo que había bajado directamente por una escalera estrecha que quedaba cerca de sus aposentos hasta la planta inferior, y luego se vio atrapada en una serie de pasadizos que parecían rectos y bien iluminados pero que luego se desviaban o se ramificaban en otros más oscuros; algunos incluso no tenían salida. Al final acabó desorientada del todo.
—¿Te has perdido? —le había preguntado de repente una voz masculina que no reconocía a su espalda. Amarina se quedó helada, pero luego se dio la vuelta y trató de no mirar demasiado al hombre, que tenía el pelo gris y vestía el uniforme negro de la guardia de Montmar—. Te has perdido, ¿verdad?
Amarina asintió sin respirar.
—Siempre que me topo con alguien por aquí, resulta que se ha perdido —le explicó el hombre—. O casi siempre. Estás en el laberinto del rey Leck. Ninguno de estos pasillos lleva a ninguna parte, y sus aposentos están en el centro.
El guardia la condujo hacia la salida. Mientras lo seguía de puntillas, Amarina se preguntaba por qué habría construido Leck un laberinto alrededor de sus aposentos, y por qué ella no había tenido ni idea de su existencia. Y entonces empezó a preguntarse también por los otros espacios extraños que había entre los muros del castillo. Para llegar al vestíbulo principal y a la salida que había al cruzarlo, junto a la torre de entrada, Amarina tenía que atravesar el patio principal, que se encontraba en la misma planta que el vestíbulo, en el extremo sur del castillo. Leck había ordenado que podaran los arbustos del patio para darles formas fantásticas: personas con poses orgullosas y flores en los ojos y el pelo, y animales feroces y monstruosos, como osos, pumas y aves enormes, cubiertos de flores. En el centro había un estanque con una fuente estruendosa. En la fachada que daba al patio había balcones en los cinco pisos. Y gárgolas, gárgolas por todas partes: algunas estaban encaramadas en las cornisas más altas, otras escalaban por las paredes, otras lanzaban miradas maliciosas desde lo alto y otras se asomaban con timidez. El techo de cristal devolvía el reflejo de los faroles del patio hacia Amarina, como estrellas inmensas y borrosas.
¿Por qué se había preocupado tanto Leck por la forma de los arbustos? ¿Por qué había instalado techos de cristal en los patios y en varios tejados del castillo? ¿Y por qué, a oscuras, se cuestionaba cosas que nunca se había cuestionado antes, a la luz del día?
Una madrugada, un hombre entró en el patio principal desde el vestíbulo dando zancadas, se quitó la capucha y atravesó el patio con el fuerte repiqueteo de las botas contra el mármol. Se trataba de su consejero, Runnemood, que caminaba con paso firme y seguro de sí mismo. Las joyas de sus anillos iban lanzando destellos, y sus apuestos rasgos aparecían y desaparecían entre las sombras. Asustada, Amarina se ocultó tras un arbusto con forma de caballo encabritado. Tras Runnemood entró Holt, uno de sus guardias gracelings, ayudando a caminar al juez Quall, que no dejaba de temblar. Todos entraron en el castillo, en dirección al ala norte. Amarina salió corriendo de allí, demasiado asustada porque casi la habían descubierto como para preguntarse qué habían estado haciendo esos tres en la ciudad a esas horas. Pero más tarde decidió preguntárselo.
—¿A dónde vas por la noche, Runnemood? —le preguntó a la mañana siguiente.
—¿Que a dónde voy, majestad? —respondió con los ojos entrecerrados.
—Sí. ¿Alguna vez sales hasta tarde? He oído que a veces sí. Perdóname, es solo que siento curiosidad.
—De vez en cuando tengo reuniones nocturnas en la ciudad, majestad —dijo—. Cenas con nobles que quieren cosas, como un puesto en alguno de vuestros ministerios, o vuestra mano en matrimonio, por ejemplo. Mi trabajo consiste en seguirles la corriente y luego disuadirlos.
¿Hasta medianoche, con el juez Quall y Holt?
—¿Vas escoltado?
—A veces —contestó Runnemood, y se levantó del alféizar de la ventana y se acercó a ella. La curiosidad brillaba en sus bonitos ojos oscuros—. ¿Por qué me lo preguntáis, majestad?
Se lo preguntaba porque no podía formular las preguntas que quería hacerle en realidad: «¿Me estás diciendo la verdad?», «¿Por qué me da la sensación de que no?», «¿Vas alguna vez a la zona este de la ciudad?», «¿Has oído alguna vez los relatos que cuentan?», «¿Puedes explicarme todas las cosas que veo por la noche y que no entiendo?».
—Porque, si tienes que estar fuera hasta tan tarde, me gustaría que llevaras algún tipo de escolta —mintió Amarina—. Me preocupa tu seguridad.
Runnemood esbozó una sonrisa brillante, amplia y blanca.
—Qué reina tan amable y bondadosa sois —respondió en un tono tan condescendiente que a Amarina le resultó difícil mantener la expresión de amabilidad y bondad en el rostro—. Me llevaré un guardia, si así os quedáis más tranquila.
Amarina volvió a salir sola unas cuantas noches más, sin que el guardia leonita que estaba apostado frente a la puerta de sus aposentos se fijara en ella; de hecho, apenas la miraba, y lo único que le importaba eran el anillo y la contraseña. Y entonces, siete noches después de que los viera robar la gárgola, se cruzó de nuevo con Teddy y su amigo leonita y graceling.
Acababa de descubrir un tercer local de relatos, cerca de los muelles de la plata, en el sótano de un viejo almacén que parecía a punto de venirse abajo. Escondida en un rincón del fondo con una bebida en la mano, se sorprendió al ver a Zaf acercarse. La miró con indiferencia, como si no la conociera. Luego se puso a su lado y dirigió su atención al hombre de la barra.
El hombre estaba contando una historia que Amarina no había escuchado jamás, pero estaba demasiado nerviosa como para prestar atención por si Zaf la había reconocido. El héroe de la historia era un marinero del reino insular de Leonidia. Zaf parecía fascinado mientras escuchaba. Amarina lo estaba observando como quien no quiere la cosa y notó un brillo de reconocimiento en su mirada; en ese momento, Amarina cayó en algo que había pasado por alto antes. Había estado en un barco en una ocasión, navegando por el océano; Katsa y ella habían puesto rumbo a Leonidia para escapar de Leck. Y había visto a Zaf escalar la muralla este; se había fijado en su piel morena y en su pelo aclarado por el sol. Ahora, de repente, sus gestos y movimientos le resultaban muy familiares. Se movía con soltura y tenía un brillo en los ojos que Amarina había visto antes en otros marineros, pero no en marineros de cualquier tipo. Amarina se preguntó si Zaf sería de esos marineros que se ofrecían a subir a lo alto del mástil durante un vendaval.
Se preguntó qué estaría haciendo tan al norte de Montpuerto y, de nuevo, cuál sería su gracia. Por los moratones que tenía esa noche alrededor de la ceja y la piel en carne viva de un pómulo, no parecía que tuviera que ver con pelear ni con sanar rápido.
Teddy se acercó haciendo zigzag entre las mesas con una jarra en cada mano y le entregó una a Zaf. Se colocó al otro lado de Amarina, lo cual, dado que el taburete en el que se había sentado estaba en la esquina, significaba que la tenían acorralada.
—Lo apropiado sería que nos dijeras tu nombre, al igual que yo te dije los nuestros —le murmuró Teddy mientras la miraba de reojo.
A Amarina no le molestaba demasiado la proximidad de Zaf cuando Teddy estaba cerca, tan cerca como para ver la tinta que le manchaba los dedos. Le daba la sensación de que Teddy debía de ser un contable, o quizás un escribano; en definitiva, alguien que no parecía que fuese a atacarla de repente.
—¿Y es apropiado que dos hombres acorralen a una mujer en una esquina?
—Seguro que Teddy preferiría decirte que es por tu propia seguridad —dijo Zaf, con un acento leonita muy marcado—. Pero estaría mintiendo. Es por pura desconfianza. No nos fiamos de la gente que viene disfrazada a los salones de relatos.
—¡Qué dices! —dijo Teddy, lo bastante alto como para que uno o dos hombres sentados cerca le gruñeran para que se callara—. Habla por ti —susurró—. Yo sí estoy preocupado. De vez en cuando hay peleas. Y las calles están llenas de lunáticos y ladrones.
—Así que ladrones, ¿eh? —bufó Zaf—. Si dejaras de parlotear, a lo mejor podríamos escuchar la historia de este fabulador. Me interesa mucho este relato.
—¿Parlotear? —repitió Teddy, con los ojos iluminados como estrellas—. Parlotear… Tengo que añadirla a mi lista. Creo que la he pasado por alto.
—Irónico —respondió Zaf.
—No, irónico no la he pasado por alto.
—Quiero decir que es irónico que hayas pasado por alto parlotear.
—Sí —contestó Teddy de mala gana—. Supongo que sería algo así como que tú dejaras pasar la oportunidad de romperte la crisma fingiendo que eres el príncipe Po renacido. Soy escritor —añadió, volviéndose hacia Amarina.
—Cállate, Teddy —le ordenó Zaf.
—Y tipógrafo —continuó Teddy—, y lector y corrector. Lo que haga falta, siempre y cuando tenga que ver con palabras.
—¿Corrector? —le preguntó Amarina—. ¿De verdad la gente te paga por corregir sus escritos?
—Sí; me traen cartas que han escrito y me piden que las convierta en algo legible. Los analfabetos me piden que les enseñe a firmar los documentos.
—¿Y deberían firmar documentos si no los saben leer?
—No —respondió Teddy—, supongo que no, pero lo hacen, porque se lo exigen los caseros o los patrones, o los acreedores prendarios, en los que confían porque no saben leer lo bastante bien como para darse cuenta de que no deberían. Y por eso también hago de lector.
—¿Tantos analfabetos hay en la ciudad?
Teddy se encogió de hombros.
—¿Tú qué opinas, Zaf?
—Yo diría que un treinta por ciento de los ciudadanos saben leer —dijo Zaf, sin apartar la vista del cuentacuentos—, y tú hablas demasiado.
—¡Un treinta por ciento! —exclamó Amarina sorprendida, ya que esas no eran las estadísticas que había visto ella—. ¡Seguro que la cifra es mayor!
—O eres nueva en Montmar —dijo Teddy—, o todavía sigues hechizada por el rey Leck. O puede que vivas en un agujero en el suelo y solo salgas por las noches.
—Trabajo en el castillo de la reina —improvisó Amarina con soltura—, y supongo que estoy acostumbrada a esos círculos; todos los que viven allí saben leer y escribir.
—Mmm… —respondió Teddy, entrecerrando los ojos, vacilante—. Bueno, la mayoría de la gente de la ciudad lee y escribe lo bastante bien como para desempeñar su oficio con normalidad. Los herreros saben leer los encargos de cuchillos y los agricultores saben etiquetar las cajas de judías o de maíz. Pero es probable que el porcentaje de personas que podrían entender este relato si se lo entregaran por escrito —dijo Teddy, sacudiendo el pelo alborotado hacia el cuentacuentos, o fabulador, como lo había llamado Zaf— se acerque bastante a lo que ha dicho Zaf. Es uno de los legados de Leck. Y uno de los motivos que me han animado a escribir un libro de palabras.
—¿Libro de palabras?
—Sí, estoy escribiendo un libro de palabras.
Zaf le tocó el brazo a Teddy. Al instante, casi antes de que Teddy terminara la frase, ambos se alejaron, demasiado rápido como para que Amarina pudiera preguntarle si alguna vez se había escrito algún libro que no fuera de palabras.
Cerca de la puerta, Teddy la invitó a acompañarlos con la mirada. Amarina rechazó la sugerencia con un movimiento de cabeza, tratando de no revelar su exasperación, pues estaba segura de que acababa de ver a Zaf robar algo que llevaba un hombre bajo el brazo y escondérselo en la manga. ¿Qué sería esa vez? Parecía un rollo de papeles.
No importaba. Tramaran lo que tramaren esos dos, estaba claro que no era nada bueno, y Amarina iba a tener que decidir qué hacer con ellos.
El fabulador comenzó un nuevo relato. Amarina se sorprendió al darse cuenta de que se trataba una vez más de la historia de los orígenes de Leck y su ascenso al poder. El fabulador de esa noche la contó de un modo un poco distinto al anterior. Amarina escuchó con atención, esperando que aquel hombre añadiera algo nuevo, una imagen o una palabra que no hubiera mencionado el anterior, una llave que encajara en una cerradura y abriera una puerta tras la cual todos sus recuerdos y todo lo que le habían contado cobraran sentido.
Lo sociables que habían sido los dos —o más bien lo sociable que había sido Teddy— con ella la hizo armarse de valor. Aunque eso a su vez la asustaba, pero no lo suficiente como para no buscarlos durante las noches siguientes. Son ladrones, se recordaba a sí misma cada vez que se cruzaba con ellos en los salones de relatos, se saludaban e intercambiaban algunas palabras. No son más que ladrones miserables e ingratos, e intentar ir tras ellos es peligroso.
Agosto estaba llegando a su fin.
Una noche, los dos se acercaron a ella y la acorralaron en el fondo de la oscura y abarrotada estancia, cerca de los muelles de la plata.
—Teddy —le dijo—, no entiendo lo de tu libro. ¿Acaso los libros no son todos de palabras?
—He de decir que, si vamos a encontrarnos tan a menudo, y si vas a llamarnos por nuestro nombre, deberíamos llamarte de alguna manera —respondió Teddy.
—Llamadme como queráis.
—¿Has oído eso, Zaf? —dijo Teddy, inclinándose hacia Amarina con el rostro iluminado—. Un desafío relacionado con las palabras. Pero ¿en qué me puedo basar, si no sabemos ni cómo se gana el pan ni qué aspecto tiene bajo la capucha?
—Tiene sangre leonita —dijo Zaf, sin apartar los ojos del fabulador.
—¿Sí? ¿Estás seguro? —le preguntó Teddy, impresionado, agachándose e intentando sin éxito ver mejor la cara de Amarina—. Bueno, entonces deberíamos ponerle un nombre relacionado con los colores. ¿Qué te parece Rojoverdeamarillo?
—Es el nombre más estúpido que he oído nunca. Ni que fuera un pimiento.
—Bueno, ¿qué hay de Capuchagris?
—Para empezar, su capucha es azul. Además, no es una abuela. Dudo de que tenga más de dieciséis años.
Amarina estaba harta de que Teddy y Zaf hablaran sobre ella delante de sus narices, mientras la espachurraban y la acorralaban en el rincón.
—Tengo vuestra edad —dijo, aunque sospechaba que no era cierto—, y soy más inteligente, y es probable que sepa luchar igual de bien que vosotros.
—Desde luego, su personalidad no es gris —comentó Zaf.
—Para nada —concordó Teddy—. Tiene mucha chispa.
—¿Cómo ves Chispa, entonces?
—Perfecto. Bueno, así que tienes curiosidad por mi libro de palabras, ¿eh, Chispa?
Lo absurdo que sonaba el nombre le hizo gracia, la desconcertó y la molestó a la vez; deseó no haberles dado la posibilidad de elegir, pero ya era demasiado tarde, de modo que era inútil quejarse.
—La verdad es que sí.
—Bueno, supongo que sería más exacto decir que es un libro sobre palabras. Se llama «diccionario». Muy poca gente se ha atrevido a intentar redactar uno hasta ahora. La idea es crear una lista de palabras y luego escribir una definición para cada una. Chispa —dijo con grandiosidad—. Una pequeña partícula de fuego. Por ejemplo: «Una chispa salió disparada del horno y prendió las cortinas». ¿Ves, Chispa? Quienes lean mi diccionario podrán aprender el significado de todas las palabras que existen.
—Sí, ya he oído hablar de ese tipo de libros —respondió Amarina—. El único problema que veo es que, si el libro se vale de las palabras para definir otras palabras, entonces ¿no es necesario conocer de antemano las definiciones de las palabras para poder entenderlo?
Zaf no ocultó su regocijo, cada vez mayor.
—Chispa ha acabado con el maldito libro de palabras de Teddren de un plumazo.
—Vale, tienes razón —respondió Teddy, con el tono tolerante de quien ya ha tenido que defender esa misma posición antes—. En teoría, tienes razón. Pero, en la práctica, estoy seguro de que será muy útil, y tengo intención de que sea el diccionario más completo jamás escrito. También estoy escribiendo un libro de verdades.
—Teddy —le advirtió Zaf—, ve a por la siguiente ronda.
—Zafiro me ha dicho que lo viste robar —continuó Teddy, despreocupado—. No lo malinterpretes. Solo recupera lo que han… —Zaf agarró a Teddy por el cuello y a Teddy se le atragantaron las palabras. Zaf no dijo nada; tan solo se quedó allí, sujetando a Teddy y fulminándolo con la mirada— robado —terminó de balbucear Teddy—. Será mejor que vaya a por la siguiente ronda.
—A veces me dan ganas de matarlo —dijo Zaf mientras veía a Teddy alejarse—. Puede que lo haga luego.
—¿Qué quería decir con eso de que solo recuperas lo que han robado?
—Vamos a hablar mejor de lo que robas tú, Chispa —dijo Zaf—. ¿Le robas a la reina, o solo a los pobres que se quieren tomar una copa?
—¿Y tú? ¿Robas tanto en tierra como en el mar?
El comentario hizo que Zaf soltara una risa silenciosa; Amarina nunca lo había visto reír así. Estaba orgullosa de sí misma. Zaf se acabó la bebida, recorrió la sala con la mirada y se tomó su tiempo para responder.
—Me criaron unos marineros leonitas, a bordo de un barco leonita —admitió al fin—. Es tan poco probable que le robe a un marinero como que me clave un clavo en la cabeza. Mi auténtica familia es de Montmar, y vine aquí hace unos meses a pasar un tiempo con mi hermana. Conocí a Teddy, que me ofreció un trabajo en su imprenta. Es un buen trabajo, hasta que me entren ganas de irme otra vez. Ya está. Esa es mi historia.
—En esa historia hay muchas lagunas —dijo Amarina—. ¿Por qué te criaste en un barco leonita si eres de Montmar?
—De la tuya aún no he oído nada —repuso Zaf—. Y yo no comparto mis secretos si no recibo nada a cambio. Si te has dado cuenta de que soy marinero, debes haber pasado un tiempo trabajando en un barco.
—Puede —contestó Amarina, irritada.
—¿Puede? —Zaf parecía estar pasándoselo bien—. ¿A qué te dedicas en el castillo de la reina?
—Me encargo de hornear el pan en las cocinas —respondió, esperando que no le preguntara nada concreto sobre dichas cocinas, porque no recordaba haberlas visto jamás.
—¿Y es tu madre la que es leonita, o tu padre?
—Mi madre.
—¿Y trabaja contigo?
—Hace labores de costura para la reina. Bordados.
—¿La ves mucho?
—Cuando estamos trabajando, no, pero compartimos habitación. Nos vemos cada noche y cada mañana. —Amarina se detuvo de repente porque necesitaba recuperar el aliento. Le pareció una fantasía preciosa, una que podría ser cierta. Quizás hubiera una joven panadera en el castillo con una madre viva en la que podía pensar cada día y ver cada noche—. Mi padre era un fabulador itinerante de Montmar —continuó—. Un verano fue a Leonidia a contar relatos y se enamoró de mi madre. La trajo a vivir aquí. Murió en un accidente con una daga.
—Lo lamento—dijo Zaf.
—Ya hace dos años de aquello —respondió Amarina sin aliento.
—¿Y por qué se iba a escabullir por la noche una muchacha panadera para ir a robar dinero para tomarse algo? Es un poco peligroso, ¿no?
Amarina sospechó que solo se lo preguntaba por su tamaño.
—¿Has visto alguna vez a lady Katsa de Mediaterra? —le preguntó con aire de superioridad.
—No, pero todo el mundo ha oído hablar de ella, claro.
—A ella no le hace falta ser grande como un hombre para ser peligrosa.
—Tienes razón, pero su gracia hace que sea una buena luchadora.
—Lady Katsa ha enseñado a luchar a muchas de las muchachas de esta ciudad. Me enseñó a mí.
—Entonces la conoces —dijo Zaf, dejando la copa en una repisa y volviéndose hacia ella. La miraba con atención, con cierto brillo en los ojos—. ¿También has conocido al príncipe Po?
—A veces viene al castillo —contestó Amarina, moviendo la mano con indiferencia—. Lo que quiero decir es que sé cómo defenderme.
—Pagaría por ver pelear a cualquiera de esos dos. Pagaría oro por verlos pelear entre ellos.
—¿Tu oro? ¿O el de otra persona? Seguro que tu gracia tiene que ver con robar.
Zaf pareció disfrutar muchísimo de esa acusación.
—No, no tiene nada que ver con eso. Y tampoco soy mentalista, pero diría que sé por qué te escabulles por las noches. Quieres oír más relatos.
Tenía razón: nunca se cansaba de los relatos. Ni tampoco de las conversaciones con Teddy y Zaf, ya que, para ella, eran iguales que los relatos, iguales que las calles y los callejones a medianoche, los cementerios, el olor a humo y a sidra, y los edificios en ruinas. Y que los puentes monstruosos que Leck había construido sin razón alguna y que se alzaban hacia el cielo.
Cuanto más veo y oigo, más consciente soy de todo lo que no sé.
Quiero saberlo todo.