Después de lo de anoche, cualquiera vuelve al trabajo de siempre…
Aquello fue lo que pensó Amarina a la mañana siguiente, con los ojos cansados, frente al escritorio de su torre. Darby, su consejero, había regresado tras haberse pescado una buena cogorza —como bien sabían todos, aunque nadie lo mencionara—, y subía una y otra vez a toda prisa por las escaleras de caracol desde las oficinas del piso inferior, cargado de documentos aburridos para que se hiciera cargo de ellos. Cada vez que llegaba, entraba de golpe por la puerta, cruzaba la habitación y se detenía a un milímetro del escritorio. Y salía tan rápido como entraba. Cuando estaba sobrio, Darby siempre estaba muy despierto y lleno de energía, ya que era un graceling —tenía un ojo amarillo y otro verde— y su gracia hacía que no necesitara dormir.
Runnemood, mientras tanto, holgazaneaba y se pavoneaba por la habitación. Thiel, por su parte, era demasiado estirado y tétrico, así que se movía alrededor de Runnemood y se cernía sobre el escritorio de Amarina, decidiendo el orden en el que pensaba torturarla con todo ese papeleo. Aún no había ni rastro de Rood.
Amarina tenía demasiadas preguntas, y no podía formulárselas a ninguno de los presentes. ¿Sabían sus consejeros que bajo el puente de los Monstruos había una taberna en la que se reunía la gente para contar historias sobre Leck? ¿Por qué no les prestaban atención a los barrios de debajo de los puentes durante su recorrido anual? ¿Se debería a que los edificios estaban en ruinas? Aquello la había sorprendido. ¿Y cómo podía hacerse con un puñado de monedas sin levantar sospechas?
—Quiero un mapa —dijo en alto.
—¿Un mapa? —preguntó Thiel, sorprendido, y al momento le entregó un montón de papeles—. ¿De la ubicación del pueblo al que se le ha concedido el fuero?
—No. Quiero un mapa de Ciudad de Amarina. Quiero examinarlo. Thiel, ¿te importaría hacer que me enviaran uno, por favor?
—¿Tiene esto algo que ver con el tema de las sandías, majestad?
—¡Solo quiero un mapa, Thiel! ¡Consíguemelo!
—Cielos… Darby —le dijo Thiel al hombre de ojos brillantes cuando irrumpió de nuevo en la sala—. Envía a alguien a la biblioteca para que procure un mapa de la ciudad para la reina, uno reciente, ¿de acuerdo?
—Un mapa reciente. Dicho y hecho —respondió Darby, que se dio la vuelta y se marchó corriendo una vez más.
—Os conseguiremos un mapa, majestad —le informó Thiel, girándose hacia ella.
—Sí —respondió Amarina con la voz cargada de sarcasmo mientras se frotaba la cabeza—. Estaba presente cuando lo has dicho, Thiel.
—¿Va todo bien, majestad? Parecéis un poco… alterada.
—Está cansada —intervino Runnemood, que se había sentado en el alféizar de una ventana con los brazos cruzados—. Su majestad está cansada de fueros, juicios e informes. Si desea un mapa, lo tendrá.
A Amarina le molestó que Runnemood lo entendiera.
—A partir de ahora quiero tener más poder para decidir a dónde voy durante mis recorridos anuales —estalló de repente.
—Y así será —respondió Runnemood con grandilocuencia.
Amarina no lograba entender que Thiel pudiera soportarlo. Thiel era tan sencillo y Runnemood tan dramático… Y, aun así, trabajaban juntos a las mil maravillas, y siempre lograban aliarse para formar un frente unido en el momento en que Amarina se pasaba de la raya; raya que, por cierto, solo ellos sabían dónde trazar. Decidió callarse hasta que llegara el mapa, para no revelar los niveles estratosféricos que empezaba a alcanzar su enfado.
Cuando le trajeron el mapa, el bibliotecario real vino acompañado de Holt, uno de los miembros de la guardia de la reina, ya que el bibliotecario había traído consigo muchos más mapas de los que Amarina había pedido y necesitaba la ayuda de Holt para subirlos por las escaleras.
—Majestad —dijo el bibliotecario—, como vuestra petición era increíblemente imprecisa, he pensado que sería mejor traeros varios mapas para que haya más posibilidades de que encontréis el que necesitáis. Y ahora me gustaría regresar a mi puesto y que vuestros hombres no volvieran a interrumpirme.
El bibliotecario de Amarina tenía una gracia que le permitía leer a una velocidad inhumana y recordar todas las palabras para siempre. O al menos eso afirmaba; y la verdad era que sí parecía tener esa habilidad. Amarina a veces se preguntaba si no tendría también la gracia de ser desagradable. Se llamaba Morti, de Mortimer, pero a Amarina le gustaba imaginar que venía de «Mortífero» de vez en cuando.
—Si eso es todo, majestad —dijo Morti, dejando caer un montón de rollos en el borde del escritorio—, volveré a la biblioteca.
La mitad de los rollos comenzaron a rodar y cayeron al suelo con un golpe sordo y hueco.
—En realidad —exclamó Thiel, airado, agachándose para recogerlos—, fui bastante claro al decirle a Darby que queríamos un único mapa que fuera reciente. Llévate todo esto, Morti. No los necesitamos.
—Todos los mapas de papel son recientes si tenemos en cuenta la vastedad del tiempo geológico —respondió Morti con un bufido.
—Lo único que quiere su majestad es un mapa de la ciudad tal y como es a día de hoy —respondió Thiel.
—Las ciudades son organismos vivos. Siempre están cambiando…
—A su majestad le gustaría…
—Me gustaría que os marcharais todos —dijo Amarina, desolada, más para sí misma que para los demás.
Thiel y Morti seguían discutiendo. Runnemood se unió a la gresca. Después Holt colocó los mapas encima del escritorio con cuidado para que no volvieran a caerse, y se echó a Thiel sobre un hombro y a Morti sobre el otro. Durante el silencio de asombro que se produjo a continuación, Holt se acercó a Runnemood, que, al comprender sus intenciones, dejó escapar un bufido y salió del despacho por su propio pie. Entonces, justo cuando Thiel y Morti, indignados, empezaban a recuperar el habla, Holt los sacó de allí a cuestas. Amarina no dejó de oír sus gritos de rabia mientras descendían por las escaleras.
Holt tenía unos cuarenta años y unos encantadores ojos dispares: uno gris y uno plateado. Era un hombre corpulento con un rostro amable y sincero, y tenía una gracia que le otorgaba una fuerza sobrehumana.
—Menuda escenita —musitó Amarina.
Pero era agradable estar sola. Al desenrollar el primer pergamino que tomó, vio que se trataba de una carta estelar con las constelaciones que había sobre la ciudad. Maldijo a Morti y la apartó. El siguiente pergamino resultó ser un mapa del castillo, anterior a las renovaciones que había hecho Leck, cuando había cuatro patios en vez de siete y cuando los tejados de su torre, de los patios y de los pasillos de las alas superiores no eran de cristal. El siguiente, para su sorpresa, era un mapa de las calles de la ciudad, pero uno extraño, con palabras borradas por aquí y por allá, y en el que no aparecían los puentes. Por último, el cuarto sí que era un mapa actual de la ciudad en el que salían los puentes. Era evidente que se trataba de un mapa bastante reciente, ya que en lo alto ponía «Ciudad de Amarina», y no «Ciudad de Leck» o el nombre de algún monarca anterior.
Amarina recolocó los montones de documentos sobre el escritorio de modo que sujetaran las esquinas del mapa y se alegró de encontrarles un uso que no implicara leerlos. Después se acomodó para examinar el mapa, decidida a poder orientarse mejor la próxima vez que saliera del castillo.
Pues sí que es raro todo el mundo, pensó para sí misma tras toparse con el juez Quall en el vestíbulo de fuera de las oficinas del piso inferior. El juez trataba de mantener el equilibrio con un solo pie y luego con el otro mientras miraba a la nada con el ceño fruncido.
—Fémures —farfulló, sin fijarse en Amarina—. Clavículas. Vértebras.
—Lord Quall, para ser alguien a quien no le gusta hablar de huesos, los sacáis a colación con muchísima frecuencia —le dijo Amarina sin saludarlo siquiera.
El juez la miró como si no la viera, con la mirada vacía; entonces aguzó la vista y pareció confuso durante un instante.
—La verdad es que sí, majestad —respondió. Parecía que se había recompuesto—. Disculpadme, a veces me ensimismo y me quedo en las nubes.
Más tarde, durante la cena, Amarina le preguntó a Helda:
—¿Te has fijado en si la gente de la corte se comporta de forma extraña?
—¿A qué os referís, majestad?
—Hoy, por ejemplo, Holt se ha cargado a los hombros a Thiel y a Morti y los ha sacado del despacho porque estaban molestándome —respondió Amarina—. ¿No te parece raro?
—Mucho —dijo Helda—. Me gustaría que lo intentara conmigo. Tenemos un par de vestidos nuevos para vos, majestad. ¿Os los querríais probar esta noche?
A Amarina le daban igual los vestidos, pero siempre accedía a probárselos porque le resultaba relajante que Helda la mimara, con sus caricias suaves y rápidas, sus murmullos a través de los alfileres que sujetaba con la boca y esos ojos y esas manos que examinaban el cuerpo de Amarina y tomaban las decisiones correctas. Esa noche Zorro la ayudó sujetando la tela y alisándola cuando Helda se lo pedía. El contacto físico la ayudaba a centrarse.
—Me encantan los pantalones de Zorro que parecen faldas —le dijo Amarina a Helda—. ¿Podría probarme unos?
Más tarde, cuando Zorro ya se había marchado y Helda se había acostado, Amarina recogió los pantalones y la capucha de Zorro del suelo del vestidor. La joven reina llevaba un puñal en las botas durante el día y dormía con puñales enfundados en cada brazo por las noches. Era lo que Katsa le había enseñado. Esa noche, Amarina se apretó las correas de los tres puñales contra el cuerpo para protegerse de lo que pudiera pasar.
Justo antes de marcharse, rebuscó en el interior del arcón de Cinericia, donde no solo guardaba las joyas de su madre, sino también algunas alhajas propias. El arcón estaba lleno de cosas inútiles; bonitas, sí, pero a Amarina no le gustaba llevar joyas. Encontró una gargantilla de oro que le había enviado su tío desde Leonidia y se la metió en la camiseta que llevaba bajo la capucha. Bajo los puentes había casas de empeño. Se había fijado en ese detalle la noche anterior, y había visto que un par de ellas estaban abiertas.
—Solo trabajo con gente que conozco —le dijo el hombre de la primera casa de empeño.
En la segunda, la mujer que estaba detrás del mostrador le dijo exactamente lo mismo. Aún plantada en la puerta, Amarina sacó la gargantilla y la alzó para que la mujer la viera.
—Mmm… —dijo la mujer—. Deja que le eche un vistazo.
Medio minuto después, Amarina había intercambiado la gargantilla por un enorme montón de monedas y un escueto: «No me digas de dónde la has sacado, chico». Amarina llevaba encima muchas más monedas de las que había previsto y los bolsillos le pesaban y tintineaban con cada paso que daba por las calles, hasta que se le ocurrió meterse algunas monedas en las botas. No era cómodo, pero llamaba mucho menos la atención.
Poco después vio una pelea callejera que no entendió; una trifulca desagradable, repentina y sangrienta, ya que, en cuanto dos grupos de hombres comenzaron a empujarse, sacaron los puñales resplandecientes y se atacaron con ellos. Amarina salió de allí corriendo; no quería ver el resultado. Katsa y Po podrían haberlos separado. Y Amarina, como reina que era, debería haberlos separado, pero en ese instante no era reina, e intentarlo habría sido una locura.
Esa noche el relato que se contaba bajo el puente de los Monstruos lo narraba una mujer pequeñita con una voz inmensa que se había subido a la barra y se agarraba la falda con las manos. No era una graceling, pero Amarina se quedó embobada y un poco molesta porque tenía la sensación de que ya había escuchado esa historia antes. Era sobre un hombre que había caído en unas aguas termales hirvientes, en las montañas orientales, y al que había rescatado un enorme pez dorado. Era una historia dramática en la que aparecía un animal de un color extraño, igual que en las historias que había contado Leck. ¿Era eso por lo que le resultaba familiar? ¿Se la habría contado Leck? ¿O la habría leído en algún libro de pequeña? Y, en el caso de que la hubiera leído en algún libro, ¿significaría eso que la historia era cierta? Y, si se la había contado Leck, ¿era falsa? ¿Cómo iba a saber si era cierta o falsa ocho años después?
Un hombre que estaba cerca de la barra le reventó la copa en la cabeza a otro hombre. En lo que tardó Amarina en darse cuenta de lo que había pasado, estalló una pelea. Observó con asombro como todo el local parecía sumarse a la trifulca. La mujer pequeñita que estaba encima de la barra aprovechó su posición ventajosa para asestar unas patadas dignas de admiración.
A un lado de la pelea, donde una minoría civilizada trataba de mantenerse al margen, alguien golpeó a un hombre de pelo castaño e hizo que le tirara a Amarina toda la sidra por encima.
—Mierda… Oye, chico, lo siento mucho —dijo el hombre de pelo castaño mientras agarraba de una mesa un trapo con muy mala pinta para secar a Amarina, que lo miró con horror. Entonces lo reconoció. Era el compañero del ladrón graceling de ojos morados que había visto la noche anterior. Volvió a verlo en ese instante detrás del hombre de pelo castaño, pasándoselo pipa en la pelea.
—Deberías ayudar a tu amigo —le dijo Amarina, apartándole las manos.
El hombre volvió a insistir con el trapo.
—Seguro que se lo está pasando de… miedo —respondió, con un indicio de sorpresa en la última palabra al descubrir parte de una trenza bajo la capucha de Amarina.
Los ojos del hombre bajaron hasta el pecho de la reina, donde, por lo visto, encontró suficientes pruebas para comprender la situación.
—Por todos los ríos —dijo, apartando la mano de golpe. Se centró en la cara de Amarina por primera vez, aunque no pudo ver demasiado, ya que ella se caló aún más la capucha—. Perdona. ¿Te encuentras bien?
—De maravilla. Déjame pasar.
El graceling y el tipo que intentaba matarlo golpearon al hombre del pelo castaño por la espalda y lo empujaron hacia Amarina. Era un hombre apuesto, con el rostro asimétrico y unos ojos bonitos color miel.
—Deja que mi amigo y yo te escoltemos hasta un lugar seguro.
—No necesito escolta. Necesito que me dejes pasar.
—Ya es más de medianoche, y eres muy pequeña.
—Demasiado como para que alguien se fije en mí y me moleste.
—Ojalá fueran así las cosas en Ciudad de Amarina. Déjame un momento que vaya a por el chalado de mi amigo —dijo mientras volvían a empujarlo desde atrás—, y os acompañaremos a casa. Me llamo Teddy. Él es Zaf, y no es tan cabeza de chorlito como aparenta.
Teddy se dio la vuelta y se adentró como un héroe en la trifulca. Amarina aprovechó ese instante para escabullirse por un lado de la sala. Una vez que estuvo fuera, echó a correr con los puñales en las manos; atajó por el cementerio y se metió por un callejón tan estrecho que rozaba las paredes con los hombros.
Trató de ubicar las calles y los puntos de referencia que había memorizado del mapa, pero era mucho más complicado que hacerlo sobre el papel. Intuía que se dirigía hacia el sur. Aligeró el paso y se metió por una calle llena de edificios que parecían en ruinas, con la firme determinación de que nunca volvería a ponerse en una situación en la que tuviera que correr con tantas monedas en las botas.
Parecía que habían rapiñado aquellos edificios para quedarse con la madera. Se asustó al ver una figura que se asemejaba a un cadáver en la alcantarilla, y se asustó aún más cuando la figura roncó. Aunque el hombre olía a muerto, por lo visto, no lo estaba. Una gallina dormía apoyada en el pecho del hombre, que la rodeaba con el brazo para protegerla.
Cuando se topó con otro local de relatos, lo reconoció al instante. Tenía la misma disposición que el que ya había visitado: una puerta en un callejón custodiada por dos tipos de aspecto amenazante con los brazos cruzados y gente que entraba y salía del local.
Amarina actuó sin pensar. Los vigilantes se alzaban imponentes ante ella, pero no la detuvieron. Al cruzar la puerta, bajó por unos escalones hasta llegar a una segunda puerta que, al abrirla, la llevó a una sala resplandeciente que olía a bodega y a sidra y que resultaba acogedora, con la voz cautivadora de otro cuentacuentos.
Amarina se pidió una copa.
De todas las historias que podrían haber estado contando, aquella noche tocaba la de Katsa. Era uno de esos terribles relatos reales sobre la infancia de Katsa, cuando su tío, el rey Randa de Mediaterra, el más céntrico de los siete reinos, la obligaba a matar y a intimidar a sus enemigos gracias a las dotes de lucha de su sobrina.
Amarina conocía la historia; se la había contado la propia Katsa. Había partes de la versión que estaba narrando el cuentacuentos que eran ciertas. Katsa odiaba tener que asesinar en nombre de Randa. Pero había otras que las exageraba o que, directamente, eran falsas. Las peleas eran más espectaculares y sangrientas de lo que Katsa habría permitido jamás, y la pintaba mucho más melodramática de lo que Amarina se podía imaginar. La reina quiso gritarle al cuentacuentos por no estar contando la realidad, para defender a su amiga, pero le sorprendió ver que al público parecía gustarle más aquella versión errónea de Katsa. Para ellos, esa era la auténtica Katsa.
A medida que Amarina fue acercándose a la muralla este del castillo, se percató de varias cosas. La primera fue que dos de los faroles que colgaban de la muralla se habían apagado y habían dejado una zona tan oscura que levantó las sospechas de la joven. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que no eran infundadas. Los faroles de aquel tramo de la calle también estaban apagados. Después se fijó en un movimiento casi imperceptible a media altura de la muralla, que había quedado envuelta en sombras. Era una figura que se movía —seguramente una persona— y que se detuvo en cuanto uno de los soldados de la guardia de Montmar pasó por encima de ella, y que volvió a ponerse en marcha en cuanto el soldado se hubo alejado.
Amarina se dio cuenta de que estaba viendo a una persona escalar la muralla este. Se ocultó en la puerta de una tienda e intentó decidir qué hacer a continuación: si dar la voz de alarma de inmediato o esperar a que el intruso llegara a lo alto de la muralla para que no tuviera por dónde huir y así los guardias pudieran apresarlo.
Pero la figura no escaló hasta lo alto de la muralla. Se detuvo justo antes de llegar, debajo de una sombra de piedra que, por su posición, Amarina dedujo que debía ser una de las muchas gárgolas que había en las cornisas o que se cernían desde el borde, mirando hacia el suelo. Entonces empezó a oír una especie de sonido parecido a unos arañazos que no logró identificar; un sonido que se detuvo durante un instante cuando el guardia volvió a pasar por encima de la figura. Luego prosiguió. Y así durante un buen rato. El desconcierto de Amarina empezaba a convertirse en aburrimiento. De repente, la persona que estaba encaramada a la muralla soltó un «¡Uf!»; después se oyó un crujido, y la sombra se deslizó hasta el suelo cargando con la gárgola. Una segunda persona —en la que Amarina no había reparado hasta entonces— se movió entre las sombras a los pies de la muralla y trató de atrapar a la otra, aunque, a juzgar por el gruñido y la retahíla de palabrotas susurradas que oyó Amarina, parecía que uno de los dos contendientes se había llevado la peor parte de la caída. La segunda figura sacó una especie de saco y la primera metió la gárgola en él. Después, la primera figura se la cargó a la espalda y se escabulleron de allí.
Pasaron justo delante de Amarina, que se pegó contra la puerta para que no la vieran. Los reconoció al instante. Eran ese chico tan amable de pelo castaño, Teddy, y su amigo graceling, Zaf.