Todo acabó un jueves por la mañana, el 18 de noviembre de 1999, sin que terminara el siglo y cinco días antes de mi cumpleaños. Habría cumplido treinta y siete.
Eran casi las doce y había quedado a las doce en punto en recoger a mi madre para acompañarla al médico. Llevaba equis horas intentando salir de casa. En el último momento siempre me acordaba de algo: las llaves, la cartera, la luz del baño encendida. Daba lo mismo, lo sabía: cuando estuviera en el ascensor, en el momento equis más uno, me daría cuenta de que había olvidado lo más importante.
O lo que hubiera olvidado se convertiría en lo más importante.
Así era mi vida.
En esas estaba, con el abrigo puesto, la puerta abierta y volviendo a entrar por la chequera, cuando oí ruido de pasos.
Eran dos hombres, uno con vaqueros y anorak, y otro con un traje gris de raya diplomática pero sin corbata, cinturón ni cordones en los zapatos, como los presidiarios.
Estaban entrando en la casa.
Mi casa, me refiero.
El del anorak llevaba una pistola en la mano.
—Los papeles —reclamó el del traje.
¿Que qué hice? Pues qué iba a hacer, se los entregué en el acto, faltaría más. Que conste que no pensaba tanto en salvar mi vida (total, esta vida) como en mi madre, la pobre mujer, pinzada en sus vértebras lumbares y esperándome en el recibidor, sentada con el bolso sobre las rodillas y el abrigo puesto desde las nueve de la mañana.
Tras examinar la carpeta, el del traje concluyó:
—Misión cumplida.
—¿Qué hacemos con esta? —preguntó el del anorak.
El otro sacó un teléfono móvil del bolsillo, marcó un número y pidió instrucciones.
—Misión cumplida, pero hay un problema: el pájaro ya le había entregado los papeles a otra persona —dijo.
Sentí una curiosidad más intensa por saber quién estaría al otro lado del teléfono que por conocer su respuesta. El del traje escuchó con atención y luego dijo:
—Afirmativo.
Colgó y se dirigió al del anorak:
—Sabe demasiado, hay que eliminarla.
—Vale, Boss.
Así que el otro debía de ser un esbirro, el que se ocupaba de los trabajos sucios.
Apoyó el cañón de la automática contra mi sien y apretó el gatillo.
No oí la detonación. Sentí frío, como si un hilo de escarcha me atravesara la frente para enhebrarse en mi corazón.
—Andando, Pescas —ordenó el jefe.
Mi primer pensamiento fue: ¡ahora sí que te la has cargado!
Pregunta: ¿Acaso era culpa mía ser la víctima inocente de un cobarde asesinato?
Respuesta: Negativo.
Entonces, ¿por qué no podía evitar echarme la culpa?
—¡Te la has cargado! ¡Esta vez sí que te la has cargado! —seguía repitiendo mi psique acusica.
—¡Atiza! —chilló una voz de pito que reconocí en el acto, a pesar de no haberla oído jamás fuera de mi cabeza.
Era el niño cíclope, con su ojo vago tapado con un parche y esparadrapo, las uñas mordidas hasta hacerse sangre y el bolsillo derecho del pantalón descosido. Miraba mi cadáver tendido en el suelo. Un pecho me asomaba por el escote de la blusa. El abominable escolar, a través del agujero del bolsillo, se la estaba tocando mientras miraba con un solo ojo mi cuerpo sin vida y se mordía los labios.
—¡A ver las manos, cochino! —le grité.
Benito Viruta, quién si no, la criatura de mi imaginación, el protagonista de mis libros, esos que tanto entusiasmo despiertan en «los pequeños lectores más exigentes».
—No estaba haciendo nada, se lo juro, seño.
—Tú te callas. Y pon las manos donde yo pueda verlas.
—Sí, señorita.
Cerré los ojos, resoplé y me miré, derribada en el descansillo, con el bolso en bandolera, un pecho al aire y el abrigo desabotonado.
Así estaba, con mi psique acusica y lepidóptera revoloteando enfurruñada, Benito Viruta hurgándose con disimulo la nariz y mi cuerpo inmóvil adquiriendo rigidez y perdiendo temperatura.
Pasó un buen rato hasta que me encontró María Eugenia Pestana, la del segundo izquierda, alias la Pesti.
Con dos dedos, me tomó el pulso en el cuello.
La Pesti había visto demasiadas películas.
Luego me acercó a la boca un espejo que sacó del bolso. No debí de empañarlo a su satisfacción, porque se puso a dar voces:
—¡Nooooo! ¡Que no! ¡Que no quiero verla! ¡No me digáis que la vea! ¡¡Yo no quiero verla!!
Mi sangre sobre la moqueta gris, debía de referirse.
La Pesti había leído demasiado a Lorca en BUP.
Salió barritando escaleras abajo.
Vino Nicolás, el portero, con una linterna, llave inglesa y una gamuza (no sé todavía por qué consideró indispensable semejante equipo de rescate), y se quedó a mi lado hasta que llegaron las autoridades, un juez y dos policías. Tomaron fotografías y precintaron mi vivienda, pero me decepcionó que no dibujaran con tiza la silueta de mi cuerpo en el suelo, como sucede en las películas y como hicieron cuando murió Carlos Viloria.
Por fin aparecieron dos empleados con traje oscuro y me trasladaron al paquebote de los Servicios Funerarios.
Cerré los ojos y conté hasta veinte, como en el patio del colegio, pero con el efecto contrario. Cuando volví a abrirlos me convencí. Estaba muerta.
The End, pensé. La banda sonora fue subiendo de volumen mientras aparecían los títulos de crédito y el «Han intervenido, por orden de aparición: mamá, su ginecólogo, papá, el tío Franky...», y así hasta los asesinos a sueldo, la Pesti, los policías y el Empleado Funeraria 1.º y Empleado Funeraria 2.º.
Recorrí la cubierta. Debía de ser invisible, porque no me hacían ni el más mínimo caso.
Le toqué un hombro al timonel. Nada. Le di un puñetazo en el oído con todas mis fuerzas. Inútil. Le metí un dedo en el ojo. Negativo. Le pellizque una tetilla. Cero.
Invisible y, además, ¡intangible!
Descendimos por Génova hasta el transbordador de bicicletas y pusimos proa al norte. A lo lejos divisé los faros vigías de los embarcaderos deportivos de los Recintos; Aravaca, Pozuelo, la Florida: los parapetos de los poderosos.
Hacia el sur, más allá de Puerto Atocha, tras la alambrada del primer Precinto, vi el humo negro y la reverberación de las llamas. Los adictos fugitivos quemaban neumáticos para entrar en calor mientras esperaban el final.
Navegábamos por el Canal Castellana hacia los Ríos Rosas. Dejamos a popa el puente de Eduardo Dato y la sombra triangular de la pirámide de Chopeitia Genomics.
Bajo el agua negra aún debían de estar las ramas de los árboles y aquellas aceras por las que paseaba de joven, antes de que se acabara el petróleo y anegaran Madrid para facilitar las comunicaciones. Desde entonces el Canal Castellana dividía en dos la ciudad como esa decisión que parte una vida por la mitad: en una orilla, la ignorancia; en la otra, el arrepentimiento.
Al llegar a la desembocadura de los Ríos Rosas viramos a babor y pusimos proa a la Universitaria.
Contemplé mis restos mortales sobre la camilla, en el pañol de popa. Era la primera vez que me veía desde fuera y me produjo una sensación semejante a la de oír tu propia voz grabada: nunca te reconoces.
Hay que tener en cuenta que estaba desfigurada por el disparo a cañón tocante, más las circunstancias muy poco favorecedoras que conlleva el fallecimiento en sí, tales como la pérdida involuntaria de humores corporales, la relajación de esfínteres, la rigidez, la ropa descolocada, etcétera. Aun así, tuve que admitirlo: era una gorda.
Gorda, sí. Me costaba decirlo por primera vez sin diminutivos.
Había sido toda mi vida la clásica gordita simpática. Gordita no, ya iba siendo hora de reconocerlo: gorda. Stop. Gorda. Punto redondo.
Siempre me habían llamado guapa de cara.
«La niña es muy guapa de cara», y así desde pequeña, una verdadera mortificación, un suplicio, una tortura como las que dibujábamos en el cole en hojas de recambio.
Ahora tenía en la cabeza un agujero del tamaño de un puño por el que se veía la masa encefálica, esponjosa y amoratada, aún palpitante, como los atardeceres que les cojo a Machado y Cía.
Los utilizo para cerrar capítulos y provocar esas reflexiones de hoja de calendario que tanto impresionan a esos pequeños lectores desprevenidos y más exigentes.
La contemplación de mi cerebro me dio dentera, como el corcho blanco de los embalajes o el relleno de las almohadas.
En el Instituto Anatómico Forense una mujer con trenzas vació mi bolso sobre la mesa. Los kleenex, un cuaderno, bolígrafos, las gafas de leer, la agenda... Faltaba la chequera, cómo no, que tenía la culpa de la puerta abierta, de mi retraso y, por tanto, del cobarde asesinato del que acababa de ser víctima inocente.
En la radio sonaba una versión en inglés de Sobre un vidrio mojado, la vieja canción de Los Secretos que yo siempre recordaba en el español de mi infancia.
Los cuadros no tienen colores,
las rosas no parecen flores,
no hay pájaros en la mañana,
nada es igual, nada es igual,
nada es igual, nada...
Pensé en mi ropa interior. Llevaba unas bragas desteñidas y con la goma dada de sí. Mi madre se había pasado media vida advirtiéndome que llevara siempre ropa interior en perfecto estado de revista, porque nunca se sabía.
—¿Y si te llevan de urgencias a un hospital? —me decía—. Menuda vergüenza cuando se descubra que llevas las bragas sucias, hija mía. Nunca se sabe, María Dolores, nunca se sabe.
Cuando era muy joven, en el cuarto de baño, me entregaba a ensoñaciones necrológicas, con los pantalones por los tobillos y las bragas enrolladas en el vaquero. Imaginarme muerta era la única forma de conseguir verme desde el exterior, como si se tratara de otra, una tercera persona, alguien que no fuera parte interesada. Yo acababa de sufrir una muerte repentina, aunque indolora, por favor. A la luz forense del fluorescente, inspeccionaba el contenido de mis bolsillos, miraba mis carnés, el calendario, un número de teléfono apuntado en un recibo del cajero automático, y pensaba en mí misma como si fuera una desconocida la que acababa de fallecer, una mujer de la que sólo sabía lo que estaba a la vista, por fuera.
Eso era lo que quedaba de mí.
Imaginaba las reacciones de mis seres queridos, lo que dirían, cuánto llorarían, cómo aprenderían a valorarme. Mi entierro se convertía en un acontecimiento, la noticia salía en todos los periódicos, venían hasta mis mejores amigas del colegio, Marisol Mateos, Fátima Fernández y Maite Munárriz.
Luego me daba cuenta de que yo no podría verlo y, en ese caso, no merecía la pena.
Me resucitaba, me limpiaba con papel de váter, tiraba de la cadena, me subía las bragas y los pantalones y volvía a mi habitación a leer.
Todos los libros que leía trataban de mí, yo era siempre la única protagonista, lo mismo de Sinuhé, el egipcio que de Así habló Zaratustra.
Una y otra vez me sorprendía la coincidencia de que tanto Mika Waltari como Friedrich Wilhelm Nietzsche escribieran lo mismo que yo ya había pensado antes por mi cuenta.
Luego he comprendido que sucede siempre: sólo somos capaces de reconocer en los demás las ideas que ya se nos habían ocurrido a nosotros.
—María Dolores Eguíbar Madrazo —silabeó la de las trenzas leyendo mi carné de identidad.
No tardó en descubrir mi estado civil (casada) y mi dirección (Castelló 13).
Iba a advertirle que hacía cinco años que me había separado de Fernando y que ya no vivía en esa casa, pero no me salía la voz.
Invisible, intangible y, además, inaudible. Estar interfecta comenzaba a desplegar múltiples inconvenientes o un lado negativo.
Cuando abrió la agenda me sentí tonta de remate y sin remedio. Soy esa clase de ser humano que siempre obedece sin tener por qué. Basta con decir que relleno las páginas de «Datos personales» de las agendas, como una idiota. Un año más había dudado, pero al final había vuelto a poner que, en caso de accidente, avisaran a Fernando Eguilaz, el que ya no era mi marido.
Fernando, el famoso científico, candidato al Premio Nobel, estaba en casa y, contra todo pronóstico, cogió el teléfono, en lugar de dejar que saltara el contestador.
Sentí ganas de fumar, pero no pude coger un paquete de Lucky que había sobre la mesa. Mis dedos lo atravesaban. Había que fastidiarse con la intangibilidad. ¿Podría comer y beber? ¿Podría pasar las páginas de los periódicos o abrir una puerta? ¿Atravesaría las paredes? ¿Necesitaría dormir, ir al baño? ¿Me reflejaría en los espejos? ¿Tendría la regla?
Interrumpí esta plataforma giratoria de interrogaciones para detenerme a contemplar mi estado. En fin, amigas, ¿a qué mayor mal pudiera haber venido?
Por suerte era invisible para los demás, ya que estaba desnuda. Lo más llamativo era que me encontraba delgada. No me parecía a aquel cadáver en decúbito supino, sino que había conseguido ser por fin tal y como me veía dentro de mi cabeza.
Estaba estupenda, en definitiva, con casi diez kilos de menos.
Este es uno de los aspectos más reconfortantes o lado positivo de la defunción.
Además, sin gafas, veía perfectamente.
Aunque, por otra parte, siendo invisible, intangible, inaudible y tal, pues, chica, tú me dirás, da como un poco lo mismo estar delgada que gorda, guapa de cara o fea como un pecado mortal.
Distinguidos doctores forenses, musculosos auxiliares, sonrientes ordenanzas, hombres con batas blancas o uniformes con galones pasaban a mi lado sin volver la cabeza.
Bajé a la entrada a esperar la aparición, sin duda espectacular, de Fernando.
Hacia Moncloa se amontonaban nubes de color ceniza. Había, como dejados caer sin orden ni concierto, cipreses, encinas, un roquedal, dos o tres cerros y varios terraplenes por los que echar a rodar neumáticos.
A mi espalda, Benito Viruta fingía taparse el ojo bueno, me miraba jadeante, como con la cara pegada al cristal, y murmuraba:
—¡Macho, macho, la seño está en bolas totales!
Solo me faltaba eso, la compañía póstuma de la criatura de mi imaginación, ese chaval sucio y malvado, siempre más salido que una cornisa y sin otra ocupación que darle a la manivela a través del agujero del bolsillo.
—¡Quítate las gafas ahora mismo! —le ordené.
—¡Jolines, seño! —protestó el crío.
Vi a mi psique mariposa batir las alas y ganar altura. Salió por la ventana y desapareció entre aquellas nubes grises y destartaladas.
Sentí que se desataba en mi interior el nudo de un hilo de sangre.
—¡Mi Dasein! —exclamé, como si se me hubiera caído al suelo un vaso de Duralex, esos que siempre estallan como si fuera una bomba.
—¿Qué es eso, seño?
—¿El Dasein? El ser-en-sí o el ser-en-mí, algo así, Benito, pero déjalo, tú no vas a entenderlo: la verdad de mí misma.
—¿La mariposa? No se preocupe, tiene que volver, solo hay que esperar.
—Te he dicho que te quites las gafas. Venga, andando.
Obedeció.
Sin los cristales, lo único que iba a ver eran sombras movedizas y bultos fugitivos, como manchas de humedad en la pared o peces bajo el agua, borroso cardumen en movimiento.