Cicerón

Cuando un hombre sensato y no demasiado valeroso se topa con otro más fuerte, lo más prudente que puede hacer es evitarlo y, sin avergonzarse, esperar a que el camino vuelva a despejarse para él. Durante tres décadas, Marco Tulio Cicerón, el primer humanista del Imperio romano, el maestro de la oratoria, el defensor de la justicia, se esforzó por servir a la ley heredada y por conservar la república. Sus discursos han quedado cincelados en los anales de la historia y sus obras literarias, en los sillares de la lengua latina. En Las Catilinarias combatió la anarquía; en Contra Verres, la corrupción; en los generales victoriosos, la amenaza de la dictadura. Y su libro De re publica fue considerado en su tiempo el código ético de la forma de Estado ideal. Pero ahora ha llegado alguien más fuerte. Julio César, al que inicialmente ha apoyado sin desconfiar por ser el de más edad y el más célebre, de la noche a la mañana se ha convertido, apoyado en sus legiones galas, en el amo de toda Italia; como soberano absoluto del poder militar solo necesita extender la mano para tomar la corona del imperio que Antonio le ha ofrecido ante todo el pueblo. En vano combate Cicerón la autocracia de César en cuanto este transgrede la ley al cruzar el Rubicón. En vano ha intentado invocar a los últimos defensores de la justicia para que se enfrenten a los que han violentado la ley. Pero las cohortes, como ocurre siempre, se han revelado más fuertes que las palabras. César, hombre de espíritu y de acción al mismo tiempo, es el vencedor absoluto, y de haber tenido hambre de venganza —como la mayoría de los dictadores— podría haberse deshecho sin más, después de su incontestable victoria, de ese tozudo defensor de la ley, o al menos haberle proscrito. Pero por encima de todos sus triunfos militares, a Julio César le honra su magnanimidad tras la victoria. A Cicerón, su adversario liquidado, le deja vivir sin someterle a escarnio alguno, y se limita a recomendarle que abandone la palestra política, que ahora es solo suya y en la que a los demás les queda el papel de meros comparsas mudos y obedientes.

Nada mejor puede ocurrirle a un hombre de espíritu que el verse apartado de la vida pública, política. De este modo, el pensador, el artista, se ve arrojado desde esa indigna esfera, a la que solo puede sobreponerse con brutalidad y argucias, hacia su intocable, indestructible intimidad. Toda forma de exilio se convierte así en un acicate para el recogimiento interior, y Cicerón se topa con este bendito infortunio en el mejor momento, en el más dichoso. El gran dialéctico enfila ya el último tramo de una vida que, con sus constantes tormentas y tensiones, le ha dejado poco tiempo para la síntesis creativa. ¡Cuántas contradicciones ha tenido que vivir este sexagenario en el ajustado espacio de su época! Con sumo esfuerzo, imponiéndose con persistencia, destreza y superioridad intelectual, este homo novus, este advenedizo, ha alcanzado uno tras otro todos los puestos y honores de la vida pública, por norma vetados a un modesto provinciano como él y reservados con celo a una camarilla hereditaria de nobles. Ha gozado de los favores públicos más sublimes y de los más bajos, y, tras la derrota de Catilina, ha subido triunfante los escalones del capitolio, coronado por el pueblo, honrado por el Senado con el glorioso título de pater patriae. Pero ahora, de la noche a la mañana, ha tenido que huir al destierro, condenado por ese mismo Senado y dejado en la estacada por ese mismo pueblo. No hay cargo en el que no haya destacado, ni rango que no alcanzara en virtud de su perseverancia. Ha dirigido procesos en el foro, siendo soldado ha comandado legiones en el campo de la batalla, siendo cónsul ha administrado la república y siendo procónsul, varias provincias. Por sus manos han pasado millones de sestercios y, bajo sus manos, se han esfumado en deudas. Suya era la villa más hermosa del Palatino, que ha visto reducida a escombros, quemada y arrasada por sus enemigos. Ha escrito tratados memorables y discursos que se han convertido en clásicos. Ha tenido hijos y los ha perdido, ha sido valeroso y débil, obstinado y siervo del elogio, muy admirado y muy odiado, un carácter veleidoso, frágil y fulgurante; en suma: la personalidad más atractiva y excitante de su tiempo, ligada sin remedio a todos los sucesos de esos exultantes años que van desde Cayo Mario hasta César. Cicerón ha vivido y padecido la historia de su tiempo, la historia universal, como ningún otro; solo para una cosa —la más importante— nunca ha tenido tiempo: para observar su vida. En su ambicioso delirio, este hombre infatigable nunca ha encontrado la ocasión para reflexionar en silencio y como es debido y extraer la suma de su saber, de su pensamiento.

Ahora, por fin, el golpe de Estado de César, al relegarle de la res publica, le da la oportunidad de ocuparse y sacar provecho de la res privata, lo más importante del mundo; resignado, Cicerón deja el foro, el Senado y el imperio a la dictadura de Julio César. Una aversión hacia todo lo público empieza a apoderarse del rechazado. Claudica: que otros defiendan los derechos de ese pueblo más interesado en las luchas de gladiadores y en los juegos que en su libertad; para él ya solo cuenta buscar, encontrar y dar forma a su propia libertad, a su libertad interior. Así, por primera vez en sesenta años, Marco Tulio Cicerón contempla meditabundo su interior para mostrar al mundo aquello para lo que ha trabajado y vivido.

Como artista nato que solo por error ha caído en el frágil mundo de la política desde el universo de los libros, Marco Tulio Cicerón busca ordenar su vida con clarividencia, de acuerdo con su edad y con sus inclinaciones más íntimas. Se retira de Roma, la ruidosa metrópoli, a Tusculum, hoy Frascati, y así dispone alrededor de su casa de uno de los paisajes más hermosos de Italia. Como suaves olas, las colinas cubiertas de bosques oscuros caen inundando la campagna, y las fuentes resuenan, con sus notas argentinas, en la apartada quietud. Al fin, tras todos los años en la plaza pública, en el foro, acampado en la batalla o viajando en carruaje, al pensador creativo se le abre el alma de par en par. La ciudad, irresistible, agotadora, está lejos, apenas un humo pálido en el horizonte, si bien queda lo bastante cerca como para que los amigos vengan a menudo en busca de una charla que estimule el intelecto: Ático, su íntimo confidente, o el joven Bruto, el joven Casio, y en una ocasión incluso —¡peligroso invitado!— el gran dictador en persona, Julio César. Pero cuando faltan los amigos romanos, siempre hay otros en su lugar, una compañía espléndida que nunca defrauda, que se presta tanto al silencio como a la conversación: los libros. En su villa campestre, Marco Tulio Cicerón ha erigido una biblioteca maravillosa, un panal de sabiduría verdaderamente inagotable, con las obras de los sabios griegos dispuestas junto a las crónicas romanas y los compendios de leyes; con semejantes amigos de todas las épocas, de todas las lenguas, seguro que no pasará una sola noche más en solitario. La mañana es para trabajar. Siempre le espera, obediente, el esclavo instruido, para que le dicte; las horas del almuerzo se las acorta su hija Tulia, a quien tanto ama; la educación del hijo trae cada día un estímulo nuevo y un poco de variedad. Y además, último gesto de sabiduría, el sexagenario sucumbe a la locura más dulce de la vejez y toma por esposa a una joven, más joven que su propia hija, para, como artista, disfrutar de la belleza de la vida no solo en mármol o en versos, sino también en su forma más sensual y encantadora. 

Así que, a sus sesenta años, Marco Tulio Cicerón ha completado su viaje de vuelta a sí mismo; ya solo es un filósofo y no un demagogo; un escritor y no un retórico; alguien dueño de su ocio y no un diligente siervo del favor popular. En lugar de perorar en la plaza pública ante jueces corruptos, prefiere establecer en su De oratore, como modelo para sus imitadores, la esencia del arte del discurso, y a la vez en su tratado De senectute (Cato Maior de senectute) busca enseñarse a sí mismo que un verdadero sabio que quiera dignificar la vejez y los años ha de aprender a resignarse. Sus cartas más hermosas, las que trasladan una mayor armonía, provienen todas de ese periodo de recogimiento interior, e incluso cuando le golpea la más devastadora de las tragedias, la muerte de su amada hija Tulia, su arte le ayuda a conservar una dignidad filosófica: escribe las Consolationes, que aún hoy, siglos después, consuelan a miles que han sufrido el mismo infortunio. Solo al exilio le debe la posteridad el gran escritor que había en el antiguo y resuelto orador. En esos tres años de retiro hace más por su obra y por su gloria póstuma que en los treinta años que derrochó entregado a la res publica

Su vida parece ya la de un filósofo. Desdeñoso de las noticias y las cartas que a diario llegan desde Roma, es más un ciudadano de la eterna república del espíritu que uno de esa república romana que la dictadura de César ha cercenado. El maestro de la justicia terrenal ha aprendido por fin el amargo secreto que cualquier servidor público termina advirtiendo: que no se puede defender la libertad de las masas por mucho tiempo, sino solo la de uno mismo, la libertad interior.

 

 

El cosmopolita, el humanista, el filósofo Marco Tulio Cicerón pasa, así pues, un felicísimo verano, un otoño creativo, un invierno italiano, retirado —según cree, «retirado para siempre»— del ajetreo político de su tiempo. Las noticias y las cartas que llegan de Roma apenas le preocupan, indiferente ante un juego que ya no precisa de él. Parece totalmente inmune al apetito de publicidad de los literatos; ya solo es un ciudadano de la república invisible y nunca más de la otra, de la corrompida y violada que sin oponer resistencia se ha doblegado al terror. Pero entonces, un mediodía de marzo, un correo irrumpe en su villa, cubierto de polvo, con los pulmones jadeantes. Aún alcanza a transmitir la noticia —Julio César, el dictador, ha sido asesinado en el foro de Roma— y a continuación se desploma.

Cicerón palidece. Semanas antes ha compartido mesa con el magnánimo triunfador, y por mucha hostilidad que haya manifestado frente al peligroso y arrogante mandatario, por mucha desconfianza que le inspiren sus victorias militares, siempre se ha sentido obligado a honrar en secreto el espíritu soberano, el genio organizador y la humanidad de ese enemigo respetable como ningún otro. Sin embargo, por más que le repugnen los vulgares argumentos de los magnicidas, ese hombre, Julio César, con todas sus cualidades y sus logros, ¿no ha cometido él mismo el más vil de los asesinatos, el parricidium patriae, el asesinato de la patria a manos de su hijo? ¿No ha sido precisamente su genio el peligro que más ha amenazado la libertad romana? El asesinato de ese hombre puede ser lamentable desde un punto de vista humano, pero la fechoría facilita la victoria de la causa más sagrada, pues ahora que César está muerto, la república puede resucitar. Gracias a esa muerte, triunfa la más sublime de las ideas, la idea de la libertad.

Cicerón se recupera de ese primer sobresalto. Él no era partidario del pérfido crimen, tal vez ni siquiera haya osado desearlo en sus sueños más íntimos. Aunque Bruto, mientras sacaba el puñal ensangrentado del pecho de César, haya gritado su nombre, el nombre de Cicerón, reivindicando así como testigo de su acto al maestro de la doctrina republicana, ni él ni Casio le habían puesto al corriente de la conspiración en curso. Pero ahora que el crimen se ha consumado y no hay vuelta atrás, hay que utilizarlo al menos en beneficio de la república. Cicerón se da cuenta de que el camino hacia la vieja libertad romana pasa sobre ese cadáver imperial, y es su deber señalar el camino al resto. Un momento único como este no puede dejarse pasar. Ese mismo día, Marco Tulio Cicerón deja sus libros, sus escritos y el bendito otium del artista, el placer de la vida ociosa. Y, con el corazón acelerado, corre hacia Roma para salvar la república, verdadero legado de César, tanto de sus enemigos como de quienes ansíen vengar su asesinato. 

 

 

En Roma, Cicerón encuentra una ciudad confusa, aturdida, consternada. Desde el primer momento, el asesinato de Julio César ha resultado ser un crimen cuya envergadura excede a sus perpetradores. Lo único que esa desordenada camarilla de conjurados ha sabido hacer es asesinar, eliminar al hombre que estaba por encima de ellos. Pero ahora que toca aprovechar el crimen, se sienten desvalidos y no saben por dónde empezar. Los senadores se debaten entre secundar las causas del asesinato o condenarlo; el pueblo, acostumbrado a estar bajo la tutela de una mano inmisericorde, no arriesga ninguna opinión. Antonio y los demás amigos de César tienen miedo a los conspiradores y tiemblan por su vida. Los conjurados temen a los amigos de César y su venganza.

En el desconcierto general, Cicerón se revela como el único hombre resuelto. Por lo general titubeante y timorato, como siempre un hombre nervioso y espiritual, se sitúa, sin dudarlo, tras ese crimen en el que no ha participado activamente. Con la cabeza alta, pisa las baldosas aún húmedas con la sangre del asesinado y, ante el Senado en pleno, aplaude la eliminación del dictador como una victoria del ideal republicano. «¡Oh, pueblo mío, has regresado a la libertad! —proclama—. Vosotros, Bruto y Casio, habéis consumado la hazaña más grandiosa no solo de Roma, sino del mundo entero.» Pero en ese mismo instante pide que a esa acción asesina se le otorgue solo su sentido más sublime. Exige que los conspiradores ocupen resueltamente el vacío de poder que ha dejado la muerte de César y que lo utilicen para la salvación de la república, para el restablecimiento de la vieja constitución romana. Antonio debe hacerse cargo del consulado y hay que traspasar a Bruto y a Casio el poder ejecutivo. Por primera vez, este hombre de ley, durante un breve momento que pasará a los anales de la historia, ha quebrantado la rígida norma con el objeto de imponer para siempre la dictadura de la libertad.

Pero ahora se evidencian las debilidades de los conjurados. Solo han podido urdir una conspiración, perpetrar un asesinato. Su fuerza ha bastado solo para hundir los puñales cinco pulgadas en el pecho de un hombre desarmado; con eso ha terminado su determinación. En vez de tomar el poder y utilizarlo para el restablecimiento de la república, se esfuerzan por conseguir una módica amnistía negociando con Antonio; a los amigos de César les dejan tiempo para rearmarse, perdiendo así una oportunidad única. Cicerón, clarividente, se percata del peligro. Advierte que Antonio prepara un contraataque para eliminar no solo a los conspiradores, sino también las ideas republicanas. Avisa, clama, agita, discursea, para obligar a los conjurados, al pueblo, a actuar con determinación. Pero —¡histórico error!— él mismo no hace nada. Todas las posibilidades están ahora al alcance de su mano. Tiene al Senado de su parte; el pueblo, en realidad, espera a alguien que tome con astucia y decisión las riendas que se escurrieron de las poderosas manos de César. Nadie se hubiera opuesto, todos habrían respirado aliviados si él mismo hubiera accedido al Gobierno y puesto orden en el caos. 

Con estos idus de marzo por fin ha llegado para Marco Tulio Cicerón el momento para la historia universal que con tanto ardor ha anhelado desde que pronunciara sus catilinarias, y si hubiera sabido aprovecharlo, todos nosotros habríamos estudiado en la escuela una historia diferente. El nombre de Cicerón habría engrosado los anales de Livio y de Plutarco no solo como el de un respetable escritor, sino como el del salvador de la república, como el del verdadero genio de la libertad de Roma. Suya sería la gloria inmortal, pues habiendo tenido el poder de un dictador, se lo habría devuelto voluntariamente al pueblo.

Pero en la historia se repite sin cesar la misma tragedia, y es que precisamente el hombre de espíritu, angustiado por la responsabilidad, rara vez se convierte en un hombre de acción cuando llega el momento decisivo. Una y otra vez se renueva el mismo dilema en el intelectual, en el creador: dado que advierte mejor las majaderías de su tiempo, siente la necesidad de involucrarse y, llevado por el entusiasmo, se lanza con pasión a la batalla política. Pero al mismo tiempo vacila si tiene que responder con violencia a la violencia. Abrumado por la responsabilidad, se arredra al aplicar el terror o derramar sangre, y esas dudas, esas consideraciones, precisamente en el único momento que no solo permite la inmisericordia, sino que la reclama, agarrotan sus fuerzas. Tras el primer arrebato de entusiasmo, Cicerón observa la situación y advierte, clarividente, los peligros. Vuelve la vista a los conspiradores, que hasta ayer consideraba héroes, y ve solo a unos débiles mentales que huyen de la sombra de su crimen. Vuelve la vista al pueblo y ve que hace tiempo que ya no es el antiguo populus romanus, su heroico pueblo soñado, sino una plebe degenerada que solo piensa en sus privilegios y placeres, en el pan y en el juego, panem et circenses, que un día jalea a los asesinos Bruto y Casio, y al día siguiente a Antonio, que llama a vengarse de ellos, y al otro de nuevo a Dolabela, que manda destruir todas las imágenes de César. Se da cuenta de que en esa ciudad corrompida nadie sirve ya de veras a la idea de la libertad. Lo único que quieren todos es el poder o su comodidad; han eliminado a César para nada, pues únicamente luchan, racanean y discuten por su herencia, por su dinero, por sus legiones; solo para sí mismos, y no para la única causa sagrada, la causa de Roma, buscan provecho y beneficio.

Cicerón está cada vez más cansado, es cada vez más escéptico durante esas dos semanas que suceden a su precipitado entusiasmo. Nadie excepto él se preocupa por restaurar la república, el sentimiento nacional se ha apagado, ya nadie es sensible a la causa de la libertad. El turbio tumulto ya le repugna. No puede seguir entregado al engaño de que sus palabras aún conservan poder; en vista de su fracaso, ha de reconocerse a sí mismo que su papel conciliador ha caducado, que se ha mostrado demasiado débil o demasiado temeroso como para salvar a su patria de la amenaza de la guerra civil, así que la abandona a su suerte. A principios de abril sale de Roma —de nuevo decepcionado, de nuevo vencido— y regresa a sus libros, a su retirada villa de Pozzuoli en el golfo de Nápoles.

 

 

Por segunda vez, Marco Tulio Cicerón ha huido del mundo y se refugia en su soledad. Ahora, por fin, se da cuenta de que, como sabio, como humanista, como garante de la justicia, se ha equivocado de lugar desde el primer momento, situándose en uno donde el poder es la única ley y la falta de escrúpulos se promueve más que la sabiduría y el carácter conciliador. Sobrecogido, ha de reconocer que, en esta época pusilánime, la república ideal que, como un resurgimiento de la antigua ética romana, soñara para su patria, resulta ya irrealizable. Pero como no ha podido llevar el acto salvador a la terca materia de la realidad, al menos quiere salvar su sueño para una posteridad más sabia; los afanes y las iluminaciones de sus sesenta años no deben caer en saco roto. Así que, humillado, recuerda su verdadera fuerza y, como legado para otras generaciones, redacta en esos días de retiro su última y más grandiosa obra, De officiis, una lección acerca de los deberes que el hombre independiente y moral ha de cumplir con respecto a sí mismo y con respecto al Estado. Es su testamento político, su testamento moral, y Marco Tulio Cicerón lo escribe en Pozzuoli en el otoño del año 44 a. C., que es al mismo tiempo el otoño de su vida.

Que ese tratado sobre la relación del individuo con el Estado es un testamento, la palabra definitiva de alguien que ha abdicado y renegado de todas las pasiones públicas, se demuestra ya en la introducción al texto. De officiis está dedicado a su hijo. Cicerón le confiesa con franqueza que no se ha retirado de la vida pública por desinterés, sino porque, como espíritu libre, como republicano de Roma, cree que su dignidad y su honor están por encima del servicio a una dictadura. «Mientras administraban el Estado hombres elegidos por él, dediqué mi energía y mis ideas a la res publica. Pero desde que todo cayó bajo la dominatio unius, ya no había espacio para el servicio público ni para la autoridad.» Desde que se suprimiese el Senado y se cerrasen los tribunales, ¿qué podía buscar un hombre que se respeta a sí mismo en el Senado o en el foro? Hasta el momento, la actividad pública y política le ha sustraído demasiado tiempo. «Scribendi otium non erat», el que escribe no tenía tiempo para el ocio, y nunca pudo poner por escrito, reunida, su visión del mundo. Pero ahora, forzado a la inactividad, quiere aprovecharla al menos en el sentido de las magníficas palabras de Escipión, que dijo refiriéndose a sí mismo: «Nunca he estado más activo que cuando no tenía nada que hacer y nunca he estado menos solo que cuando estaba a solas conmigo mismo».

Estas reflexiones sobre la relación del individuo con el Estado, que Marco Tulio Cicerón desarrolla ahora para su hijo, en muchos sentidos no son nuevas ni originales. Aúnan lo leído con lo comúnmente aceptado: ni siquiera a los sesenta años un dialéctico se convierte de pronto en un poeta, ni un compilador en un artista original. Pero esta vez las opiniones de Cicerón ganan un nuevo pathos gracias al vibrante tono del duelo y la amargura. En medio de sangrientas guerras civiles y en una época en que las hordas pretorianas y los bandidos de distintas facciones luchan por el poder, un espíritu de veras humano, reconociendo el valor de la ética y de la conciliación, vuelve a soñar —como siempre el individuo en épocas así— el sueño eterno de la pacificación del mundo. La justicia y la ley tienen que ser los únicos y férreos puntales de un Estado. Los honrados por convicción, no los demagogos, han de tener el poder y la justicia aparejada a él. A nadie le está permitido imponer al pueblo su voluntad ni sus intereses personales, y es obligatorio que a estos ambiciosos que arrebatan el mando al pueblo, «hoc omne genus pestiferum acque impium», se les niegue la obediencia. Enfurecido, desde una independencia indómita, rechaza de plano colaborar con un dictador o servirle. «Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distractio est.»

La tiranía viola todas las leyes, argumenta. En el espacio común, solo puede surgir verdadera armonía si el individuo, en vez de intentar sacar provecho personal de su posición pública, subordina sus intereses privados a los de la comunidad. Solo si la riqueza no se malgasta en lujo y derroche, sino que se administra y se transforma en cultura espiritual y artística, si la aristocracia depone su soberbia y la plebe, en lugar de dejarse corromper por demagogos y vender el Estado a un solo bando, exige sus derechos naturales, puede recuperarse lo común. Encomiasta del centro como todos los humanistas, Cicerón demanda un equilibrio entre contrarios. Roma no necesita a un Sila ni a un César, tampoco, por otra parte, a los Gracos; la dictadura es peligrosa, así como la revolución.

Mucho de lo que escribe se encuentra ya en el Estado soñado por Platón y volverá a leerse en Jean-Jacques Rousseau y en todos los idealistas utópicos. Pero lo que eleva este testamento de un modo asombroso por encima de su época es ese sentimiento nuevo que ahora, medio siglo antes de la irrupción del cristianismo, se expresa por primera vez: el sentimiento humanitario. En una época dominada por la crueldad más brutal, en la que el mismo César ordena cortar las manos a dos mil prisioneros cuando conquista una ciudad, en la que los mártires y las luchas de gladiadores, las crucifixiones y las ejecuciones son sucesos corrientes y naturales, Cicerón es el primero y el único que eleva una protesta contra el abuso de poder. Condena la guerra como un método de beluarum, de bestias, condena el militarismo y el imperialismo de su propio pueblo, el expolio de las provincias, y exige que los territorios se integren en el Imperio romano solo a través de la cultura y de las costumbres, jamás pasándolos por la espada. Clama contra el saqueo de ciudades y reclama —absurda reclamación en la Roma de la época— clemencia incluso para los que menos derechos tienen entre los que ya de por sí carecen de ellos, para los esclavos (adversus infimos iustitiam esse servandam). Con ojo profético, prevé la caída de Roma por la sucesión demasiado rápida de victorias y por sus conquistas en todo el mundo, que juzga nocivas porque son solo militares. Desde que, con Sila, la nación declarara guerras solo para acumular botines, la justicia ha desaparecido en el imperio. Y siempre que un pueblo arranca violentamente la libertad a otros, pierde, en una misteriosa venganza, el maravilloso poder que tenía cuando estaba solo. 

Mientras las legiones, lideradas por ambiciosos, avanzan hacia Partia y Persia, hacia Germania y Britania, hacia Hispania y Macedonia, para servir a la locura transitoria de un imperio, una sola voz alza aquí su protesta contra ese peligroso triunfo. Tras haber visto que de la semilla sangrienta de las guerras de conquista crece el fruto aún más sangriento de las guerras civiles, este inerme paladín de la humanidad implora solemnemente a su hijo que haga honor a la adiumenta hominum, a la unión de los hombres, como el ideal más elevado, más crucial. Aquel que durante demasiado tiempo ha sido un retórico, un abogado, un político, que por dinero y gloria defendía con la misma bravura cualquier cosa buena o mala, que se abría paso hasta cualquier puesto, que aspiraba a las riquezas, a los honores públicos y al aplauso del pueblo, por fin, en el otoño de su vida, llega a esa clarividente conclusión. A un paso de su final, Marco Tulio Cicerón, hasta ahora solo un humanista, se convierte en el primer abogado de la humanidad.

 

 

Pero mientras Cicerón, calmado y sereno, retirado del mundo, reflexiona sobre el sentido y la forma de una constitución moral, crece la inquietud en el Imperio romano. Ni el Senado ni el pueblo han decidido aún si deben ensalzar o desterrar a los asesinos de César. Antonio se prepara para la guerra contra Bruto y Casio, pero de improviso surge un nuevo candidato al puesto, Octavio, a quien César nombró heredero y que ahora reclama esa herencia. Recién llegado a Italia, escribe a Cicerón para obtener su apoyo, pero a su vez Antonio pide a este que vaya a Roma, y Bruto y Casio le llaman desde el frente. Todos luchan para que el gran defensor defienda su causa, todos quieren atraer al célebre hombre de leyes para que convierta su injusticia en justa. Con atinado instinto, buscan el sostén del hombre de espíritu —al que más tarde apartarán desdeñosos—, como siempre hacen los políticos que quieren el poder pero aún no lo tienen. Y si Cicerón fuera aún el soberbio y ambicioso político de antes, se hubiera dejado seducir.

Pero ahora Cicerón está, por un lado, exhausto, y por otro, ha ganado sabiduría, dos sentimientos que a menudo se parecen peligrosamente. Sabe que lo único que necesita ahora es terminar su obra, ordenar su vida, ordenar sus pensamientos. Como Ulises ante al canto de las sirenas, cierra el oído a las tentadoras llamadas de los poderosos, no atiende la llamada de Antonio, tampoco la de Octavio, ni la de Bruto y Casio, desoye incluso al Senado y a sus amigos, y en vez de eso, con la sensación de que es más fuerte con sus palabras que con sus hechos, más inteligente él solo que como parte de una camarilla, sigue escribiendo su libro, intuyendo que será su despedida de este mundo.

No levanta la vista hasta que no ha terminado su testamento. Tiene un despertar aciago. Su tierra, su patria, está amenazada por la guerra civil. Antonio, que ha saqueado las arcas de César y las del templo, ha logrado reclutar mercenarios con el dinero sustraído. Pero ha de enfrentarse a tres ejércitos, todos levantados en armas: el de Octavio, el de Lépido y el de Bruto y Casio. Ya es tarde para conciliar o para intentar una mediación: toca decidir si dominará Roma un nuevo cesarismo conducido por Antonio, o si ha de conservarse la república. Todos tienen que tomar partido. También el más prudente y cauteloso, que buscando siempre el punto medio se ha situado por encima de facciones o ha oscilado, dubitativo, entre unas y otras. También Marco Tulio Cicerón debe tomar una decisión definitiva.

Y entonces sucede algo extraordinario. Desde que Cicerón legara a su hijo De officiis, su testamento, es como si, por desprecio a la vida, se sintiera imbuido de un valor renovado. Sabe que su carrera política y literaria ha tocado a su fin. Lo que tenía que decir lo ha dicho, lo que le queda por vivir no es mucho. Es viejo, ha culminado su obra, ¿qué podría defender aún de esos miserables restos? Como un animal harto del hostigamiento que, cuando sabe que la jauría ladradora le tiene ya acorralado, se gira de pronto y, para acelerar el final, planta cara a los perros que le acosan, Cicerón, en un claro desafío a la muerte, se lanza una vez más al centro de la batalla, tomando una posición peligrosa. El que durante meses, durante años, solo ha empuñado la silenciosa pluma, agarra de nuevo la ceraunia de su discurso y la arroja contra los enemigos de la república.

Emocionante espectáculo: en diciembre, el hombre de pelo gris vuelve a comparecer en el foro de Roma y llama una vez más al pueblo romano a que se muestre digno de sus virtuosos antepasados, ille mos virtusque maiorum. Muy consciente de lo que significa presentarse desarmado ante un dictador que ya ha reunido en torno a sí a legiones enteras dispuestas a marchar y a asesinar, arroja catorce Filípicas tonantes contra Antonio, el usurpador del poder, que ha negado la obediencia debida al Senado y al pueblo. Pero quien quiera despertar en otros la valentía solo tendrá poder de convicción si él mismo demuestra esa valentía de manera ejemplar. Cicerón sabe que ya no discute con palabras ociosas en el mismo foro de antes, sino que en esta ocasión ha de comprometer su vida para convencer. Desde la rostra, la tribuna de los oradores, confiesa resuelto: «Siendo joven, ya defendí la república. Y ahora, de viejo, no voy a abandonarla. De buena gana entregaré la vida si, gracias a mi muerte, esta ciudad puede recuperar la libertad. Mi único deseo es dejar al morir a un pueblo romano libre. No hay favor más grande que los dioses inmortales puedan concederme». Ya no queda tiempo, insiste, para negociar con Antonio. Hay que apoyar a Octavio, que aunque consanguíneo y heredero de César, representa la causa de la república. Ya no se trata de personas, sino de una causa, la causa más sagrada —res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur—, que ha llegado a su última y más extrema decisión: se trata de la libertad. Pero allá donde ese bien, el más sagrado de todos, se vea amenazado, cualquier duda conducirá a la perdición. Así pues, el pacifista Cicerón exige que los ejércitos de la república se alcen contra los de la dictadura, y él, que, como su discípulo Erasmo mucho después, nada odia más que el tumultus, que la guerra civil, reclama el estado de excepción para el país y el destierro del usurpador.

Sin ejercer ya como abogado de procesos dudosos, sino como defensor de una causa sublime, Cicerón encuentra para esos catorce discursos palabras magníficas y ardientes. «Que otros pueblos vivan en la esclavitud —clama ante sus conciudadanos—. Nosotros, los romanos, no queremos eso. Si no podemos conquistar la libertad, dejadnos morir.» Si es cierto que el Estado ha llegado a su última humillación, a un pueblo que domina el orbe entero —nos principes orbium terrarum gentiusque omnium— le conviene actuar como los esclavizados gladiadores en la arena, que prefieren morir de frente al enemigo que dejarse masacrar. «Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus»: mejor morir con dignidad que servir con ignominia.

Con asombro escucha el Senado, escucha el pueblo reunido, esas Filípicas. Puede que algunos ya intuyan que pasarán siglos hasta que puedan volver a pronunciarse palabras semejantes en la plaza pública. Pronto lo único que podrá hacerse allí será postrarse como esclavos ante las marmóreas estaturas de los emperadores, y solo a los adulones y a los denunciantes se les permitirá, en lugar de la antigua libertad de palabra en el imperio de los Césares, un chismorreo insidioso. Un escalofrío recorre a los oyentes, en parte de miedo, en parte de admiración hacia ese anciano que, en solitario, con el arrojo de un desesperado, de un afligido, defiende la independencia del hombre de espíritu y las leyes republicanas. Aun con dudas, le dan la razón. Pero ni siquiera la tea de esas palabras puede inflamar ya el enmohecido tronco del orgullo romano. Y mientras el idealista solitario predica el sacrificio en el foro público, los poderosos de las legiones, carentes de escrúpulos, ya cierran a sus espaldas el pacto más vergonzoso de la historia de Roma.

Octavio, al que Cicerón ensalzara como paladín de la república, y Lépido, para quien pidiera al pueblo romano una estatua por los servicios prestados, pues ambos acudieron a eliminar al usurpador Antonio, prefieren negociar en privado. Como ninguno de los líderes de la cuadrilla, ni Octavio, ni Antonio, ni Lépido, son lo bastante fuertes para hacerse por sí solos con el Imperio romano como si de un botín personal se tratase, los tres enemigos acérrimos se conjuran para repartirse bajo cuerda la herencia de César; de la noche a la mañana, en el puesto del gran César, Roma tiene a tres pequeños césares.

 

 

Es un momento clave para la historia universal, pues los tres generales, en vez de obedecer al Senado y de observar las leyes del pueblo romano, se alían para formar un triunvirato y repartirse como un módico botín de guerra un vasto imperio con presencia en tres continentes. En una islita cerca de Bolonia, donde confluyen el Reno y el Lavino, montan una tienda en la que habrán de encontrarse los tres bandidos. Por supuesto, ninguno de esos grandes héroes de guerra confía en los demás. En demasiadas de sus arengas se han tratado de mentirosos, bellacos, usurpadores, enemigos del Estado, ladrones y maleantes, como para no ser consciente cada uno de ellos del cinismo de los otros. Pero para el sediento de poder solo es importante poseerlo, y no las convicciones, solo es importante el botín, y no el honor. Con todas las cautelas posibles, los tres se acercan uno tras otro al lugar acordado, pero solo cuando están convencidos de que ninguno de los inminentes soberanos del mundo lleva armas para asesinar a esos socios demasiado recientes, se sonríen entre sí amistosamente y entran juntos en la tienda en la que quedará sellado y establecido el futuro triunvirato.

Antonio, Octavio y Lépido pasan tres días, sin testigos, en esa tienda. Tres son los puntos a tratar. Sobre el primero —cómo se repartirán el mundo— enseguida llegan a un acuerdo. Para Octavio, África y Numidia; para Antonio, Galia; para Lépido, Hispania. La segunda cuestión tampoco les preocupa: de dónde sacar el dinero para el sueldo que desde hace meses deben a sus legiones y a la chusma de sus partidos. El problema se resuelve rápidamente mediante un sistema que en lo sucesivo será imitado a menudo. Se expoliará sin más el patrimonio a los más ricos del país y, para que no eleven quejas demasiado escandalosas, al mismo tiempo se desharán de ellos. Cómodamente arrellanados a la mesa, los tres hombres hacen una lista de proscritos, un edicto público con los nombres de los condenados en el que figuran las dos mil personas más ricas de Italia, incluidos un centenar de senadores. Cada uno nombra a quienes conoce y añade asimismo a sus enemigos y rivales personales. Con un par de trazos de estilete, el nuevo triunvirato, tras la cuestión territorial, ha liquidado la económica.

Ahora discuten el tercer punto. Quien desee instaurar una dictadura, para afianzar su poder, ante todo debe obligar al silencio a los eternos enemigos de la tiranía, es decir, a los independientes, a los defensores de esa utopía inextinguible: la libertad espiritual. Como primer nombre de la lista definitiva, Antonio exige el de Marco Tulio Cicerón. Ese hombre conoce su verdadera esencia y le ha llamado por su verdadero nombre. Es más peligroso que ningún otro, porque su espíritu es fuerte y tiene voluntad de independencia. Tienen que quitárselo de en medio.

Octavio, aterrado, dice que no. Joven y aún no lo bastante curtido ni emponzoñado por la perfidia de la política, teme empezar su gobierno eliminando al escritor más insigne de Italia. Cicerón ha sido su valedor más fiel, le ha ensalzado ante el pueblo y el Senado; hace apenas unos meses, Octavio aún solicitaba con humildad su ayuda, su consejo y con sumo respeto se dirigía al anciano como su «verdadero padre». Avergonzado, Octavio insiste en su negativa. Con un atinado instinto que le honra, no quiere pasar por el ignominioso puñal de unos sicarios al más augusto maestro de la lengua latina. Pero Antonio no ceja en su empeño, sabe que entre el espíritu y el poder hay una enemistad eterna y no existe mayor amenaza para la dictadura que el maestro de la palabra. Tres días dura la lucha por la cabeza de Cicerón. Al final Octavio cede y así, con el nombre de Cicerón, se completa el documento tal vez más vergonzoso de la historia de Roma. Con esa única proscripción, queda firmada la sentencia de muerte de la república.

 

 

En cuanto se entera de la alianza entre quienes fueran antes enemigos jurados, Cicerón sabe que está perdido. Bien sabe que, en Antonio, ese filibustero a quien Shakespeare ennoblecería el espíritu sin justificación, ha grabado a fuego con el ascua ardiente de sus palabras los bajos instintos de la codicia, la vanidad, la crueldad, la falta de escrúpulos, causándole demasiado dolor como para esperar de este hombre brutal y violento la magnanimidad de César. Lo único lógico, si quiere salvar la vida, sería huir cuanto antes. Cicerón tenía que haber ido a Grecia con Bruto, Casio y Catón, al último campamento militar de la libertad republicana; allí al menos habría estado a salvo de los asesinos que ya han enviado a por él. Y, en efecto, por dos o tres veces el desterrado parece resuelto a huir. Lo dispone todo, se despide de sus amigos, se sube a un barco, se pone en marcha. Pero, una y otra vez, Cicerón se detiene en el último momento. Quien ha conocido la desolación del exilio da igual el peligro que corra, pues siempre sentirá la voluptuosidad de la tierra natal y la indignidad de la vida del eterno fugitivo. Una voluntad enigmática que trasciende la razón y que incluso la contradice, le obliga a afrontar el destino que le aguarda. Ya exhausto, solo anhela, en su existencia ya liquidada, unos días de descanso. Poder meditar un poco, escribir unas cuantas cartas más, leer unos cuantos libros, y después que pase lo que tenga que pasar. Durante esos últimos meses, Cicerón se oculta, ora en una de sus villas, ora en otra, y parte en cuanto acecha el peligro, aunque sin rehuirlo nunca por completo. Como haría un enfermo febril con la almohada, cambia esos precarios escondites, sin decidirse aún a enfrentarse a su destino, sin decidirse tampoco a evitarlo, como si con esa disposición a morir quisiera cumplir sin querer la máxima que escribió en su De senectute, según la cual a un anciano no le está permitido buscar la muerte, pero tampoco aplazarla; cuando venga, hay que recibirla con naturalidad. Neque turpis mors forti viro potest accedere: para las almas fuertes ninguna muerte es vergonzosa.

Así pues, Cicerón, que ya estaba camino de Sicilia, ordena de pronto a su gente que reorienten la quilla de vuelta a la hostil Italia, para arribar a Caieta, la actual Gaeta, donde tiene una pequeña finca. Se siente vencido por un cansancio que no es solo de los miembros, ni de los nervios, sino más bien un cansancio vital, una enigmática añoranza por el fin, por la tierra. Descansar una vez más, solo eso. Respirar una vez más el aire dulce de la patria y despedirse, despedirse del mundo, pero ante todo reposar y descansar, ya sea solo un día o una hora.

Respetuoso, apenas toma tierra saluda a los sagrados lares de la casa, los espíritus protectores. El hombre de sesenta y cuatro años está cansado, la travesía le ha dejado exhausto, así que se tumba en el cubiculum —el dormitorio o, más bien, la cámara mortuoria— y cierra los ojos para disfrutar anticipadamente del descanso eterno en un dulce sueño. 

Pero apenas se ha tumbado cuando un fiel esclavo se precipita dentro de la habitación. Cerca de la casa hay hombres armados, le dice, que resultan sospechosos; un empleado doméstico, con el que se ha mostrado amable durante toda su vida, ha revelado su llegada a los asesinos a cambio de una recompensa. Cicerón tiene que huir, huir lo más rápido que pueda, hay una litera lista y ellos mismos, los esclavos de la casa, se armarán y le defenderán durante el breve trecho hasta el barco, donde al fin estará seguro. El exhausto anciano se niega. «¿Qué sentido tiene? —dice—. Estoy demasiado cansado para huir, demasiado cansado para vivir. Dejadme que muera aquí, en esta tierra que yo he salvado.» Al final, el viejo y leal sirviente le convence. Y tomando un desvío por el bosquecillo, un grupo de esclavos armados lleva la litera hasta la barca salvadora.

Pero el traidor de su casa no quiere quedarse sin su ignominioso dinero; a toda prisa, llama a un centurión y a unos cuantos hombres armados. Se lanzan a la caza de la comitiva y alcanzan a tiempo su botín.

De inmediato, los sirvientes armados rodean la litera y se preparan para oponer resistencia. Sin embargo, Cicerón les dice que se aparten. Su vida ya está terminada, ¿para qué sacrificar vidas de otros, vidas más jóvenes? En el momento final, este hombre vacilante, inseguro y rara vez valeroso se despoja de todo miedo. Siente que como romano solo puede demostrar su valía en esta última prueba si se enfrenta a la muerte con dignidad: sapientissimus quisque aequissimo animo moritur. Siguiendo sus órdenes, los criados retroceden; desarmado y sin oponer resistencia, ofrece su cabeza de cabellos grises a los asesinos con estas magníficas y clarividentes palabras: «Non ignoravi me mortalem genuisse». Siempre he sabido que soy mortal. Los asesinos, sin embargo, no quieren filosofía, sino su dinero. No vacilan. Con un poderoso golpe, el centurión derriba al desarmado anciano.

Así muere Marco Tulio Cicerón, el último defensor de la libertad romana, más heroico, viril y decidido en esas horas postreras que en las miles y miles de su vida pasada. 

 

 

A la tragedia la sucede una sangrienta representación satírica. Por el apremio con que Antonio había ordenado el asesinato, los asesinos suponen que su cabeza ha de tener un singular valor; por supuesto, no intuyen su valor en el entramado espiritual del mundo y de la posteridad, pero sí el que tiene para quien ha ordenado el sangriento acto. Para que nadie les dispute la recompensa, deciden llevar ellos mismo la cabeza a Antonio, como prueba de que el encargo está hecho. El cabecilla de la banda corta la cabeza y las manos al cadáver, las mete en un saco y, echándose al hombro ese saco del que aún chorrea la sangre del asesinado, corre lo más rápido que puede a Roma, para dar al dictador la buena nueva de que el mejor defensor de la república romana ha sido eliminado de la forma habitual.

Y aquel bandido de poca monta, el cabecilla del grupo, estaba en lo cierto. El gran bandido, el que ha ordenado el asesinato, transforma su alegría por el crimen perpetrado en una recompensa principesca. Ahora que ha saqueado y ordenado asesinar a las dos mil personas más ricas de Italia, Antonio, al fin, puede mostrarse dadivoso. Un resplandeciente millón de sestercios paga al centurión por el ensangrentado saco con las manos cortadas y la cabeza vejada de Cicerón. Pero su afán de venganza aún no se ha enfriado, así que al estúpido odio de ese hombre sangriento se le ocurre un nuevo ultraje para el muerto, sin sospechar que de esta forma él mismo quedará envilecido para los restos. Antonio ordena que la cabeza y las manos de Cicerón se claven en la rostra, la misma tribuna desde la que el orador hiciera un llamamiento al pueblo contra él y en defensa de la libertad de Roma.

Un espectáculo ignominioso espera al día siguiente al pueblo romano. En la tribuna de oradores, la misma en la que Cicerón pronunciara sus inmortales discursos, cuelga pálida la cabeza cortada del último defensor de la libertad. Un gran clavo oxidado atraviesa la frente por la que cruzaran miles de pensamientos; lívidos y en un gesto de amargura, se contraen los labios que formaran más hermosamente que ninguno las palabras metálicas de la lengua latina; los párpados azulados cubren los ojos que a lo largo de sesenta años velaran por la república; impotentes, se abren las manos que escribieran las cartas más fastuosas de su tiempo.

Sin embargo, ninguna denuncia pronunciada en esa tribuna por el magnífico orador, sea contra la brutalidad, sea contra la locura de poder, sea contra la inobservancia de las leyes, habla con tanta elocuencia contra la eterna injusticia del poder violento como ahora esa cabeza muda, asesinada. Esquivo, el pueblo se agolpa alrededor de la ultrajada rostra; afligido, avergonzado, se aparta de nuevo. Nadie osa —¡es una dictadura!— elevar una sola protesta, pero un espasmo contrae sus corazones y, afectados, cierran los ojos ante ese trágico símbolo de su república crucificada.