Angélica

Son las ocho de la mañana de un jueves de 2020. Permanezco en la cama, aunque hace ya un rato que ha sonado el despertador. Me recuerdo a mí misma que trabajarse la angustia es como hacer el pino puente. El pino puente, esa postura que odiaba, que me costaba tanto. Cuando practicaba mi rutina de yoga y sabía que se acercaba el momento de hacerla, anticipaba el dolor y perdía la concentración, pero me decía: «Haciendo lo que tememos, disolvemos nuestro temor».

Aquella frase de Angélica, como tantas otras, se me había quedado grabada. Desde entonces, cada vez que algo me daba miedo lo atravesaba inmediatamente, y gracias a ese poder había logrado amar el pino puente.

Ahora son las seis de la mañana de un domingo de 1982. A mi hermano pequeño Santi y a mí se nos pegan las sábanas, pero nos levantamos porque conocemos las represalias. Mientras nuestra madre sigue durmiendo, nos vestimos y metemos en las mochilas las bolsas con los bocatas. Entramos en el coche y nos quedamos dormidos. Llegamos a La Pedriza. El ruido de la puerta del maletero al cerrarse consigue despertarnos. Comenzamos el ascenso cuando empieza a clarear. El silencio es prístino, salvaje. El gris del granito contrasta con el fondo azul Windows del cielo. Pero no podemos parar, hay que seguir. Subir. Superar la marca de la vez anterior.

Andamos por la vereda del camino como autómatas. No nos permitimos sentir el olor a carne en salsa de las jaras, ese olor que te reconcilia con quien eres, que te dice: tú eres esto, lo que eres está hecho del color, la textura y el sabor de la salsa que paladeas cada sábado en la casa de tus abuelos.

Por fin me levanto y me hago un café. Me vuelvo a la cama a escribir sobre la superficie resbaladiza de las hojas de mi libreta Midori A5 Plain Paper. He aprendido a no sentirme culpable por escribir en la cama, ni por confundir los jueves con los domingos.

Me cambio y extiendo la esterilla justo cuando Angélica aparece en la pantalla del ordenador. Tras saludarme, me cuenta: «Érase una vez una hormiga de color negro azabache, vigilante en lo más hondo de un hoyo oscuro, en lo más recóndito de un bosque tupido, en lo más profundo de una noche cerrada. Esa hormiga es nuestra compasión». Al principio no encontraba sentido a las metáforas con las que comenzaban nuestras clases. En cada sesión, con anterioridad al trabajo corporal, leíamos un pasaje del Bhagavad Gita, y con el tiempo fui capaz de reconocer la potencia de conceptos que había menospreciado.

Me remango las perneras y presiono el pie derecho sobre la parte interior del muslo. Noto la textura de la planta, rugosa, seca, casi áspera en contraste con la jugosidad de la grasa del muslo que se derrite hacia abajo. Estiro las manos hacia arriba y siento cómo se alargan todos los músculos de la espalda mientras fijo la mirada en la antena de la casa de enfrente para mantener el equilibrio.

Santi y yo avanzamos con paso marcial, supuestamente ajenos al desaliento. La debilidad no está permitida, mucho menos el goce, ese goce que emana del crujir de la pinocha; del sonido del torrente que resbala, plata como el río del Belén, siguiéndonos los pasos; del aire frío que aspiramos y que sale por esa zona sin nombre, con forma de gota, justo encima del labio superior.

Con prisa, sin pausa, sin placer, con esfuerzo. Una lágrima rueda sobre mi mejilla. No tengo claro si es por el frío. Santi se marea, pero solo me lo dice a mí, cogiéndome con su manita. No podemos parar, hay que seguir, continuar ascendiendo hacia la cumbre. El trayecto aniquilado, no hacer camino al andar. Continuar. Llegar. Engullir el bocata. Volver para estar a la hora de comer en casa y echarse la siesta.

Tomo impulso y noto cómo se enfrían las palmas de las manos en contacto con la superficie lisa de la baldosa. Los brazos soportan una parte de mi cuerpo que resulta que ahora está arriba en vez de abajo. La camiseta desciende y aparecen mis tetas, siempre cayendo, pero justo en la dirección opuesta a la habitual. Noto la sangre inflamando la cabeza, mi barbilla palpita extrañada de apuntar hacia el techo. Y eso que hacer el pino a secas tampoco me gustaba, pero ahora que puedo disolver el miedo solo quiero quedarme aquí sin avanzar hacia la siguiente postura. Como cuando voy a la piscina e intento hacer la menor cantidad de largos posible, avanzar lentamente, no competir ni siquiera conmigo misma. Solo entonces soy capaz de sentir el roce del agua, la luz que rebota en el fondo, el tono gris asfalto del cielo por la ventana, la piel de los dedos que se arruga poco a poco y, cuando mi mano alcanza el muslo de mi compañera de calle, es como si rozara la estela de una cometa. En la sauna noto los poros expandidos y también me mareo. Confundo el color gris del cielo que veo a través del techo de cristal con el color gris plata del río que fluye mientras caminamos por la vereda. ¿Huele a cloro o a jaras?

Pasamos la Charca Verde y nos ponemos contentos porque sabemos que queda poco. Llevo un rato pensando en el dónut que he metido en la bolsa de los bocatas sin que nadie lo sepa. Saber que está ahí hace más llevadero el final, empinado, jodido. Con el rabillo del ojo contemplo el paisaje, la sierra que se extiende jade, como en los cuadros de Velázquez.

La cumbre. Nos sentamos. Nos tomamos el bocata, pero tengo miedo de sacar el dónut. Aprovecho un descuido para partirlo, darle la mitad a Santi y tragarlo en dos bocados. Se me quedan los dedos pringosos mientras la masa de harina compacta baja por la garganta, como si la roca redonda que persigue a Indiana Jones se quedase atascada en el túnel y le impidiese avanzar. Tengo unos granos de azúcar blanco en las comisuras de los labios. Me relamo. Hay que ponerse nuevamente en pie. La mochila. Bajamos. Nosotros no podemos dar esas zancadas tan largas, pero es mucho mejor bajar. A veces corremos y nos sentimos ligeros, abandonamos la angustia que nos pisa los talones.

Angélica busca un cántico que nos guste a las dos. Cuando lo encuentra, esperamos unos acordes, inhalamos, exhalamos y comenzamos. Cantar así hace que me reconozca por dentro; el aire penetra y recorre los contornos brillantes de los pulmones, la forma irregular del páncreas, los perfiles violáceos del bazo. El sonido va hacia el interior, rellena el silencio del cuerpo mudo, ilumina la oscuridad del cuerpo sellado. Por momentos nuestros cantos se encuentran; otras veces, se desencuentran. No existe control ni compás, nos acompañamos desde nuestras agencias, cada una a lo suyo en comunión con la otra.

Comienza la relajación. Al tumbarme, me cubro por entero con una manta, como los cadáveres en los accidentes, cuando un cuerpo ya no necesita respirar. La textura del algodón roza la punta de mi nariz, su entramado no demasiado tupido permite que ventile. Me voy relajando por trozos. Puedo identificar la piel en contacto con la ropa en la planitud del sacro, la ausencia de piel en la elevación de las corvas, las arrugas de los codos que se quieren doblar. Voy moviendo las manos, retiro la manta, me incorporo de lado y me siento.

Llegamos al coche. Nos quedamos dormidos otra vez. Al llegar a casa, la mesa está puesta. Calentamos las sobras. Llega por fin el momento esperado, sobre el que han girado las horas. Durante la siesta decidimos jugar a los clicks en medio de un silencio estratégico. Nos bañamos y cenamos. Por la noche pienso en si lo habremos hecho bien, en si habremos sido merecedores de la mirada que nos haría sentir pertenecientes.

Entonces no sabíamos que la manera de disolver el temor era atravesándolo.

Ahora sé que no tardará mucho en pasarme lo mismo con la angustia.